Yo descubrí que en Piura existían mundos diferentes al del abuelo Santos el día en que mamá Altemira me cambió de la escuela fiscal del maestro Zuriel Mendoza a la escuela de los catetos de monseñor Castro, que era una escuela particular a donde asistían no los niños ricos, sino los hijos de las familias decentes cuyos padres, en realidad, eran empleados de oficina y se vestían con saco y corbata. Sin asfaltar, la calle Apurímac tenía la forma de una suave colina en cuya cima estaba la casa de mi abuelo. Si se bajaba en dirección oeste, culminaba en grandes barrancos llenos de inmundicia donde, sin embargo, en una casucha cercada por un corralón, vivía doña Betsabé Alburquerque sola con su único hijo, un retardado mental que tenía, además, un brazo casi seco y una pierna algo más corta que la otra. Doña Betsabé era una mujer imponente y hombruna que vivía de la venta de leche de cabra y de la crianza de puercos. Atravesando el barranco, que era, en verdad, el cagadero del barrio, se llegaba a una casa de mujeres de la vida a la que los mayores llamaban «bulín», «burdel», «buque» o «chongo». La casa era regentada por una mujer ya entrada en años, muy pintarrajeada y apodada la Sanchezcerro. Por la noche, en la puerta se encendía un foco rojo y había música alegre, de baile, ejecutada por la orquesta de Mi Juan y Felipillo. El bulín de la Sanchezcerro se hallaba en plena esquina de lo que ahora es la calle Sullana y al frente se encontraba el estadio municipal, un gran cuadrilátero cercado con calaminas que servía de separación entre el núcleo de la ciudad y el barrio de Buenos Aires, formado para los damnificados de los diluvios del año 1925. Hacia la izquierda del chongo empezaba una zona de médanos y allí se había levantado un racimo de casuchas conocido como el Barrio de las Latas, habitado por los pobres entre los pobres de la ciudad.
Pero si desde la casa del abuelo se tomaba la dirección contraria, caminando unas cinco cuadras, se llegaba al río, al frente del cual se encontraba el distrito de Castilla, cuyo nombre tallán era Tacalá. En la cuadra donde se hallaba la casa del abuelo vivía gente muy pobre ocupada en oficios eventuales y, en cambio, había hasta cinco chicheríos y varios o varias rezadoras del mal de ojo, el susto y el chucaque. Había, asimismo, dos brujas: una de ellas era la ciega Gertrudis y la otra, doña Felipa, una señora zamba que de día vendía gallinas en el mercado. Según decía mamá Altemira (y no solo ella), las dos mujeres se odiaban a muerte y a partir de la medianoche libraban grandes combates, doña Felipa convertida en perra viringa y la Gertrudis, en chancha. Mi abuelo, en cambio, era curandero y yo todavía alcancé a verlo atender a enfermos provenientes del campo, aunque él se había retirado del oficio años atrás, por la década de 1930, por los años en que, a causa de las prédicas del primer obispo de Piura, monseñor Chirichigno, empezó una persecución contra los practicantes de la curandería y la hechicería, así como una cruzada emprendida personalmente por el obispo en su recorrido pastoral por los pueblos del interior, extirpando los cultos heréticos e incautando y quemando cruces que venían siendo veneradas desde tiempo inmemorial, como la reverenciada (y milagrosa) Cruz de Campanas. Poco después de esta persecución de brujos y de la extirpación de idolatrías, el obispo cayó enfermo: el cuerpo se le despintó y se le cubrió de llagas y pústulas, terminando por morir después de una inacabable y dolorosa agonía, con la mente trastornada y senil. Siempre se afirmó que por única vez todos los brujos de la región juntaron sus artes malignas para vengarse del obispo postrándolo con una enfermedad que fuera al mismo tiempo repulsiva y dolorosa, y que le perturbara el sentido. Esto ocurrió mientras yo estaba en el vientre de mamá y mamá Altemira solía contarme del padecimiento y el castigo de que fue víctima el señor obispo, en cuyo daño, me aseguró, participó con todo el imperio de su depravación la ciega Gertrudis.
En esta cuadra eran frecuentes las enfermedades y la muerte. Numerosos niños morían a la semana de nacer atacados por el mal de los siete días, y otra porción moría antes de cumplir el primer año de vida. Los adultos (hombres y mujeres) morían principalmente de tisis o de fiebres infecciosas, porque esto que estoy contando sucedía antes de que el doctor Cabrejos introdujera en Piura el uso de la penicilina, con lo que logró efectuar curaciones tenidas por milagrosas y su casa llegó a convertirse en una suerte de clínica con camas y todo, pues pronto la fama del doctor Cabrejos trascendió los linderos de Piura y le llovían, literalmente, enfermos desde los sitios más apartados de la región. En uno de los chicheríos, creo que en el de las Parchadas, trabajaba Gilberto, un maricón declarado que se pintaba las uñas de los pies y que (aseguraban) cada fin de mes devoraba un kilo de betarragas para así, defecando rojo, obtener su menstruación. Guanábana era el único loco de la cuadra, y pienso que debía ser del tipo maniaco-depresivo, aunque tenía súbitas temporadas de misticismo y religiosidad apocalíptica. No me despertaba curiosidad ni espanto Guanábana, acaso porque me hallaba familiarizado con la locura por mi relación con la tía Primorosa. En cambio, me causaban fascinación y temor pánico los tres enfermos de alferecía que había en la cuadra, y numerosas veces los vi desplomarse con un alarido seguido de convulsiones y espumarajos que salían por la boca. Mamá Altemira, o cualquier vecino adulto, me decía que no mirase el cuerpo convulso porque a los niños se les podía pegar la epilepsia con solo mirar a los atacados por este mal durante la apoteosis de sus crisis. Pero yo no podía apartar la mirada, estaba allí como petrificado, como en un estado de sonambulismo, de modo que mamá Altemira me tapaba los ojos para que no viese, cosa que hacían también los vecinos mayores por ruego expreso de mamá. Cuando los enfermos volvían en sí (o, más bien, retornaban al mundo, a esta vida) me impresionaban la palidez de sus rostros y su mirada de lejanía y ausencia, como si perdurasen en sus ojos las imágenes de la otra orilla del mundo que habían alcanzado a percibir por el encanto y la magia de esta enfermedad reputada todavía entonces, según el carácter del enfermo, como de origen divino o endemoniado.
