IV

UNA ROSA EN LA
MONTAÑA OSCURA

El doctor Ferreiro era un hombre bueno, un alma noble. Eso le resultó evidente a Ofelia en el momento en que entró a la habitación de su madre: se puede detectar la bondad con la misma claridad con que se detecta la crueldad. Esparce luz y calor, y al doctor le sobraban ambos.

—Esto la ayudará a dormir —le dijo a su madre a la vez que agregaba un par de gotas color ámbar a un vaso de agua.

La madre de Ofelia no discutió con él cuando le aconsejó que permaneciera algunos días en cama. Era una enorme cama de madera, con mucho espacio para Ofelia y su madre, quien no se había sentido bien desde que llegaron a aquel lugar miserable. Su frente estaba empapada en sudor y el sufrimiento dibujaba tenues líneas en su hermoso rostro. Ofelia estaba preocupada, pero le reconfortaba ver cómo las amorosas manos del médico preparaban el remedio.

—Sólo dos gotas —dijo, entregándole a Ofelia el pequeño frasco marrón para que lo cerrara—. Verás cómo la ayuda.

Su madre apenas podía beber el agua sin sentir náuseas.

—Debe tomárselo todo —dijo con dulzura el doctor Ferreiro—. Muy bien.

Su voz era cálida como las mantas de la cama y Ofelia se preguntaba por qué su madre no se había enamorado de un hombre como el doctor. Él le recordaba un poco a su difunto padre. Sólo un poco.

Ofelia acababa de sentarse en la cama, al lado de su madre, cuando Mercedes entró a la habitación.

—Él quiere que baje —le dijo al doctor Ferreiro.

Él. Nadie pronunciaba su nombre, Vidal. Sonaba como una piedra estrellándose contra una ventana: cada letra un pedazo de cristal roto. Capitán: así es como casi todos lo llamaban, pero Ofelia seguía pensando que Lobo le iba mucho mejor.

—No dude en llamarme —dijo el doctor a la madre de Ofelia mientras cerraba su botiquín—. De día o de noche. Usted o su joven enfermera —añadió, sonriéndole a Ofelia.

Luego se fue con Mercedes, y Ofelia se quedó a solas con su madre por primera vez en esa vieja casa con olor a inviernos fríos y a tristeza de generaciones pasadas. Le gustaba estar a solas con ella. Siempre lo había disfrutado, hasta que apareció el Lobo.

Su madre se acercó.

—Mi joven enfermera —puso la mano bajo el brazo de Ofelia con una sonrisa cansada pero auténtica—. Cierra las puertas y apaga la luz, cariño.

A pesar de estar al lado de su madre, a Ofelia le daba miedo dormir en esa habitación extraña. La obedeció, y al ir a echar el pestillo en la puerta se percató de que el doctor y Mercedes seguían en el rellano. No se dieron cuenta de que los observaba, y aunque no era su intención escuchar a escondidas, fue inevitable. Al final, de eso se trata la niñez: de escuchar los secretos de los adultos y aprender así a comprender su mundo… Y sobrevivirlo.

—¡Tiene que ayudarnos, doctor! — susurraba Mercedes—. Venga conmigo y véalo usted mismo. La herida no está sanando. La pierna está cada vez peor.

—Esto es todo lo que pude conseguir —dijo el doctor en voz baja, entregándole a Mercedes un pequeño paquete envuelto en papel marrón—. Lo siento.

Mercedes tomó el paquete, pero la desesperación en su rostro asustó a Ofelia. Mercedes parecía muy fuerte, tanto como alguien capaz de protegerla en esa casa colmada de soledad y fantasmas del pasado.

—El capitán lo espera en su despacho —Mercedes enderezó la espalda y al bajar las escaleras no volteó a ver al doctor Ferreiro. Los pasos del médico eran pesados, como si se sintiera culpable de alejarse del rostro desesperado de Mercedes. Ofelia se quedó inmóvil.

