2. EL LARGO VIAJE DE LAS ABUELAS
En octubre de 1983, tras la más brutal dictadura que haya conocido este país, el incipiente movimiento de derechos humanos tenía dos preguntas de formulación sencilla y respuesta compleja: ¿qué hicieron con los desaparecidos? Y ¿dónde están los bebés secuestrados?
La guerra de Malvinas, el plan económico de saqueo, siete años de derechos políticos suprimidos, opresión cultural y terrorismo de Estado, habían erosionado el poder militar, pero de ningún modo lo habían desarticulado. Eliminar el componente castrense de las decisiones públicas demandó años. En 1983 faltaba todavía un larguísimo camino para liberarse de la sombra fría de los genocidas.
Sin certezas ni garantías, más allá de un tímido retorno formal del Estado de derecho, los familiares de desaparecidos multiplicaron las gestiones y los esfuerzos que, en la clandestinidad hasta allí, venían ensayando para encontrar respuestas a esas dos preguntas.
Dentro de ese colectivo de familiares comprometidos, las Abuelas de Plaza de Mayo tenían la compleja misión de buscar a dos generaciones.
Abuelas venía trabajando desde 1977 con todo el aparato estatal-judicial en contra y había logrado recuperar apenas un puñado de sus nietos, mayormente porque habían nacido antes de los secuestros y existían registros fotográficos o documentales. El problema eran aquellos que habían nacido en cautiverio y cuya identidad había sido robada con la validación de la justicia y los organismos burocráticos.
Sin más herramientas que su persistencia, las abuelas comenzaron búsquedas tan desesperadas como conmovedoras en la Casa Cuna, en los jardines de infantes, en la misma calle, yendo detrás de esos niños que iban creciendo y que no conocían, de los que ni siquiera sabían su sexo. No hubo abuela que no persiguiera a un niño o a una niña que le recordara el rostro de su hijo o hija desaparecido por la dictadura. Aun suponiendo que la corazonada, el instinto, el destino o como se quiera llamar, lograba que una abuela diera con su nieto, existía el problema desesperante de probar en los tribunales que ese niño era hijo de un individuo en particular, para así poder restituirle su identidad y recuperarlo.
Con esas emergencias y desafíos convivían las abuelas a fines de los años setenta.
María Isabel «Chicha» Chorobik de Mariani buscaba a su nieta en aquel momento. En 1976 habían secuestrado a su hijo Diego y habían matado en el procedimiento a su nuera, Diana Teruggi. La hija de ambos, Clara Anahí, sobrevivió. Chicha se enfrascó entonces en una búsqueda que la llevaría a fundar Abuelas de Plaza de Mayo junto a un grupo de mujeres que habían vivido tragedias similares.
Ninguna institución, empezando por las estatales, les brindaba apoyo. Tampoco la Iglesia, aunque algunos miembros de la curia, a título personal, acercaban información sobre los desaparecidos y los chicos secuestrados. Por boca del secretario del obispado castrense, Emilio Graselli, Chicha escuchó que Anahí estaba viva.
En aquella soledad desesperante, una mañana de 1979, en su casa de La Plata, Chicha leyó, en un recuadrito del diario El Día, que se había comprobado con un examen de sangre la relación de paternidad en un litigio familiar. Mariani perdió el artículo en uno de los tantos viajes que las abuelas iniciaron a partir de este hallazgo, y el resto de las abuelas no recuerdan los detalles del caso, por lo tanto nunca sabremos los pormenores de la noticia. Sí sabemos que Chicha compartió el suelto con el resto de las abuelas platenses y que todas se entusiasmaron con la posibilidad. De todos modos, aun teniendo la opción de estos análisis, la complejidad era mayor: había que demostrar lazos entre tres generaciones, incluso más, saltarse una y aun así confirmar sin margen de duda la relación entre abuelos y nietos.
«Y ahí empezamos, en dictadura, a salir al mundo», recuerda Estela de Carlotto, una de las abuelas platenses que se entusiasmó.
