Capítulo 1

¿Cómo finaliza la historia?

¿Una anarquía que viene?

En 1989, Francis Fukuyama6 predijo el «fin de la historia», en el que todos los países convergían hacia las instituciones políticas y económicas de Estados Unidos, lo que él llamó «una flagrante victoria del liberalismo político y económico». Sólo cinco años después, Robert Kaplan describía una imagen del futuro radicalmente diferente en su artículo «La anarquía que viene». Para ilustrar la naturaleza de esta anarquía y violencia caótica, se sintió obligado a empezar por África occidental:

África occidental se está convirtiendo en el símbolo de [la anarquía] [...]. Las enfermedades, la sobrepoblación, los delitos no provocados, la escasez de recursos, las migraciones de refugiados, el creciente debilitamiento de los Estados-nación y las fronteras internacionales, y el fortalecimiento de los ejércitos privados, las empresas de seguros y los cárteles de la droga internacionales se manifiestan ahora de manera más reveladora a través del prisma de África occidental. África occidental aporta una introducción apropiada a estos asuntos, a menudo extremadamente desagradables de discutir, a los que pronto se enfrentará nuestra civilización. Para replantear el terreno político tal como será en unas pocas décadas [...] creo que debo empezar por África occidental.

En un artículo de 2018, «Por qué la tecnología favorece la tiranía», Yuval Noah Hariri hacía otra predicción sobre el futuro, cuando argumentaba que los avances de la inteligencia artificial nos anuncian el nacimiento de unas «dictaduras digitales» en las que los gobiernos serán capaces de observar, controlar e incluso dictar la manera en que interactuamos, nos comunicamos y pensamos.

De modo que la historia aún puede finalizar, pero de un modo muy distinto al que había imaginado Fukuyama. Pero ¿cómo? ¿Con el triunfo de la idea de democracia de Fukuyama, la anarquía o la dictadura digital? El creciente control que el Estado chino ejerce sobre internet, los medios de comunicación y las vidas de sus ciudadanos corrientes podría indicar que nos dirigimos hacia una dictadura digital, al mismo tiempo que la historia reciente de Oriente Próximo y África nos recuerda que un futuro anárquico no resulta tan descabellado.

Pero necesitamos una forma sistemática de pensar en esto. Como sugería Kaplan, empecemos por África.

La declaración del artículo 15

Si continuas hacia el este a lo largo de la costa de África occidental, el golfo de Guinea gira hacia el sur y se dirige hacia África central. Tras navegar por Guinea Ecuatorial, Gabón y Pointe-Noire, en Congo-Brazzaville se llega a la desembocadura del río Congo, el punto de entrada a la República Democrática del Congo, un país que a menudo se considera el epítome de la anarquía. Los congoleños tienen una broma: ha habido seis Constituciones desde que el país logró la independencia de Bélgica en 1960, pero todas tienen el mismo artículo 15. Charles-Maurice Talleyrand, el primer ministro francés del siglo XIX, dijo que las Constituciones deben ser «breves y oscuras». El artículo 15 cumple su máxima. Es corto y oscuro; dice, simplemente: «Débrouillez-vous» (‘arregláoslas’).

Lo habitual es pensar en una Constitución como un documento que ordena las responsabilidades, los deberes y derechos de los ciudadanos y de los Estados. Se supone que los Estados resuelven los conflictos entre sus ciudadanos, los protegen y proporcionan servicios públicos clave como la educación, la atención sanitaria y las infraestructuras que los individuos, por sí solos, no son capaces de procurarse de manera adecuada. Se supone que una Constitución no dice débrouillez-vous.

La referencia al artículo 15 es una broma. No existe tal cláusula en la Constitución congoleña.7 Pero la broma es oportuna. Los congoleños se las han estado arreglando por sí mismos al menos desde la independencia de 1960 (y antes las cosas eran incluso peores). De manera repetida, su Estado no ha logrado llevar a cabo ninguna de las cosas que se supone que hace y está ausente en una gran parte del país. Los tribunales, las carreteras, los centros de salud y las escuelas no funcionan en amplias zonas del país. El asesinato, los robos, la extorsión y la intimidación son cosa habitual. Durante la Gran Guerra de África, que arrasó el Congo entre 1998 y 2003, la vida de la mayoría de los congoleños, ya miserable, se convirtió en un auténtico infierno. Es posible que perecieran cinco millones de personas; fueron asesinadas o murieron a consecuencia de enfermedades o del hambre.

Incluso durante los períodos de paz, el Estado congoleño no ha conseguido defender las cláusulas de la verdadera Constitución. El artículo 16 declara:

Todas las personas tienen derecho a la vida, la integridad física y el libre desarrollo de su personalidad, siempre que respeten la ley, el orden público, los derechos de los demás y la moral pública.

Pero gran parte de la región de Kivu, en el este del país, todavía está bajo el control de grupos rebeldes y de caudillos que roban, hostigan y asesinan a civiles mientras saquean la riqueza mineral del país.8

¿Qué dice el verdadero artículo 15 de la Constitución congoleña? Comienza así: «Las autoridades públicas son responsables de la eliminación de la violencia sexual». Sin embargo, en 2010 un funcionario de Naciones Unidas describió el país como «la capital mundial de las violaciones».9

Los congoleños están solos. Débrouillez-vous.

