En el exterior, el golpeteo de los cascos estremece el silencio. Se oye cada detalle: el chasquido de la tierra, el crujido de las armaduras de cuero al desmontar los jinetes. Los caballos resoplan y pisotean, pero es fácil distinguir el sonido de sus cascos del de sus dueños. Aunque más ligeros, los pasos de los jinetes son deliberados. Medidos. Recorren lentamente la calle de un lado hacia otro, evidentemente en busca de algo.
Que no vengan por nosotros, pienso, y me aferro al pensamiento como a una plegaria.
Al cabo de unos minutos, las figuras se detienen frente a la tienda. Se oyen voces graves, masculinas.
Demonios.
Aun sin la advertencia del cuerno, yo tendría la certeza. Sus voces tienen fuerza, poder.
Son voces que muerden.
—¿Es aquí?
—Sí, general.
—No parece gran cosa. El cartel está roto.
—La gente de papel que es bastante descuidada. Le aseguro, general, que es el sitio indicado.
Una pausa, feroz como un gruñido.
—Más le vale que lo sea.
Puedo percibir lo movimientos, y entonces nuestra puerta principal se abre de pronto y las campanillas de la entrada suenan.
El efecto es instantáneo. Cuando los soldados se abren camino hacia el interior, el pánico invade la tienda: los clientes se arrojan al suelo en una profunda reverencia, y en su prisa por hacerlo derriban todo lo que queda a su alcance; el aire se llena de gemidos y plegarias susurradas. Algo de cerámica se rompe. Hago una mueca al oírlo, y otra cuando mi padre extiende un brazo para empujarme detrás de él.
—¡Inclínate! —me dice con urgencia.
Los demonios avanzan. Pero, a pesar del peso que siento en el pecho, a pesar del silbido de la sangre en mis oídos, no me muevo. El miedo es fuerte.
Pero mi odio lo es más.
A mi madre se la llevaron unos soldados. Soldados de la casta de la Luna, como estos.
Solo cuando mi padre pronuncia mi nombre por lo bajo, más como un ruego que como una orden, me inclino por fin. La mayor parte de mi pelo se ha ido soltando de la cola de caballo a lo largo del día a causa del trabajo, y cuando me inclino, tensa, cae hacia delante más allá de mis orejas; al hacerlo el arco pálido de mi nuca queda expuesto, casi como una punta de flecha, y tengo que clavarme las uñas en las manos para evitar cubrírmela.
Cuando me enderezo, mi padre sigue delante de mí. Me muevo con cuidado y espío por encima de su hombro, mi corazón gime al ver con más detenimiento a los soldados.
Son tres, tan grandes que parecen ocupar toda la tienda. Los tres son de la casta de la Luna, desconocidos para mí con sus formas de bestias pero reconociblemente humanos en forma y proporción, lo que los hace más raros: esa mezcla de humano y animal crea algo que me resulta aún más ajeno. Como nuestra tienda es frecuentada habitualmente, he podido ver algunos demonios, pero por norma general suelen ser de la casta de acero; sus cuerpos son en su mayor parte humanos, con algunos detalles demoníacos entretejidos en la piel como adornos. Un brillo de ojos de chacal, orejas redondas de oso, la curva suave de unos incisivos de lobo. Los rasgos de lince que conozco en Tien. Pero los que alguna vez he llegado a ver de la casta de la Luna no se parecían en nada a… esto.
Estos demonios se han escapado de mis peores recuerdos; son una pesadilla hecha realidad.
El que se encuentra en el centro, con forma de toro, es el más grande y, evidentemente, el de más alto rango: el general. Su enorme cuerpo, el peso de sus músculos que parecen rocas, hacen que un intenso frío me corra por las venas. Lleva unos pantalones anchos y una túnica color ciruela, con un cinturón de cuero en la cadera. Sus cuernos cortos de toro están adornados con pendientes y talismanes. Desde la oreja izquierda hasta la mandíbula del lado contrario, una cicatriz distorsiona la piel apergaminada de su rostro y hace que su sonrisa parezca una mueca burlona.
