
Ángel, portalada principal de la catedral de Notre-Dame, París
Parece como si el problema de los ángeles no fuera más que una cuestión sutil y de poco peso, exactamente igual a la pluma de un ala, pero en cambio se trata de un problema grave que implica realidades muy sólidas sobre la controvertida presencia de estos etéreos habitantes de los espacios siderales.
De hecho, los argumentos que se utilizan para negar la existencia de los ángeles pueden usarse de igual forma para negar la existencia de Dios.
Se trata, desde luego, de argumentos respetables y que tienen el mismo valor que los que se adoptan para sostener la tesis opuesta, pero que si se aceptaran cortarían de raíz cualquier discurso acerca de la realidad de los ángeles, relegándola a una mera proyección fantástica de nuestras circunvoluciones cerebrales o, como mucho, dejarían espacio al análisis literario sobre una tradición poética de fábulas que se repiten en todo el mundo.
Es decir, se hablaría de la angelología como corolario de la teología. Aclarémoslo un poco: solamente si se acepta la existencia de Dios —esa hipótesis de inteligencia, de voluntad y quizá de amor que muchos creen que es el creador y el gobernador del mundo— es posible aceptar la existencia de los ángeles.
Esto es posible, pero no absolutamente necesario. De hecho, Dios está seguramente capacitado para existir y obrar sin una corte de ángeles rodeándole. O quizá no, porque si, tal y como se ha dicho siempre, «Dios necesita a los hombres», del mismo modo podría necesitar a los ángeles, o simplemente los utilizaría para llevar a cabo sus planes.
Si el universo tiene un sentido, una racionalidad, una armonía o una finalidad, entonces está claro que los hombres (y con ellos los animales y las plantas), que ocupan sólo un fragmento infinitesimal de este universo, no son necesariamente las únicas criaturas posibles, y que existen. Es más, si fuera así, podríamos decir que se trata de algo extraño, de algo anormal.
Sería perfectamente lógico que, junto a los hombres, existieran otras criaturas, quizás en el interior de mundos diversos y paralelos, con fisonomías y características distintas e inmersos en dimensiones desconocidas, que huyen de las tradiciones dentro de las que estamos obligados a conducir nuestra vida en la tierra.
El hecho que luego estas entidades puedan tener una consistencia etérea y puramente espiritual o que estén privadas de esta materialidad que, al menos en parte, nos caracteriza no nos tendría que sorprender tanto; sobre todo desde que la física contemporánea nos ha enseñado que la materia, tal como se concebía en el pasado, con una consistencia espacial tangible e indestructible, en realidad no existe, porque se trata sólo de una condensación parcial y temporal de la energía que invade todo el universo. Demos, pues, espacio a los ángeles, percibámoslos junto a nosotros, reconozcámoslos como hermanos, como si fueran hijos de un mismo Padre, compañeros de camino en este viaje fascinante y misterioso que es la existencia.
Pero ¿qué es un ángel?
Las enciclopedias lo definen como «mensajero» o «ministro» (del hebreo mal’akh), con un sentido específicamente religioso de ser sobrehumano, intermediario entre el cielo y la tierra, entre Dios y los hombres. Unos seres que Dios utiliza para las anunciaciones a los hombres y para que se cumpla su voluntad en la tierra (Treccani).
El término hebreo se tradujo en griego como aggelos, de donde deriva nuestro «ángel».
Los ángeles son los habitantes de un reino intermedio entre Dios y el hombre y como tales llenan un vacío.
En sus diversos contactos con el mundo humano pueden llegar a asumir formas absolutamente imprevisibles.
Cada uno de nosotros debería tener la posibilidad de conocer todo lo que se ha dicho y se dice sobre los ángeles para poder extraer sus propias valoraciones, y decidir personalmente lo que acepta y lo que rechaza de tales tradiciones. Seguramente, un análisis de este tipo daría paso a un gran enriquecimiento personal.
El ángel constituye una de las figuras con las que más a menudo se tropieza al referirse al problema de lo divino. Se encuentra siempre presente en las diferentes creencias, incluso a través de imágenes distintas. En concreto, respecto a Occidente, es importante recordar que fue reconocido como «artículo de fe» por el IV Concilio Lateranense, en 1215.
Antiguamente, los ángeles gozaron de una enorme fortuna que se dio a conocer, a través de la reflexión teológica, y básicamente, mediante las leyendas, la literatura y el arte.