Un viaje por la dominación

Esta expresión no sólo es apropiada para los congoleños. Si se retrocede hasta el golfo de Guinea, se llega a Lagos, la capital empresarial de Nigeria, el lugar que mejor resume la lúgubre visión del futuro que tiene Kaplan, quien la describió como una ciudad «cuyo crimen, contaminación y sobrepoblación la convierten en el cliché por excelencia de la disfunción urbana del Tercer Mundo».10

En 1994, como escribió Kaplan, Nigeria estaba bajo el control del ejército, con el general Sani Abacha como presidente. Abacha no pensaba que su trabajo fuera resolver conflictos de manera imparcial o proteger a los nigerianos. Se centró en matar a sus oponentes y en expropiar la riqueza natural del país. Las estimaciones de cuánto robó empiezan en alrededor de los 3.500 millones de dólares.

El año anterior, el escritor Wole Soyinka, ganador del premio Nobel, había regresado a Lagos, cruzando la frontera terrestre desde Cotonú, la capital de la vecina Benín (que se muestra en el mapa 1). Recordó11 que «Al aproximarse a la frontera entre Nigeria y Cotonú, se podía entender a primera vista lo que sucedía. Durante millas, pasamos por delante de una larga fila de vehículos aparcados en la carretera que llegaba hasta la frontera, que no podían o no estaban dispuestos a cruzar». Las personas que se atrevían «regresaban después de una hora de iniciar su aventura, con el vehículo dañado o los bolsillos mermados, tras haber sido obligadas a pagar un peaje para llegar incluso hasta el primer control de carretera».

Sin dejarse intimidar, Soyinka entró en Nigeria para conseguir que alguien le llevara hasta la capital, para que luego le dijeran: «Oga Wole, eko o da o» (maestro Wole, Lagos no es buena). Se presentó un taxista que se señalaba la cabeza vendada con la mano vendada. Procedió a narrar el recibimiento que se había encontrado: una banda sanguinaria lo había perseguido, incluso cuando empezó a conducir su coche en sentido contrario a toda velocidad.

Mapa 1 África occidental: el histórico reino Asante, Yorubalandia y Tivlandia, y la ruta de Wole Soyinka de Cotonú a Lagos.

Oga [...]. Esos alborotadores me rompieron el parabrisas, incluso cuando ya estaba dando la vuelta. Ningún dios me salvó. Eko ti daru (Lagos es el caos).

Al final, Soyinka encontró un taxi que le llevara a Lagos, aunque el reacio conductor opinaba que «La carretera está maaal. Muy mal». Como dijo Soyinka, «Y entonces comenzó el viaje más espantoso de mi existencia». Continuó:

Los controles de carretera estaban hechos con barriles de petróleo vacíos, neumáticos y cubos de bloqueo desechados, máquinas expendedoras, trozos de madera y troncos de árboles, piedras enormes [...]. Matones independientes se habían quedado a cargo [...]. En algunos controles había una tarifa de paso; la pagabas y se te permitía continuar; pero la seguridad sólo llegaba hasta la siguiente barrera. A veces la tarifa eran casi cuatro litros, o más, de combustible extraído de tu coche, y luego se te permitía continuar, hasta la siguiente barrera [...]. Algunos vehículos habían pasado claramente por una tormenta de misiles, porras e incluso puños; otros parecían llegar directamente del plató de Parque jurásico; se podría jurar que había marcas de dientes raras en la carrocería.

A medida que se aproximaba a Lagos, la situación empeoró.

Normalmente el viaje hasta el centro de Lagos duraba dos horas. Entonces ya habían pasado cinco, y sólo habíamos recorrido unos cincuenta kilómetros. Empecé a ponerme cada vez más nervioso. La tensión en el ambiente se volvió palpable a medida que nos acercábamos a Lagos. Los controles de carretera se volvieron más frecuentes; como lo hizo la visión de vehículos dañados y, lo peor de todo, de cadáveres.

En Lagos, los cadáveres no son una visión insólita. Cuando un alto mando policial desapareció, la policía buscó su cuerpo en las aguas debajo de un puente. Dejaron de hacerlo después de seis horas y veintitrés cadáveres; ninguno era el que estaban buscando.12

Mientras el ejército nigeriano saqueaba el país, los lagosenses tuvieron que defenderse por sí mismos. La ciudad estaba dominada por el crimen y el aeropuerto internacional era tan disfuncional que los países extranjeros prohibieron a sus aerolíneas que volaran allí. Las bandas llamadas los «chicos del área» acosaban a los empresarios, sacándoles dinero e incluso asesinándolos. Los chicos del área no eran el único peligro que la gente debía evitar. Además de algún que otro cadáver, las calles estaban cubiertas de basura y ratas. Un periodista de la BBC comentó en 1999 que «la ciudad está [...] desapareciendo bajo una montaña de desperdicios».13 No había suministro público de electricidad ni de agua corriente. Para tener luz tenías que comprar tu propio generador. O velas.

La infernal existencia de los lagosenses no sólo consistía en vivir en calles infestadas de ratas y cubiertas de basura y ver cadáveres en las aceras. Además vivían bajo un miedo permanente. Residir en el centro de Lagos con los chicos del área no era divertido. Incluso si un día decidían perdonarte, podían ir a por ti el siguiente; sobre todo si tenías la audacia de quejarte de lo que le hacían a tu ciudad o no les mostrabas la sumisión exigida. Este miedo, esta inseguridad e incertidumbre, pueden ser tan debilitantes como la violencia real, porque, utilizando un término introducido por el filósofo político Philip Pettit, te colocan bajo la «dominación» de otro grupo de seres humanos.

En su libro Republicanismo: una teoría sobre la libertad y el gobierno, Pettit sostiene que el principio fundamental de una vida decente y satisfactoria es la no dominación: la ausencia de la dominación, el miedo y la inseguridad extrema. Es inaceptable, de acuerdo con Pettit, cuando se tiene que14

vivir a merced de otros, el que tiene que vivir de manera tal, que nos volvamos vulnerables a algún mal que otro esté en posición de infligirnos arbitrariamente.

