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El emperador

Carlos Rosenkrantz hizo su entrada triunfal en la Corte el 22 de agosto de 2016 con los aires de un profesor secundario que disfruta de infundir miedo a los alumnos. Una de las primeras escenas que recorrió las conversaciones del cuarto piso del Palacio de Justicia, donde funciona el alto tribunal, retrata el momento en que Rosenkrantz encuentra a un secretario del área de «juicios originarios» fumando en un pasillo y lo levanta en peso, con el ceño fruncido, mientras le anuncia que le abrirá un sumario, algo que nunca se concretó. En otro tiempo, no tan lejano, secretarios y secretarias solían congregarse en el extenso balcón que mira a la calle Talcahuano, frente a Plaza Lavalle, a fumar marihuana o cigarrillos comunes. El divertimento se hizo cada vez más difícil cuando Lorenzetti llenó de cámaras de seguridad el edificio y, además, mudó su despacho justo a ese sector, donde había estado instalado Carlos Fayt por años, hasta su renuncia, a la que le puso fecha intencional: el 11 de diciembre de 2015, un día después de la asunción de Mauricio Macri.

Pero la llegada de Rosenkrantz instaló una severidad que potenció la paranoia reinante. Le dicen «El Emperador», por sus rasgos autoritarios. En algunos despachos también lo bautizaron Buby, como en otro tiempo llamaban a Julio Nazareno, que había sido socio en el estudio de los Menem en La Rioja y luego como juez mantenía una fluida relación con ellos como si nada. De Rosenkrantz algunos colegas empezaron a sospechar que le comentaba el contenido de los acuerdos a Mario Quintana, ex vicejefe de Gabinete de Cambiemos, ya que había llegado a la Corte una causa donde una de sus empresas, Farmacity, de la que el supremo había sido abogado, reclamaba instalar sucursales en la provincia de Buenos Aires.

El día que Macri anunció sus candidatos para cubrir dos vacantes en la Corte —que habían dejado Raúl Zaffaroni y Fayt—, el «mini» tribunal que sobrevivía entonces —con Highton de Nolasco, Maqueda y Lorenzetti— estalló en una mezcla de furia, alucinación e incomodidad. No solo por el método elegido por el Presidente, de nombrarlos de prepo y saltear al Senado, que no estaban dispuestos a admitir. También tenían claro que el nombre de Rosenkrantz iba pegado al Grupo Clarín, ya que su estudio intervino en el pleito por la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, o Ley de Medios, cuya constitucionalidad la vieja Corte respaldó, aunque con matices y sinuosidades. Aunque no todos conocían a Rosenkrantz en profundidad, rápidamente salió a la luz su perfil de abogado o asesor de grandes empresas y corporaciones, incluidos otros medios de comunicación como La Nación y América TV, y sociedades como La Rural, Carbap, YPF, Quilmes, Pegasus, Pan American Energy, Freddo, Arcos Dorados (McDonald’s), entre otras tantas, incluida Farmacity. La lista desapareció de la página web de su estudio en cuanto surgió su nombre para la Corte. Pero quedó en su declaración jurada ante el Senado.

Rosatti era un nombre más familiar para todos, en especial para Maqueda, ya que juntos habían sido convencionales constituyentes por el Partido Justicialista en 1994. Además, Rosatti había sido ministro de Justicia de Néstor Kirch­ner entre julio de 2004 y julio de 2005 y, como tal, había participado en la selección de un abogado del interior para integrar el máximo tribunal, entonces ajeno al poder y a las internas que allí se cocinaban: Ricardo Lorenzetti.

En una de sus rondas previas por despachos supremos, antes de asumir en la Corte, Rosenkrantz visitó a Maqueda e intentó buscar su complicidad:

—Yo asesoré a Raúl Alfonsín durante la convención para la reforma constituyente. ¿No se acuerda de mí? Nos hemos visto.

Maqueda lo escrutó de arriba abajo, atusando su tupido bigote y contestó:

—No, la verdad que no.