En dirección al río, la cuadra cuyo centro gravitacional era la casa de Santos Villar terminaba en la esquina de Junín, jirón transversal en relación con Apurímac, y entre Junín y su paralela, Cusco, se extendía la calle ligeramente en bajada que para mí constituía el espacio limítrofe entre el mundo de mi abuelo y el mundo o los mundos restantes de Piura. Era una cuadra empedrada donde las casas eran de mejor calidad, con fronteras enlucidas, cielo rasos revestidos con yeso y pisos de ladrillos y cemento. Los moradores eran gente de oficios definidos y prósperos: había un maestro sastre, un dueño de panadería, un famoso maestro joyero, un maestro mecánico y un dueño de taxis, más algunos empleados subalternos de sólidas casas importadoras, como la Duncan Fox, la Milne y Compañía, la Mercantil del Norte, o dependientes de grandes almacenes y tiendas, como la de los Romero, los Gaspar Augusto o los de Balmaceda y Larizbeascoa. En esta cuadra no había ya chicheríos, pero sí una pulpería y una pequeña fonda.
En mi cuadra yo era muy hostilizado por los churres de mi edad por ser nieto de Santos Villar y de la temible ciega Gertrudis, y además por ser mi madre blanca, pobre y serrana, y porque ella, cumpliendo la voluntad de mi difunto padre, me había puesto en una escuela de mayor categoría, pues mi padre, en la gran biblioteca del doctor González, había leído la vida de los grandes hombres que destacaron en las ciencias y las artes, y deseaba que el heredero de su sangre se elevara por regiones altas, no solo del mundo de los Villar, sino del mundo de la gente vulgar y ordinaria aunque poseyesen tierras y grandes riquezas. Para eludir la hostilidad de que era víctima aprendí el arte de la anonimia y de pasar desapercibido, y cuando salía de la casa del abuelo caminando con lentitud pero con el corazón alborotado contaba la cantidad de pasos que necesitaba para alcanzar la cuadra empedrada, limbo y purgatorio, donde los vejámenes podían ser tolerables. Amaba esta calle donde las personas mayores, como el sastre Morán por ejemplo, me brindaban su afecto y me contaban cosas buenas de mi padre, un hombre callado, decían, pero lleno de saber, con letra de doctor y la mente poblada de sueños y de grandes ideales sobre el porvenir de la humanidad.
Las calles asfaltadas empezaban a partir de la cuadra siguiente y se prolongaban hasta el mercado levantado a orillas del río. Las casas comprendidas entre Cusco y Arequipa, bastante mejores que las de la calle del Limbo, en su mayoría eran propiedad de medianos terratenientes, y los hijos tenían apellido paterno vasco, polaco, ruso o checoslovaco, mientras que sus apellidos maternos eran de origen indio, catacaos y sechuras, pues sus antepasados habían sido caciques y, por tanto, poseedores de grandes extensiones de tierra —en realidad, eran vastos arenales— que, de pronto, en el último tercio del siglo anterior, con la introducción del cultivo del algodón Pima, se hicieron codiciables. De este modo, mediante el matrimonio o el concubinato con estas nietas y bisnietas de caciques (o también por la usurpación directa), estos extranjeros se apoderaron de tierras que según la ley eran inenajenables por ser del común, y el resultado de este proceso fue que más de cincuenta mil indios del Bajo Piura quedaron sin tierras.