Esta dominación se experimenta cuando

la mujer [...] se halla en una situación tal, que su esposo puede pegarle a su arbitrio, sin la menor posibilidad de cambiar las cosas; por el empleado que no osa levantar queja contra su patrono, y que es vulnerable a un amplio abanico de abusos [...] que su patrono pueda arbitrariamente perpetrar; por el deudor que tiene que depender de la gracia del prestamista, del banquero de turno, para escapar al desamparo manifiesto o a la ruina.

Pettit reconoce que la amenaza de violencia o abusos puede ser tan perjudicial como la violencia y los abusos en sí mismos. Para estar seguro, uno puede evitar la violencia siguiendo los deseos y órdenes de otra persona. Pero el precio es hacer algo que no se desea y estar sometido a esa amenaza un día sí y otro no. (Como diría un economista, la violencia puede estar «fuera de la senda de equilibrio», pero eso no significa que no afecte a tu comportamiento o tenga consecuencias que son casi tan malas como el sufrimiento de la violencia real.) Pettit considera que esas personas

viven bajo la sombra de la presencia de otros, aunque ningún brazo se levante contra ellos. Viven en la incertidumbre respecto de las reacciones de otros, y con la necesidad de tener el ojo alerta a los humores ajenos. Se sienten [...] incapaces de mirar al otro de frente, y [en una situación] en la que pueden incluso verse forzados a tragar sapos, a la adulación y al falso halago, en un intento de congraciarse.

Pero la dominación no sólo tiene su origen en la fuerza bruta o las amenazas de violencia. Cualquier relación de poder desigual, bien sea impuesta mediante amenazas o por otros medios sociales, como las costumbres, creará una forma de dominación, porque equivale a estar

sujetos a un tira y afloja arbitrario: estar sujetos al arbitrio potencialmente caprichoso o al juicio potencialmente idiosincrásico de otro.

Definimos «libertad» como la ausencia de dominación, porque quien está dominado no puede decidir de manera libre. La libertad o, en palabras de Pettit, la no dominación significa

[la] emancipación de cualquier subordinación de este tipo, [la] liberación de cualquier dependencia de esta clase. Exige la capacidad para sostenerles la mirada a nuestros conciudadanos, en el común bien entendido de que ninguno de nosotros goza de un poder de interferencia arbitraria sobre otro.

Para que haya libertad es fundamental que exista no sólo la noción abstracta de que eres libre de elegir tus acciones, sino la capacidad de ejercitar esa libertad. Esta capacidad está ausente cuando una persona, un grupo o una organización tienen poder para coaccionarte, amenazarte o usar el peso de las relaciones sociales para someterte. No puede estar presente cuando los conflictos se resuelven mediante una fuerza real o su amenaza. Pero, de igual manera, no existe cuando los conflictos se resuelven mediante relaciones de poder desiguales impuestas por costumbres arraigadas. La libertad requiere que desaparezca la dominación, cualquiera que sea su fuente.

En Lagos la libertad no se veía por ningún lado. El conflicto se resolvió a favor del partido más fuerte y mejor armado. Hubo violencia, robos y asesinatos. Las infraestructuras se desmoronaban a cada paso. La dominación estaba por todas partes. No era una anarquía que venía. Ya estaba allí.

La guerra y el Leviatán

El Lagos de la década de 1990 puede parecernos una aberración a la mayoría de los que vivimos con seguridad y confort. Pero no lo es. Durante gran parte de la existencia humana, la inseguridad y la dominación han formado parte de la vida. Durante buena parte de la historia, incluso después de la aparición de la agricultura y la vida sedentaria hace unos diez mil años, los humanos han vivido en sociedades «sin Estado». Algunas de estas sociedades se parecen a unos pocos grupos de cazadores-recolectores que sobreviven en regiones remotas de la Amazonia y de África (también llamados a veces «sociedades de pequeña escala»). Pero otros, como los pastunes, un grupo étnico de unos cincuenta millones de personas que ocupan la mayor parte del sur y el este de Afganistán y el noroeste de Pakistán, eran mucho más grandes y se dedicaban a la agricultura y el pastoreo. Las pruebas arqueológicas y antropológicas muestran que muchas de estas sociedades se encontraban atrapadas en una existencia aún más traumática que la que sufrían a diario los habitantes de Lagos en la década de 1990.

Las pruebas históricas más reveladoras provienen de masacres, asesinatos y homicidios que los arqueólogos han reconstruido a partir de restos de esqueletos desfigurados o dañados; algunos antropólogos han observado esto de primera mano en las sociedades sin Estado que han sobrevivido. En 1978, la antropóloga Carol Ember15 documentó sistemáticamente que había una tasa muy alta de conflictos en las sociedades cazadoras-recolectoras; un golpe para la imagen de los «salvajes pacíficos» que tenía su profesión. Descubrió contiendas frecuentes, con una guerra al menos cada dos años en dos tercios de las sociedades que estudió. Sólo el 10 por ciento de ellas no estaban en guerra. Steven Pinker,16 a partir de una investigación de Lawrence Keeley, recopiló pruebas sobre veintisiete sociedades sin Estado estudiadas por los antropólogos a lo largo de los últimos doscientos años, y estimó una tasa de mortalidad causada por la violencia de más del 500 por 100.000 personas; más de cien veces la tasa actual de homicidios en Estados Unidos, del 5 por 100.000, o más de mil veces la de Noruega, de alrededor del 0,5 por 100.000. Las pruebas arqueológicas procedentes de las sociedades premodernas son coherentes con este grado de violencia.