Con el apoyo de los exiliados, las abuelas se entrevistaron con médicos y científicos en Francia, España, Italia, Alemania, Inglaterra e incluso Suecia, en una gira que sumó doce países. La pregunta era siempre la misma: «¿Existe un elemento constitutivo de la sangre que solo aparece en personas pertenecientes a la misma familia?». Los hematólogos y genetistas dudaban, pensaban, calculaban. Pocos dijeron que no, aunque algunos lo hicieron. La mayoría dijo que no sabía y pidió tiempo para elaborar una respuesta. A medida que se iba expandiendo la necesidad bien precisa de estas señoras de pañuelos blancos y nietos robados, la comunidad científica internacional profundizó su compromiso con el desafío.
Donde iban las abuelas, lograban una solidaridad inmediata con su misión, pero la realidad era que las pruebas de ADN todavía no existían para estimar parentesco y la comparación de grupos sanguíneos era insuficiente para determinar la «abuelidad».
Como parte de sus campañas de búsqueda y denuncia, las abuelas peregrinaban todos los años a la sede de la Organización de Estados Americanos (OEA), en Washington, para dejar sus casos.
En 1982, la hija del fundador del Centro de Estudios Legales y Sociales (Cels), Emilio Mignone, advirtió la posibilidad de ayudar a las abuelas. Isabel, que vivía en Estados Unidos, aprovechó la visita a la OEA para contactarlas con una organización científica muy grande, con varios premios Nobel entre sus miembros, la Asociación Americana para el Avance de las Ciencias (AAAS). Allí, las abuelas fueron recibidas por el director del Programa de Ciencias y Derechos Humanos, Eric Stover.
Eric pisaba los 30, tenía familia en Chile y había conocido a buena parte de la comunidad científica estadounidense en su paso por Amnistía Internacional y Médicos por los Derechos Humanos, dos organizaciones no gubernamentales (ONG) con proyectos en varias partes del planeta.
Además, Stover tenía la particularidad de haber sufrido en directo la dictadura argentina. Cuando se licenció en Antropología e Inglés, decidió, como muchos románticos, conocer el mundo, y se lanzó con su hermano Harry a un largo viaje por Latinoamérica. El destino del viajero quiso que el 24 de marzo de 1976 lo encontrara en el norte argentino y que lo metieran preso por decir que era periodista, una condición subversiva por aquellos días. El maltrato fue grande y el susto también. Eric no se olvidaría nunca de esa pequeña muestra de brutalidad en aquel lejano país.
«Señoras, no sé si se puede, pero voy a consultar», prometió Stover ante Mariani, Carlotto y Nélida Navajas, fundadoras de Abuelas y, por aquel entonces, su máxima conducción.
El primer contacto que hizo Stover fue con Cristián Orrego, un genetista chileno de su confianza que era parte de la AAAS. Orrego tampoco sabía, pero estimó que si alguien tenía una respuesta, o podía ayudar a desarrollarla, esa era la genetista de la Universidad de California, Mary-Claire King, que venía trabajando hacía tiempo con genética estadística y de grupos poblacionales. Casualidad o no, la doctora King también había experimentado las dictaduras del Cono Sur cuando en 1972, siendo profesora visitante en Santiago de Chile, asistió al golpe de Estado que derrocó a Salvador Allende.
La siguiente parada de las abuelas fue Nueva York, en donde las esperaba Víctor Penchaszadeh, un genetista argentino que había sido corrido al exilio por la Alianza Anticomunista Argentina, otras tres A pero sin S, por su compromiso con la salud pública.
Penchaszadeh las llevó a ver al director del Blood Center, Fred Allen, que también se comprometió en la búsqueda. A los científicos estadounidenses y europeos les parecía que sus investigaciones cobrarían un sentido muy potente si podían ayudar a esas mujeres que buscaban a sus nietos. Para muchos de ellos, era la primera vez que la ciencia podía aplicarse en un caso concreto de derechos humanos.
El largo viaje de las abuelas tuvo resultado. Los esfuerzos mancomunados de King, Orrego, Penchaszadeh y muchos otros científicos, desarrolló el índice de abuelidad a partir del análisis de material genético en la sangre y cálculos matemáticos probabilísticos complejos. A la doctora King, una militante convencida por los derechos humanos, le gustaba decir que «pareciera que Dios hizo el ADN mitocondrial para que lo usen las abuelas».
