Harry despertó. Algo iba mal. Sabía que pronto recordaría de qué se trataba, que solo tendría esos escasos y benditos segundos antes de que la realidad le sacudiera como un puñetazo. Abrió los ojos y enseguida se arrepintió. Era como si la luz del día que atravesaba la ventana sucia, mugrienta, e iluminaba el pequeño salón vacío, se abriera paso sin encontrar obstáculo hasta un punto doloroso detrás de sus ojos. Volvió a buscar refugio tras los párpados y recordó lo que había soñado. Con Rakel, por supuesto. Al principio era el mismo sueño que había tenido muchas veces: era una mañana de hacía muchos años, poco después de conocerse. Ella tenía la cabeza apoyada en su pecho y él le preguntaba si estaba comprobando que lo que decían era cierto: que él no tenía corazón. Rakel había prorrumpido en esa risa que él amaba, al punto que era capaz de hacer cualquier idiotez para provocarla. Ella había levantado la cabeza, le había mirado con sus cálidos ojos castaños, heredados de su madre austríaca, y le había respondido que tenían razón, pero que le daría la mitad del suyo. Y así lo hizo. El corazón de Rakel era tan grande que había bombeado la sangre por su cuerpo, le había descongelado, le había convertido en un auténtico ser humano. En un esposo. En el padre de Oleg, el chico serio e introvertido al que Harry había acabado por querer como si fuera su hijo. Harry había sido feliz. Y estaba aterrorizado. Felizmente ignorante de qué iba a pasar, pero infelizmente sabedor de que algo pasaría, de que no había nacido para tanta felicidad. Muerto de miedo ante la idea de perder a Rakel. Porque medio corazón no podía latir sin el otro medio, él lo sabía, Rakel lo sabía. Entonces, si no podía vivir sin ella ¿por qué en el sueño de esa noche había huido de ella?
No lo sabía, no lo recordaba, pero Rakel había reclamado la mitad de su corazón, había escuchado los latidos ya débiles, había dado con él y había llamado a su puerta.
Por fin sintió el impacto del puño aproximándose. La realidad.
Que ya había perdido a Rakel.
Y que no era él quien había huido, sino ella quien le había echado.
A Harry le faltaba el aire. Un sonido se abrió paso por su canal auditivo y supo que el dolor no solo estaba localizado detrás de sus ojos, sino que todo su cerebro era un gran foco de sufrimiento. También advirtió que era el mismo sonido que había desencadenado el sueño para luego despertarlo. Alguien estaba llamando a la puerta. La estúpida, molesta y fiel esperanza volvía a asomar la cabeza.
Sin abrir los ojos, Harry estiró la mano desde el sofá cama hacia la botella de whisky que estaba en el suelo, la tiró, y por el sonido hueco que hizo al rodar por el parqué gastado supo que estaba vacía. Se obligó a abrir los ojos. Observó la mano que colgaba como una zarpa voraz, la larga prótesis de titanio. Tenía la mano ensangrentada. Joder. Se olió los dedos mientras intentaba recordar cómo había acabado el día anterior, si hubo mujeres. Apartó el edredón y echó una mirada a su cuerpo de metro noventa y tres de largo, desnudo y delgado. Hacía tan poco tiempo que había recaído que aún no se veían los efectos físicos, pero si ocurría lo de las otras veces, la masa muscular se iría esfumando semana a semana y la piel, que ya era de un blanco grisáceo, palidecería aún más. Se convertiría en un fantasma y acabaría por desaparecer del todo. Ese era el objetivo final que perseguía bebiendo, ¿o no?
Gimiendo, se impulsó hasta sentarse. Miró a su alrededor. Había regresado al punto de partida, de donde había salido antes de volver a ser una persona, pero ahora había descendido un escalón más. No sabía si era una ironía del destino, pero el apartamento de un dormitorio, cuarenta metros cuadrados, que un policía joven le había prestado primero y alquilado después, estaba debajo del piso en el que vivía antes de mudarse con Rakel a su casa de madera de Holmenkollen. Al marcharse de allí, Harry compró un sofá cama en IKEA. Este, unido a la estantería con los vinilos de detrás del sofá, la mesa, el espejo que todavía estaba apoyado en la pared y la cómoda del recibidor, constituía todo el mobiliario. Harry no estaba muy seguro de si era consecuencia de su falta de iniciativa o si intentaba convencerse de la provisionalidad de su situación y de que ella volvería a aceptarle cuando se lo pensara un poco.
Comprobó si tenía ganas de vomitar. Bueno, parecía que podía controlarlas. Era como si, después de un par de semanas, el cuerpo se acostumbrara al veneno, tolerara las dosis. Y exigiera que las aumentara. Miró fijamente la botella de whisky vacía que se había asentado entre las plantas de sus pies. Peter Dawson Special. No era especialmente bueno. Jim Bean era bueno, y lo envasaban en botellas cuadradas que no ruedan por el suelo. Pero Dawson era especialmente barato, y un alcohólico sediento con sueldo de agente de policía y la cuenta a cero no podía permitirse exquisiteces. Miró el reloj. Las cuatro menos diez. Le quedaban dos horas y diez minutos antes de que cerrara el monopolio estatal donde vendían bebidas alcohólicas.
Respiró hondo y se levantó. Le estallaba la cabeza. Se tambaleó, pero seguía de pie. Se miró en el espejo. Era un pez del fondo marino al que habían sacado a la superficie tan deprisa que los ojos y las entrañas querían salírsele del cuerpo; un pez al que habían arrastrado con tanta fuerza que el anzuelo le había rasgado la mejilla y le había dejado una cicatriz rosada con forma de hoz desde la comisura izquierda de la boca hasta la oreja. Buscó bajo el edredón, pero no encontró ningún calzoncillo; se puso los vaqueros que estaban en el suelo y salió al recibidor. Tras el rugoso cristal de la puerta se dibujaba una silueta oscura. Era ella, había vuelto. Pero eso mismo había pensado la última vez que llamaron al timbre. Entonces resultó ser un hombre que explicó que venía de la compañía eléctrica Hafslund Strøm para cambiar los contadores de la luz por otros nuevos, modernos, con los que se podía medir el consumo hora a hora hasta el último vatio. Añadió que todos sus clientes lo tenían ya y podían saber exactamente a qué hora habían encendido la vitrocerámica, o cuando apagaron el flexo. Harry le explicó que no tenía cocina y que, si la tuviera, no querría saber cuándo la usaba y cuándo no. Y cerró la puerta.