En cambio, los hombres de las últimas décadas han encerrado generalmente a los ángeles entre los recuerdos, dulces y a veces añorados con nostalgia, de la infancia.
La verdad es que en el siglo XX importantes autores y estudiosos como Henri Corbin, Daniélou, Maritain, Bulgakov, Von Balthasar y De Lubac hicieron interesantes reflexiones sobre los ángeles; sin embargo cabe señalar que la angelología estuvo prácticamente ausente de la teología del siglo pasado, ya que, según ella, los ángeles forman parte de aquellas mitologías cristianas que deben desaparecer.
Por fortuna, en estos últimos años se ha manifestado una fuerte tendencia que es totalmente contraria, puesto que los ángeles están volviendo con prepotencia al primer plano —si puede aplicarse este término al referirnos a unos seres tan dulces y livianos— y están suscitando un apasionado interés en todos los niveles de la sociedad y en todo el mundo.
El profesor universitario Giorgio Galli, ilustre politólogo y profundo estudioso de culturas esotéricas, escribe: «Los ángeles que han aparecido de nuevo, en estos años, en las sociedades occidentales no son los de la tradición cristiana y católica. No son los mensajeros de la divinidad, como aclara la etimología de la palabra. No son los conductores del ejército celestial, con el arcángel Miguel al frente, que desafía la armada del demonio.
»No son los ángeles de la guarda de la tradición, presentes en la infancia de las generaciones nacidas hasta la segunda guerra mundial.
»Los ángeles que han aparecido ahora son otra cosa. Creo que puede decirse que son los ángeles de la nueva era: formas de energía con las que quien cree en ellas puede entrar en comunicación; también mandan mensajes, pero no solamente los del Dios de la tradición judeocristiana, sino los de las más diversas entidades, de sabios de eras antiguas a habitantes de los mundos más lejanos.
»Son también acompañantes en otras dimensiones, ángeles de luz, la aparición de los cuales sería una experiencia que parecería común a las personas que acaban de salir de un coma profundo, según lo que retienen y pueden informar a los investigadores de este campo».[1]

Lamento sobre el cuerpo de Cristo (detalle), de Reynaud Levieux, en torno a 1651, Villeneuve-lès-Avignon
Las enciclopedias lo definen como «mensajero» o «ministro» (del hebreo mal’akh), intermediario entre el cielo y la tierra, entre Dios y los hombres.

Abraham y los tres ángeles, de Marc Chagall
El «problema de los ángeles», si puede llamarse así, ha suscitado desde siempre un gran interés y una fuerte implicación por parte de una multitud imponente de historiadores, pensadores, científicos, teólogos, místicos, filósofos, investigadores, poetas, escritores y hombres de cultura.
Santo Tomás de Aquino, llamado con mucho acierto «doctor angelical», es el mayor filósofo de la Edad Media y su filosofía se ha convertido en la doctrina oficial de la Iglesia católica. En su Summa Theologica afirma que el ángel de la guarda se encuentra siempre cerca del hombre, durante la vida y su paso al más allá.
Anteriormente (siglo III), el apologista cristiano Tertuliano afirmaba que el alma, al llegar al otro mundo, «se estremece de gozo al ver el rostro de su propio ángel, que se apresura a conducirla a la morada que se le ha destinado».
Es curioso ver cómo estas afirmaciones encuentran paralelismos en las observaciones que han hecho numerosos científicos contemporáneos ocupados en el estudio de experiencias de premuerte. De estas experiencias, extremadamente interesantes y clarificadoras, trataremos más adelante.
John Milton, sobresaliente poeta inglés del siglo XVII, sostiene en su obra El Paraíso perdido que: «Millones de criaturas espirituales se mueven, sin ser vistas, sobre la tierra, cuando estamos despiertos y cuando dormimos».