Con esa fórmula, las abuelas probarían de allí en adelante la identidad de todos los nietos recuperados. El primer caso en el que se aplicó el índice fue el de Paula Eva Logares en 1984. Las abuelas, con su búsqueda y su tesón, habían empujado un poco más allá el avance de la genética.
Como probar la identidad de los chicos ya estaba en el horizonte de posibilidad, faltaba determinar dónde estaban y qué habían hecho con los desaparecidos.
Una de las primeras medidas de impacto que tomó el presidente Raúl Alfonsín apenas asumió el gobierno fue firmar el decreto de creación de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep), que presidiría el escritor de origen comunista Ernesto Sabato e integraría un grupo de ciudadanos «prestigiosos», según los criterios del radicalismo.
El decreto, en el artículo 2, enumeraba las funciones de la comisión. La primera era recibir denuncias de víctimas. La segunda era «averiguar el destino o paradero de las personas desaparecidas, como así también toda otra circunstancia relacionada con su localización». La tercera misión de la Conadep era buscar a los niños sustraídos.
Apenas inició sus actividades, la comisión comenzó a recibir centenares de denuncias y testimonios. Era la primera vez que el gobierno argentino intervenía en las consecuencias del terrorismo de Estado, pero de ningún modo era la primera vez que aquello se investigaba. Los familiares de las víctimas habían sistematizado toda la información que habían podido recabar del plan de exterminio de la dictadura y la habían difundido por todo el mundo para quebrar la censura en Argentina.
Mucho antes de la Conadep, en 1978, el exmilitante del Frente Argentino de Liberación (FAL) y estudiante de computación en Ingeniería de la UBA, Rafael Mazzella, había empezado a sistematizar los datos de los desaparecidos y a discriminarlos por zona geográfica en fichas hechas a mano que, un año después, se entregarían a la Comisión de Derechos Humanos de la OEA. Esa misma base, aumentada y mejorada, se publicaría en octubre de 1983 en el diario Clarín con el título: «¿Dónde votarán los desaparecidos?».
Los contornos de la tragedia ya estaban delineados cuando llegó la Conadep, pero el carácter institucional, el apoyo político del alfonsinismo y la difusión pública hizo que muchos familiares de las víctimas se acercaran a la comisión para dejar sus denuncias.
No obstante, la mayoría se acercó y esa masa de indicios y datos fue confirmando algo que los familiares ya sabían: que mayormente los desaparecidos que no habían sido embarcados en los vuelos de la muerte habían terminado en cementerios municipales.
Sin mucho orden ni criterio, la justicia dispuso exhumaciones en quince cementerios de la provincia de Buenos Aires y en el de San Vicente, en la ciudad de Córdoba. El resultado de estos primeros sondeos fue inconducente y espeluznante. Los cuerpos se levantaron con retroexcavadora y a pala, como hacen los sepultureros con las tumbas vencidas. Además, mezclaron los huesos y perdieron los elementos asociados a las víctimas, que son claves como evidencia en un juicio.
El morbo también campeó en la cobertura de los medios, que mostraron amontonamientos de huesos con madres de Plaza de Mayo derrumbadas por el espanto. El «show del horror», como se lo llamó, no sirvió para nada, o para casi nada. Se exhumaron unos trescientos cuerpos y se identificaron apenas tres. Los esqueletos restantes terminaron olvidados por décadas en un centenar de bolsas de consorcio depositadas en la Asesoría Pericial de La Plata.
La experiencia había dejado en claro que los organismos de derechos humanos y el sistema de justicia necesitaban ayuda para convertir a los desaparecidos en muertos, determinar las causas de muerte y, eventualmente, si la relación de fuerzas lo permitía, juzgar a los culpables.
A instancias de Abuelas, la Conadep decidió pedir ayuda a la AAAS. Stover recibió una carta firmada por Sabato pidiendo ayuda con las exhumaciones, e inmediatamente el antropólogo consultó a la presidenta de esa asociación para evaluar cuáles eran los mejores expertos a fin de formar una comisión.
—Hay que llamar al experto más famoso en antropología forense: Clyde Snow —dijo la científica, sin dudar.
Snow era el gringo que poco después pediría ayuda a unos estudiantes para buscar desaparecidos.