Pero esta vez la silueta que veía tras la puerta era la de una mujer. De su altura, de su complexión. ¿Cómo había entrado en el portal?
Abrió.
Eran dos. Una mujer que no había visto nunca y una niña tan pequeña que no alcanzaba al cristal de la puerta. Al ver la hucha que le tendía comprendió que habrían llamado al interfono y otro vecino las había dejado entrar.
—Se trata de la acción solidaria —dijo la mujer.
Las dos llevaban un chaleco naranja con el logotipo de la Cruz Roja.
—Creía que era en otoño —dijo Harry.
Ella y la niña le miraban en silencio. Algo que primero interpretó como animadversión, como si las hubiera acusado de estafa. Luego comprendió que era desprecio, probablemente porque estaba a medio vestir y apestaba a alcohol a las cuatro de la tarde. Y encima ignoraba esa campaña nacional puerta por puerta que la televisión estaría retransmitiendo. Harry se preguntó si se avergonzaba. Sí. Un poco. Metió la mano en el bolsillo del pantalón, donde solía llevar el efectivo cuando estaba de borrachera, porque sabía por experiencia que no era recomendable llevarse la tarjeta de crédito.
Sonrió a la niña, que miraba con los ojos muy abiertos su mano ensangrentada mientras metía un billete doblado por la ranura de la hucha sellada. Antes de que el billete desapareciera vio el destello de un bigote. El bigote de Edvard Munch.
—Joder —dijo Harry y volvió a meterse la mano en el bolsillo.
Estaba vacío, exactamente igual que su cuenta corriente.
—¿Perdón? —dijo la mujer.
—Creí que era un billete de doscientos, pero os he dado a Munch. Un billete de mil.
—Vaya.
—Podríais… esto… ¿devolvérmelo?
La niña y la mujer le miraron en silencio. La niña levantó con cuidado la hucha, para que pudiera ver mejor el sello de plástico sobre el logo de la campaña.
—Entiendo —susurró Harry—. ¿Y si me dierais el cambio?
La mujer sonrió como si fuera un chiste, y él le devolvió la sonrisa como para asegurarle que así era, mientras su cerebro buscaba desesperadamente la solución al problema. Doscientas noventa y nueve coronas con noventa céntimos antes de las seis. O ciento sesenta y nueve con noventa para media botella.
—Consuélate con que el dinero es para gente necesitada —dijo la mujer llevando a la niña hacia la escalera y la puerta contigua.
Harry cerró la puerta, entró en la cocina y se lavó la sangre de la mano; sintió un dolor abrasador. En el salón miró a su alrededor y se fijó en que el edredón tenía la marca de una mano ensangrentada. Se puso a cuatro patas y encontró el teléfono móvil debajo del sofá. Ningún SMS. Solo tres llamadas de la noche anterior, una de Bjørn Holm, técnico criminalista y natural de Toten, y dos de Alexandra de Medicina Legal. Harry y ella habían intimado por primera vez hacía poco, después de la expulsión, pero a juzgar por lo que sabía y recordaba de ella, Alexandra no era de las que consideraban que la menstruación era un motivo para cancelar una cita. La primera noche, cuando ella le ayudó a volver a casa y los dos habían buscado sin suerte las llaves en sus bolsillos, había abierto la cerradura en un momento con una ganzúa a una velocidad inquietante. Luego los tumbó, a él y a ella misma, en el sofá cama. Cuando se despertó ya no estaba, le había dejado una nota dando las gracias por los servicios prestados. Así que la sangre podría ser suya, claro.
Harry cerró los ojos e intentó concentrarse. Recordaba vagamente los acontecimientos de las últimas semanas y su cronología, pero en cuanto a la noche y la madrugada pasadas, estaba en blanco. Totalmente en blanco, la verdad. Abrió los ojos, contempló su dolorida mano derecha. Tres nudillos ensangrentados, descarnados, con sangre coagulada alrededor. Habría pegado a alguien. Tres nudillos equivalían a varios golpes. Descubrió que también tenía sangre en los pantalones. Demasiada para que procediera solo de los nudillos. Y no era sangre menstrual.
Harry quitó la funda del edredón mientras devolvía la llamada a Bjørn Holm. Oyó la vibración al otro lado y supo que en algún lugar estaba sonando una canción especial de Hank Williams, una que según aseguraba Bjørn trataba de un técnico criminalista como él.
—¿Qué tal estás? —oyó que decía la bienintencionada voz de Toten de Bjørn.
—Depende —dijo Harry entrando en el baño—. ¿Tienes trescientas coronas para prestarme?
—Es domingo, Harry. El monopolio está cerrado.
—¿Domingo? —Harry pisoteó los pantalones y los echó junto con el edredón a la cesta de la ropa sucia, que ya estaba a tope—. Joder, vaya mierda.
—¿Algo más?
—Veo que me llamaste hacia las nueve.
—Sí, pero no me contestaste.
—No, parece que el teléfono ha estado debajo del sofá las últimas veinticuatro horas. Estaba en Jealousy.
—Eso pensé, así que llamé a Øystein y me dijo que estabas allí.
—¿Y?
—Fui para allá. ¿De verdad que no te acuerdas de nada?
—Joder, joder. ¿Qué pasó?
Harry oyó el suspiro de su colega y lo imaginó poniendo en blanco sus saltones ojos de besugo en su rostro redondo y pálido, enmarcado por una gorra y las patillas más grandes y pelirrojas de toda la comisaría.
—¿Qué quieres saber?
—Solo lo que creas que debo saber —dijo Harry y vio algo en la cesta de la ropa sucia.
El cuello de una botella que asomaba entre calzoncillos usados y camisetas. La agarró. Jim Bean. Vacía, ¿o no? Desenroscó el tapón, se la llevó a la boca y echó la cabeza hacia atrás.
—Ok. Esta es la versión resumida —dijo Bjørn—. Cuando llegué al Jealousy Bar eran las 21.25, estabas borracho, y cuando me fui a las 22.30, llevabas todo el tiempo hablando sin parar de una cosa. De una persona. Adivina quién.
Harry no respondió, miró bizqueando al interior de la botella boca abajo y observó la gota que se deslizaba hacia la abertura.
—Rakel —concluyó Bjørn—. Te quedaste frito en el coche, conseguí meterte en casa y eso fue todo.