Siento una repentina gratitud hacia quien le provocó esa herida.
A cada uno de sus lados hay un demonio: uno con forma de tigre y ojos esmeralda, y un soldado reptiliano de aspecto desagradable. El hombre lagarto tiene escamas de color musgo que envuelven sus largas extremidades humanoides a modo de armadura. Inclina la cabeza hacia uno y otro lado, y sus ojos lo recorren todo. De su boca asoma brevemente una lengua de serpiente, como un destello rosado.
Lentamente, el general alza las manos y todos los presentes se preparan al unísono.
—Por favor, por favor —dice, arrastrando las palabras—. No hay nada que temer, amigos.
Amigos. Pronuncia la palabra con una sonrisa, pero sabe a veneno.
—Sabemos lo que ocurrió aquí hace algunos años —prosigue—. Pero les aseguro, amigos, que no hemos venido con la intención de hacer daño a nadie. Soy el general Yu, del Séptimo Batallón Real, los mejores y más honorables soldados del Rey Demonio. ¿Han oído hablar de nosotros? —El silencio se prolonga, y su sonrisa se hace más tensa—. No importa. Después de hoy, recordarán nuestro nombre.
Se acerca más, con un pesado bamboleo bovino. Resisto el impulso de retroceder. Solo el mostrador de madera lo separa de Baba y de mí, y apenas le llega a la cintura. Un rayo de luz oblicuo cae sobre los pendientes que cuelgan de sus cuernos cuando gira la cabeza, recorriendo la tienda con la mirada. Hasta que sus ojos se detienen en mí.
El general Yu se queda paralizado. Por alguna razón, eso me asusta más que si hubiera gritado o se me hubiera acercado; por debajo de su aparente quietud, presiento que algo se prepara para atacar. Levanto el mentón y lo miro con el aire más desafiante que puedo. Pero las mejillas me arden, el corazón se me agita como las alas de un colibrí y, cuando aparta la mirada, sonríe satisfecho. Presumiendo.
Algo se retuerce en mi vientre. ¿Por qué está tan contento de verme?
—B… bienvenido, general Yu. —La voz de mi padre parece muy pequeña al compararla con la del general; su timbre humano resulta agudo en comparación con el grave profundo de un toro—. Es un privilegio poder servirle a usted y a sus hombres. Si nos dice qué les trae por aquí, haremos lo posible por ayudarles. De esa forma podrán continuar su camino.
Sus palabras esconden un desafío. Quiero abrazarlo, besarle las mejillas, alentarlo.
Ya sea porque no capta el tono de mi padre o porque elige ignorarlo, el general abre los brazos.
—Pero ¡por supuesto! No querríamos causarles molestias cuando están tan ocupados. No debe ser fácil llevar adelante un comercio tan concurrido sin la ayuda de su esposa. Dicen que ella fue una de las mujeres que se llevaron aquel día, ¿verdad? —añade, como si nada.
Baba y yo nos ponemos tensos. Al otro lado del salón, a Tien se le eriza el pelaje y sus ojos adquieren una expresión asesina. Por primera vez, deseo que lo que me ha dicho sea verdad, que sea descendiente de guerreros legendarios.
Los dedos del general se apoyan en la empuñadura de su espada.
—Sin embargo —prosigue, entre las risas burlonas de sus dos soldados—, al menos cuenta con la ayuda de su hija. Y es una jovencita particularmente… afortunada, según se rumorea —baja la voz; ahora es apenas un susurro, pero un susurro peligroso que surge desde el fondo de su cuerpo, y cada palabra se oye con claridad en la quietud reinante—. ¿Y bien, anciano? ¿Puedo comprobar si los rumores son ciertos? ¿Va a presentarnos a esa hija suya con piel de papel y los ojos robados de un demonio?
—Eh… no me ha dicho lo que les trae por aquí… —empieza a recordarle mi padre con desesperación, pero los soldados ya están avanzando.
—La chica: eso nos ha traído hasta aquí —gruñe el general.
