Lola y el reto

La semana siguiente, volví al hospital.

Lo hacía siempre que podía, porque, aunque pudiera parecer aburrido para ellos ver a la misma chica haciendo el payaso a menudo, allí el tiempo se multiplicaba por mil, pasaba pesado y denso, y cada ruptura de la rutina suponía una alegría. Incluso los mayores, los adolescentes que solían quejarse por ese tipo de actividades para las que ya se sentían adultos, acudían y disfrutaban. Supongo que no dejaba de ser un modo de escapar durante un rato de su realidad.

Llevaba dos años apuntada al programa de voluntariado. Ni siquiera sé muy bien cómo acabé allí, pero daba gracias cada día que iba a lo que fuera que me hubiera empujado a hacerlo, porque, desde la primera vez, aquellos niños me habían dado mucho más que lo que yo les daba a ellos.

Solía ir siempre sola. A veces coincidía con otros voluntarios, pero, por norma, cada uno avisaba por teléfono y tenía su propio espacio reservado. A algunos les gustaba ir por parejas o en grupo, aunque a mí siempre me agradó más acudir en soledad. Era como algo muy mío.

Una vez conseguí llevarme a Elena y a Tristán, que me ayudaron a hacer algunos trucos de magia que había ensayado en casa y parecieron disfrutar de la tarde. Además, a los chicos les encantó la novedad; Elena mostró su dulzura con los pequeños y Tristán dejó atónitos con su aspecto y su actitud rebelde a los mayores, que en el acto quisieron parecerse a él.

No obstante, al llegar a casa, Elena rompió a llorar y estuvo tres días meditabunda y triste, por lo que me di cuenta de que no todas las personas servimos para afrontar determinadas situaciones y que no había sido muy buena idea.

Tristán no se quejó; ni siquiera pareció molesto, aunque sí que se cerró más en sí mismo de lo normal.

Eso era lo que había aprendido desde que entré en ese lugar que ya me era tan familiar, según recorría los pasillos y saludaba a las cabecitas pelonas que ocupaban las camas. Eso y mucho más. Como a evitar preocuparme por aspectos de mi vida que en realidad carecían de importancia, a dar el valor justo que las vivencias tenían, porque siempre había tendido al drama, a la intensidad, a hacer montañas de granos de arena que desaparecían con un soplido y, allí dentro, todo eso se evaporaba y quedaba otra Lola, una que sólo buscaba sonrisas desdentadas en cuerpos preciosos pero débiles. Una Lola de la que me sentía orgullosa y a la que aspiraba a ser también fuera de esas paredes.

 

*  *  *

 

Aquella tarde no empezó diferente. Me coloqué mi nariz roja y disfruté haciendo lo que más me gustaba, satisfecha al oír las carcajadas que surgían espontáneas con cada gesto ridículo.

Era el sonido más bonito del mundo. De verdad. Ojalá hubiera podido guardar todas aquellas sonrisas en tarros, atraparlas, alargarles la vida.

Continué con mi número cerca de media hora, hasta que la puerta se abrió y se coló en la sala alguien que no esperaba volver a ver. Habían pasado diez días desde que me había chocado contra él; diez días en los que había fantaseado con nuevos encuentros improbables pero no imposibles, y ahí estaba de nuevo, apoyado en una pared con una ceja alzada, y observándome a mí. Ni siquiera sabía si me habría reconocido; además, sólo podía pensar en lo caprichoso que es a veces el destino.

Intenté disimular mi inquietud repentina ante su aparición centrándome en los niños y no mirándolo ni una sola vez.

—¡Y esto es lo que pasa cuando comemos más garbanzos de los que debemos! —exclamé, mostrándoles el roto que tenía mi vestido en la zona del trasero y terminando en ese instante con la función.

Las risas lo llenaron todo, incluso a mí misma por dentro, y me dieron el oxígeno que necesitaba hasta poder volver la semana siguiente.

Observé a cada uno de ellos y los saludé con efusividad y reverencias exageradas, mientras ellos rompían en aplausos y en un alboroto que recordaba más a un patio de recreo que a un hospital.