Debemos hacer una pausa para comprender el significado de estas cifras. Con una tasa de mortalidad de más del 500 por 100.000, o del 0,5 por ciento, un habitante típico de esta sociedad tenía una probabilidad del 25 por ciento de ser asesinado en un período de cincuenta años; el equivalente a que una cuarta parte de la gente que conoces sea asesinada de manera violenta durante su vida. Para nosotros, es difícil imaginar la incertidumbre y el miedo que implicaría esa violencia social tan exagerada.

Aunque gran parte de estas muertes y masacres se debían a enfrentamientos entre grupos o tribus rivales, no sólo la guerra y los conflictos dentro de los grupos provocaban esa violencia incesante. Los gebusi de Papúa Nueva Guinea, por ejemplo, tienen tasas aún mayores de asesinatos17 —de casi 700 por 100.000 en el período entre las décadas de 1940 y 1950, previo al contacto—, que tienen lugar en tiempos normales y pacíficos (¡si un tiempo en que casi el 1 por ciento de la población es asesinado cada año puede llamarse pacífico!). La razón parece estar relacionada con la creencia de que la brujería causa todas las muertes, lo que desencadena la persecución de los culpables, incluso de las muertes no violentas.

No sólo el asesinato hace que la vida en las sociedades sin Estado sea precaria. La esperanza de vida al nacer en estas sociedades era muy baja, entre los veintiuno y los treinta y siete años. Períodos vitales igual de cortos no eran raros para nuestros antepasados de hace más de doscientos años. Pero muchos de nuestros antepasados, como los habitantes de Lagos, vivían en lo que el famoso filósofo político Thomas Hobbes18 describió en su libro Leviatán como

miedo continuo, y peligro de muerte violenta; y para el hombre una vida solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta.19

Hobbes, que escribió durante otro período infernal, la guerra civil inglesa de la década de 1640, se refirió a esto como la condición de «guerra», o lo que Kaplan habría llamado «anarquía»: una situación de guerra de todos contra todos, de «todo hombre contra todo hombre».

La brillante descripción que Hobbes hace de la guerra deja claro por qué la vida bajo esta condición es peor que desoladora. Empezó con algunas suposiciones básicas sobre la naturaleza humana y sostuvo que en cualquier interacción humana los conflictos serían endémicos. «Si dos hombres cualesquiera desean la misma cosa, que, sin embargo, no pueden ambos gozar, devienen enemigos; y [...] se esfuerzan mutuamente por destruirse o subyugarse.» Un mundo donde no existiera una manera de resolver estos conflictos no iba a ser feliz porque

viene así a ocurrir que, allí donde un invasor no tiene otra cosa que temer que el simple poder de otro hombre, si alguien planta, siembra, construye o posee asiento adecuado, pueda esperarse de otros que vengan probablemente preparados con fuerzas unidas para desposeerle y privarle no sólo del fruto de su trabajo, sino también de su vida o libertad.20

Sorprendentemente, Hobbes se adelantó al argumento de Pettit sobre la dominación, al señalar que la simple amenaza de violencia puede ser perniciosa, incluso si se puede evitar la violencia real permaneciendo en casa después del anochecer o restringiendo los movimientos e interacciones. La guerra, de acuerdo con Hobbes, «no consiste en el hecho de la lucha, sino en la disposición conocida hacia ella, durante todo el tiempo en que no hay seguridad de lo contrario». De modo que la perspectiva de una guerra también tiene enormes consecuencias para las vidas de la gente, por ejemplo, «él, que se arma y trata de ir bien acompañado cuando viaja, que atranca sus puertas cuando se va a dormir, que echa el cerrojo a sus arcones incluso en su casa». Esto le resultaba familiar a Wole Soyinka, que nunca se desplazó a ningún lugar de Lagos sin una pistola Glock sujeta a su costado para protegerse.

Hobbes también reconoció que los humanos ansían algunas comodidades básicas y oportunidades económicas. Escribió: «Las pasiones que inclinan a los hombres hacia la paz son el temor a la muerte; el deseo de aquellas cosas que son necesarias para una vida confortable; y la esperanza de obtenerlas por su industria». Pero estas cosas tampoco vienen dadas de manera natural en un estado de guerra. De hecho, los incentivos económicos se destruyen.

En tal condición no hay lugar para la industria; porque el fruto de la misma es inseguro. Y, por consiguiente, tampoco cultivo de la tierra; ni navegación, ni uso de los bienes que pueden ser importados por mar, ni construcción confortable; ni instrumentos para mover y remover los objetos que necesitan mucha fuerza; ni conocimiento de la faz de la tierra.21

Naturalmente, la gente busca una manera de salir de la anarquía, de imponer «restricciones a sí mismos» y «arrancarse de esa miserable situación de guerra que se vincula necesariamente [...] a las pasiones naturales de los hombres». Hobbes ya había previsto cómo podía ocurrir esto cuando presentó la noción de guerra, al observar que ésta surge cuando «los hombres viven sin un poder común que les obligue a todos al respeto». Hobbes denominó a este poder común el «gran LEVIATÁN que se llama una REPÚBLICA o ESTADO», tres palabras que él usaba indistintamente. Por tanto, la solución a la guerra era crear el tipo de autoridad centralizada que no tienen los congoleños, los nigerianos o los miembros de las sociedades anárquicas y sin Estado. Hobbes usó la imagen del Leviatán, el gran monstruo marino descrito en el libro bíblico de Job, para enfatizar que este Estado tenía que ser poderoso. La portada de su libro, que se incluye en el encarte de fotos, mostraba un grabado del Leviatán con la cita de Job:

No hay sobre la tierra poder que se le compare (Job 41:24).