En tiempos de la Constituyente Rosenkrantz tenía 35 años. Le gusta hacer gala de su histórica relación con el radicalismo y de su pertenencia a un grupo de asesores estrella del gran jurista y filósofo Carlos Nino, que murió en 1993, a los 50 años. Nino se había ido del país para formarse en Oxford, con una beca del British Council, y peregrinó por universidades de Estados Unidos. Regresó en 1982, cuando ya se dejaba entrever el ocaso de la última dictadura. Junto con otros miembros de la Sociedad Argentina de Análisis Filosófico (SADAF) se reunieron con Alfonsín y conformaron una comisión para analizar qué hacer con los crímenes del terrorismo de Estado. Nino se proponía impedir su impunidad. El entonces Presidente los llamaba «los filósofos» y entre ellos estaban también Jaime Malamud Goti, Martín Farrell, Enrique Paixao y Dante Caputo, quien luego sería canciller.

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Rosenkrantz entró a la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires (UBA) en 1976 y se recibió en 1983, coincidentemente con el inicio y fin de la dictadura. Eligió Derecho un poco por vocación y bastante más por mandato familiar. Su padre, que había llegado a ser diputado del frondizismo, tenía un estudio jurídico chico que les aseguraba un muy buen pasar a él y sus hermanos. En la facultad, sus compañeros se asombraban por la cantidad de horas que podía dedicarle al estudio, lo que llevó a que rápidamente lo integraran a una clase que daba el civilista José María López Olaciregui, reservada a alumnos destacados.

Lo único capaz de distraerlo del estudio de los libros de Derecho eran la militancia radical y su novia en los claustros. La pelirroja que lo tenía enloquecido era Elvira Bulygin, una chica un poco menor y que era hija del jurista Eugenio ­Bulygin, que lo acercó a SADAF. Mientras duró el noviazgo con Elvira, Rosenkrantz se volvió más salidor y solía organizar reu­niones en el departamento de su mejor amigo, Gabriel Bouzat. La relación con Elvira no prosperó. Con el tiempo, ella se recibió de abogada y se casó con un colega que también ganaría mucho renombre, Luis Moreno Ocampo.

El otro amor de Rosenkrantz, el radicalismo, lo impulsaba a salir a buscar afiliados en plena dictadura por los pasillos de la Facultad de Derecho, entre compañeros que lo admiraban por su dedicación al estudio. Los viernes se instalaba durante largas horas en el comité histórico de la Unión Cívica Radical (UCR) en la calle Hipólito Yrigoyen 1660. Sus viejos amigos lo recuerdan flaco y desgarbado caminando bajo la llovizna el 9 de septiembre de 1981 cuando velaban al líder del partido, Ricardo Balbín. El día que asumió Carlos Contín al frente del Comité Nacional tras la muerte de Balbín, Rosenkrantz estaba ahí, y bien ubicado. Se había conseguido un lugar justo detrás de Raúl Alfonsín. El evento terminó como solían terminar las convenciones radicales: a los sillazos. Rosenkrantz, que hacía tiempo que practicaba boxeo, también un poco por mandato familiar, miraba impávido cómo volaban piñas y asientos sin atinar a hacer nada.

Hacia la época de la Guerra de Malvinas, los abogados y casi abogados se habían convertido en figuras clave para sacar detenidos de las comisarías que, en la mayoría de los casos, habían caído mientras hacían pintadas contra el régimen dictatorial. Por esos días fue que conoció a Nino. El jurista lo obnubiló: lo deslumbraba cómo podía desmenuzar cada argumento y la vocación por ganar cada debate, aunque fuera por cansancio. A él mismo le pasó que en una ocasión se encontró periguiéndolo hasta el baño para convencerlo de una idea. Nino también vio algo en Rosenkrantz y lo llevó a trabajar con él. Cuando diseñó el andamiaje del Juicio a las Juntas, como asesor del gobierno de Raúl Alfonsín, lo incluyó en un grupo de asistentes. En 1985, Nino quedó a cargo del Consejo para la Consolidación de la Democracia, y Rosenkrantz también estuvo ahí.