Y, entonces, la vi otra vez.

La sonrisa bonita.

Se la devolví.

 

*  *  *

 

—Ha sido divertido.

Estaba terminando de recoger el material cuando lo oí de nuevo; sólo había oído su voz en aquellos dos encuentros rápidos y tontos, pero la recordaba. Cómo no hacerlo.

Creo que funciona así: puedes olvidar lo que has comido ayer, el color de los ojos de un familiar e incluso el primer beso con una persona que un día fue importante para ti y, sin embargo, recordar para siempre ciertos instantes, ciertas sensaciones que se quedan grabadas a fuego, marcadas en la piel al momento.

Imborrables.

Aquel sonido fue uno de ellos.

Me giré y me encontré de nuevo con él. En el acto, sentí unos nervios desconocidos agazapados en mi garganta. Me resulta curioso que no me diera pudor ni me inquietara que me viese actuar vestida con un atuendo ridículo y sí que se me acercase. Como si el hecho de haber fantaseado con él durante esa semana me hiciera sentir que lo conocía más de lo que lo hacía, que era nada. Pero yo era así. Sentía que había estado un tiempo escondida y que por fin estaba resurgiendo con fuerza.

No lo sé...

Por otra parte, siempre había creído en esas tonterías del destino, y percibía que compartía algo con él sólo por habernos cruzado dos veces de manera casual en la misma tarde. Y, ahora, una tercera. Era una tontería, pero la sensación ahí estaba. La serendipia escondida.

—Gracias. No suelo tener público mayor de dieciocho años que no lleve bata blanca.

—Pues deberían venir. Eso último ha sido muy educativo —bromeó.

Nos sonreímos. Otra vez.

Y no dijimos nada más; los gritos de los niños rompían el silencio, pero parecía que por un momento ni siquiera estuvieran; como si se hubiesen ido alejando para dejarnos solos.

Un chico. Una chica. Uno frente al otro en un planeta distinto de todos los demás. Dos miradas. Y el mundo girando a nuestro alrededor.

Carraspeé y decidí decir algo para romper yo el que se había creado entre nosotros; un silencio en el que sólo cabían nuestras sonrisas.

—¿Eres el padre de Marco?

Señalé con la cabeza al chico de ojos azules y pecas que charlaba y reía con otro de los niños en un rincón. Llevaba una máscara de respiración puesta.

Los había visto saludarse con un abrazo al terminar mi número; su forma de interactuar me había hecho llegar a la conclusión de que eran familia; al menos, lo parecían. Además, conocía a muchos de los padres o hermanos de los chicos y a Marco nunca lo había visto acompañado. Eso explicaba sus visitas a la planta y el habernos chocado por casualidad aquella otra tarde. Incluso el haber compartido autobús de camino al mismo lugar sin saberlo.

No obstante, soltó una carcajada y negó con la cabeza; fue entonces cuando fui consciente de mi metedura de pata, ya que era demasiado joven para ser el padre de un chaval de quince años.

—Perdona, o fuiste muy precoz o eso es imposible. Su hermano, ¿quizá?

Sonrió de medio lado y tardó un par de segundos de más en responder mientras estudiaba mis ojos sin descanso, como si estuviera debatiendo en su interior consigo mismo sobre alguna cuestión.

Debería haberme dado cuenta de esos dos segundos, de que dudaba, de que había algo que lo hacía tardar en responder, pero no lo hice, porque no podía dejar de estudiarlo aprovechando que podía.

No voy a negar que no lo hiciera, porque yo no soy así. Y, al llegar a casa aquel primer día en el que nos habíamos cruzado, me había encerrado con Elena en su dormitorio y le había hablado del destino, del poder de una casualidad y de las señales que la vida nos enviaba continuamente.

Le había hablado de un autobús, de un choque y de una sonrisa.