Entendido.

Hobbes comprendió que el todopoderoso Leviatán sería temido. Pero mejor temer a un Leviatán poderoso que temer a todo el mundo. El Leviatán detendría la guerra de todos contra todos, garantizaría que las personas no «se esfuerzan mutuamente por destruirse o subyugarse», eliminaría la basura y a los chicos del área, y haría funcionar la electricidad.

Suena genial, pero ¿cómo, exactamente, consigues un Leviatán? Hobbes propuso dos caminos. Al primero lo llamó «una república [...] instituida cuando una multitud de hombres se ponen efectivamente de acuerdo, y pactan cada uno con cada uno» para crear ese Estado y delegar en él la autoridad y el poder, o como dijo él, «someter así sus voluntades, una a una, a su voluntad, y sus juicios a su juicio».22 De modo que una especie de gran contrato social («el pacto») aceptaría la creación de un Leviatán. Algo difícil de organizar en Lagos. Al segundo lo llamó «una república por adquisición» que «se adquiere mediante fuerza», ya que Hobbes reconocía que en un estado de guerra debía surgir alguien que pudiera «someter a sus enemigos a su voluntad». Lo importante era que «los derechos y consecuencias de la soberanía son idénticos en ambos». Independientemente de cómo una sociedad consiguiera un Leviatán, pensaba Hobbes, la consecuencia sería la misma: el fin de la guerra.

La conclusión puede parecer sorprendente, pero la lógica de Hobbes se revela en su discusión sobre las tres maneras diferentes de gobernar un Estado: a través de la monarquía, la aristocracia y la democracia. Aunque estas instituciones parecen muy diferentes a la hora de tomar decisiones, Hobbes sostuvo que «la diferencia entre estas tres clases de república no consiste en la diferencia de poder, sino en la diferencia de conveniencia». En general, era más probable que una monarquía fuera conveniente y tuviera ventajas prácticas, pero el punto principal es que un Leviatán, independientemente de cómo fuera gobernado, haría lo que hace un Leviatán. Detendría la guerra, aboliría el «miedo continuo, y [el] peligro de muerte violenta» y garantizaría que la vida de los hombres (y, con suerte, también la de las mujeres) ya no fuera «solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta». En esencia, Hobbes sostuvo que el objetivo de cualquier Estado debía ser la «conservación de la paz y la justicia», y que esto era el «fin [para el que] se instituyen todas las repúblicas». Así que el poder, o al menos un poder lo bastante abrumador, era adecuado, con independencia de cómo se llegara a él.

La influencia de la obra maestra de Hobbes en las ciencias sociales modernas difícilmente puede exagerarse. Nosotros nos basamos en Hobbes al teorizar sobre los Estados y las Constituciones, y empezamos por los problemas que resuelven y cómo limitan el comportamiento y redistribuyen el poder en la sociedad. Buscamos indicios de cómo la sociedad funciona con leyes que no son determinadas por Dios, sino por las motivaciones humanas básicas y cómo podemos conformarlas. Pero incluso más profunda es su influencia en cómo percibimos hoy los Estados. Los respetamos, como hacemos con sus representantes, con independencia de si son monarquías, aristocracias o democracias. Incluso después de un golpe militar o una guerra civil, los representantes del nuevo gobierno llegan volando en aviones oficiales y ocupan su asiento en Naciones Unidas, y la comunidad internacional recurre a ellos para hacer cumplir las leyes, resolver conflictos y proteger a sus ciudadanos. Esto les confiere respeto oficial. Tal como previó Hobbes, con independencia de sus orígenes y el camino que les haya llevado al poder, los gobernantes personifican al Leviatán y tienen legitimidad.

Hobbes tenía razón en que evitar la guerra es una prioridad crucial para los humanos. También estaba en lo cierto al anticipar que cuando los Estados se creaban y empezaban a monopolizar el uso de la violencia y hacer cumplir sus leyes, los homicidios y los asesinatos disminuían. El Leviatán controlaba la guerra de «todo hombre contra todo hombre». En los Estados del oeste y norte de Europa, en la actualidad las tasas de homicidios apenas son del 1 por 100.000 o menos; los servicios públicos son efectivos, eficientes y abundantes; y la gente está más cerca de la libertad que en cualquier otro momento de la historia de la humanidad.

Pero también hubo muchas cosas que Hobbes no comprendió bien. Por un lado, las sociedades sin Estado son bastante capaces de controlar la violencia y contener los conflictos, aunque, como veremos, esto no proporciona demasiada libertad. Por el otro, era demasiado optimista sobre la libertad que traerían los Estados. De hecho, Hobbes estaba equivocado en un tema decisivo (como también lo está, podríamos añadir, la comunidad internacional): el poder no hace lo que es correcto y ciertamente no lo hace por la libertad. La vida bajo el yugo del Estado también puede ser desagradable, brutal y corta.

Comencemos por este último punto.

Conmoción y pavor

No se trataba simplemente de que el Estado nigeriano no quisiera impedir la anarquía en Lagos o de que el Estado de la República Democrática del Congo decidiera que era mejor no hacer cumplir la leyes y dejar que los rebeldes mataran personas. Ambos carecían de la capacidad para hacer esas cosas. La capacidad de un Estado es su habilidad para conseguir sus objetivos. Entre estos objetivos, a menudo están hacer cumplir las leyes, resolver conflictos, regular y gravar la actividad económica y proporcionar infraestructuras u otros servicios públicos. También pueden incluir hacer guerras. La capacidad del Estado depende en parte de cómo se organizan sus instituciones, pero de manera aún más decisiva depende de su burocracia. Es necesario que haya burócratas y empleados del Estado para que puedan implementar los planes del Estado, y es necesario que estos burócratas tengan los medios y la motivación para llevar a cabo esta misión. La primera persona que enunció esta idea fue el sociólogo alemán Max Weber, que se inspiró en la burocracia prusiana, la cual constituyó la columna vertebral del Estado alemán durante los siglos XIX y XX.