Harry vio que la gota avanzaba muy despacio y apartó la botella.
—Mmmm. ¿Eso fue todo?
—Esa es la versión resumida.
—¿Nos peleamos?
—¿Tú y yo?
—Dado el énfasis que has puesto en la palabra «yo», parece que al menos yo sí me peleé. ¿Con quién?
—Bueno, parece que el nuevo propietario del Jealousy se llevó alguna bofetada.
—¿Bofetada? Me he despertado con tres nudillos ensangrentados y hay sangre en los pantalones.
—Con el primer golpe le atizaste en la nariz y salió sangre a chorros. Pero luego se agachó, y le diste a la pared de cemento. Más de una vez. Creo que la pared todavía debe estar manchada de sangre tuya.
—¿Pero Ringdal no se defendió?
—La verdad es que estabas tan pedo que no tenías capacidad de dañar a nadie, Harry. Øystein y yo te paramos antes de que te hicieras más daño.
—Joder, estoy pasadísimo.
—Bueno, el tal Ringdal se merecía esa bofetada. Puso el vinilo ese, White Ladder, y pretendía repetir. Pero entonces tú empezaste a echarle la bronca por haberse cargado la buena reputación del bar que, según afirmabas, habíais levantado tú, Øystein y Rakel.
—¡Es que fue así! Ese bar era una mina de oro, Bjørn. Dejé que se lo quedara por menos de nada y solo le exigí una cosa: que se resistiera a la mierda, que pusiera música decente.
—¿Tu música?
—Nuestra música, Bjørn. Tuya, mía, la de Øystein, la de Mehmet…, ¡nada de la mierda de David Gray!
—Tal vez deberías haber definido lo que… ¡Uy! El niño está llorando, Harry.
—Ah, sí. Perdona. Y gracias. Siento lo de ayer. Joder, parezco un payaso. Vamos a colgar. Recuerdos a Katrine.
—Está trabajando.
Colgaron. Y en el mismo instante, como si fuera un destello de luz, Harry vio algo. Fue tan rápido que no pudo ver de qué se trataba pero, de pronto, su corazón latía tan deprisa que le faltaba el aire.
Harry miró la botella que seguía sujetando boca abajo. La gota se había derramado. Bajó la vista. Una gota marrón brillaba sobre un sucio azulejo blanco.
Suspiró. Desnudo, se agachó, sintió el frío de los azulejos en las rodillas. Sacó la lengua, tomó aire y se agachó con la frente hacia el suelo, como si se dispusiera a rezar.
Harry bajaba por la calle Pilestredet a grandes zancadas. Las botas Dr. Martens dejaban huellas negras en la fina capa de nieve que había caído la noche anterior, como si el oblicuo sol de primavera hiciera lo posible por fundirla antes de esconderse tras las fachadas más antiguas de la ciudad, todas de cuatro o cinco pisos de altura. Oyó el golpeteo rítmico de la gravilla que llevaba incrustada en el grueso dibujo de las suelas contra el asfalto, mientras pasaba frente a los edificios más altos y modernos que habían levantado en la parcela que ocupara el Hospital Central, Rikshospitalet, donde había nacido hacía casi cincuenta años. Observó las últimas muestras de arte callejero en la fachada del centro Blitz, el que una vez fuera un bloque cutre, okupado, el fuerte del movimiento punk. Allí Harry había ido a conciertos de calidad dudosa en su adolescencia, aunque nunca llegó a formar parte del movimiento. Pasó por delante del Rex Pub, donde se había emborrachado cuando el local era otra cosa, despachaban la pinta de cerveza más barata, los seguratas de la puerta eran más flexibles y lo frecuentaba gente del mundillo del jazz. Pero tampoco había pertenecido a ese mundillo. Ni a la congregación de los redimidos de Filadelfia, que hablaban en varias lenguas, en la acera de enfrente. Pasó por delante del juzgado. ¿A cuántos asesinos había conseguido que condenaran allí? A muchos. No los suficientes. Porque no eran los que capturabas los que regresaban a tus pesadillas, eran los que se libraban, y sus víctimas. Pero había cogido bastantes como para hacerse un nombre, adquirir cierta reputación. Para lo bueno y para lo malo. En parte su fama se debía a que había sido, directa o indirectamente, el responsable de la muerte de algunos colegas. Llegó a la calle de Grønlandsleiret. Allí, en los años setenta, esa Oslo que albergaba una sola etnia por fin se había abierto al mundo, o tal vez fuera al contrario. Los restaurantes árabes, tiendas con verduras importadas y especias de Karachi, mujeres somalíes cubiertas con el hiyab dando un paseo dominical con el cochecito del niño y los hombres charlando animadamente entre ellos tres pasos por detrás. Harry también reconoció un par de pubs de la época en que Oslo tenía una clase obrera blanca que vivía en ese barrio. Pasó por delante de la iglesia de Grønland y subió hacia el palacio de cristal en la cima del parque. Se detuvo antes de empujar la pesada puerta de acceso metálica y con ojos de buey. Contempló Oslo. Fea y hermosa. Fría y cálida. Algunos días amaba esta ciudad, otros la odiaba. Pero nunca podría abandonarla. Tomarse un descanso, dejarla una temporada, eso sí. Pero no abandonarla para siempre. No como había hecho ella con él.
Esperó a que el guardia le permitiera el acceso y se desabrochó el chaquetón marinero mientras esperaba el ascensor. Cuando se abrieron las puertas notó que no había parado de sudar y temblar. Comprendió que ese día no podría usar el ascensor, así que se dio la vuelta para empezar a subir las escaleras hasta el sexto piso.
—¿Trabajando en domingo? —dijo Katrine Bratt y levantó la vista del ordenador cuando Harry entró en su despacho sin pedir permiso.
—Lo mismo digo. —Harry se dejó caer en la silla que había delante de la mesa.
Sus miradas se cruzaron.
