LA HUIDA DE LUIS XVI Y MARÍA ANTONIETA

Existen las historias de los grandes reyes y gobernantes que con astucia e inteligencia guiaron a sus pueblos en tiempos oscuros, pero también existen los relatos de monarcas que nunca tuvieron las aptitudes necesarias para guiar a territorios enteros, quizá porque nunca quisieron estar en ese lugar.

Luis XVI pertenece a esa segunda categoría de gobernantes. Heredero del linaje de la Francia monárquica, en 1774 al joven rey le llegó su turno para sentarse en el trono, junto a la reina María Antonieta de Austria. Heredaron un gobierno con no pocos problemas: una estructura de poder que mostraba sus fallas, escasez de alimentos, crudos inviernos y una población cansada de ser ignorada.

En Versalles, el palacio real de la monarquía francesa, los reyes se daban una vida repleta de lujos y despilfarros, cuando afuera el pueblo moría de hambre. La situación llegó al límite y entonces estalló la rebelión: el 14 de julio de 1789 ocurrió la famosa toma de la fortaleza medieval de la Bastilla, el hecho con el que comenzó la Revolución francesa.

En el sistema de gobierno las cosas también habían cambiado. Comandado por Maximilien Robespierre, un grupo de políticos se había hecho con el mando de la asamblea, en detrimento de la nobleza y el clero. El nuevo poder decidió llevar a Luis XVI y a María Antonieta al Palacio de las Tullerías en calidad de prisioneros. El ánimo revolucionario crecía cada vez más en Francia.

Ante tanto revuelo, Luis XVI y María Antonieta consideraron que era momento de emprender la huida a la frontera noreste de Francia, y así salvar su pellejo. Las circunstancias parecían oportunas, pero los monarcas no tomaron las mejores decisiones. En vez de huir de forma austera para pasar inadvertidos, pensaron que era buena idea escapar dentro de un carruaje de lujo con espacio para sus guardarropas completos. Además llevaban escolta y dos carros más llenos de pertenencias.

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La discreción tampoco era su fuerte. Se dice que en uno de los puntos del viaje el rey salió de su escondite para conversar con los campesinos; en otro instante la reina regaló una vajilla de plata a un funcionario local. La travesía también fue torpe y lenta. Justo cuando se encontraban en Varennes, un poblado a sólo 50 kilómetros de su destino final, los reyes fueron reconocidos por la Guardia Nacional y enviados de vuelta a las Tullerías.

El intento de fuga no hizo otra cosa que dañar la ya de por sí deteriorada imagen de la monarquía ante el pueblo francés. En la asamblea se decidió el destino de los reyes: había quienes abogaban por el perdón; otros que pedían castigo por traición. Con el paso de los meses el ala más radical se hizo con el poder de la asamblea, y en 1793 se decidió que Luis XVI y María Antonieta debían ser condenados a morir en la guillotina. Así llegó a su final un largo linaje de monarcas franceses.

Tal vez los reyes pudieron haber salvado su vida y al sistema monárquico en Francia, si tan sólo hubieran sabido escuchar a tiempo las demandas del pueblo… y claro, si hubieran tenido en cuenta que para emprender la más intrépida de las huidas siempre hay que saber viajar ligero.