Sin embargo, al hacerlo, el rostro de aquel chico se me aparecía un poco borroso, porque apenas había podido fijarme en sus rasgos y sólo me acordaba de detalles. Del tono grisáceo de sus ojos. De su pelo alborotado en la nuca. Del color de su jersey. Así que, allí de nuevo con él a mi lado, me centré en eso, en memorizar aquello que había olvidado por si acaso tardaba mucho en volver a verlo.

Es curioso, pero en mi interior tenía la certeza de que habría otro encuentro, aunque no lo forzáramos; estaba segura de que había algo que nos estaba avisando de que, de un modo u otro, acabaríamos por conocernos.

—Soy su hermano mayor.

—Os lleváis bastantes años.

—¿Soy joven para ser padre y viejo para ser su hermano? —me rebatió, alzando una ceja.

Yo me reí, porque sabía que mis palabras habían estado fuera de lugar, pero sólo lo había dicho como un intento por saber algo más de él. Su edad. Su historia. Lo que fuera que me aportase algo.

Despertó mi curiosidad desde el primer segundo.

Me despertó a mí.

—No, sólo soy una cotilla nata.

—Dicen que la curiosidad mató al gato.

Agaché la cabeza, un poco avergonzada por ser tan directa la mayoría de las veces, y dije lo único que se me ocurrió para salir del paso.

—Es un gran chico.

—Lo es.

—Aunque suele bostezar de aburrimiento cuando vengo —confesé un tanto molesta.

Él pareció divertido por mi reacción.

—¿Qué esperas? Tiene quince años. Su deber es encontrar un equilibrio entre ser insoportablemente irritante y encantador a ratos, para que no sintamos deseos de atarlo a la cama y no soltarlo.

Pensé en Marco, lo observé, y después recordé mi adolescencia. Sonreí con ternura, porque aquello no se parecía en nada a lo que yo había vivido.

—Lo sé. En realidad, yo fui mucho peor a su edad.

—¿Cómo de peor?

—Mucho peor, créeme. —Nos reímos; podría haberle hablado de esa Lola que se hacía piercings a escondidas y tenía un novio nuevo cada semana, pero no quería asustarlo tan pronto—. Aquí todos son diferentes.

Era verdad; allí crecían con sus propias etapas, como si vivieran en un mundo paralelo en el que hacerse mayor fuera otra cosa distinta que para el resto de los adolescentes del planeta. Eran mucho más maduros en algunos aspectos, pero en otros parecían seguir siendo niños encerrados en una burbuja.

—Además, eres una chica mayor y guapa, o finge odiarte o se enamora de ti. No hay término medio a esa edad.

—¿Acabas de llamarme «guapa»? —rebatí, alzando las cejas.

Me respondió mordiéndose el labio y me observó de arriba abajo ladeando la cabeza. Me había quitado la peluca y la nariz de payaso, pero seguía con el disfraz puesto.

—Sí, y ni siquiera sé cómo.

Nos reímos. No daba la impresión de ser tímido, pero tampoco muy dado a ese tipo de comentarios.

Me gustó sentirme una excepción.

Él sí que me pareció guapo en aquella primera conversación. Seguía siendo el mismo chico normal al que había observado la semana anterior, pero por primera vez pensé que no lo era, porque tenía una forma de mirar que encandilaba.

La belleza es eso. No son sólo unos ojos bonitos, un rostro simétrico y armónico o un cuerpo escultural. Ayuda, pero no consiste en eso. La belleza suele estar escondida en miradas, en gestos, en sensaciones provocadas por un brillo de ojos o en una sonrisa. En esas pequeñas cosas que nos hacen grandes. Y él era uno de los chicos más guapos que yo había visto en mi vida por todos esos detalles que dejaba entrever cuando lo tenías cerca.

Y continuamos observándonos, sin saber muy bien qué decir, porque la situación era un poco rara. Allí, uno al lado del otro en la sala de juegos de un hospital, con la canción de unos dibujos animados de fondo y yo vestida de colores chillones y con la cara pintada. Aun así, lo hicimos. Nos miramos. Mientras la algarabía de los niños nos rodeaba y el olor a enfermedad se colaba por mi nariz.