En esta cuadra se hallaba el Hotel Mantaro, hospedaje para viajantes de recursos modestos cuyo propietario era don Rodriche, natural de Estambul, un anciano alto y robusto, algo encorvado por la edad, cara pequeña, escaso pelo y saltones ojos azules, bonachón de carácter y con una hija idiota a la que llevaba a todas partes. Me conmovía mucho, recuerdo, esta relación. La muchacha había pasado ya los veinte años, era blanca, rubia y de ojos azules, pero su pensamiento correspondía a una ñaña de cinco años. La otra persona que despertaba mi curiosidad y afecto era don Jiménez, un señor altísimo, de grandes palancas y cuero negro, muy negro. Don Jiménez era zapatero y, por estos tiempos que refiero, la gente mayor aseguraba que tenía más de cien años, pero causaban admiración la lucidez de su mente y el empeño con que seguía trabajando en su oficio de zapatero. Nos hicimos muy amigos. Él me invitaba a sentarme en un pequeño taburete y, sin dejar de usar la lezna y el martillo y en medio de un intenso olor a suelas, cuero y herramientas, me contaba muchas historias de la entrada de los chilenos en la región piurana y aun de épocas más antiguas. Él, me confió, fue engendrado en un sitio llamado el Empreñadero, donde los blancos poseedores de esclavos llevaban a las negras para que fueran fecundadas por los sementales, que eran negros de fuerte complexión y sanos de salud, por fuera y por dentro, desde los dientes hasta el pellejo entero. Me contó que cuando su mamita quedó preñada regresó a Yapatera, propiedad de su amo. A medida que se estrechaba nuestra amistad sus historias eran más apasionantes y cierta vez me contó, con gestos conspirativos y confidenciales, de la gran rebelión de esclavos que destruyeron e incendiaron los trapiches y alambiques y aun las casas del blanco. Él era una nadita así de chiquita, pero conservaba el recuerdo de los incendios y del olor a chamusquina. Los negros líderes del levantamiento se volvieron cimarrones y luego devinieron bandoleros despiadados para cobrar venganza de los padecimientos y la explotación de sus madres y de los padres que nunca conocieron. Una mañana pasé apurado y vi como siempre a don Jiménez ya sentado en su banqueta. Le dije buenos días de Dios tenga usted, y él me dijo que después de que regresara de la escuela tenía otra historia que contarme para que nunca me olvidara de la memoria de los hombres. Recuerdo que no pude prestar atención a la clase de la señorita Medio Beso, hermana solterona de monseñor Castro, pues hubiera dado cualquier cosa por no perderme la historia que don Jiménez quería referirme. Por fin terminaron las clases y yo volví corriendo, pero al llegar al taller de mi anciano amigo vi gente amontonada frente a la puerta y entonces me dijeron que acababan de encontrar muerto a don Jiménez, así, sentado, mientras apaciblemente trabajaba.
De la cuadra siguiente, ubicada entre Arequipa y Tacna, me atraían dos grandes casas levantadas en aceras opuestas. A excepción del Club Liberal que hacía esquina con Arequipa y Apurímac y cuyos socios pertenecían al artesanado o eran obreros, pequeños empleados o comerciantes minoristas, esta cuadra era ya territorio de las viejas y linajudas familias piuranas, aunque algunas se hallaban en proceso de declinación o en la ruina y la decadencia. Una de las casonas que me despertaba curiosidad se hallaba a mitad de calle y en la acera izquierda avanzando en dirección al río. Una placa conmemorativa decía que allí había nacido Grau, el más grande orgullo de la historia ciudadana, aunque mi tío Miceno, no sé si en serio o en broma, me había asegurado que Grau nació en realidad en Panamá y era fruto de los amores ilícitos entre un militar colombiano y una piurana de las ramas pobres de la familia Seminario. La puerta permanecía cerrada, pero había un gran ventanal protegido por barrotes de hierro forjado por donde se podía ver el interior de la pieza. Según se decía había sido la sala de trabajo y estudio de Grau, y en un gran escritorio se conservaban los útiles de escribir, como dos grandes tinteros y plumas y lápices, pero mi tío Miceno me aseguraba que estos eran infundios tejidos por la parentela sedienta de la gloria ajena, pues, como bastardo repudiado, Grau nunca tuvo cabida en el hogar, de ahí que se viera obligado a huir a Paita desde donde se embarcó siendo todavía un niño. La habitación era oscura, polvorienta y sombría aunque, como supe tiempo después, se trataba de una gran propiedad, profunda y en forma de L, cuya puerta principal, un gran portón por esos años en ruinas, daba a la calle Tacna a pocos pasos de la Plaza de Armas. A pesar de que el sombrío estudio me producía sentimientos de tristeza y vagas y aun inasibles sensaciones de inutilidad y absurdidad de aquello que pomposamente se llamaba «gloria» y «heroísmo», a pesar de ello, repito, no desperdiciaba oportunidad, cuando tenía que cruzar esta calle, de treparme a los barrotes, y me imaginaba este polvo devastador flotando, pertinaz y corrosivo, sobre la gran estatua de Miguel Grau inaugurada pocos años atrás.
La otra casa que me atraía era una de las más hermosas de Piura, y sus propietarios, los Sousa Arrese, atravesaban por una de sus etapas de mayor prosperidad. Debo confesar que esta casona me despertaba sentimientos adversos de admiración, codicia y repulsión. Admiraba la casa misma, con su bella escalera de caracol (la única de Piura), el gran patio delantero de hermosos mosaicos, siempre limpios y relucientes. La frontera, muy amplia, la constituía un enrejado de hierro labrado que se levantaba desde un zócalo de un metro de alto; la puerta era también de barrotes ornamentales. Entrando por esa puerta, hacia la izquierda, se hallaba la escalera de caracol que conducía a los aposentos de la planta alta. El gran salón de recepciones estaba en el primer piso de la entrada fronteriza con el largo y anchuroso patio y separado de este por tres escalinatas de mármol a través de las que se accedía a una suerte de atrio enmarcado por cuatro columnas revestidas de mármol, dos de las cuales servían como pórtico al gran salón. Los Sousa Arrese solo efectuaban una celebración anual, pero esta era la más fastuosa de Piura, cuya lista de invitados destacaba por ser la más estricta, y la inclusión o exclusión de una persona o familia constituía el termómetro de la ubicación y jerarquía de los blancos en el cerrado señorío piurano. Durante la fiesta se abría el gran salón y los transeúntes, gente pobre, se apostaban detrás del enrejado y estiraban el cuello o se paraban de puntillas para admirar la fastuosidad de ese espacio iluminado por tres grandes arañas de cristal de bohemia bajo las cuales danzaban las mujeres más hermosas de Piura. La codicia a la que aludí antes —y después supe que no solo yo sufrí esta pasión— se debía a que a menudo los blanquitos (hijos y nietos, primos y sobrinos, o amiguitos del mismo nivel social de los Sousa Arrese) luego de jugar hasta el aburrimiento dejaban olvidados o abandonados innumerables juguetes exclusivos, comprados en Lima en la famosa Casa Montori, de los cuales yo nunca hubiera podido disfrutar. Siempre he sido malo para robar por las muchas coerciones que subyugaban mi espíritu, pero aquella vez vi tan al alcance de mis manos una muñequita como jamás la viera, y la mamá de la Mika, doña Paula Albines, era tan pobre y la Mika me daba tanto afecto y placer en el ataúd del abuelo, que, pasando por encima de la mirada de Dios, aquella que en la historia sagrada perseguía a Caín después de matar a su hermano, y de esquivar a toda la policía del mundo, temblándome todo el cuerpo y sintiendo el corazón como un animal desbocado, entré y hurté la muñeca, la puse en el bolsón de mis libros y corrí con una mezcla de júbilo y terror hasta la casa del abuelo. La Mika me besó la frente, los ojos, los labios y luego estrechó su cuerpo al mío y después, poniendo la muñequita entre los dos, me dijo que el hijo de nuestro amor había sido una hermosa mujercita.