En nuestra pequeña galería de místicos, que han vivido experiencias angelicales, se merece un puesto de excepción Emmanuel Swedenborg, científico y un hombre de gran cultura del siglo XVIII, alumno de Newton y Halley, hospedado en la corte sueca y autor de más de ciento cincuenta obras científicas. En un cierto momento de su vida empezó a estudiar la psique humana y los sueños, y a través de esta actividad entró en contacto permanente con el mundo ultraterrenal de los espíritus celestiales y de los muertos, de los que recibió revelaciones y visiones. Sus obras en este terreno suscitaron el interés de hombres como Kant, Goethe y Jung. Es necesario destacar la figura de Swedenborg por tres motivos:
— porque no se trataba de un «alma simple», sino de un hombre dotado de una cultura excepcional, un auténtico intelectual y, además, un científico de gran relieve;
— porque pertenecía a la Iglesia protestante que, a causa de su propia impostación unida de manera muy rígida a la Biblia, siempre ha sido extremadamente desconfiada frente a las experiencias místicas, que considera como desviaciones potenciales individualistas frente a las palabras escritas;
— porque las visiones de este hombre no tuvieron un carácter episódico sino que, a partir de un cierto momento de su vida, duraron ininterrumpidamente decenios, dando lugar a una cantidad de informaciones sobre el más allá verdaderamente imponente.
Swedenborg nació en la ciudad de Estocolmo en el año 1688; era hijo de un obispo de la Iglesia luterana y recibió una formación religiosa muy profunda. De todos modos, su fe permaneció durante muchos años dormida, como una adhesión puramente mental y no íntimamente partícipe de determinados principios teológicos.
Sus principales intereses, cultivados en la Universidad de Uppsala, fueron la literatura, las lenguas y la música. Estuvo en Londres, luego en Holanda y después en París, donde empezó a sentirse atraído por las ciencias y tuvo el privilegio de estudiar con los mayores científicos de aquellos tiempos, entre los cuales se encontraban Newton y Halley.
Volvió a Suecia a la edad de veintiséis años, con una formidable cultura técnico-científica, y fue acogido como un gran científico por el rey Carlos III, que le confió un importante trabajo en el campo minero y le consintió que realizara algunos de sus muchos proyectos. Entre ellos podían encontrarse: bombas, grúas, instalaciones mineras, estructuras militares para la defensa del país, diseños de submarinos y de coches voladores. Fue también un precursor de la teoría del magnetismo y padre de la cristalografía.
El amplio abanico de sus intereses le convirtió en una especie de Leonardo da Vinci del norte.
Durante cuarenta años trabajó apasionadamente en estos campos; escribió más de ciento cincuenta obras científicas, inventó, experimentó y viajó por toda Europa, donde contactó con los mayores científicos contemporáneos. Su actividad científica se vio marcada por un enfoque mecanicista, aunque templada por una concepción espiritual del cosmos y de la vida.
A la edad de cincuenta y seis años sufrió un profundo cambio.
El principal objeto de sus intereses como científico se había convertido gradualmente en la psique humana. Para estudiarla empezó por analizar sistemáticamente sus propios sueños, que cada vez se convertían en más insólitos y misteriosos hasta transformarse en verdaderas visiones propias. Swedenborg empezó, pues, a frecuentar habitualmente las inquietantes dimensiones del mundo espiritual. Mientras estudiaba a fondo la Biblia, recogía las experiencias vividas en sus viajes místicos y las revelaciones recibidas. Todo ello constituía el contenido de más de cuarenta escritos, casi todos en latín, que le aseguraron una vasta difusión en los ambientes místicos y teológicos de toda Europa.
Entre sus principales obras destacan: Memorabilia (es decir, «El espíritu del mundo descubierto»), Arcana coelestia, De cultu et amore Dei y Diario espiritual.
Se trata de textos que influyeron a poetas como Blake y Goethe, filósofos como Kant y psicólogos como Jung.
Después de su muerte en Londres en 1772, un grupo de discípulos suyos fundó la Iglesia de la Nueva Jerusalén, formada por una serie de pequeñas comunidades swedenborgianas, todavía existentes en el continente europeo.
En sus textos Swedenborg narra cómo sus viajes a través del invisible lo llevaron a contactar directamente con Dios, con Cristo y con los ángeles.
En condiciones normales, afirma, no es posible ver a los ángeles y a los espíritus, porque al poseer un cuerpo inmaterial los rayos luminosos no se reflejan y esto no permite que se hagan visibles. De todos modos, logramos verlos cuando ellos asumen temporalmente un cuerpo material o si nosotros conseguimos abrir nuestro ojo interior o espiritual.
Swedenborg empezó a moverse continuamente del mundo material al ultraterrenal. De este último dejó una descripción minuciosa, gracias a la escritura automática a la que estaba sometido; es decir, las comunicaciones espirituales tenían lugar a través de los pensamientos, que llegaban a su mente de forma imprevista, como rayos. En una de sus obras afirma que los ángeles poseen una forma humana perfecta y que «están rodeados de una luz que supera en mucho la luz del mundo a mediodía. Tienen cara, ojos, orejas, pecho, brazos, manos y pies. Se ven entre ellos, entienden y conversan; en una palabra, no les falta absolutamente nada de lo que tienen los hombres, aparte del hecho de que no están revestidos de un cuerpo material.