Al percibir que la puerta se abría y un nuevo adulto entraba en la sala, desvié la mirada detrás de su espalda y comprobé de quién se trataba; lo saludé con la mano.

Él se giró y me preguntó:

—¿Quién es?

—Ah, es otro voluntario. El cuentacuentos. A veces coincidimos. —Y no sé por qué lo dije; quizá porque yo era así, de dejarme llevar por lo que me pedía el cuerpo sin pensar en las consecuencias, pero hablé antes de darme cuenta de lo que estaba haciendo—. ¿Te apetece quedarte a verlo? Creo que hoy toca El flautista de Hamelín. Tocará la flauta, aunque te confieso que no lo hace muy bien —susurré esto último haciendo una mueca exagerada, como si fuese una confidencia.

Aunque se trataba de un secreto a voces que ese chico era pésimo en lo que hacía, en eso precisamente radicaba su éxito entre los pequeños. Cada vez que abría la boca, ellos se partían de risa.

—Sólo si me dejas invitarte a un café.

—Hecho.

Y el chico de la sonrisa bonita hizo lo propio, sonrió, y yo pensé que no había nada que me apeteciera más en aquel momento que compartir un café de máquina expendedora, con los pitidos agudos del peor flautista de la historia y las risas de los niños de fondo en la zona de oncología de un hospital.

En ocasiones, tiempo después, me imaginaba a mí misma diciéndole que no. Excusándome teniendo prisa y desapareciendo, y aquello me aliviaba. Lo tuve al alcance y me consolaba pensar en las posibilidades que dejé escapar, aunque sólo fuese durante unos minutos. Pero nunca me funcionaba, porque, por mucho que me lo niegue, volvería a pasar mil veces por todo lo que ocurrió, desde el principio, con tal de haberlo vivido.

 

*  *  *

 

Salimos de la sala y yo entré en los lavabos para cambiarme, mientras él se perdía en los pasillos buscando las máquinas. Me puse los vaqueros y un jersey gastado de lana y me observé en el espejo. Me limpié la pintura con una toallita húmeda y me solté el pelo, intentando tener una imagen más o menos presentable, aunque sin mucho éxito, porque con la peluca siempre se me aplastaba.

Sonreí a mi reflejo y volví a encontrarme con él; me esperaba en la puerta con dos vasos de cartón en las manos.

—Solo con azúcar.

—Gracias.

Sonreímos y lo hicimos de nuevo. Era como si cada vez que nos mirábamos a los ojos nos enredáramos. Ni siquiera hacía falta abrir la boca, porque nos decíamos cosas sin parar. Al menos, yo lo intentaba, y la sensación de imaginar que él también lo hacía me gustaba.

Oímos cómo las voces de la sala menguaban y que la del voluntario comenzaba a relatar una historia. Él sacudió la cabeza, puede que sorprendido por lo que estábamos haciendo, y al final habló:

—Quizá deberíamos movernos. Ya sabes, para no perder el hilo.

—Sí. Cierto. La primera parte es realmente mala, te encantará.

Escudándome en el humor, entramos y nos sentamos uno al lado del otro en un banco pegado a la pared más cercana a la puerta, intentando pasar desapercibidos en aquel grupo.

Unos minutos después, sentí que se acercaba a mi cuerpo y me susurraba al oído.

Olía a café y a algo nuevo.

—Tenías razón, la música no es lo suyo.

—No, pero es lo que les hace gracia.

—No creo que pueda haber mejor público que éste.

—No lo hay.

Marco volvió la cabeza, casi como si lo hubiera oído, y sonrió después de levantar ambas cejas con picardía al vernos juntos. Se me escapó la risa.

—Es un payaso —dijo él.

—Así es como debe ser.

Asintió, mirándome de reojo. Luego dio un trago y levantó su vaso, frunciendo el ceño.

—Este café es un asco.

—Es como beber barro.

—Preferiría beber barro.

Me reí.

—¿Alguna vez has bebido barro?

—No, pero una vez me caí en un charco con la boca abierta jugando al fútbol. ¿Eso cuenta?

—Podría valer.