La repulsión, el odio y el rencor que esta mansión me inspiraba estaban relacionados con el recuerdo de la tía Dioselina, hermana menor de mamá. Mis recuerdos más alegres y dichosos y el descubrimiento de la imaginación como una facultad para crear mundos de perpetua felicidad están ligados con la inolvidable tía Dioselina. No era bella ni tampoco fea, por lo menos para mí, pero en cambio todos la hallaban encantadora y habría hecho feliz a cualquier hombre que poseyese alguna finura de espíritu. Ah, la tía Dioselina, dicharachera, optimista, imaginativa y solidaria. Por eso aun ahora no estoy seguro de comprender las razones que la llevaron a ahorcarse de aquella viga de un cuartucho del enorme y erosionado caserón de la calle Matavilela de Lima. Esta no es la historia de la tía Dioselina, pero debo adelantar que cuando fui a Lima para estudiar, llevando el viejo recorte de periódico con la noticia de su suicidio, llegué al caserón y no me fue difícil alquilar la habitación con la que había soñado por años, pues desde hacía mucho tiempo nadie quería vivir en el tétrico cuartucho donde una mujer todavía joven se había suicidado. De modo que arrendé con el asombro de la casera aquella habitación prácticamente clausurada. Y fue en este lúgubre espacio donde pasé dos días y dos noches con Deyanira Urribarri.
Mamá Altemira y la tía Dioselina quedaron huérfanas de padre y de madre cuando tenían respectivamente once y nueve años. Los parientes vendieron las pertenencias de mis abuelos maternos e hicieron, además, una bolsa común para enviarlas desde Sícchez, distrito de Ayabaca, hacia Piura, donde vivía una tía carnal de las niñas que gozaba de una próspera situación económica porque tenía una surtida tienda de telas y mercería, una dulcería y una casa de hospedaje y pensión, de modo que se hallaba en condiciones de hacerse cargo de las hijas de su hermano. Por oscuras razones la tía Rosa Elvira no las aceptó. O, para ser más justos, las acogió por unos pocos meses y luego las colocó en casas en calidad de sirvientas. Mamá Altemira tuvo suerte porque fue recibida por unos parientes lejanos que le dieron trato de hija o de sobrina y la hacían sentar a la mesa familiar. La suerte de la tía Dioselina fue de signo contrario y pasó a formar parte de la gran servidumbre de los Sousa Arrese. Muchas eran las tareas que tenía que cumplir la querida tía Dioselina, pero la que le resultaba más pesada y luego intolerable era la de lavarle los pies antes de acostarse al cabeza de familia, que ya debía bordear los setenta años. Yo todavía alcancé a conocerlo y lo recuerdo como un anciano blanco, alto y de ojos azules tras unos lentes de montura de oro, con impecables ternos de lino blanco, chistera y bastón con contera en forma de báculo que colgaba de su brazo derecho. En las anotaciones de mi padre hay varias referencias a don Salustio Sousa Arrese correspondientes a las décadas de 1920 y 1930. Mi padre, tras la trágica muerte del doctor González en 1919, entró a trabajar en el Centro Piurano, primero como ayudante de barman y luego como administrador, de modo que en sus cuadernos abundan las referencias, retratos y descripciones de los socios de aquel centro fundado en 1876. Entrar a aquel centro, escribía mi padre, era muy difícil ya que se tenía en cuenta tanto la fortuna como el color de la piel. Por la década de 1930, inmediatamente después de la caída de Leguía, don Salustio Sousa Arrese fue nombrado presidente de la Comisión de Admisión y una de las primeras medidas que tomó fue expulsar a algunos socios aceptados durante el oncenio, los mismos que se habían enriquecido con el régimen leguiísta. Don Salustio, por su línea materna, la de los Arrese, era el único socio que descendía de un auténtico marqués español, cuyos restos reposaban en el mausoleo erigido en el sótano de la capilla del cementerio San Teodoro y en el gran salón de la mansión de los Sousa Arrese destacaba el escudo de armas de la familia. Don Salustio bebía whisky escocés, brandy inglés, jerez de Jerez de la Frontera y coñac, vino y champaña franceses, y diversos y refinados cócteles que mi padre sabía preparar. En las mesas donde se jugaba al póquer o el rocambor, en el salón de fumar y en la biblioteca, don Salustio ocupaba siempre el lugar preferencial pues en él confluían el prestigio de su sangre (la genealogía era uno de sus entretenimientos favoritos), sus grandes haciendas, una fábrica de gaseosas y hielo, los paquetes accionarios en bancos y compañías de seguros y el hecho de haber sido senador, prefecto y alcalde hasta antes del golpe de Leguía. Y a este anciano opulento la tía Dioselina debía lavarle los pies cada noche. El anciano con elegante bata y pijama se sentaba en un gran sillón tapizado con raso y, mientras leía el periódico o una novela, pues los Sousa Arrese pertenecían al tipo de los terratenientes y hombres de negocios cultos, como los Eguiguren, los Helguero o los Escudero, la tía cumplía su trabajo provista de jofainas de agua tibia, un gran lavatorio para los pies, y jabones y talco y toallas que cada día cambiaba. La tía Dioselina, muchacha