En 1986 comenzó su acercamiento a un personaje fundamental del radicalismo renovador, que suele permanecer entre bambalinas y aún hoy sostiene un poder enorme en territorio judicial y político: Enrique «Coti» Nosiglia, que armó por entonces la Fundación para el Cambio en Democracia (Fucade), para formar cuadros para el alfonsinismo. Allí se dictaban cursos y se reunían las nuevas promesas de la Coordinadora, que él encabezaba desde la circuscripción 20, en Barrio Norte: además de Rosenkrantz, estaban sus futuros socios del estudio jurídico Bouzat y Agustín Zbar —actual titular de la AMIA—, entre otros. Rosenkrantz estudió en Yale entre 1987 y 1989 con una beca Fulbright. Su regreso de los Estados Unidos marcó el fin de la vida frugal de «los filósofos» y la decisión de formar el bufete de abogados, del que Zbar se fue en 2001 para zambullirse en política y luego en las aguas del establishment de la colectividad judía.

Después de la Constituyente, participó en la fundación de la Asociación por los Derechos Civiles (ADC), una organización de corte liberal que cuando el gobierno lo postuló para la Corte presentó observaciones por su nombramiento en comisión. Rosenkrantz fue tesorero de la ADC varios años y, también, objeto de críticas del staff de la ONG por los clientes que defendía su estudio, especialmente Clarín. Lo mismo pasó con Alejandro Carrió —abogado de los hijos de la dueña del grupo, Ernestina Herrera de Noble, en la causa que buscaba determinar si eran hijos de desaparecidos—, que presidió la ADC. En plena polémica por la Ley de Medios, Rosenkrantz presionaba para obtener el apoyo de la ONG al multimedio. El equipo de ADC creyó alucinar cuando detectó que Rosenkrantz había utilizado su misma sigla para crear una ONG paralela, la Asociación para la Defensa de la Competencia (ADC), con la que presentó una medida cautelar en favor de Fibertel, la proveedora de internet del Grupo Clarín.

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El entonces presidente supremo, Lorenzetti, sabía de Rosen­krantz probablemente mucho más que sus otros dos colegas. Y mucho más de lo que mostraba. Cuando fue postulado por Macri, los colaboradores del juez decían: «Con Carlos (Rosenkrantz) está todo bien, el problema es Rosatti». Los nombres de ambos habían sido propuestos por el influyente abogado —miembro clave de la «mesa judicial» del Pre­sidente de la Nación— Fabián «Pepín» Rodríguez Simón, una especie de monje negro que supo ser experto en sistema financiero y cobró un papel relevante en el manejo de los problemas judiciales del Gobierno, aunque sus títulos oficiales son los de parlamentario del Mercosur y miembro del directorio de YPF. Rodríguez Simón coincidió con Rosen­krantz en sus tiempos de estudiantes en la Facultad de Derecho. Como el actual supremo, fue abogado de Clarín y publicó un libro sobre el tema justo antes de que los supremos convalidaran la Ley de Medios, como para instalar criterios. Se llamaba Clarín y la Ley de Medios. Claves para entender cómo resolverá el caso la Corte Suprema de Justicia de la Nación (Planeta).

En el caso de Rosatti, su candidatura fue acordada con Elisa Carrió, gran amiga de «Pepín». Y ese era el gran problema para Lorenzetti: que Carrió lo bombardeaba desde hacía tiempo con pedidos de juicio político que lograron desestabilizar todo su control mental y psíquico.

Uno de los antecedentes que unen a Lorenzetti con Rosen­krantz se sitúa en agosto de 2015, en la recta final del gobierno de Cristina Fernández de Kirch­ner. Era, como tal, un momento de reacomodamiento dentro de la Corte Suprema. El Centro de Información Judicial (CIJ), la agencia de noticias de la Corte creada por Lorenzetti, promocionaba una charla en la Universidad de San Andrés —de la que Rosenkrantz era rector—, donde se pondrían en cuestión los juicios por violaciones a los derechos humanos durante la última dictadura que el propio ex presidente supremo había alentado. Los había detallado en un libro (Derechos humanos, justicia y reparación, que escribió con Alfredo Kraut) y mencionado innumerables veces como una política de Estado que, además, venía a cumplir con mandatos de tribunales y pactos internacionales.