Pasamos una hora escuchando al cuentacuentos, que leía y gesticulaba dando vida a una historia con la que los niños se habían quedado hipnotizados; parecían sus propias ratas de Hamelín. Nosotros hicimos lo mismo, aunque de vez en cuando susurrábamos algún comentario al otro.

—No quiero parecerte una persona horrible, pero ¿se gana la vida con esto?

—No, creo que es cristalero.

—Bien por él.

Y nos reímos entre dientes.

Yo, a ratos, seguía el hilo de la historia y, a otros, me perdía en las caras de los chicos, las estudiaba y memorizaba, por miedo a olvidarme de alguno de ellos si algún día me faltaban. De muchos no sabía ni el nombre, pero no me importaba y solía inventarme uno en mi cabeza con el que asociarlos: «ojazos azules», «pecas», «gafitas amarillas»...

Sólo deseaba que no fueran un simple número en una lista de hospital.

No era la primera vez que, de un día para otro, alguno desaparecía de entre el público y me aterrorizaba la idea de no recordarlos. En ocasiones, su ausencia era una buena señal y solíamos celebrarlo, pero en otras... en otras significaba demasiado.

Pasadas las siete y media, y después de la despedida del cuentacuentos, la sala comenzó a vaciarse; los niños estaban cansados y en nada llegaría el turno de las cenas.

Me despedí de ellos y de las enfermeras, y vi que él hacía lo mismo con Marco, que no me quitaba ojo desde que me había visto sentada con su hermano. Lo conocía hacía tiempo, aunque no había hablado apenas con él, porque los mayores solían estar bastante ausentes en esas actividades; llevaba casi dos años saltando de un ingreso a otro por una leucemia, era todo lo que sabía.

Me intrigaba su historia, cómo habrían sido sus vidas fuera de allí, y me daban ganas de encerrar al chico en su habitación e interrogarlo, pero aún me parecía más bonito quedarme quieta y observarlos interactuar, ya que se palpaba una complicidad pura entre ellos. Yo no tenía hermanos, así que no sabía cómo podía ser ese vínculo ni lo que debía ser tener a uno en aquella planta de hospital; aunque sólo de imaginármelo con mis amigos ya me oprimían el pecho unas inmensas ganas de llorar.

Salí al pasillo y me dirigí a la salida. Al llegar a las puertas del ascensor, lo esperé. No sé por qué. Quizá pensaba que lo mínimo era despedirnos, porque habíamos compartido algo; aunque sólo fuese hacernos compañía mientras escuchábamos un cuento. Lo hice sintiéndome un poco tonta, pero deseando que aquel encuentro que habíamos compartido, algo corto y al final más silencioso que otra cosa, no terminara.

Me dije que podía ignorar las señales una vez. Incluso dos. Pero tres..., creía demasiado en ello como para mirar hacia otra dirección.

Cuando llegó a mi lado, sonreí.

—Bueno, gracias por el café.

—Siento que sea el peor que has probado —se disculpó.

—Lo importante es lo que acompaña al café.

Entramos en el ascensor y bajamos en silencio. Dentro del cubículo había tres personas más, que charlaban animadamente sobre la recuperación de un familiar y que dejaban espacio suficiente para no tener que movernos, pero, de manera inconsciente, nos apartamos y acabamos en un rincón. Al instante, sentí el calor que desprendía su cuerpo. Era inevitable. No nos tocábamos, pero casi. Y ese casi era mejor que rozarnos. O casi.

Lo miré de reojo y descubrí que estaba tenso.

—Dime que no te dan miedo los ascensores.

—¿Qué? —Parpadeó y pareció confuso por mi pregunta, como si no se esperase que pudiese intuir su inquietud—. No.

—Entonces ¿por qué estás nervioso? ¿Estoy demasiado cerca?

Estaba coqueteando, estaba acostumbrada a hacerlo y me gustaba. Y me pareció un buen momento. Él enseguida captó mi intención, porque sonrió de medio lado y vi algo en sus ojos. Algo que brilla en la mirada de un hombre cuando se siente halagado. Lo había visto muchas veces. Sin embargo, aquélla no me salió como esperaba.