práctica, procuraba fantasear con hechos y cosas bonitas y graciosas para amainar el asco y la humillación. Pero la situación empezó a tornarse mórbida desde la noche en que el anciano, con La leyenda de los siglos de Victor Hugo entre las manos, le ordenó que le lavara también las piernas hasta cerca de las rodillas. La tía Dioselina hizo lo que se le pedía y solo cuando fue a botar el agua del lavatorio y de las jofainas reparó que esta vez el anciano había estado sin pijama, solo con la bata puesta. Las noches siguientes la tía Dioselina continuó lavándole pies y piernas (el anciano era canilludo y de vellosidad profusa), hasta la noche en que (ahora era El genio del cristianismo de Chateaubriand lo que tenía el viejo entre las manos) abriéndose súbitamente la bata le pidió que le cogiera y le practicara cierto acto en el miembro marchito. La tía Dioselina huyó esa misma noche de la mansión y fue adonde vivía mamá Altemira, y entre sollozos le contó lo sucedido. Mamá Altemira fue al día siguiente con la tía Dioselina a sentar la denuncia ante el juez de paz, pero el juez, que miraba de manera rara a la agraviada, con diferentes argumentos se negó a estampar la denuncia, pues todo Piura sabía que don Salustio Sousa Arrese era no solo un señor noble sino un caballero de conducta intachable y que practicaba la filantropía en favor de los pobres.
La siguiente cuadra también era territorio blanco, pero aquí eran más acentuados la decadencia y el hundimiento de las viejas familias. La calle se hallaba entre Tacna y Libertad y marcaba un límite, pues, siguiendo la dirección del río, las casas adquirían la apariencia de viviendas de familias pertenecientes a los estratos más modestos de la clase media. En esta cuadra se encontraban la iglesia de La Merced y, a continuación, el cuartel del mismo nombre; más allá empezaban la parada y el mercado que concluían a las orillas del río. Me gustaba mucho el mundo del mercado, pero no es esto lo que quiero contar. Lo que en verdad me fascinaba era el enorme caserón de dos pisos que hacía esquina con la Apurímac y Libertad y les voy a decir por qué. La conocían con el nombre de la Casa Quemada, y a partir de las diez de la noche, los transeúntes preferían dar un rodeo antes de tener que pasar por allí porque se decía que se escuchaban toda suerte de imprecaciones y gritos y ayes de dolor de las almas ofendidas y vindicativas de los serranos del pueblo de Chalaco, que en los días de la ocupación chilena tomaron Piura, mas luego fueron vencidos, fusilados y pasados por la bayoneta los prisioneros, y quemados vivos los que, tomando como fuerte aquella casona, resistieron hasta el final. Me es imposible fijar la fecha en que escuché por primera vez la historia de la Casa Quemada (o una de sus numerosas versiones), pero el relato de aquel acontecimiento está asociado en mi memoria con el zapatero Moscol, lector desordenado de libros que iban desde Bakunin y Kropotkin a los francmasones y los rosacruces, la vida de Lincoln y El judío internacional de Ford, y con don Manuel Farfán, maestro albañil que había recibido un balazo en la pierna derecha mientras curioseaba en la Plaza de Armas durante uno de los tantos enfrentamientos entre urristas y apristas. Por alguna razón (la bala no le comprometió el hueso) se le formó, al empezar el muslo, una llaga que nunca pudo cicatrizar, de modo que don Farfán vivía torturado por el escozor hasta que descubrió la manera de alcanzar alivio. Don Farfán era un conversador formidable, pero mi memoria siempre lo evoca rodeado de perros callejeros que, pacientemente, esperaban turno para lamerle la herida. Y don Farfán, mientras los perros le lamían la herida aderezándola cada vez más, me contaba los pormenores de aquella insurrección comunera que terminó con la quemazón de la casa y el achicharramiento de los comuneros chalacos que se negaron a rendirse.
La Casa Quemada ahora era un caserón de dos pisos, vetusto y ruinoso, habitado solamente por dos hermanas ancianas que carecían de descendencia directa. La parte delantera de la construcción daba al jirón Libertad y un ala de la misma había sido alquilada para instalar el dispensario antivenéreo. Por cierto, mi interés principal apuntaba a la historia y leyenda de la Casa Quemada, pero no sería sincero si dijese que permanecía indiferente a la curiosidad que despertaba entre adultos, jóvenes y mozos el dispensario que cada lunes se trocaba en una suerte de lugar de peregrinación, pues era el día en que todas las mujeres de la vida de los burdeles piuranos se presentaban para ser sometidas a examen y, según el resultado, se les extendía (o se les suspendía) el certificado que les permitía seguir ejerciendo su oficio. El médico encargado del dispensario antivenéreo era el doctor Navarro, a quien los espectadores ponían un sinnúmero de apodos, como por ejemplo el de Inspector de Chuchas, o bien se entretenían sacándole cachitos, como, por ejemplo, el de tener una colección de fundas de goma para el dedo cordial, que introducía en la vagina de las prostitutas mucho más allá del tiempo que la ciencia médica prescribía.