»El hombre no puede ver a los ángeles con los ojos de su cuerpo, pero puede verlos con los ojos de su espíritu, puesto que este participa del mundo espiritual, mientras que el cuerpo forma parte del mundo material».[2]
Los ángeles son agentes de Dios y, por ellos mismos, no poseen ningún poder. «Por esta razón no se inscribe ningún mérito a los ángeles, puesto que son contrarios a cualquier elogio sobre lo que hacen, atribuyendo cada alabanza y cada gloria al Señor».
Hablando de las tareas propias de los ángeles, vale la pena citar otra afirmación de Swedenborg: «Es tan grande el poder de los ángeles en el mundo espiritual que si yo tuviera que dar a conocer todo aquello de lo que he sido testimonio, sería difícil creerme. Los ángeles derriban y eliminan, mediante un simple movimiento de la voluntad, cualquier obstáculo que sea contrario al orden divino» (Cielo e infierno).

Fresco de la cripta de la catedral de Aquilea, Italia
El proceso evolutivo, desde los niveles inferiores hasta los superiores, ha sido descrito de forma maravillosa por Teilhard de Chardin. Su teoría es una de las más audaces y sugestivas del principio de la evolución aplicado a la realidad universal y al hombre.
Pierre Teilhard de Chardin, jesuita francés que vivió entre 1881 y 1955, fue un científico dedicado a la geología y la paleontología, pero también un filósofo y un teólogo de gran renombre, un pensador de gran envergadura y originalidad, dedicado a reconciliar el principio de la evolución con la fe cristiana para restituir al hombre una esperanza concreta en el futuro.
En sus obras intenta dar una nueva interpretación del cristianismo en los términos de la cultura moderna, y presenta para ello una visión muy original del cosmos, del hombre y del sentido de la vida que, partiendo de la ciencia, propone al ser humano como la clave y la punta cualitativa más alta del universo.
Teilhard empieza desde una perspectiva evolucionista generalizada y desarrolla su pensamiento sobre tres niveles distintos.
En el primero, el científico, nos encontramos con un proceso en el que la materia, partiendo de un estado de simplicidad elemental, se complica asumiendo la forma de cuerpos cada vez más evolucionados hasta la aparición de la vida. En condiciones particulares, la vida se manifiesta por generación espontánea sobre la Tierra y también quizás en otros lugares. El proceso está gobernado por la ley de complejidad y conocimiento, por la que a estructuras orgánicas cada vez más complejas corresponde una conciencia cada vez mayor de sí mismos, que alcanza su punto máximo en el ser humano, con el pensamiento y la facultad de reflexión, que se corresponde con la máxima complejidad orgánica, representada por el sistema nervioso y por el cerebro. Existe, por lo tanto, una progresión desde la «cosmogénesis» a la «biogénesis» que culmina en la «antropogénesis». Esto demuestra que en el universo la evolución es direccional, que en un proceso de millones de años la evolución tiene como finalidad la creación del ser humano, con su conocimiento, su pensamiento y su capacidad de amar.
Se llega así al segundo nivel, el filosófico. Parecería ilógico pensar que la evolución llegase a su fin con la creación de una multitud de individuos separados, si se parte del supuesto de que la historia del cosmos se manifiesta como un proceso de unificación. Esta es, pues, la fascinante hipótesis de este filósofo y científico: la evolución continúa, pero ya no en la esfera de la biogénesis, sino en la de la mente y en la del pensamiento, a la que da el nombre de noosfera.
Ahora las fuerzas evolutivas son de naturaleza espiritual, es decir, del conocimiento de la afectividad, la energía amorosa, y unifican a la humanidad como si fueran un sistema nervioso espiritualizado. El progreso de la humanidad se convierte en sinónimo del aumento del conocimiento de poseer un destino unitario.
A través de un proceso posterior de millones de años, la capacidad de amar y unir debería alcanzar un punto omega, fuera del mundo, en el que todo converge y que desde sus orígenes supervisa el proceso mismo.
Sin embargo, Teilhard rechaza el determinismo ciego e introduce en el sistema una posibilidad de elección, una opción moral. De esta manera se llega al tercer nivel, el teológico, que además es específicamente cristiano.