Llegamos a la planta baja y echamos a andar uno junto al otro hacia la salida.

Al abrir la puerta, el aire helado me dio en la cara. Ya había anochecido y me abroché el abrigo sintiendo el frío colándose por debajo de la ropa.

Pensé en las opciones que tenía; en animarlo a alargar aquel encuentro; en dejar caer la posibilidad de un segundo en el futuro; en inventarme una excusa cualquiera para que me acompañara a casa.

No obstante, no me salió bien, porque él me miró una última vez y se despidió de mí antes de yo ser capaz de decir nada, girando hacia el aparcamiento exterior que rodeaba el hospital.

—Gracias por la compañía.

—Vale. Adiós.

Me quedé allí parada, con las manos heladas y vaho saliendo de entre mis labios con cada bocanada, y me eché a reír. Por el desplante. Y por lo surrealista de todo. Y porque ni siquiera sabía su nombre.

—Eh, tú, ¡el de la sonrisa bonita! —grité con los brazos en jarras y esa chulería en la cara que me salía sola. Él se paró en la mitad de un paso de cebra y se giró, sorprendido por mi descaro—. ¿Ni siquiera vas a intentarlo?

—¿El qué?

—Pedirme el teléfono. O una cita. O algo. ¿O quieres que te lo pida yo? ¿Es eso? ¿Eres de los que se hacen de rogar?

Y su sonrisa fue grande y franca, pero, en el acto, y por primera vez desde que nos habíamos cruzado, se rompió un poco, hasta pedirme perdón con los ojos y borrarse de su rostro.

—Yo... no puedo, lo siento.

Echó a andar y desapareció dentro de un coche de color rojo.

Yo me encogí de hombros y las últimas palabras las susurré para mí.

—No pasa nada.

Pero sí que pasaba, porque en mi interior aquello acababa de convertirse en un reto.

 

*  *  *

 

Volví a casa pensando durante todo el trayecto de autobús. Dándole vueltas a qué había hecho mal, porque siempre me funcionaba. La modestia no estaba entre mis virtudes, pero es que nunca había tenido problema para atraer miradas ni para salirme con la mía. Llevaba ocho meses demostrándome una y otra vez que necesitaba poco esfuerzo para conseguir lo que me proponía. Quizá ahí radicaba el problema y no me había dado cuenta. Y, bueno, supongo que, aunque tuviera veinticuatro años, aún no había vivido demasiado como para saber que eso no era más que algo efímero que poco podía aportarme.

Llegué a la conclusión de que quizá él tenía pareja y que eso había sido todo, un «¿qué habría pasado si...?» de esos con los que nos cruzamos en la vida de vez en cuando y que acaban formando parte de fantasías con las que soñar despierta.

Tristán siempre decía que la vida es un cúmulo de «¿y si...?» sin cumplir. Era una de esas teorías que compartía con Ele y conmigo en el calor de nuestro hogar, y de las que tanto aprendía. Algunas no eran más que un puñado de tonterías, pero quizá ésa fuera cierta.

Sin embargo, yo prefería pensar que siempre estaba la opción de intentarlo, de insistir.

Al entrar en casa, me lo encontré saliendo de la ducha. Llevaba una toalla diminuta alrededor de las caderas, y sus tatuajes brillaban más por las gotas de agua que aún mojaban su cuerpo. Le gustaba grabarse momentos, recuerdos, secretos, aunque eran sólo para él, porque los demás únicamente veíamos formas geométricas sin aparente sentido.

Al pasar a mi lado en dirección a su cuarto, me dejó un beso en la frente y yo le pellizqué un costado, haciéndole unas leves cosquillas y poniendo su carne de gallina.

Siempre le preocupaban mis visitas al hospital; creo que, en el fondo, siempre supo que acabarían haciéndome daño; aunque ninguno pudo imaginarse nunca de qué modo.

—¿Qué tal ha ido?

—Bien.

—¿Y por qué frunces el ceño?