El avance de los juicios de lesa humanidad, luego de la declaración de inconstitucionalidad de las leyes de Punto Final y Obediencia Debida en 2005, fue uno de los logros más notorios de la Corte, que floreció durante el gobierno de Néstor Kirch­ner y que dedicó más de una década a ampliar derechos de distinta índole. «Derechos humanos y castigo: las discusiones pendientes» era el título de la charla anunciada en San Andrés, que la Corte promocionaba pese a que ninguno de sus integrantes ni secretarios participaba de ella. Una verdadera rareza. Para los entendidos, era el anuncio de retrocesos en puerta. Entre los expositores estaban la integrante de la Conadep y del gobierno de La Alianza, Graciela Fernández Meijide; el historiador Luis Alberto Romero; el ex embajador argentino en Naciones Unidas, Emilio Cárdenas; juristas estadounidenses y profesores de la casa. La conclusión que una mayoría de ellos compartía apuntaba a que los juicios de lesa humanidad «no aportan a la verdad socialmente conocida», que los hechos son tratados con una mirada parcial y que los genocidas acusados se encontraban en estado de indefensión.

Previo a la charla, el propio Rosenkrantz se contactó con Víctor Abramovich —que dirigía la maestría de Derechos Humanos de la Universidad de Lanús y había sido vicepresidente de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos— para invitarlo a participar y le dijo que su expectativa era que sirviera para que «los argentinos puedan volver a pensar su pasado». El título original de la convocatoria iba a ser «Derechos Humanos, castigo y reconciliación», palabra esta última que se ha usado como eufemismo de culto de las fuerzas armadas para borrar sus responsabilidades en los crímenes del terrorismo de Estado. Abramovich le agradeció, pero no le dio calce a la discusión. Rosenkrantz no ­participó activamente del evento, pero para quienes seguían sus ­papers no era novedad su postura en relación a los procesos por delitos de lesa humanidad, donde dejaba claro que el derecho internacional le parece «un derecho extranjero», aunque los tratados internacionales hubieran sido incorporados en la reforma constitucional de 1994, en la que él también participó como asesor de Alfonsín. De hecho, había dejado plasmada su postura en una polémica sobre el fallo «Simón», con el que la Corte había hecho historia al derribar las leyes de impunidad y permitir que se reanudaran los juicios de lesa humanidad. La discusión, publicada en una revista de la Universidad de Palermo, lo había enfrentado con el abogado y magíster en Derecho Leonardo Filippini —que coordinó el área de reforma institucional del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS)—, pero también con dos Nino’s Boys un poco más jóvenes que él, Martín Böhmer y Roberto Gargarella.

Tras la charla en San Andrés, los organismos de derechos humanos pusieron el grito en el cielo e hicieron públicas sus quejas al advertir lo que promocionaba la Corte. Desde la Procuración salió el titular de la Procuraduría de Crímenes contra la Humanidad, Jorge Auat, a decir que la convocatoria respondía a la búsqueda de impunidad. Por aquellos días proliferaban charlas que promovían la «reconciliación» en la Universidad Católica (UCA). Y llovían editoriales de La Nación en el mismo sentido, que pedían directamente el fin de los juicios contra represores. Desde luego, la postura de Rosenkrantz para restringir la aplicación del derecho internacional de los derechos humanos le valió impugnaciones, pero no fue un impedimento para su aprobación como juez. Con tiempo se preparó con un grupo de juristas amigos y docentes de la San Andrés para responder a las objeciones a su pliego en reuniones que alternaban entre la universidad, su estudio y alguno que otro bar.

A Pepín Rodríguez Simón y al gobierno de Macri, la postura de Rosenkrantz sobre los casos de lesa humanidad no era el único rasgo en sí mismo que los entusiasmaba a la hora de postularlo para el más alto tribunal. Atraía un aspecto algo más sutil que —paradójicamente— lo había distanciado de su mentor Carlos Nino: este era constructivista, y buscaba bases objetivas para unir los juicios morales a través de procedimientos formales. Para Rosenkrantz el Derecho es autónomo de la moral y huye de la idea de que las discusiones jurídicas se vuelvan morales. Con esa impronta, volcada a su perfil de abogado pro empresariado, en el gobierno de Macri —donde la Universidad de San Martín detectó en un comienzo 269 funcionarios con participación y cargos en empresas privadas, empezando por el propio Presidente de la Nación— estaban encantados.