Con el tiempo comprendí, sobre todo después de la muerte del abuelo Santos y cuando con mamá Altemira, que estaba gestando de su nuevo esposo, nos fuimos a vivir a otro barrio, no lejos de donde vivían los medianos y grandes blancos, comprendí, repito, o si se quiere intuí, que la historia leyenda de la Casa Quemada era uno de los momentos más dramáticos y épicos de la clase señorial piurana. El mayor apologista de esta gesta era el Ciego Orejuela, a quien sin ninguna ironía los articulistas de El Tiempo, La Industria y Ecos y Noticias calificaban como «el verdadero bardo de la tierra piurana». Por línea materna, el Ciego descendía (por lo menos esto era lo que afirmaba) de un héroe que combatió en Junín y Ayacucho y que murió después peleando a las órdenes del general Gamarra. Años después, durante mi adolescencia y luego de escaparme del seminario, leí con avidez en la Biblioteca Municipal los folletos y artículos escritos o dictados por el Ciego Orejuela, la mayoría de ellos genealogías cargadas de hazañas de los más rancios linajes de la región piurana. Pero de toda esa folletería me interesaron una crónica de la invasión de los chalacos a Piura y un opúsculo titulado Amores célebres. Curiosamente, en la mayoría de sus escritos polemizaba con Sansón Carrasco, quien a comienzos del siglo había dirigido el hebdomadario El Amigo del Pueblo, inspirado en el espíritu de González Prada y, por tanto, la publicación asumía una posición de denuncia o por lo menos de crítica de los terratenientes y de las instituciones piuranas. El Ciego le salía al frente exponiendo su propia versión e interpretación de los hechos, insinuando que Sansón Carrasco se dejaba llevar por su apasionamiento, lo que no era aconsejable para el historiador que debe ceñirse a la objetividad de los hechos y a la autenticidad de las fuentes. Sin embargo, en las tertulias, el Ciego Orejuela dejaba de lado toda diplomacia y emprendía venenosos ataques contra Sansón Carrasco. No, de ninguna manera, aseguraba el Ciego con voz tronante, no es esa vaina del amor al pueblo, ni el anhelo de justicia, ni cojudeces éticas y políticas lo que guía la pluma y el verbo de Sansón Carrasco. Esto Sansón podía decírselo a los jóvenes de ahora o nacidos ayer, pero la gente antigua sabía muy bien que eran el resentimiento social y el complejo y la envidia raciales los que inspiraban sus escritos y relatos. ¿No era acaso Sansón Carrasco un mulato de pellejo más que crepuscular? ¿Pensaba que con semejante pigmentación las altas damas de la sociedad le iban a entregar en matrimonio a alguna de sus bellas hijas, herederas de extensas haciendas? ¿Creía el muy calzonudo que con semejante facha de negro lo iban a admitir como socio del exclusivo Centro Piurano?
La primera vez que yo reparé en el Ciego Orejuela (a quien desde ahora solo llamaré Ciego) fue luego de la pequeña pascana que hice frente a la Casa Quemada en mi trayecto a la escuela de los catetos de monseñor Castro. Se hallaba sentado en una banca de la Plaza de Armas frente al Hotel de Turistas y, antes de verlo a él, escuché su voz en verdad tronante. A pesar de lo temprano de la mañana estaba rodeado por un grupo de jóvenes que, después supe, eran universitarios, vástagos de viejas familias piuranas, que se hallaban de vacaciones en la ciudad. Fingí amarrarme los zapatos y entonces pude darme cuenta de que el dueño de la voz era un anciano ciego cuyas manos reposaban firmemente en un cayado. Era blanco, recia la osamenta, bella y plateada la cabellera, y su figura toda irradiaba cierta majestuosidad. Ya para entonces yo dominaba a la perfección el arte de pasar desapercibido, de modo que no me resultó difícil sentarme sobre mi bolsón de libros, a un costado de la banca, en tanto los cinco jóvenes permanecían de pie formando un semicírculo en torno al anciano invidente. La ceguera y la epilepsia son males que me fascinaban y aterrorizaban al mismo tiempo, y secretamente las consideraba sagradas, tanto si habían sido enviadas por Dios como por el diablo. En especial me impresionaba la ceguera, quizá porque mamá Altemira me había contado que yo había nacido con los ojos llagados, casi ciego, y que de seguro me habría quedado invidente si no me hubieran curado doña Filomena y protegido don Asunción Juares. El Ciego no tenía los ojos yertos, como de pescado o de culebra, como la ciega Gertrudis, ni se veían irritados y cubiertos de nubes y carnosidades, como los de los ciegos mendigos que recorrían la ciudad los sábados. Ni la más leve nube empañaba los ojos del Ciego, que admiraban por su limpidez imperturbable, de modo que la causa de su ceguera debía de ser de otra índole, de carácter interno, acaso una lesión de los nervios ópticos. No entendí el tema de la conversación (o, más bien, del monólogo del Ciego), pero varias veces aludió el anciano a las montoneras de Teodoro Seminario y a la entrada del Califa Piérola por la portada de Cocharcas.