Lo seguí hasta sentarme en su cama y observé la habitación. Era la más pequeña de las tres, pero, y no sabría decir el porqué, nunca me lo pareció; siempre fue mi rincón favorito de aquella casa. Allí me sentía más protegida que en cualquier otro lugar.

Estaba como siempre, ordenada. Las sábanas olían a cama recién hecha y un poco a él. Su escritorio, con todo perfectamente colocado. Tristán era metódico y un tanto obsesivo con sus cosas; nada que ver conmigo, pues el orden para mí era un desorden controlado. Y la música puesta, porque rara vez la apagaba, incluso cuando dormía la dejaba bajito, girando el vinilo hasta que éste terminaba. Porque el Tristán de aquellos años escuchaba vinilos, fumaba tabaco de liar y compraba la ropa en tiendas de segunda mano.

Aquella tarde los Ramones cantaban I Wanna Be Sedated, y descubrí una nueva ilustración clavada en una de sus paredes. Estaban llenas de ellas, de imágenes, de recortes, de postales, de lo que fuera que provocara alguna emoción en él. Si causabas alguna sensación en Tristán, él te guardaba un sitio en su espacio personal. Elena estaba en una foto disfrazada de abejita en una fiesta de hacía un par de años. Salía riéndose a carcajadas y sus antenas difusas por el movimiento. Yo estaba cerca de la mesilla, con los labios pintados de rojo y los tacones en la mano, una instantánea que me sacó una noche en la que acabamos viendo amanecer sentados en un banco de un parque.

Me tumbé sobre los dos cojines grises enormes que ocupaban la cama y lo estudié. Le había crecido el pelo, le llegaba por debajo de las orejas y el flequillo se le iba continuamente a la cara. Su madre lo odiaba. A mí me gustaba, porque me encantaba el gesto de retirárselo con los dedos. Lo tenía oscuro, casi negro, igual que los ojos. Igual que yo.

Tristán rompió el silencio dejando caer la toalla al suelo como si nada delante de mí y abriendo un cajón de la cómoda para sacar la ropa interior.

—Estás más delgado.

Era verdad; a épocas, apenas comía.

—¿Quieres dejar de mirarme el culo y decirme lo que te pasa?

Suspiré. Era obvio que algo me rondaba por la cabeza como para molestarlo cuando estaba cambiándose para salir. No me lo había dicho, pero lo sabía; los tres nos habíamos aprendido de memoria las rutinas de los otros. Y esa noche llegaría tarde, un poco bebido y oliendo a perfume de mujer.

No pensé demasiado, sólo lo dije tal y como lo sentía.

—Me han rechazado.

Tristán se quedó mirándome callado unos segundos, como valorando si me estaba quedando con él o si aquello iba en serio, y después se echó a reír.

—Joder, Lola...

—¡¿Qué?! —Le lancé la almohada a la cara y él la atrapó y dejó de vestirse para tumbarse a mi lado—. Es verdad.

—No tenemos quince años. No debería molestarte que un niño no te haga caso.

Me giré, dándole la espalda, porque su actitud y su tono de burla me molestaban, y enseguida sentí su barbilla en mi hombro y su mano rodeándome en un abrazo que no rechacé.

Tenía motivos para reírse de mí, pero eso no hacía que me cabrease menos.

—Vale, perdona. Cuéntamelo. Te escucho.

—He vuelto a verlo.

—¿A quién?

—Al chico de la sonrisa.

—¿El del hospital?

—El mismo. Y no me equivocaba. Es la sonrisa más bonita del mundo.

Noté que asentía y que su mano apretaba un poco mi estómago.

Su calidez se coló por debajo de mi ropa.

Y dejé de sentirme una idiota, porque con él no importaba. Con él podía ser todo lo idiota que quisiera. En eso consiste la amistad la mayor parte de las veces.

—¿Qué hacía allí?

—Es el hermano de uno de los chicos. ¿No es casualidad? Me ha visto actuar, hemos charlado y luego me ha invitado a un café, ¿sabes?, eso me ha envalentonado.

—¿Y qué ha pasado después?