En 1938, la burocracia alemana tuvo un problema. El Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán (el Partido Nazi), que estaba en el poder, había decidido expulsar a todos los judíos de Austria, que había sido anexionada recientemente a Alemania. Pero en seguida surgió un obstáculo burocrático. Había que hacer las cosas de manera adecuada, de modo que todos los judíos tenían que reunir una serie de papeles y documentos para poder irse. Esto llevaba una cantidad de tiempo excesiva. Se puso al mando al hombre que ocupaba el despacho IV-B4 en las SS (Schutzstaffel, una organización paramilitar nazi), Adolf Eichmann. A Eichmann se le ocurrió una idea que en la actualidad el Banco Mundial llama «ventanilla única». Desarrolló un sistema en cadena que integraba todas las oficinas afectadas: el Ministerio de Finanzas, la gente del impuesto sobre la renta, la policía y los líderes judíos. También envió al extranjero a funcionarios judíos para solicitar fondos a organizaciones judías, para que ellos mismos pudieran pagarse los visados necesarios para emigrar. Como escribió Hannah Arendt en su libro, Eichmann en Jerusalén:23

En un extremo se pone un judío que todavía posee algo, una fábrica, una tienda o una cuenta en el banco, y va pasando por todo el edificio de mostrador en mostrador, de oficina en oficina, y sale por el otro extremo sin nada de dinero, sin ninguna clase de derechos, sólo con un pasaporte que dice: «Usted debe abandonar el país antes de quince días. De lo contrario irá a un campo de concentración».

Como resultado de la ventanilla única, cuarenta y cinco mil judíos abandonaron Austria en ocho meses. Eichmann fue ascendido al rango de Obersturmbannführer (teniente coronel) y llegó a convertirse en el coordinador del transporte de la solución final, que implicaba resolver muchos obstáculos burocráticos parecidos para facilitar el asesinato masivo.

He aquí un Estado poderoso y capaz en funcionamiento, un Leviatán burocrático, que usaba su capacidad no para resolver conflictos o detener la guerra, sino para hostigar, desposeer y luego asesinar a los judíos. El Tercer Reich alemán, basándose en la tradición de la burocracia prusiana y su ejército profesional, ciertamente, según la definición de Hobbes, podía considerarse un Leviatán. Tal como quería Hobbes, los alemanes, al menos una buena parte de ellos, sometieron «así sus voluntades, una a una, a su voluntad, y sus juicios a su juicio». De hecho, el filósofo alemán Martin Heidegger24 dijo a unos estudiantes, «el Führer y sólo él es la realidad alemana presente y futura, y su ley». El Estado alemán también generó temor en la población, no sólo entre los seguidores de Hitler. No hubo mucha gente que quisiera contradecir o infringir sus leyes.

El temor se convirtió en miedo, con las SA (un grupo de paramilitares vestido con camisas pardas), las SS y la Gestapo rondando por las calles. Los alemanes pasaban las noches con sudores fríos, esperando los fuertes golpes en sus puertas y las botas militares en su salón que les llevarían a algún sótano para interrogarlos, o les reclutarían para ir al frente oriental y enfrentarse a una muerte casi segura. El Leviatán alemán era mucho más temido que la anarquía de Nigeria o el Congo. Y por buenas razones. Encarceló, torturó y mató a un gran número de alemanes: socialdemócratas, comunistas, opositores políticos, homosexuales y testigos de Jehová. Asesinó a seis millones de judíos, muchos de los cuales eran ciudadanos alemanes, y a doscientos mil romaníes; de acuerdo con algunas estimaciones, el número de eslavos que asesinó en Polonia y Rusia superó los diez millones.

Lo que los alemanes y los ciudadanos de los territorios ocupados por Alemania sufrieron durante el mandato de Hitler no fue la guerra de Hobbes. Fue la guerra del Estado contra sus ciudadanos. Fueron dominación y asesinato. No lo que Hobbes habría esperado de su Leviatán.

Reeducación por el trabajo

El miedo al Estado todopoderoso no se limita a excepciones aberrantes como el Estado nazi. Es mucho más habitual. En la década de 1950, China todavía era la favorita de muchos europeos de izquierdas, el pensamiento maoísta era de rigor en los cafés franceses y el Libro rojo del presidente Mao estaba disponible en las librerías de moda. Después de todo, ahí estaba el Partido Comunista Chino, que se había librado del yugo del colonialismo japonés y del imperialismo occidental y estaba ocupado construyendo de las cenizas un Estado capaz y una sociedad socialista.

El 11 de noviembre de 1959, Zhang Fuhong, el secretario del Partido Comunista del condado de Guangshan, fue atacado. Un hombre llamado Ma Longshan tomó la iniciativa y empezó a patearlo.

Otros le agredieron con puñetazos y patadas. Fue violentamente golpeado y le arrancaron parte del pelo, su uniforme quedó reducido a jirones y cuando lo dejaron apenas era capaz de caminar. El 15 de noviembre, después de repetidos ataques, ya sólo podía quedarse en el suelo mientras era pateado y golpeado y le arrancaban lo que le quedaba de pelo. Cuando lo arrastraron hasta su casa, había perdido el control de las funciones corporales y ya no podía comer ni beber. El día siguiente fue atacado de nuevo y cuando pidió agua se la negaron. El 19 de noviembre murió.