Si bien no entendí el sentido de la exposición del Ciego, en cambio quedé deslumbrado por su arte de narrar, que combinaba lo dramático con lo épico y todo atravesado por ráfagas de humor y comicidad, donde no faltaban lo escabroso y lo obsceno, con alguna que otra vulgaridad. La ceguera, la avanzada edad y la calidad de su voz (de barítono, pero raspante, erizada y rica en inflexiones) hacían del Ciego el mejor narrador oral de Piura. Y esto que yo, pese a mis pocos años, era un veterano escuchador de historias. Fíjense: lo he calificado como el mejor narrador oral, y esto porque sus escritos, que leí después, como dije líneas arriba (y pasando por alto los datos que contenían), eran ampulosos y aldeanos en cuanto al estilo, y atrozmente banales en cuanto a sus juicios y reflexiones. Pero por estos años que estoy refiriendo yo estaba fascinado, o mejor subyugado, por sus relatos y me convertí en el más asiduo, discreto y fiel de sus oyentes. Esto era, pues, Piura, su historia y su leyenda, y fui enterándome de la existencia de grandes clanes, de la trayectoria de los linajes más antiguos, cuyas acciones llenaron de gloria a nuestra santa tierra, o de los linajes condenados a la degeneración como expiación por los desenfrenos venéreos de algún prominente antepasado que dejó como herencia una sangre impura y maldita. Y fue por esta época que empecé a olvidarme, y aun avergonzarme, del mundo de los Villar, y a negar, no una sino dos, tres, muchas veces, que aquella vieja loca pintarrajeada con un inmundo bulto bajo un brazo y un gallo bajo el otro y seguida por Montubio (siempre andaba atento para evitarla y no cruzarme con ella) fuera mi tía y que su sangre circulara por mis venas.
No está demás recalcar que durante años me limité a ser oyente tímido y discreto de las historias contadas por el Ciego sin siquiera atreverme a trabar amistad con los numerosos jóvenes hijos de familias pudientes que de tanto en tanto se acercaban al anciano para que les revelase algún aspecto oscuro de familias que se hallaban en pleno ascenso pero que carecían de un pasado decente y honorable, como los Romero, convertidos en potentados y en razón social, con inversiones en la agricultura, el comercio, la industria y las finanzas, y cuyos miembros de la tercera generación, es decir, los nietos del español fundador del linaje que se inició vendiendo de puerta en puerta sombreros de paja de los indios catacaos, con una de cuyas mujeres, por lo demás, se amancebó y tuvo descendencia, ahora se educaban en exclusivos colegios y universidades ingleses. Así, escuchando a jóvenes de este tipo, fueron pasando los años, en tanto yo ingresaba a ese periodo confuso de la pubertad que habría de llevarme a buscar refugio en el seminario. Pero fue durante este periodo que conocí a Lama y Sarango, que también acudieron al Ciego para que les revelase algunos episodios de sus familias. Lama, Arturo Lama Olavarría, era uno de los últimos descendientes que quedaban de los conquistadores que fundaron el primigenio San Miguel de Piura en Tangarará. Pero ahora los Lama habían tenido que hipotecar y alquilar la mitad de la antigua casona para poder sobrevivir. Sarango, Daniel Sarango Sarango, era un joven cuatro o cinco años mayor que nosotros y trabajaba en una notaría, ahorrando con verdadera avaricia centavo a centavo para viajar a Lima, estudiar en la universidad y continuar su carrera de escritor, pues Sarango escribía versos que La Industria y El Tiempo le publicaban firmados con distintos seudónimos. Lama, con nostalgia y estoicismo, había terminado por aceptar la cruda realidad y por el momento su mayor ambición era terminar sus estudios para trabajar como cualquier persona común; en cambio, Sarango, bastardo no reconocido de un Seminario Echeandía, soñaba con hacer reconocer su derecho a usar aquel apellido y ser admitido algún día, cuando triunfase como escritor, en la gran casa solariega que esta rama de los Seminario poseía en el jirón Libertad. Por distintas razones, los tres estábamos interesados en la historia de la Casa Quemada, Lama porque trataba de desentrañar las razones (o sinrazones) del inesperado y brutal comportamiento de su abuelo durante la insurrección y Sarango porque se sentía nieto del prefecto Seminario Echeandía, quien dio las órdenes de fusilamiento y de prender fuego a la casona (propiedad de un linaje enemigo) para acabar con los últimos rebeldes chalacos. En cuanto a mí, mi interés fue variando con los años o, mejor aun, siguió el tortuoso camino de mi relación con el mundo de los Villar.
Ya he dicho que frente a las historias del Ciego yo era solo oyente, nada más que oreja, silencio y memoria. Pero cierta noche por primera vez me atreví a preguntar y desde entonces cambió el sentido de mi relación con el bardo de la tierra piurana. Aquella vez no estaban ni Sarango ni Lama y rodeaban al anciano los hermanos Cortez, altos y blancos, el mayor de ellos de ojos azules, y de apellido Seminario por el lado materno, y los mellizos Temple, de ascendencia irlandesa, pero también con Seminario como segundo apellido, aunque de una rama distinta a la de los hermanos Cortez. Estos últimos eran jóvenes cultos y de finos modales y además destacaban por su conocimiento de la región piurana. El tema había comenzado con la rivalidad entre Cáceres y Piérola y la forma que dicha rivalidad adquirió en Piura, pues se convirtió en una confrontación de clanes y familias y enfrentó a padres e hijos, hermanos contra hermanos, y aun esposos contra esposas. El tema me era ya bastante conocido y no le prestaba demasiada atención y me entretenía comiendo los frutos de los centenarios tamarindos que por el impacto del viento caían cerca de donde nos hallábamos sentados. De pronto sentí como una puñalada en los riñones y en el corazón, y durante un largo momento perdí noción de dónde estaba porque de mi memoria resurgían sucesos, nombres y situaciones que yo había creído sepultados para siempre. Cuando volví en mí o recobré el equilibrio, el mayor de los Cortez estaba haciéndose una serie de interrogaciones y reflexiones, mientras el Ciego escuchaba y guardaba un silencio enigmático.