Y se lanza hacia mí.
Todo ocurre a la vez: el grito de Tien, Baba empujándome hacia atrás y gritando: «¡Corre!».
Giro sobre mis talones al mismo tiempo que el general salta sobre el mostrador, que se destroza con su peso.
Se oye un grito. El sonido de los clientes que intentan escapar. El gruñido grave de un tigre. Echo a correr hacia el arco que está en el fondo de la tienda y alcanzo a cruzarlo justo en el momento en que el general aparta la cortina de abalorios con un manotazo que la rompe.
Las cuentas se dispersan por todas partes. Mis pies resbalan y pierdo una sandalia. Pero es la sandalia que el general intentaba aferrar; vuelvo a incorporarme y corro por el pasillo, con los brazos extendidos para sostenerme en las curvas.
La parte trasera de nuestra casa es angosta. Oigo a mis espaldas los choques y los gruñidos del general mientras intenta doblar las esquinas del pasillo. Sin aliento, salgo a la luz dorada del sol poniente y bajo saltando, cegada, los escalones del porche.
Una bandada de pájaros se dispersa entre aleteos sobresaltados. Llego al muro que hay al final del jardín, y un rugido a mis espaldas me indica que el general acaba de salir de la casa. Trepo por la enredadera que cubre la pared, con dificultad pero rápidamente. Los tallos me cortan las manos. Jadeo, las palmas se me llenan de marcas; llego al borde del muro, engancho un brazo hacia el otro lado y, resoplando entre dientes, tiro, tiro, tiro…
De pronto, siento unas manos en mis piernas.
Me aferro al muro, pero el general Yu es demasiado fuerte. Caigo, y de mis labios escapa un siseo cuando doy contra el suelo.
En un segundo, el general está sobre mí.
—¡No! —grito.
Forcejeo contra sus manos fuertes como el hierro, pero me levanta con facilidad, me carga sobre su hombro y vuelve a la casa.
Mi cabeza golpea la pared cuando atraviesa los angostos pasillos. El mundo se vuelve confuso. Alcanzo a divisar el salón de la tienda al pasar: el mostrador roto, las hierbas desparramadas por el suelo, rostros pálidos en los rincones. Entonces salimos.
Me retuerzo para ver hacia dónde me lleva el general. Cerca de allí hay un gran carruaje con dos caballos unidos al frente. Son enormes, más grandes que cualquier raza que haya visto; tienen los ojos desorbitados, echan espumarajos por la boca y llevan puestos unos bozales de metal. Hay otros dos caballos atados al carruaje, uno a cada lado; supongo que son para los hombres del general.
—¡Lei! —oigo un grito.
Estiro el cuello y veo a mi padre y a Tien frente a la tienda. El lagarto y el tigre están sujetándolos.
—¡Baba! —grito. Tiene sangre en la frente.
Estira el cuello, con el rostro enrojecido, y forcejea para soltarse.
—¡General Yu! —grita—. ¡Por favor, díganos para qué quiere a mi hija!
El hombre lagarto le escupe en la cara.
—¿Para qué cree que la quiere, anciano?
—Vamos, Sith —dice el general Yu—. Sabes que no es así. —Lentamente, se da la vuelta y me baja al suelo, pero me sujeta a su lado con tanta fuerza que sus dedos me pellizcan la piel bajo la ropa—. Simplemente estoy recogiendo a su hija para entregarla —informa a mi padre—. He oído los rumores sobre sus bonitos ojos y se me ocurrió que sería el regalo perfecto para nuestro Amo Celestial.
A Baba se le desencaja el rostro.
—No… no puede ser…
—Debería estar sonriendo, anciano. Esta jovencita va a convertirse en lo que tantos sueñan para sus hijas en este reino. Vivirá en el Palacio Escondido de Han. Tendrá una vida privilegiada de servicio a nuestro líder supremo… fuera del lecho real y también en él.
Tien se paraliza.
—No —murmura mi padre.
El general me agita el cabello.