Teilhard defiende la existencia de una fuente de amor personal que se encuentra situada fuera del proceso evolutivo. La identifica como un absoluto trascendente capaz de activar la energía amorosa del mundo y, por lo tanto, capaz también de guiar la evolución universal hacia su cumplimiento. También identifica el omega de la evolución con el Cristo de la revelación que, por lo tanto, constituye al mismo tiempo el alfa y el omega, el principio y el final de todo, el señor y la esperanza del universo.
Aunque no se encuentre una referencia explícita a ello, está claro que esta visión científica y filosófica de vanguardia presupone la existencia y la función de entidades espirituales, de esos seres de luz y energía que nosotros llamamos ángeles.
Las tareas de los ángeles son, pues, manifestar, preservar y secundar el orden y el proyecto divino que invade el universo, es decir, que son antes que nada portadores de la ley suprema y, como tales, nos siguen, nos protegen y nos ayudan.

Ángel alimentando a un pavo (detalle), en torno a 1460
Los ángeles son comunes a distintas creencias y a menudo se les da el nombre, también en Occidente, de devas. Se trata de un término que, en la mitología oriental y en particular en la védica o en la budista, se refiere a espíritus benignos y de naturaleza angelical. Esta palabra deriva del sánscrito daiva, que significa «resplandeciente» o «ser de luz» y que indica la divinidad.
El deva, en el panteón oriental, está considerado precisamente como una divinidad menor, y se le confía principalmente la protección de lugares y entidades como los bosques, los árboles, las nubes, los lagos, los vientos y las montañas. Generalmente protege también los elementos de los reinos mineral, vegetal y animal. Estos seres, según las diferentes culturas, reciben los nombres de hadas, gnomos, duendes, elfos, ondinas o trolls. Así pues, cada elemento de la creación, por mínimo que sea, se confía a la protección de un deva, es decir de un espíritu de la naturaleza.
Todavía sigue viva en varias partes del mundo, incluido Occidente, la tradición de ofrecer a estos seres una degustación de los productos de la tierra, como frutas, miel e incluso whisky en algunas regiones de Inglaterra.
El término ángel se reserva, preferentemente, a los seres que se ocupan del hombre.
La existencia de los deva y de los ángeles reside en el hecho de que cada parcela de la realidad pertenece al gran orden y a la gran armonía del universo, y que cada una tiene su propio papel y una función específica. Para que pueda cumplir con la tarea que se le ha asignado está guiado por una inteligencia superior, precisamente angelical, que constituye tan sólo una parte infinitesimal de la inconmensurable sabiduría divina que llega, por decirlo de alguna manera, seleccionada y distribuida a través de los canales de las jerarquías celestes. Por lo tanto, en el interior del cuadro general, cada especie persigue su propia meta, según un esquema evolutivo que las lleva a buscar constantemente la ascensión a niveles superiores. Sucede lo mismo con el hombre, el destino del cual es ascender a una dimensión sobrehumana, a la condición angelical por la cual se convertirá a su vez en ángel.

El sueño de Jacob, témpera sobre pergamino
Como portadores de la ley suprema, nos siguen, nos protegen, nos ayudan.
Llegados a este punto, es necesario aclarar cómo son y cómo se manifiestan los ángeles. Aunque pueda ser desagradable abandonar imágenes tradicionales a las que estábamos acostumbrados desde la niñez, nos vemos en la obligación de decir que los ángeles no poseen las características parcialmente antropomórficas que nos han transmitido el arte y la iconografía corriente, que lo han presentado como una criatura que, según las circunstancias, estaba dotada de poderosas alas, rizos dorados y hábitos suntuosos. Las alas, en particular, no servirían para nada, ya que son capaces de trasladarse instantáneamente a cualquier lugar con sólo pensarlo. Los ángeles, de hecho, son puro espíritu, luz radiante, vibrante energía. Para Santo Tomás los ángeles eran «puro intelecto».
Los ángeles pueden entrar en contacto con los hombres bajo distintas formas y de diversos modos, por ejemplo, como personas comunes, como figuras de luz o también como voces, susurros, pensamientos, reflexiones, iluminaciones, sueños y visiones.