Secretos. Abonan a la oscuridad del mundo, pero también te intrigan y hacen que quieras saber más…

Ofelia seguía de pie en el marco de la puerta cuando Mercedes giró la cabeza. Sus ojos se abrieron con terror al ver a Ofelia, y rápidamente escondió el paquete bajo el chal, mientras los pies de Ofelia finalmente obedecían y la niña retrocedía para cerrar la puerta, deseando que Mercedes simplemente olvidara que la había visto.

—¡Ofelia! ¡Ven acá! —gritó su madre desde la cama.

Al menos el fuego alumbraba un poco la oscura habitación: la chimenea y dos velas parpadeantes en la repisa. Ofelia se metió a la cama y abrazó a su madre.

Sólo ellas dos. ¿Por qué eso no había bastado? Pero su hermano ya daba pataditas en el vientre de su madre. ¿Y qué pasaría si era como su padre?

¡Vete!, pensó Ofelia. Déjanos solas. No te necesitamos. Mamá me tiene a mí y yo cuido de ella.

—¡Dios mío, Ofelia! ¡Tus pies! ¡Están helados! —dijo su madre.

Su cuerpo desprendía mucho calor. Quizá demasiado calor, pero al doctor no parecía preocuparle mucho la fiebre.

A su alrededor el molino gemía y crujía. No los quería ahí. Quería al molinero de vuelta. O tal vez quería estar a solas con el bosque, que las raíces de los árboles rompieran sus paredes, que las hojas cubrieran su tejado hasta que sus vigas y sus rocas volvieran a fundirse con el bosque.

—¿Tienes miedo? —musitó su madre.

—Un poco —susurró Ofelia.

Otro sollozo surgió de las viejas paredes y las vigas del techo se lamentaron como si alguien estuviera doblándolas.

Ofelia abrazó a su madre con más fuerza. Ésta le besó el cabello, tan negro como el suyo.

—No es nada, cariño. No es nada, sólo el viento. Las noches son muy distintas aquí. En la ciudad oyes coches, el tranvía… Aquí las casas son mucho más viejas. Crujen…

Así es, crujían. Esta vez ambas escucharon.

—Es como si las paredes hablaran, ¿no te parece? —dijo su madre, que no la había abrazado así desde que supo que estaba embarazada—. Mañana. Mañana te voy a dar una sorpresa.

—¿Una sorpresa? —preguntó Ofelia mirando su pálido rostro.

—Sí.

Refugiada en ese abrazo, Ofelia se sintió a salvo por primera vez desde… ¿Desde cuándo? Desde que su padre murió. Desde que su madre conoció al Lobo.

—¿Un libro? —preguntó. Su padre solía darle libros. A veces incluso confeccionaba ropa a la medida para sus libros.

Lino. Para proteger la encuadernación, Ofelia, le decía. Los encuadernan con tela muy barata hoy en día. Esta es mejor.

Ofelia lo extrañaba muchísimo. A veces sentía que el corazón le sangraba y que el sangrado no pararía hasta volver verlo.

—¿Un libro? —su madre rio con delicadeza—. ¡No! ¡No es un libro! Es algo mucho mejor.

Ofelia no quiso recordarle que para ella nada era mejor que un libro. Su madre no lo entendería: ella no se refugiaba en ellos ni dejaba que la transportaran a otros mundos. Ella sólo veía este mundo… y sólo a veces, pensaba Ofelia. Parte de la tristeza perpetua de su madre se debía a que estaba atada a este mundo. Los libros podrían haberle dicho tanto sobre este mundo y sobre lugares lejanos, sobre animales y plantas, ¡sobre las estrellas! Podían ser puertas o ventanas, alas de papel para llevarla volando muy lejos. Quizá su madre había olvidado cómo volar. O quizá nunca había aprendido a hacerlo.

Carmen había cerrado ya los ojos. Al menos cuando soñaba, veía más allá de este mundo, ¿no?, se preguntó Ofelia presionando su mejilla contra el pecho de su madre. Tan cerca, sus cuerpos fundiéndose en uno, tal como antes de que ella naciera. Ofelia podía escuchar el ritmo de su respiración, el ruido sordo de los latidos constantes de su corazón, como un metrónomo contra el hueso.