Esta terrible descripción la hace Yang Jisheng en su libro Tombstone. Recuerda cómo antes, ese mismo año, le llamaron con urgencia del internado para que fuera a casa porque su padre se estaba muriendo de hambre. Al llegar a su casa en Wanli, se dio cuenta de que

el olmo enfrente de nuestra casa había sido reducido a un tronco sin corteza, e incluso sus raíces habían sido desenterradas y peladas, dejando sólo un hueco irregular en la tierra. El estanque estaba seco; los vecinos dijeron que se había vaciado para dragar moluscos repugnantes que en el pasado nunca se habían comido. No había ruido de perros ladrando, ningún pollo correteando [...]. Wanli parecía una ciudad fantasma. Al entrar en nuestra casa, me encontré la miseria más absoluta; no había ni un grano de arroz, nada que fuera comestible en modo alguno y ni siquiera agua en la cuba [...]. Mi padre estaba medio recostado en su cama, con los ojos hundidos y sin vida, la cara demacrada, la piel arrugada y flácida [...]. Preparé congee con el arroz que había traído [...] pero él ya no era capaz de tragar. Tres días después, abandonó este mundo.

El padre de Yang Jisheng murió durante la gran hambruna que afectó a China al final de la década de 1950, donde posiblemente murieron de hambre cincuenta y cinco millones de personas. Yang muestra cómo

el hambre fue una agonía prolongada. No había cereales, todas las hierbas silvestres se habían comido, incluso la corteza había sido arrancada de los árboles, y los excrementos de pájaros, las ratas y la guata de algodón se usaban para llenar el estómago. En los campos de caolinita, la gente hambrienta masticaba la arcilla a medida que la excavaba. Los cadáveres de los muertos, las víctimas de la hambruna que buscaban refugio en otros pueblos, incluso los miembros de la propia familia, se convirtieron en comida para los desesperados.

El canibalismo se generalizó.

En este período, los chinos vivieron una pesadilla. Pero, al igual que con el Tercer Reich, no fue la ausencia de un Leviatán lo que provocó esta situación para la gente. El Estado fue quien lo planeó y ejecutó. Zhang Fuhong fue golpeado hasta la muerte por sus camaradas del Partido Comunista, y Ma Longshan era el secretario del partido en el condado. El crimen de Zhang fue el «desviacionismo de derechas» y ser un «elemento degenerado». Eso significaba que había intentado promover algunas soluciones para la creciente hambruna. En China, incluso la mención de la hambruna podía hacer que se te etiquetara como un «negador de la Gran Cosecha» y estuvieras sujeto a «sesión de lucha», un eufemismo que significaba ser golpeado hasta la muerte.

En la comuna popular de Huaidian, en otro lugar del mismo condado, 12.134 personas, un tercio de la población, murieron entre septiembre de 1959 y junio de 1960. La mayoría de ellas murió de hambre, pero no todos; 3.528 personas fueron golpeadas por cuadros del Partido Comunista, de las cuales 636 murieron, 141 se quedaron inválidas para siempre y 14 se suicidaron.

La razón por la que tanta gente pereció en Huaidian es sencilla. En otoño de 1959, la cosecha de grano produjo 5.955 millones de kilos, lo cual no era inusualmente bajo. Pero el Partido Comunista había decidido obtener de los granjeros seis millones de kilos. De modo que todo el grano de Huaidian fue a parar a las ciudades y el partido. Los granjeros comieron cortezas y moluscos, y se murieron de hambre.

Estas experiencias fueron parte del «Gran Salto Adelante»,25 el programa de «modernización» lanzado por el presidente Mao Zedong en 1958 con el objetivo de usar la capacidad del Estado chino para transformar radicalmente el país y pasar de una sociedad agraria rural a una industrial, urbana y moderna. Este programa exigía altos impuestos a los campesinos, para subsidiar la industria e invertir en maquinaria. El resultado no sólo fue un desastre humano, sino una tragedia económica de enormes proporciones, todo planeado e implementado por el Leviatán. El perturbador libro de Yang ilustra brillantemente cómo el Leviatán, que tenía «el poder de privar a un individuo de todo», implementó medidas como requisar toda la producción de grano de la comuna de Huaidian, y cómo éstas se impusieron mediante «sesiones de lucha» y violencia. Una técnica era centralizar las actividades para preparar los alimentos y comer en una «cocina comunal» gestionada por el Estado, para que «cualquiera que se demostrara que era desobediente pudiera ser privado de comida». En consecuencia, «los habitantes del pueblo perdieron el control de su propia supervivencia». Cualquiera que se opusiera al sistema era «aplastado», y la consecuencia fue convertir a todo el mundo en «déspota o esclavo». Para permanecer con vida, la gente tenía que «permitir que otros pisotearan las cosas que más valoraban y alabar las cosas que siempre habían despreciado más» y demostrar su lealtad al sistema formando parte de «una complacencia y engaño virtuosos»; una dominación pura y simple.

Hobbes sostuvo que la vida era «solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta» cuando «los hombres viven sin un poder común que les obligue a todos al respeto». Pero la descripción de Yang muestra que incluso aunque todos «respetaban y sentían terror por Mao», esto supuso la creación de una vida desagradable, brutal y corta para la mayoría, y no su desaparición.