Macri había conocido a Rosenkrantz en 2011, cuando el centro de estudiantes de la Universidad de San Andrés lo había invitado a dar una charla. Rosenkrantz, que para entonces ya llevaba un tiempo como rector, se acercó a darle la bienvenida, pero Macri casi ni lo miró. «Me dio la impresión de que con esa impronta no podía ganar ninguna elección», reconoció Rosenkrantz en una entrevista con el diario Perfil. Un año después volvieron a verse las caras cuando Macri ya saboreaba la posibilidad de postularse para la presidencia y reunió a un grupo de intelectuales. En julio de 2015, Rosen­krantz ofició de anfitrión en la universidad de alguna de las reuniones de lo que se gestaba como el «Grupo Manifiesto», un intento de la dirigencia de PRO por conectar con el mundo intelectual y emular a «Carta Abierta» del kirch­nerismo. El encuentro lo relata el escritor Hernán Iglesias Illia en su libro Cambiamos (Editorial Sudamericana), ya que estuvo presente, junto con Marcos Peña, Iván Petrella y Pablo Avelluto. Peña funcionaba como expositor del contexto político y las pretensiones de su fuerza. Rosenkrantz los sorprendió con una crítica sobre «la distancia que separa al PRO del mundo intelectual» y les puso como ejemplo los contactos de Raúl Alfonsín con Juan Carlos Portantiero, así como la experiencia de Néstor y Cristina Kirch­ner. «Si hacés una encuesta en el Conicet —estimaba Rosenkrantz— el 95 por ciento vota en contra de Macri».

El macrismo nunca fue sensible al mundo de la ciencia ni la academia ni afecto a invertir en ellas. Pero se interesó en algunas de las ideas que les daba el rector. Les sugirió que buscaran un vector de su discurso, así como el alfonsinismo tuvo a «los derechos humanos». Más tarde Rosenkrantz le pediría el correo electrónico de Peña. Comenzaba una relación.

La cuestión de los «derechos humanos» fue llevada por el gobierno de Macri al otro extremo: hablaba del tema con desprecio, como un «curro» e ignoraba a los organismos.

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A la hora de decidir sobre los candidatos supremos, a Rodríguez Simón y a la «mesa judicial» les gustaba mostrar también que Rosenkrantz iba a ser el primer juez de origen judío en la Corte Suprema, lo que no era estrictamente cierto, por más que hubiera obtenido un aval de la Delegación de Asociaciones Israelitas Argentinas (DAIA). Para el judaísmo, la condición judaica se transmite a través de la madre. Pero la mamá de Rosenkrantz era una docente católica correntina. El judío era su padre, un abogado de origen polaco y militancia radical. Rosenkrantz arrastraba una perturbación con la ­cuestión religiosa. Cuando se casó con Agustina Cavanagh, para intentar dejar a todos contentos hizo doble ceremonia. Una con los rituales del catolicismo. Otra con los del judaísmo, bajo una jupá —la cubierta que se utiliza en los casamientos de esta colectividad— y con un rabino presente. Su padre, ofendidísimo, decidió faltar a la celebración. «Esto es una farsa», gritó.

Cavanagh es profesora de dibujo, pintura y escultura egresada de la Universidad de las Artes (UNA), magíster en Artes Visuales graduada en la New York University. Hasta la llegada de su marido a la Corte, dirigió la fundación Cimientos que, según el Observatorio de Elites de CITRA-UMET-Conicet está ligada al grupo Blaquier. Sus aportantes eran grandes empresas, entre ellas algunas de las que fueron clientas de su marido. El Observatorio analiza estas iniciativas como avances del empresariado sobre la educación: el interés de las élites económicas en la política pública, en difundir su cosmovisión como si fuera la de toda la sociedad.

Los Cavanagh son una familia acomodada. Entre algunas de sus propiedades está el selecto country club de estilo inglés Martindale, de Pilar. Allí Rosenkrantz festejó en octubre de 2018 sus 60 años, rodeado de amigos y de clientes como los directivos de Farmacity. También invita a Martindale, todos los febreros, a los integrantes de su vocalía con sus familias, que comparten las mesas con los Rosenkrantz en un ámbito más distendido que el del cuarto piso del Palacio de Justicia. Es común que asistan sus dos hermanas menores, Juliana, socióloga, y Guillermina, doctora en Filosofía. También se les suma Gustavo Triveri, hermano por parte de madre. Rosenkrantz generalmente presenta a su hermano como periodista y de izquierda, aunque hace años que está alejado de la actividad, después de haber sido asesor en el área de comunicación de Alfonsín pasó a dedicarse a asuntos dedicados al campo —incluso La Nación lo describe como un productor sojero.