En general, los ángeles tienden a presentar rasgos familiares y comprensibles para los ambientes culturales a los que pertenecen las personas a quienes se aparecen. También pueden adquirir el aspecto de un animal. Es lícito considerar que los ángeles se manifiestan como cuervos en la narración de la Biblia, pues tanto por la mañana como por la noche llegaban al desierto para ofrecer apoyo al profeta Elías. También son cuervos los pájaros que, junto a las águilas y según los pieles rojas, intervienen para ayudar, curar y llevar los mensajes divinos. De todos modos, los indios de América hablan también sobre apariciones angelicales bajo formas humanas.
El jefe piel roja, Alce Negro, nos explica lo que le sucedió: «Estaba mirando las nubes y vi dos hombres que descendían de cabeza, como flechas apuntando hacia abajo; mientras bajaban entonaban un canto sagrado con los truenos haciendo de tambores. Ahora os lo cantaré. Tanto los tambores como el canto decían: “Escucha, una voz sagrada te está llamando; por todo el cielo te llama la voz sagrada”».
Intentemos ahora entender cuál es la naturaleza y cuáles son las características de nuestra relación con los ángeles.
Para empezar, parece como si su presencia no fuera una opción, es decir, algo no necesario y de lo que se puede prescindir cuando uno lo desee.
Si vamos al siglo XX nos encontramos con el gran sabio, literato y filósofo de la India Rabindranath Tagore, que dice: «Yo creo que somos libres, dentro de ciertos límites, y hasta estoy convencido de que existe una mano invisible, un ángel que nos guía, que de alguna manera, como una hélice sumergida, nos empuja hacia delante».
Carl Gustav Jung afirma en su autobiografía que había advertido, a través del examen de millares de pacientes que asistió durante su larga carrera como psicólogo, que más de un noventa por ciento de las dolencias psicológicas se pueden imputar a carencias espirituales. Así, no es verdad que los bienes materiales, la riqueza y el éxito colmen la existencia. Para ser verdadera e íntimamente feliz el hombre necesita algo más, necesita el pan del espíritu. Lo dice también Jesús: «Buscad, pues, primero el reino de Dios y su justicia; y todas las demás cosas se os darán por añadidura» (Mateo 6, 33).
Actualmente la ciencia nos enseña que fenómenos como la creatividad, la intuición, la inspiración, la iluminación, el éxtasis y la expansión de la conciencia forman parte integrante de la naturaleza humana y deben ser estudiadas como tales.
La consecuencia es que el hombre, sobrepasando los límites tradicionales, adquiere el conocimiento de formar parte de un todo, que se expresa no sólo con la materia, sino también con la energía y con el espíritu.

Ángeles adorantes, del Maestro de Moulins, 1502, detalle del tríptico de la catedral de Moulins
Albert Einstein afirma que: «Cada ser humano forma parte de un conjunto llamado universo. Cada uno experimenta sus propios pensamientos y sentimientos como algo separado del resto, como una especie de ilusión óptica de la conciencia, pero que se convierte en una prisión.
»Nuestra misión consiste en liberarnos a nosotros mismos de esta prisión, ampliando nuestro círculo de comprensión y conocimiento, hasta incluir a todas las criaturas vivientes y a la totalidad de la naturaleza en todo su esplendor».
Esto es también lo que mantiene el holismo (del griego holos, «el todo», «el conjunto»), una doctrina muy antigua que el hombre contemporáneo está descubriendo tras superar muchas dificultades. Esto surge de la constatación de que el pensamiento racional de Occidente ha desarrollado, sobre todo a partir del siglo XVIII, una metodología que separa para alcanzar el conocimiento, y por ello conoce sólo parcialmente, realizando, de hecho, una fragmentación de lo existente.
El cambio cultural del pasado siglo, iniciado por la física cuántica y por el descubrimiento de Einstein del principio de la relatividad, ha invertido la situación precedente, proyectando una realidad universal como un sistema integrado y armónico, donde cada individuo constituye una parte indispensable de un todo y la humanidad es un único cuerpo viviente compuesto por millones de células, tantas como seres humanos existen.
Esto ha dado paso a una nueva toma de conciencia y ha puesto en marcha la búsqueda de una visión global del hombre, del ambiente en el que vive, del universo entero, valorando la potencialidad de cada individuo y las expresiones particulares y originales de cada una de las distintas culturas; en esto consiste el holismo.
Nuestra era ofrece nuevas perspectivas para que el hombre se reconcilie consigo mismo, con los otros seres vivos, con todos los seres —animados o inanimados, materiales y espirituales— que le rodean, porque la existencia es sólo una.
