En nuestro reino existe una tradición que siguen todas las castas de demonios y humanos. La llamamos Bendición Natal. Se trata de una costumbre antigua, muy arraigada, y se dice que incluso los propios dioses la practicaban cuando engendraron nuestra raza en la tierra. Cuando un bebé muere antes de cumplir su primer año, se pueden escuchar susurros, como si las hojas se meciesen sombríamente con el viento. Esto significa que la ceremonia se ha llevado a cabo demasiado tarde, que los padres han hablado durante la ceremonia, o que el hechicero que la ha celebrado es un incompetente, un farsante.

Cuando descubrieron que mi madre estaba embarazada, mis padres, que provenían de la casta más baja —la casta de papel, completamente humana— supieron que debían ahorrar durante los nueve meses. Aunque nunca he visto una ceremonia de Bendición Natal, he imaginado la mía tantas veces que tengo la sensación de que es casi como un recuerdo o un sueño que hubieran grabado a medias en mi memoria.

Imagino la noche atravesada por el humo, oscura como una enorme mano negra que envuelve el mundo. Una hoguera que crepita. De pie ante las llamas, un hechicero: tiene la piel apergaminada cubierta de tatuajes, y los dientes afilados en punta como los de un lobo. Está inclinado sobre la figura desnuda de una recién nacida, de apenas unas horas de vida. La niña está llorando. Al otro lado del fuego, sus padres observan en silencio con las manos entrelazadas con tanta fuerza que parece que los nudillos vayan a perforarles la piel. Los ojos del hechicero se ponen en blanco mientras recita un dao y pinta en el aire, con los dedos, los caracteres, que permanecen por encima del bebé con un tenue resplandor que se va desvaneciendo.

Cuando llega al momento culminante de la oración, el viento se levanta. La hierba se mece provocando un leve murmullo. El hechicero continúa recitando, cada vez más y más rápido, y el viento y los susurros se vuelven más y más intensos, hasta que desde la hoguera una gran llamarada se eleva, una espiral roja y naranja que asciende danzando hacia el cielo y se apaga con un destello.

Negrura.

La noche estrellada.

Después, el hechicero eleva los brazos al aire, justo hacia el lugar en el que se encontraba el fuego, para recoger lo que ha quedado flotando en la estela que este ha dejado: un pequeño relicario dorado con forma de huevo. Pero lo importante no es el relicario en sí. Lo importante es lo que esconde en su interior.

El destino del bebé. Mi destino.

En nuestro reino se cree que las palabras tienen poder. Que los caracteres de nuestro idioma pueden bendecir o maldecir una vida. Dentro del relicario hay un único carácter. Una única palabra que, creemos, habrá de revelar el verdadero destino de una persona… Cuando se abra sabré si mi vida será bendecida, como esperaban mis padres cuando tomaron la decisión de ahorrar para mi ceremonia, o si me espera un destino mucho más oscuro. Años malditos de vivir entre el fuego y las sombras.

Dentro de seis meses, cuando cumpla los dieciocho años, el relicario se abrirá y al fin revelará su respuesta.