Harry cerró los ojos, se repantingó en la silla y estiró las piernas por debajo del escritorio que había pertenecido a Gunnar Hagen. Katrine había hecho pintar las paredes de un color claro y había lijado el parqué; por lo demás el despacho del jefe de sección era el mismo. Y aunque Katrine Bratt era la nueva responsable de la sección de Delitos Violentos y había sido madre recientemente, Harry todavía podía ver a la chica salvaje de ojos oscuros que había llegado de la comisaría de Bergen con un plan e ideas propias, una chica que llevaba un flequillo negro y una cazadora del mismo color y cuya figura contradecía la hipótesis de que en Bergen no existía el género femenino, una chica a la que los colegas de Harry devoraban con la mirada. Las razones por las que ella solo tenía ojos para Harry fueron las paradojas de siempre. Su mala fama. Que ya estaba comprometido. Y que la había ignorado en todos los aspectos que no fueran el de compañera de trabajo.
—Puede que me equivoque —bostezó Harry—. Pero al teléfono casi me ha parecido que a tu chico de Toten le encanta estar de baja paternal.
—Así es —dijo Katrine tecleando en el ordenador—. ¿Y tú? ¿Llevas bien…?
—¿La baja marital?
—Iba a preguntarte si te gusta haber vuelto a la sección de Delitos Violentos.
Harry abrió un ojo.
—¿Con las funciones de un agente sin categoría?
Katrine suspiró.
—Era lo mejor que Gunnar y yo podíamos ofrecerte en las presentes circunstancias, Harry. ¿Qué te esperabas?
Harry dejó que su ojo abierto recorriera el despacho mientras meditaba sobre qué había esperado. ¿Que Katrine le hubiera dado a su despacho un toque femenino? ¿Que a él se le concediera la misma libertad de acción que cuando dejó de ser investigador de homicidios para trabajar de profesor de la Academia Superior de Policía, se casó con Rakel e hizo un intento de vivir una vida tranquila y sobria? Claro que no habían podido ofrecerle eso. Katrine, con la bendición de Gunnar Hagen y la ayuda de Bjørn, le había sacado literalmente de la cuneta y le había proporcionado un lugar donde trabajar, una razón para levantarse, otra cosa en la que pensar que no fuera Rakel, una excusa para no matarse bebiendo. La prueba de que estaba peor, de que había caído más bajo de lo que jamás habría creído posible, era que hubiera aceptado clasificar documentos y revisar casos fríos. Aunque la experiencia le había demostrado que siempre era posible caer más bajo. Así que Harry carraspeó:
—¿No tendrás quinientas coronas para prestarme?
—Joder, Harry. —Katrine le miró desconsolada—. ¿Por eso has venido? ¿No tuviste suficiente ayer?
—No es así como funciona —dijo Harry—. ¿Fuiste tú quién mandó a Bjørn a recogerme?
—No.
—Entonces ¿cómo dio conmigo?
—Todo el mundo sabe dónde pasas las noches, Harry. Aunque da que pensar eso de que elijas precisamente el bar que acabas de vender.
—Antes de negarse a servir al anterior propietario se lo piensan.
—Puede que fuera así hasta ayer. Según Bjørn el último recado que te dio el propietario es que tienes prohibida la entrada de por vida.
—¿De verdad? No recuerdo una mierda.
—Deja que te ayude un poco. Intentaste convencer a Bjørn para que te ayudara a denunciar al Jealousy en comisaría por la música que ponen, luego para que llamara a Rakel y la convenciera de que recapacitara. Desde su teléfono, puesto que te habías dejado el tuyo en casa y además dudabas que ella respondiera si veía tu nombre en la pantalla.
—Dios mío —gimió Harry y escondió la cara entre las manos mientras se masajeaba la frente.
—No te lo estoy contando para torturarte, sino para que veas lo que pasa cuando bebes, Harry.
—Mil gracias, guapa.
Harry entrelazó los dedos sobre el estómago. Descubrió que había un billete de doscientas coronas en el borde de la mesa, a su alcance.
—No llega para emborracharte —dijo Katrine—, pero sí para darte sueño. Eso es lo que necesitas. Dormir.
La observó. Su mirada se había dulcificado con los años, ya no era la chica enfadada que iba a vengarse del mundo. Tal vez fuese porque era responsable de otras personas, de la gente de la sección y del niño de año y medio. Sí, al parecer esas cosas despertaban el instinto de protección de la gente y suavizaban su carácter. Dos años antes, durante el caso del Vampirista, cuando Rakel había estado ingresada en el hospital y él había recaído en la bebida, Katrine lo había llevado a su casa. Dejó que vomitara en su baño impoluto y le dejó que durmiera casi inconsciente en la cama que compartía con Bjørn.
—No —dijo Harry—. No me hace falta dormir, necesito un caso.
—Tienes un caso…
—Necesito el caso Finne.
Katrine suspiró.
—Los asesinatos a los que te refieres no se llaman «caso Finne», no hay nada que lo señale a él. Y, como ya te he dicho, he asignado ese caso a otra gente.
—Tres asesinatos. Tres asesinatos sin resolver. ¿Y de verdad crees que no necesitas a nadie que pueda demostrar lo que tú y yo sabemos, que son obra de Finne?
—Tienes tu caso, Harry. Resuélvelo y déjame dirigir este chiringuito como me parezca.
—Mi caso no es un caso, es un asesinato machista en el que el marido ha confesado; tenemos el móvil del crimen y numerosas pruebas técnicas.
—Podría retirar la confesión y entonces necesitaríamos pruebas más concluyentes.
—Es un caso que podrías haberle dado a Wyller, o Skarre o uno de los benjamines. Finne es un pervertido sexual y un asesino en serie. ¡Joder! Soy el único investigador que tienes especializado precisamente en eso.
—Te digo que no, Harry. Y es un no definitivo.
—Pero ¿por qué?
—¿Por qué? ¡Mírate! Si tú estuvieras al frente de la sección de Delitos Violentos ¿enviarías a un investigador borracho e inestable a entrevistarse con nuestros muy escépticos colegas de Copenhague y Estocolmo? Estos aseguran que detrás de los asesinatos perpetrados en sus respectivas ciudades no hay un solo hombre. Ves asesinos en serie por todas partes porque tu cerebro está impregnado de asesinatos en serie.
—No digo que no, pero es Finne. Tienen todos los rasgos distintivos de…
—¡Para! Libérate de esas obsesiones, Harry.
—¿Obsesiones?
—Bjørn me dice que cuando estás mamao no paras de balbucear sobre Finne, de decir que tienes que acabar con él antes de que él acabe contigo.
—¿«Mamao»? Repite conmigo. Mamado. Mama-do. —Harry agarró el billete de doscientas coronas y se lo metió en el bolsillo del pantalón—. Que tengas un buen día.