Los Cavanagh también tienen casa en Cumelén, el primer country del país, en Villa La Angostura. En ese barrio privado también son propietarios, entre otros, la reina Máxima Zorreguieta, Enrique Pescarmona, Ignacio Blaquier, Pablo Roemmers, Luis «Toto» Caputo y Nicolás Caputo, el amigo íntimo del Presidente. Macri elige Cumelén para sus habituales escapadas con Juliana Awada y la pequeña Antonia. Un punto de coincidencia con el presidente supremo.

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Cuando llegó a la Corte, Rosenkrantz modernizó su despacho, que había pertenecido por años a Petracchi, de modo que quedó justo enfrente de Lorenzetti. El solo lavado de los cortinados blancos le dio más luminosidad al lugar. Agregó una mesa grande, donde delibera con sus colaboradores y a veces comparten el almuerzo. El supremo intentó un convenio con el Fondo Nacional de las Artes para poder poner algunos cuadros de pintores célebres, como hacen algunos organismos públicos, pero le dijeron que la Corte no es lo mismo. De modo que llevó algunas obras que tenía guardadas o que le regalaron. Hace cambiar las flores a diario y tiene algunas mañas, como una negación extrema a usar el aire acondicionado en pleno verano, que no justifica en la política de ahorro energético sino en sus costumbres correntinas. Argumenta que creció en el calor, y no lo siente. También suele reprender a los varones que lo visitan sin corbata.

Rosenkrantz hizo de su despacho una prolongación de su casa o del country de Pilar, donde suele hacer reuniones nutridas. El día que juró como integrante de la Corte, armó un brindis que atrajo a un desfile de dirigentes y juristas de origen radical. Jesús Rodríguez, Marcelo Stubrin y Facundo Suárez Lastra caminaron animados por el pasillo del cuarto piso para ir a felicitarlo. Se le sumaron algunos de los Nino’s Boys de los años ochenta. En la larga fila para abrazar al nuevo supremo, la cara más conocida la portaba su antiguo compañero de estudios Mauricio D’Alessandro, el abogado de Mirtha Legrand que populariza las peleas tribunalicias por televisión. Del otro lado, estaba Malamud Goti, crítico de la reapertura de los juicios a los genocidas, con quien Rosenkrantz cosechó una estrecha relación.

Tan contento estaba con su nueva oficina que hasta organizó una reunión con los integrantes de su cátedra de la Facultad de Derecho de la UBA, a los que hacía muchísimo tiempo que no reunía. Algunos lo vieron como un gesto de altanería, a los que Rosenkrantz los tenía algo acostumbrados, más que un intento de charlar sobre metodología y fechas de exámenes.

Una de las primeras ideas que planteó al llegar a la Corte fue la de poner ahí adentro un gimnasio. Como no lo consiguió, suele salir algunos mediodías con parte de su equipo de trabajo a entrenar a la sede de hombres que el selecto club CUBA tiene en Viamonte y Montevideo. Al regreso, pasan por un chino, donde Rosenkrantz compra comida por peso. Socio desde joven también del Club Hípico Argentino, tiene preocupación por la estética, come ensaladas —que suele devorar más rápido que el resto— y es hincha fervoroso de Independiente, aunque no va a la cancha.

Además de su trato parco, algo que llamó la atención de sus colegas durante sus primeros tiempos en la Corte, fue que Rosenkrantz se tomó varios meses en empezar a firmar ­expedientes. Participó obligadamente en algunos, que tenían trascendencia pública, como el que dio vía libre al primer tarifazo de la luz del gobierno de Macri, aunque sin avalarlo, al rechazar una medida cautelar que lo frenaba. Lo que pocos sabían era que, sigilosamente, sus secretarios estaban hurgando entre los expedientes, en busca de algunos que pudieran complacer al Gobierno y permitirle a Rosenkrantz hacer gala de sus posturas jurídicas desafiantes o atípicas.