Volviendo a los ángeles, hemos visto que se trata de mensajeros de la divinidad y que su principal trabajo es abrir una vía para el diálogo con Dios, y mostrar al individuo, siempre respetando su libertad, el camino que le conduce hasta Él. Por otro lado, también es el custodio del hombre, al que sigue paso a paso en toda su existencia y sobre todo le proporciona protección en las adversidades.
Muchas personas sostienen que la verdadera función de los ángeles, más que de protección en las pequeñas y grandes dificultades de la vida, debería ser iluminativa.
Es decir, el ángel tendría que representar para el hombre una guía espiritual, que lo dirigiera en lo moral y lo ayudara en su evolución hacia el descubrimiento y la realización de sí mismo, en una larga espiral de perfeccionamiento progresivo según una creación que continúa incesantemente en todo el universo.
Los hombres y los ángeles están divididos, pero unidos al mismo tiempo; viven en mundos paralelos, pero que se complementan; de hecho, estos seres de luz que nos parecen tan lejanos están en realidad muy cerca de nosotros.

Escultura de un ángel sobre un muro (detalle), City Palace, Udaipur, Rajasthan, India
Se trata de encontrar una potencia celestial que nos pertenece, que nos guía y nos ayuda en nuestra dimensión individual.
Cada individuo —sea creyente o ateo, bueno o malo— va siempre acompañado de una entidad invisible, de naturaleza espiritual, dotada de una inteligencia excepcional y de unos poderes extraordinarios, puesto que lleva consigo una parte de la energía divina que anima la creación y que él pone a disposición de su protegido.
El encuentro con el ángel es una experiencia real, común a un gran número de personas y recogida y estudiada por una multitud de serios investigadores; se trata de algo real porque en todos los casos provoca como consecuencia un cambio radical en la existencia de las personas. Poco importa si, al menos de momento, esta experiencia no puede ser «explicada» mediante los parámetros de la ciencia tradicional de tipo positivista.
Conseguir establecer una relación con el propio ángel es sumamente gratificador, puesto que se trata de encontrar una potencia celestial que nos pertenece, que nos guía y nos ayuda en nuestra dimensión individual. En cierta manera, se trata de algo más directo, íntimo y personal de lo que pueda llegar a ser la misma relación con Dios como entidad soberana e infinita que nos pertenece a todos.
El encuentro con el ángel es una experiencia totalmente nuestra; y es que, en efecto, y sobre todo al principio, nos encontramos con una especie de reserva por compartir estas experiencias con los demás, porque se presupone que normalmente este tipo de vivencias no son creíbles y se corre el peligro de hacer el papel del visionario o, peor todavía, el del impostor.
Queda por añadir que, si bien profesar la fe en Dios ya no extraña a nadie, ni siquiera a un ateo, expresar la fe en los ángeles puede provocar fácilmente un malentendido, ya que al presentarse a los ojos de los demás como ingenuos y supersticiosos puede desvalorizar nuestra imagen social.
Tomás Kemeny puntualiza de forma muy aguda cuáles son las consideraciones que el hombre debe tener con los ángeles y cuáles deben ser las expectativas correctas: «Los ángeles no actúan de socorristas en un puesto de primeros auxilios, de enfermeras de la Cruz Roja, de psicoanalistas o de sustitutos ocasionales de un presentador de televisión. Los ángeles no forman parte del mundo útil, sino del lujo del espíritu». Se trata de una forma ocurrente y graciosa de decir que para referirnos a ellos es necesario mantener un profundo respeto, de la misma forma que se precisa discernimiento y sobriedad en el momento de presentarles nuestras demandas.
Puede suceder que el ángel esté ausente cuando deseemos verlo y lo invoquemos y que, en cambio, aparezca cuando no se le esté buscando y no se piense en él. A veces puede suceder que se perciba de forma muy clara la presencia de entidades espirituales que nos cuidan.
Hay momentos en que los ángeles comunican continuamente y usan siempre manifestaciones y señales que se recogen y se interpretan. En algunos casos puede plantearse la duda de si las señales que se reciben no son más que fenómenos totalmente casuales. Es precisamente en estas situaciones en que pueden recibirse nuevas señales tan impresionantes que no sólo no pueden ser ignoradas, sino que, además, provocan una gran turbación. Se trata de las combinaciones o coincidencias de sucesos a las que Jung da el nombre de sincronismos.