—¿Adónde vas?
—A un lugar donde pueda santificar el domingo.
—Tienes gravilla en las suelas, así que haz el favor de levantar los pies cuando pises el parqué.
Harry bajó a zancadas por Grønlandslseiret, camino del Olympen y el Pigalle. No eran sus locales preferidos para beber, pero sí los que estaban más cerca. Había tan poco tráfico en la calle principal de Grønland que pudo cruzar en rojo mientras comprobaba el teléfono móvil. Se planteó devolverle la llamada a Alexandra, pero decidió no hacerlo. No estaba de ánimo para hablar con ella. Vio en el registro de llamadas que había intentado contactar con Rakel en seis ocasiones entre las seis y las ocho de la tarde de ayer. Tuvo un escalofrío. «Llamada cancelada», a veces el lenguaje tecnológico se pasaba de preciso.
No sería la peor manera de partir. Un dolor en el pecho. Caer de rodillas. La frente pegada al asfalto. THE END. Unos días más bebiendo a este ritmo y podría ocurrir. Harry siguió caminando. Un destello. Había visto algo más que esa mañana. Pero luego se había escabullido, como un sueño en el momento de despertar.
Harry se detuvo en la puerta del Olympen y miró dentro. Hacía unos años era uno de los garitos más cutres de Oslo, pero lo habían restaurado de arriba abajo, al punto que Harry dudó si entrar. Observó a la nueva clientela. Unos cuantos hípsters y algunas parejas bien vestidas, pero también familias con niños con poco tiempo libre y una economía lo bastante desahogada como para cenar en un restaurante un domingo.
Titubeando, se metió la mano en el bolsillo. Tocó el billete de doscientas coronas, pero también algo más. Una llave. No era la suya, sino la del escenario del crimen de violencia doméstica. Estaba en la calle Borggata, en Tøyen. No sabía muy bien por qué había pedido la llave si el caso ya estaba resuelto. Pero lo cierto era que tenía la escena del crimen para él, para él solo, puesto que el otro «investigador técnico» del caso, Truls Berntsen, no iba a mover un dedo en ese caso. Truls Berntsen no había conseguido un puesto en la sección de Delitos Violentos en base a sus méritos, por decirlo con prudencia, sino por intercesión de su amigo de la infancia y anterior director general de la Policía, Mikael Bellman. Truls Berntsen era un perfecto inútil y había un acuerdo tácito entre Katrine y Truls para que este se mantuviera apartado de las cuestiones técnicas y se ocupara del café y las tareas administrativas de escasa complejidad. Lo que en la práctica quería decir solitarios y Tetris. El café no sabía mejor que antes pero últimamente Truls había derrotado a Harry al Tetris algunas veces. En verdad conformaban una pareja patética, sentados al fondo de la oficina y solo separados por un biombo rodante de madera carcomida y de metro y medio de altura.
Harry seguía escrutando el interior del local. Había un cubículo vacío junto a una familia con niños pequeños sentados al lado de la ventana. Uno de los niños lo vio y lo señaló riéndose. El padre, que estaba de espaldas, se volvió y Harry dio instintivamente un paso atrás para ocultarse entre las sombras. Y desde allí vio su propio rostro pálido y lleno de arrugas reflejarse en el cristal y fundirse con el del niño. Le sobrevino un recuerdo de infancia. Su abuelo y él. Vacaciones de verano y cena familiar en Romsdalen. Él riéndose del abuelo. Sus padres poniendo cara de preocupación. El abuelo estaba borracho.
Harry volvió a tocar las llaves. La calle Borggata. Estaba a cinco minutos andando. Sacó el teléfono. Vio las llamadas. Llamó. Esperó mientras se examinaba los nudillos de la mano derecha. El dolor disminuía, así que no podía haberle pegado muy fuerte. Pero claro, era de esperar que la virginal nariz de un admirador de David Gray sangraría al más mínimo roce.
—Sí, ¿Harry?
—Sí, ¿Harry?
—Estoy cenando.
—Vale, seré breve. ¿Puedes reunirte conmigo cuando acabes de cenar?
—No.
—Respuesta equivocada. Inténtalo otra vez.
—¿Sí?
—Acertaste. Borggata 5. Llámame cuando llegues y bajaré a abrirte.
Harry oyó un profundo suspiro de Ståle Aune, uno de sus amigos más antiguos y psicólogo experto en casos de asesinato que colaboraba habitualmente con la sección de Delitos Violentos.
—¿Eso quiere decir que no me estás invitando a un bar para que pague yo, sino que de verdad estás sobrio?
—¿Recuerdas alguna vez que te haya dejado pagar? —Harry sacó la cajetilla de Camel.
—Antes hacías las dos cosas: pagar la cuenta y recordar, pero el alcohol está carcomiendo tanto tu economía como tu memoria, ¿lo sabías?
—Sí. Es por ese crimen doméstico. Con cuchillo y…
—Sí, sí, he leído sobre él…
Harry se puso un cigarrillo entre los labios.
—¿Vendrás?
Harry volvió a oír un profundo suspiro.
—Si eso puede mantenerte alejado de la botella por unas horas…
—Genial —dijo Harry, colgó y se guardó el teléfono en el bolsillo de la chaqueta.
Encendió el cigarrillo. Inhaló profundamente. Estaba de espaldas a la puerta cerrada. Podía tomarse una cerveza y llegar a la calle Borggata antes que Aune. Oyó la música procedente del interior. Una declaración de amor pasada por el Auto-Tune. Se lanzó a cruzar la calzada y levantó la mano a modo de disculpa en dirección al coche que tuvo que frenar en seco.
Tras la vieja fachada de clase obrera de Borggata se ocultaban apartamentos recién construidos con cocinas abiertas a luminosos salones, modernos baños, balcones que daban al jardín trasero. Harry interpretó esos cambios como un aviso de lo que ocurriría en el barrio obrero de Tøyen: también sería reformado, el metro cuadrado se dispararía, remplazarían a sus habitantes actuales por otros y el estatus social de la zona se elevaría. Las tiendas de alimentación de los inmigrantes y los pequeños locales hosteleros dejarían paso a gimnasios y restaurantes hípster.