Me volví y me encontré con su rostro, muy cerca del mío. Sus pestañas aún se notaban mojadas y me sonreía, pero las sonrisas de Tristán eran siempre a medias, algo tristes. Eran parte de él, sí, pero a mí a veces me hacían pensar en todo lo que escondían y que él nunca dejaba salir. Lo encerraba. Como el significado de sus tatuajes; como todo lo relacionado con él. Era un experto en esconderse y a mí me aterraba que el mundo no viera todo lo que tenía por ofrecer. Porque era mucho, y bonito, y especial.

—Que se ha marchado. Le he dicho que si ni siquiera iba a intentarlo. Pedirme el teléfono o cualquier cosa. Y se ha ido.

—Atrevida...

—Lo sé.

Me dio unos toquecitos en la nariz y después susurró, como si se estuviera dirigiendo a una niña. Al fin y al cabo, era lo que estaba haciendo. Después de oírme a mí misma en voz alta me había dado cuenta de la estupidez que había dicho, pero supongo que parte de aprender también es verse desde fuera y asumir que nunca dejamos de hacerlo, de conocernos, de crecer. Y a mí aún me quedaba demasiado trayecto por recorrer.

—Eres mi niña guapa, pero eso no quiere decir que tengas que gustarle a todo el mundo.

Me sentí tan tonta..., tan inmadura..., tan poco experimentada pese a todo lo vivido..., y, aun así, en esa cama, aquella tarde se esfumaron las inseguridades y volví a sentirme bonita de un modo único.

Eso es lo que pasa cuando estás en casa, que eres capaz de verte así aunque te comportes como una idiota. Y con ellos podía hacerlo, con ambos, aunque con él más aún. Tristán y yo siempre tuvimos una conexión especial.

Volví a pensar en aquel chico sin nombre.

Llevaba meses jugando, entrando y saliendo de la vida de hombres que aparecían en la mía y desaparecían del mismo modo. Experimentando. Conociéndome. Y quizá había llegado el momento, porque por primera vez desde Elías había sentido la tentación de no acostarme con alguien, sino de conocerlo, porque había visto algo en él. Era una persona caprichosa y poco impresionable, así que, cuando alguien captaba mi atención, no podía parar hasta entender el motivo.

—Tristán, ¿es posible que no conozcas a una persona y apenas hayas hablado con ella, y a la vez sentir que te gusta?

—Claro. A mí me gusta Scarlett Johansson.

Me reí. Él me acompañó, pero al instante se puso serio.

—¿Qué pasa?

—Es posible, pero a veces no ocurre.

—No quiero pensar en esa posibilidad.

No quería, y ya no era una cuestión de salirme con la mía, sino que no quería despedirme tan rápidamente de esa sensación nueva que me había acompañado desde que había vuelto a creer en las señales del destino. Eso que me había provocado en la base del estómago y que no se marchaba. Era demasiado bonito. Y llevaba demasiado tiempo sin sentir nada como para olvidarme de ello tan a la ligera.

— Los flechazos no son más que un invento de la literatura y el cine, Lola.

—Lo sé, pero...

Él suspiró y después siguió dándome alas, porque era lo que necesitaba en aquel momento y él, un buen amigo que lo sabía.

—También puede que ocurra todo lo contrario.

—Eso me interesa más. ¿A qué te refieres?

—Pues que quizá él no sea tan intuitivo como tú y necesite conocerte primero. —Sus palabras me dijeron que sí, que quizá había llegado el momento de abrirme de nuevo, de salir de esa burbuja de diversión y enfrentarme a la vida con nuevos ojos; aunque me diese miedo—. Con sólo ver un poco de todo lo que tienes, se volverá loco.

Hice un puchero y Tristán me abrazó más fuerte y me dejó un beso en el pelo.

—Eres único haciéndome sentir una niñata idiota.

—Gracias. —Sonrió; yo recorrí su sonrisa con los dedos—. Y, si no le gustas, siempre serás la niña más guapa para mí. Mi niña de ojos negros.

—¿Siempre?

—Siempre.

Y lo fui, hasta que dejé de serlo.