—Sé —decía el mayor de los Cortez— lo que todo el mundo sabe: que Odar Benalcázar y su esposa y prima Grimanesa León pelearon en bandos contrarios, que una bala redujo a la invalidez a Benalcázar, que Congará fue casi quemada para detener la peste y que el propio Odar Benalcázar mandó incendiar sus inmensos bosques que eran una muralla para contener el avance de los arenales, y esto es todo. ¿Pero qué fue de él? ¿Dejó descendencia? ¿Qué se hicieron sus propiedades que abarcaban los valles del Chira y del Alto y el Bajo Piura? En cambio, de doña Grimanesa León lo sabemos todo, de la mujer piadosa en que se convirtió después de su confesión y amistad con el padre Azcárate. ¿Pero sabe usted, don Orejuela, cuál fue el destino de Benalcázar, de Odar Benalcázar León y Seminario?...
Yo recuerdo dos cosas: que los mellizos Temple, visiblemente aburridos, dieron las buenas noches y se despidieron, y que el Ciego meditó mucho antes de hablar.
—Ah —dijo—, no fue una simple casa hacienda, fue un verdadero palacio, y no tuvo igual en toda la tierra piurana —y luego sentenció—: Los Benalcázar León y Seminario fueron una familia señalada por un destino fatal y con Odar se extinguió el linaje.
Paladeé el sabor dulce y amargo de la frase un linaje extinguido. Y volví a sumergirme en el vértigo de mi memoria. No sé cuánto tiempo permanecí en esta confusa rememoración, pero cuando volví al presente ya no estaban los hermanos Cortez, solo el Ciego y yo. Y eran ya más de las diez de la noche. Permanecí en silencio todavía y al fin me armé de coraje y le ofrecí conducirlo o guiarlo hasta su vivienda, ubicada en una trasversal de la Plazuela Salaverry, por la antigua zona mangache de la ciudad. El anciano aceptó, pero antes quiso saber mi apellido y filiación.
—Hace años que siento tu presencia —me dijo el Ciego—, pero nunca me hablaste ni me dijiste tu apellido.
—Soy Flórez por parte de mi madre.
—¿De los Flórez de Ayabaca? Sí, pero del distrito de Sícchez.
—¿Y tu apellido paterno?
Demoré en responder, en tanto lo ayudaba a levantarse.
—¿Por qué temes decirme tu apellido paterno? ¿Tienes temor o vergüenza?
Sentí una marejada de sangre que venía de muy atrás.
—Me apellido Villar —le dije—. Martín Villar, hijo de Cruz Villar, a quien no conocí, nieto de Santos Villar y bisnieto de Cruz Villar, cuyo padre fue un soldado español de nombre Miguel, Miguel Francisco, quien en buena o mala hora, todavía no lo sé, llegó a Congará.
—¿Congará? Es un pueblo muerto.
—Quizá, no lo conozco aún. Pero lo que le he dicho es toda mi ascendencia.
—No toda —me atajó—, no toda; por ejemplo, no me has dicho que eres sobrino nieto del bandolero Isidoro Villar, tan puesto por las nubes por Sansón Carrasco, quien disparó la bala que redujo a la invalidez a Odar Benalcázar y después, por sus muchos crímenes y robos, fue ahorcado en el Zapote de Dos Piernas.
—Pero esa no es toda la verdad —le repliqué enojado—, porque primero lo fusilaron y después, ya muerto, lo colgaron.
El Ciego rio y me dijo que lo condujera por el jirón Lima, antes llamado, me explicó, calle San Francisco y mucho antes la calle de La Florida.
—¿Por qué por el jirón Lima si más cerca es por Tacna?
Mi voz, reconozco, era desafiante y descortés, pero el Ciego fingió no darse cuenta de mi actitud.
—Todo se pierde y olvida —dijo—. El jirón Tacna se llamó Mercaderes por los años que siguieron a la Independencia, pero hasta fines del siglo pasado todavía se la conocía como siglos atrás: la calle El Cuerno.
En este lapso me había serenado y aun estuve a punto de pedirle disculpas por mi tono grosero. Pero, como si me adivinara el pensamiento, me dijo:
—¿No te interesa acaso conocer la historia de los Benalcázar León y Seminario?
Sí, sí, claro, pero me faltaba el valor para pedírselo. El anciano no hizo ningún comentario y empecé a guiarlo por el jirón Huancavelica.
—¿Sabías que por esta calle pasaba el tranvía jalado por caballos?
Algo de eso había escuchado yo, pero le dije, para halagarlo, que era la primera vez que me lo decían. Al llegar a la esquina volteamos por la antigua calle San Francisco, donde vivían las más tradicionales y linajudas familias de Piura y donde Jerónimo Seminario y Jaime juró la Independencia.
—Antes de contarte la historia de los Benalcázar León y Seminario, quiero mostrarte primero la mansión que fue propiedad de la familia y que a la muerte de Odar heredó Grimanesa León. Una Mesalina. ¿Conoces a los clásicos? Léelos. Una verdadera Clitemnestra, pero absuelta por el cabrón del cura Azcárate a cambio de la hacienda La Vega del Caballo.
Comencé a aturdirme pero no hice ningún comentario.
—Queda a la mitad de la cuadra siguiente y es la más grande de todas, donde hay una placa conmemorativa en memoria de José Ignacio, hermano menor de Odar que murió en la Batalla de Tarapacá. Avísame cuando lleguemos.