Sentado en una de las endebles sillas de madera que Harry había colocado en medio del suelo de parqué claro, el psicólogo parecía incómodo. Harry lo atribuyó a la desproporción entre la silla y la corpulencia de Ståle Aune; y a que sus gafitas redondas todavía estaban empañadas después de que accediera a regañadientes a prescindir del ascensor y subir por la escalera al ritmo de Harry hasta el segundo piso. O al charco de sangre que se extendía entre ellos como un lacre negro y solidificado. Cuando Harry era pequeño su abuelo le dijo que el dinero no se podía comer. Harry volvió a su cuarto, cogió la moneda de cinco coronas que su abuelo le había dado e hizo la prueba. Recordaba la grima que sintió entre los dientes, el olor metálico y el sabor dulzón. Exactamente igual que cuando se chupaba la sangre de las heridas. O como el olor de los escenarios de crímenes a los que acudiría muchos años más tarde, incluso cuando la sangre era antigua. El olor de la habitación en la que se encontraban en aquel momento. Moneda. Dinero manchado de sangre.
—Cuchillo —dijo Ståle Aune y apretó las manos contra las axilas, como si tuviera miedo de que alguien se las arrancara—. Pensar en un cuchillo nos pone malos. Acero frío que se abre paso a través de la piel y penetra en el cuerpo. Me alucina, como dicen los jóvenes.
Harry no respondió. La sección de Delitos Violentos y él mismo habían recurrido a Aune como asesor en casos de asesinato durante muchos años. Tantos que Harry no era capaz de determinar el momento en que había empezado a considerar al psicólogo, diez años mayor que él, como un amigo. Pero, al menos, sabía que era una coquetería del psicólogo fingir que no sabía que la expresión «alucinar» era más vieja que ellos dos. A Aune le encantaba presentarse como un espíritu independiente y conservador, libre de la esclavitud del momento que sus colegas perseguían con tanto afán para que los consideraran «importantes». Aune declaraba a la prensa cosas como que: «La psicología y la religión tienen en común que suelen dar a la gente las respuestas que esta espera. Ahí fuera, en las tinieblas a las que aún no ha llegado la luz de la ciencia, la psicología y la religión campan a sus anchas. Si se atuvieran a lo que realmente sabemos, no habría trabajo suficiente para tanto psicólogo y tanto sacerdote».
—Así que este es el lugar donde el padre de familia acuchilló a su mujer… ¿Cuántas veces?
—Trece —dijo Harry mirando a su alrededor.
En la pared de enfrente colgaba una gran foto en blanco y negro de Manhattan. El rascacielos de Chrysler en el centro. Probablemente la habían comprado en IKEA. ¿Y qué? Era una buena foto. Si no te molestaba que mucha gente tuviera la misma foto y que algunas visitas la miraran con desaprobación, no porque no fuera buena, sino porque era de IKEA, debías hacerte con una. Había utilizado esos argumentos con Rakel cuando ella dijo que le gustaría tener una foto numerada de Torbjørn Rødland, una limusina en medio de una estrecha curva de ciento ochenta grados en Hollywood Hills, que costaba ochenta mil coronas. Rakel le había dado la razón a Harry, y este, satisfecho, le había comprado la foto. No porque no se diera cuenta de que lo estaban engañando, sino porque en su fuero interno tenía que admitir que era una foto más chula.
—Estaba enfadado —dijo Aune y se abrió un botón de la camisa donde a diario llevaba una pajarita, normalmente con un motivo o un estampado que parecía medio en broma. Como una azul con estrellas amarillas igual que la bandera de la UE.
Se oyó llorar a un niño en una vivienda vecina.
Harry tiró la ceniza del cigarrillo.
—Dice que no recuerda los detalles de cómo la mató.
—Recuerdos reprimidos. Deberían haber dejado que lo hipnotizara.
—No sabía que te dedicaras a eso.
—¿Hipnosis? ¿Cómo crees que conseguí casarme?
—Bueno, en este caso no hacía falta. Las pruebas técnicas muestran que ella se estaba alejando de él, y que él la siguió y primero la acuchilló por detrás. La cuchillada entró por la parte baja de la espalda y penetró en los riñones. Probablemente por eso los vecinos no la oyeron gritar.
—¿Ah no?
—Es un lugar donde la cuchillada resulta tan dolorosa que con frecuencia la víctima se queda paralizada, no es capaz de gritar, pierde la conciencia de manera casi inmediata y muere. Casualmente también es la manera preferida por los militares expertos en lo que llaman silent killing.
—¿No me digas? ¿Y qué hay del anticuado y eficaz método de llegar por detrás, tapar la boca con una mano y cortar el cuello con la otra?
—Está anticuado y además nunca fue muy bueno. Requiere demasiada coordinación y precisión. Ocurría con una frecuencia sorprendente que los soldados se hacían cortes en la mano con la que tenían que tapar la boca.
Aune hizo una mueca.
—Pero no creo que el marido fuera un antiguo soldado de élite, ¿no?
—Lo más probable es que fuera pura casualidad. Nada indica que tuviera intención de ocultar el asesinato.
—¿Qué quieres decir? ¿Que planeó el asesinato, que no fue algo impulsivo?
Harry asintió despacio.
—Su hija había salido a correr. Llamó a la policía antes de que regresara, de manera que cuando la chica volvió ya estábamos aquí y pudimos impedir que entrara y encontrara a su madre.
—Un tipo considerado.
—Eso dicen. Que es un hombre considerado.
Harry volvió a sacudir la ceniza del cigarrillo. La ceniza cayó sobre la sangre coagulada.
—¿No deberías usar un cenicero, Harry?
—El equipo de investigación de escenarios ya ha acabado su trabajo y todo encaja.
—Ya, pero aun así…
—No me has preguntado por el motivo.
—Vale. ¿El motivo?
—Clásico. Se quedó sin batería en el móvil y cogió prestado el de su mujer sin que ella lo supiera. Entonces descubrió un mensaje de texto que lo hizo sospechar y comprobó el historial. Se remontaba hasta seis meses atrás y dejaba claro que ella tenía un amante.
—¿Se enfrentó al amante?
—No, pero según se lee en los informes han comprobado el teléfono, han leído los mensajes y se han puesto en contacto con él. Un veinteañero, quince años menor que ella. Ha confirmado los hechos.
—¿Algo más que deba saber?
—El marido es un hombre con una sólida formación universitaria, un buen trabajo y economía solvente, y nunca ha tenido problemas con la policía. Su familia, los colegas, amigos y vecinos lo describen como extrovertido, alegre, superequilibrado. Y como has dicho tú: un hombre considerado. «Un hombre dispuesto a darlo todo por la familia», decía uno de los informes. —Harry le dio una profunda calada al cigarrillo.