—¿Por qué tenías que casarte? —susurró Ofelia.

A medida que las palabras escapaban de sus labios, parte de ella deseaba que su madre ya estuviera dormida. Pero la respuesta no se hizo esperar.

—Estuve sola mucho tiempo, mi amor —dijo su madre, observando el techo agrietado y cubierto de telarañas.

—¡Pero yo estaba contigo! —dijo Ofelia—. No estabas sola. Yo siempre estuve contigo.

Su madre permaneció inmóvil mirando al techo, y de pronto le pareció muy lejana.

—Cuando crezcas lo entenderás. Tampoco fue fácil para mí que tu padre… —contuvo la respiración con brusquedad y presionó la mano sobre su vientre hinchado—. Tu hermano está moviéndose otra vez —la mano de su madre estaba ardiendo cuando Ofelia la envolvió con la suya. Sí, ella también podía sentir a su hermano. Y no, él no se iría. Quería salir—. ¡Cuéntale uno de tus cuentos! —pidió casi sin aliento—. Seguro que eso lo calmará.

Ofelia dudó en compartir con él sus historias, pero finalmente se sentó. Debajo de las sábanas blancas, el cuerpo de su madre lucía como una montaña cubierta de nieve, con su hermano durmiendo en su cueva más recóndita. La niña reclinó la cabeza en el bulto, bajo la manta, y comenzó a acariciarla mientras su hermano se movía debajo de la piel de su madre.

—¡Hermano! —musitó—. ¡Hermano mío! —su madre aún no había elegido un nombre para él. Necesitaría uno pronto para hacerle frente a este mundo—. Hace muchos, muchos años, en una tierra lejana y triste… —Ofelia hablaba con voz suave y queda, pero estaba segura de que podía escucharla— había una montaña gigantesca hecha de pedernal negro…

Detrás del molino, en el bosque oscuro y callado como la noche, la criatura que Ofelia llamaba hada extendió sus alas y siguió el sonido de la voz de la niña: sus palabras formaban un camino de migajas de pan en medio de la noche.

—Y en lo más alto de esa montaña —prosiguió Ofelia—, una rosa mágica florecía cada amanecer. La gente decía que quien la arrancara sería inmortal, pero nadie osaba siquiera acercarse porque sus espinas estaban cargadas de veneno…

Oh, sí: hay muchas rosas como esa, pensó el hada mientras volaba hacia la ventana tras la cual la niña contaba su historia. Cuando logró al fin deslizarse al interior de la habitación, batiendo sus alas tan suavemente como hablaba Ofelia, las vio: la niña y la madre, abrazadas para hacer frente a la oscuridad de la noche. Pero la oscuridad dentro de la casa era mucho más aterradora, y la niña sabía que quien alimentaba esa tiniebla era el hombre que las había llevado hasta ahí.

—La gente hablaba de todo el dolor que las espinas de la rosa podían causar —le susurró Ofelia a su hermano aún no nacido—. Se advertían unos a otros que quien escalara esa montaña moriría. Les resultaba sencillo temer al dolor y a las espinas; el miedo les hacía creer eso. Pero ninguno de ellos se atrevía siquiera a pensar que al final la rosa los premiaría con la vida eterna. No tenían esperanza… ninguna. Así que la rosa se marchitaba noche tras noche, incapaz de recompensar a nadie con su regalo…

El hada se sentó en el alféizar de la ventana a escuchar. Se alegró de que la niña supiera de las espinas, ya que tanto ella como su madre habían llegado a una montaña muy tenebrosa. El hombre que gobernaba esa montaña —oh, sí, ella sabía todo sobre él— estaba sentado abajo en su despacho, en el cuarto detrás de la rueda del molino, puliendo el reloj de bolsillo de su padre, otro padre muerto en otra guerra.

—Todos se olvidaron de la rosa y se perdió para siempre —dijo la niña, presionando la mejilla contra el vientre de su madre—, en lo alto de aquella montaña helada y oscura, por siempre sola hasta el fin de los tiempos.

Ofelia no lo sabía, pero estaba hablando del padre de su hermano.