—Su propia hija, una Chica de Papel. Seguro que nunca llegó a soñar que pudiera tener tanta suerte.
Chica de Papel.
La frase queda en el aire. Me parece equivocada, toda ángulos y bordes que no concuerdan, porque sin duda tiene que ser un error. Una Chica de Papel, no. Yo, no.
Antes de que alcance a decir nada, unos ladridos nos hacen volver la cabeza a todos. Una figura diminuta con patas cortas, pelaje blanco y manchas grises se acerca corriendo por la calle.
El alma se me cae a los pies.
—Bao —murmuro. Luego, en voz más alta—: ¡Bao! ¡Adentro, ahora!
Como de costumbre, no me hace caso. Se detiene ante nosotros y se planta sobre sus patas delanteras, enseñando los dientes.
El general sonríe, desnudando los suyos.
—Hola, pequeñín —murmura. Observa por encima de su hocico a Bao, que está saltando, nervioso, a los pies con cascos del general, que son casi más grandes que el mismo Bao y tienen unas gruesas placas de cobre que parecen capaces de aplastar incluso un cráneo humano de un solo pisotón—. ¿Has venido a despedirte de tu amiga?
Extiende la mano. Bao gruñe y le da un mordisco.
El general se aparta y sus ojos se dirigen hacia el soldado con forma de lagarto.
—Sith. Ayúdalo, ¿quieres?
El reptil sonríe con desdén.
—Por supuesto, general.
Busca la espada que lleva sujeta al cinturón. Oigo el sonido del acero y veo el destello de la hoja en el aire. Con un solo movimiento ágil, Sith se lanza hacia adelante y clava la punta de su espada en el vientre de Bao. Luego levanta la espada hacia mí, y con ella, a mi perro.
Es como si de pronto el mundo se hubiera desviado de su trayectoria. Como si la tierra se hubiera movido. Mis latidos se vuelven irregulares, y siento como si flotara, como si me elevara lejos de todo y, a la vez, todo girara a mi alrededor, acercándose.
La bilis me sube por la garganta.
Bao.
Bao, que aún no ha emitido sonido alguno. Durante un instante de desesperación, me convenzo de que está bien. De que, de alguna manera, su vientre está hueco y la espada solo se ha clavado en el aire, y de que en un minuto Bao bajará de un salto y moverá la cola, y correrá hacia Baba para pedirle algo de comida, y de que dará vueltas en torno a las piernas de Tien. La vida volverá a la normalidad, y esta pesadilla horrible no será más que eso: una pesadilla.
Algo de lo que puedo despertar. Escapar.
Pero entonces Bao comienza a crisparse y a gemir. De su herida mana sangre. Baja por la espada, espesa y oscura, y baña los dedos escamosos de Sith, en torno a la empuñadura de hueso laqueado.
—Mejor despídete, chica —me dice el lagarto en un siseo. Por sus labios se desliza una lengua bífida—. No volverás a ver a tu familia. Y si te resistes, tu padre y esa fea mujer lince acabarán así también. ¿Eso es lo que quieres?
Me obligo a mirar hacia donde están Baba y Tien, forcejeando con el soldado tigre, que los sujeta. Mi padre me mira. Le dirijo una media sonrisa y se aquieta, y su rostro se relaja con algo parecido a la esperanza.
—Te quiero —susurro. Cuando veo en sus ojos que me entiende, me vuelvo hacia el general Yu. Lanzo un profundo suspiro e intento contener las lágrimas—. Iré sin resistirme —le digo.
—Así se hace.
Me empuja hacia el interior del carruaje, tan bruscamente que tropiezo. Baba y Tien gritan, lo que me arranca un sollozo desgarrado, y debo apelar a todas mis fuerzas para no mirar atrás al posarme en el asiento acolchado. El carruaje se hunde bajo el peso del general, que sube a mi lado. Momentos después, los caballos se ponen en marcha, con un medio galope que nos saca rápidamente del pueblo, y mi mundo vuelve a derrumbarse a mi alrededor entre el fuerte hedor del demonio toro y el golpeteo de los cascos.