—¿Me consultas a mí porque crees que el caso no está resuelto?
Harry dejó escapar el humo por la nariz.
—Este caso está más claro que el agua, se han comprobado todas las evidencias, y no hay manera de cagarla, por eso Katrine me lo ha dejado a mí. Y a Truls Berntsen. —Harry separó las comisuras de los labios como si sonriera.
La familia tenía una situación económica holgada, pero habían elegido vivir en Tøyen, la zona inmigrante, barata, y compraba fotos de IKEA para decorar las paredes. A lo mejor les gustaba vivir allí, sin más. Harry también estaba a gusto en Tøyen. Y a lo mejor la foto de la pared era la original, y ahora valía una fortuna.
—Entonces me has pedido que viniera porque…
—Porque quiero entenderlo —dijo Harry.
—¿Quieres entender por qué un hombre mata a su mujer porque esta tiene un lío a sus espaldas?
—El marido suele matar cuando teme que lo humillen ante terceros. Según las declaraciones del amante habían mantenido el asunto en completo secreto y, además, lo iban a dejar.
—¿Y si no tuvo tiempo de contarle todo eso al marido antes de que este la acuchillara?
—Sí, pero él dice que no la creyó, que en todo caso había traicionado a la familia.
—Ahí lo tienes. Por supuesto que para un hombre que siempre ha antepuesto la familia a todo lo demás esa traición resulta aún mayor. Es un hombre humillado, y cuando una humillación es lo bastante profunda, puede convertirnos a todos en asesinos.
—¿A todos?
Aune miró con ojos entornados las estanterías que había junto a la foto de Manhattan.
—Tienen literatura de calidad.
—Ya lo he visto, sí —dijo Harry.
Aune tenía la teoría de que los asesinos no leían, en el mejor de los casos solo ensayos y libros técnicos.
—¿Has oído hablar de Paul Mattiuzzi? —preguntó Aune.
—Hummm.
—Un psicólogo experto en asesinatos y violencia. Agrupa a los asesinos en ocho categorías. Tú y yo no encajamos en las siete primeras. Pero en la octava, que llama «el traumatizado», cabemos todos. Nos convertimos en asesinos como reacción a una agresión única pero masiva a nuestra identidad. Experimentamos la agresión como un insulto, sí, nos resulta insoportable. Nos hace sentir indefensos, impotentes, y creer que si no respondemos no tendremos ni razón de existir ni hombría. Está claro que puedes llegar a sentirte así si descubres que te han engañado.
—¿Estás seguro de que cabemos todos?
—El asesino traumatizado no tiene unos rasgos de personalidad definidos como los de las otras siete categorías. Es ahí, y solo ahí, donde encontrarás a los asesinos que leen a Dickens y a Balzac. —Aune respiró hondo y se tiró de las mangas de la chaqueta de tweed—. ¿Qué es lo que de verdad quieres saber, Harry?
—¿De verdad?
—Sabes más de asesinos que nadie que yo conozca, nada de lo que estoy diciendo sobre humillaciones o categorías es nuevo para ti.
Harry se encogió de hombros.
—Tal vez solo me haga falta oírselo decir a alguien una vez más para poder creérmelo.
—¿Qué es lo que no te crees?
Harry se rascó el cabello cortísimo, que salía disparado en un acto de rebeldía hacia todos los lados y donde empezaba a destacar una veta gris entre el rubio. Rakel había dicho que cada vez se parecía más a un erizo.
—No lo sé.
—¿Y si solo se trata de tu ego, Harry?
—¿Qué quieres decir?
—¿No resulta evidente también? Te dieron el caso cuando ya lo había resuelto otro. Ahora te gustaría dar con algo que sembrara la duda. Algo que demuestre que Harry Hole ve algo que nadie más ha visto.
—¿Y si fuera así? —dijo Harry observando la punta del cigarrillo—. ¿Si poseo un increíble talento investigador y he desarrollado instintos que ni yo mismo soy capaz de analizar?
—Espero que estés de broma.
—Un poco. Leí los informes de los interrogatorios. Es cierto que a tenor de sus respuestas el marido parecía estar traumatizado. Pero luego escuché las grabaciones. —Harry miraba a un punto fijo.
—¿Sí?
—Parecía más asustado que resignado. Confesar es resignarse. Ya no debería quedar nada que temer.
—Queda el castigo.
—Ha dejado el castigo atrás. La humillación. El dolor. Ver a su amada morir. La cárcel es aislamiento. Silencio. Rutina. Paz. Tiene que ser un alivio. Puede que sea por su hija. La preocupación por lo que pueda ser de ella.
—Y va a arder en el infierno.
—Ya se está quemando.
Aune suspiró.
—Pues deja que repita la pregunta: ¿qué es lo que quieres de verdad?
—Quiero que llames a Rakel y le digas que debe volver conmigo.
Ståle abrió los ojos de par en par.
—Estoy bromeando —dijo Harry—. Me dan taquicardias, ataques de ansiedad. No, no es eso. He soñado algo… Algo que no soy capaz de ver pero que me vuelve una y otra vez.
—Por fin una pregunta fácil —dijo Aune—. Embriaguez. La psicología es una ciencia sin muchos hechos demostrados a los que aferrarse, pero la correlación entre el consumo de estupefacientes y el naufragio mental está más que demostrada. ¿Cuánto hace que te pasa?
Harry miró el reloj.
—Dos horas y media.
Aune rio sin ganas.
—¿Y querías hablar conmigo para consolarte pensando que has buscado ayuda profesional antes de volver a la automedicación?
—No es lo de siempre —dijo Harry—. No son los fantasmas.
—¿Porque ellos vienen de noche?
—Sí. Y no se esconden. Los veo, los reconozco. Víctimas, colegas muertos. Asesinos. Esto era otra cosa.
—¿No tienes idea de lo que era?
Harry negó con la cabeza.
—Una persona encerrada. Se parecía a… —Harry se echó hacia delante y apagó el cigarrillo en el charco de sangre.
—A Svein «el Prometido» Finne —dijo Aune.
Harry le miró con una ceja levantada.
—¿Por qué crees eso?
—Dicen que crees que va a por ti.
—Has hablado con Katrine.
—Está preocupada por ti, quería una evaluación.
—¿Y tú dijiste que sí?
—Dije que como psicólogo no tengo la distancia necesaria. Pero es evidente que la paranoia va asociada al abuso del alcohol.
—Fui yo quien por fin lo metió entre rejas, Ståle. Fue mi primer caso. Lo condenaron a veinte años por abusos sexuales y asesinato.
—Solo hacías tu trabajo, no hay ninguna razón para que Finne se lo tome como algo personal.
—Confesó los abusos pero afirmó que era inocente del asesinato, dijo que habíamos colocado las pruebas. Lo visité en la cárcel hace dos años para ver si nos podía ayudar con el caso del Vampirista. Lo último que hizo antes de que me marchara fue comunicarme la fecha exacta en la que lo pondrían en libertad y preguntarme por las medidas de seguridad de mi familia y las mías.
—¿Rakel lo sabía?
—Sí. En Año Nuevo encontré pisadas de botas en la linde del bosque, frente a la ventana de la cocina de casa, así que monté una cámara de caza.
—Puede haber sido cualquiera, Harry. Alguien que se hubiera equivocado de camino.
—¿Dentro de una propiedad privada con portalón y cincuenta metros de acceso empinado y helado?
—Espera un momento. ¿No te mudaste en Navidad?
—Más o menos. —Harry apartó el humo.
—¿Pero estuviste en la propiedad después de esa fecha, en el bosquecillo? ¿Rakel lo sabía?
—No, pero tranquilo, no me he convertido en un acosador. Rakel ya estaba bastante asustada y solo quise comprobar que todo estaba bien. Y no lo estaba.
—¿Así que tampoco conocía la existencia de la cámara de caza?
Harry se encogió de hombros.
—¿Harry?
—¿Hmmmm?
—¿Estás completamente seguro de que pusiste esa cámara pensando en Finne?
—¿Quieres decir que quería saber si mi expareja tenía amantes de visita?
—¿Querías?
—No —dijo Harry con firmeza—. Si Rakel no me quiere a mí, no me importa que quiera a otros.
—¿Te lo crees?
Harry suspiró.
—Vale —dijo Aune—. ¿Dices que tuviste un destello en el que viste a alguien parecido a Finne encerrado?
—No, eso lo dijiste tú. No era Finne.
—¿No?
—No, era… yo.
Ståle Aune se pasó la mano por el escaso cabello.
—¿Y quieres un diagnóstico?
—Venga, ¿ansiedad?
—Creo que tu cerebro busca razones para que Rakel te necesite. Por ejemplo para que la protejas de enemigos externos. Pero no estás encerrado, Harry, estás excluido. Acéptalo y sigue adelante.
—Aparte de aconsejarme que lo acepte, ¿puedes recetarme algo?
—Duerme. Haz ejercicio. Y tal vez deberías conocer a alguien que te ayudara a apartar un poco tus pensamientos de Rakel.
Harry se metió el cigarrillo en la comisura del labio y levantó el puño con el pulgar hacia arriba.
—Lo de dormir ya lo hago: bebo hasta desmayarme cada noche. —Mostró el dedo índice—. También hago ejercicio: me peleo con la gente en bares que fueron míos. —Mostró el dedo de titanio gris—. Y en cuanto a conocer a alguien: follo con mujeres, feas, guapas, y con algunas de ellas tengo conversaciones cargadas de sentido.
Aune miró a Harry. Suspiró hondo, se puso de pie y se abrochó la chaqueta de tweed.
—Pues en ese caso todo debería irte bien.
Tras la marcha de Aune, Harry se quedó mirando por la ventana. Luego se puso de pie y deambuló por el piso. El dormitorio del matrimonio estaba recogido y limpio, la cama hecha. Miró en los armarios. El vestuario de la esposa ocupaba de forma holgada cuatro armarios, mientras que la ropa del hombre estaba comprimida en uno. Un esposo considerado. El papel pintado del cuarto de la hija tenía zonas rectangulares donde los colores eran más intensos. Harry apostó a que eran los huecos de los pósters de adolescente que la chica habría quitado al cumplir diecinueve años. Todavía quedaba una foto más pequeña, un chico con una guitarra eléctrica Rickenbacker colgada del cuello.
Harry examinó la pequeña colección de discos alineados bajo el espejo. Propagandhi, Into It. Over It, My Heart To Joy y Panic! at the Disco. Cosas estilo emo. Por eso se sorprendió al encender el tocadiscos y oír las notas insinuantes y suaves de una melodía que parecía de los primeros Byrds. Pero a pesar de las doce cuerdas estilo McGuinn, enseguida comprendió que la producción era más reciente. Por mucho amplificador y viejos micrófonos Neuman que hubieran empleado, la producción retro nunca había engañado a nadie y, además, el vocalista cantaba con un innegable acento noruego y parecía haber escuchado más a Thom Yorke y Radiohead 1995 que a Gene Clark y David Crosby 1965. Paseó la mirada por la cubierta del disco que estaba junto al tocadiscos, boca abajo, y comprobó que, efectivamente, todos los nombres sonaban noruegos. Harry siguió mirando a su alrededor y se detuvo sobre un par de zapatillas de deporte de la marca Adidas delante del armario. Eran del mismo modelo que las suyas, había intentado comprar un par nuevo hacía dos años, pero ya se habían dejado de fabricar. En los informes de los interrogatorios había leído que tanto el padre como la hija confirmaron que ella había salido de casa sobre las 20.15 y regresó cuarenta minutos más tarde, después de correr hasta la cima del parque de esculturas de Ekeberg, volviendo por el restaurante Ekeberg. Su ropa de correr estaba encima de la cama, y pudo imaginar cómo la policía había dejado entrar a la pobre chica para que pudiera cambiarse, bajo supervisión, y llevarse una bolsa con ropa. Harry se puso en cuclillas y levantó las deportivas. La piel era suave, las suelas estaban limpias y lisas, no le había dado tiempo a usarlas mucho. Diecinueve años. Toda una vida por delante. Sus zapatillas se habían rajado. Podría comprar otras, claro, otro modelo. Pero no quería, había encontrado las que quería utilizar de ahora en adelante. En adelante. Tal vez todavía tuvieran arreglo.
Harry volvió al salón. Recogió del suelo la ceniza del cigarrillo. Comprobó el teléfono. No había mensajes. Se metió la mano en el bolsillo. Doscientas coronas del ala.