Otra herramienta de gobierno que creó el Partido Comunista fue el sistema de «reeducación por el trabajo». El primer documento que usó esta frase fueron las «Directivas para la purga completa de los contrarrevolucionarios ocultos», publicado en 1955. Al año siguiente, el sistema de reeducación estaba en marcha y se habían establecido campos por todo el país. Estos campos perfeccionaron varios tipos de «sesión de lucha». Luo Hongshan,26 por ejemplo, fue sentenciado a tres años de reeducación por el trabajo. Recuerda que:

Nos levantábamos cada mañana a las cuatro o cinco y salíamos a trabajar a las seis y media [...] trabajando sin parar hasta las siete u ocho de la tarde. Cuando estaba demasiado oscuro para ver, parábamos. En realidad no teníamos noción del tiempo. Las palizas eran habituales, y algunos detenidos eran golpeados hasta la muerte. Sé de siete u ocho detenidos de la unidad central de trabajo número uno que fueron golpeados hasta la muerte. Y eso sin contar a quienes se ahorcaban o se suicidaban porque no podían soportar los abusos [...]. Usaban palos de hierro, bates de madera, mangos de piquetas, cinturones de cuero [...]. Me rompieron seis costillas y aún hoy estoy lleno de cicatrices de la cabeza a los pies [...]. Todo tipo de torturas, como «coger un avión», «conducir una motocicleta» [...] «ponerse de puntillas a medianoche» (todos eran nombres de diferentes tipos de castigo) eran comunes. Nos hacían comer mierda y beber orina y lo llamaban comer palitos de masa fritos y beber vino. Eran realmente inhumanos.

Luo no fue arrestado durante el Gran Salto Adelante, sino en marzo de 2001, cuando China ya era un miembro respetado de la comunidad internacional y una potencia económica. De hecho, después de 1979, el sistema de reeducación por el trabajo fue ampliado por Deng Xiaoping, el artífice del legendario crecimiento económico chino de las últimas cuatro décadas, que lo consideró un complemento útil para su programa de «reforma económica». En 2012, había alrededor de trescientos cincuenta campos de «reeducación», con ciento sesenta mil detenidos. Una persona puede ser enviada hasta cuatro años a un campo de este tipo sin ningún proceso legal. Los campos de reeducación son sólo una parte del importante gulag de centros de detención y «cárceles negras» ilegales que salpican el campo chino y que se complementan con un ampliado «sistema de correccionales comunitarios» que ha crecido con rapidez en los últimos años.27 En mayo de 2014, el sistema «corregía» a 709.000 personas.

La sesión de lucha continúa. En octubre de 2013, el presidente Xi Jinping decidió alabar la «experiencia Fengqiao» e instó a los cuadros del Partido Comunista a seguir su ejemplo. La frase se refiere a un distrito de la provincia de Zhejiang que implementó la campaña política de las «cuatro limpiezas»28 de Mao Zedong en 1963, sin arrestar realmente a nadie, pero induciendo a la gente a controlar e informar públicamente sobre sus vecinos, y a ayudar a «reeducarlos». Fue el preludio de la Revolución Cultural china en la que cientos de miles, y quizá millones, de chinos inocentes fueron asesinados (el número exacto se desconoce y es secreto).

El Leviatán chino, como el Leviatán del Tercer Reich, tenía la capacidad para resolver conflictos y lograr que las cosas se implementaran. Pero usa su capacidad no para promover la libertad, sino la represión manifiesta y la dominación. Acaba con la guerra, pero sólo para reemplazarla por una pesadilla distinta.

El Leviatán con la cara de Jano

La primera grieta de la tesis de Hobbes es la idea de que el Leviatán tiene una única cara. En realidad, el Estado tiene la cara de Jano. Una cara se parece a lo que Hobbes imaginó: impide la guerra, protege a sus súbditos, resuelve conflictos de manera justa, proporciona servicios públicos, comodidades y oportunidades económicas, establece la base de la prosperidad económica. La otra es despótica y temible: silencia a sus ciudadanos, es insensible a sus deseos. Los domina, los encarcela, los mutila y asesina. Roba el fruto de su trabajo o ayuda a que otros lo hagan.

Algunas sociedades, como los alemanes bajo el Tercer Reich o los chinos bajo el Partido Comunista, ven la cara temible del Leviatán. Sufren la dominación, pero esta vez de la mano del Estado y de aquellos que controlan el poder del Estado. Decimos que esas sociedades viven con un Leviatán despótico. La característica que define al Leviatán despótico no es que reprima y mate a sus ciudadanos, sino que no proporciona ningún medio para que la sociedad y la gente corriente tengan poder de decisión sobre cómo se usa su poder y capacidad. El Estado chino no es despótico porque envíe a sus ciudadanos a campos de reeducación. Manda a la gente a los campos porque puede, y puede porque es despótico y no está controlado por la sociedad ni rinde cuentas ante ella.

Así volvemos al problema de Gilgamesh del prefacio. El Leviatán despótico crea un Estado poderoso, pero luego lo usa para dominar a la sociedad, a veces a través de una represión manifiesta. ¿Cuál es la alternativa? Antes de responder a esta pregunta, volvamos al otro problema del relato de Hobbes: su presunción de que la falta de Estado implica violencia.

La jaula de normas

Aunque la historia humana está repleta de guerras, hay muchas sociedades sin Estado que se las arreglaron para contener la violencia: desde los pigmeos mbuti de la selva del Congo a varias grandes sociedades agrícolas de África occidental, como el pueblo akan de las modernas Ghana y Costa de Marfil. En Ghana, el administrador británico Brodie Cruickshank29 informó en la década de 1850 de que

los caminos y las vías del país se volvieron tan seguros para el envío de mercancías y tan libres de obstáculos de cualquier descripción, como las carreteras más frecuentadas de los países más civilizados de Europa.

Como Hobbes habría esperado, la ausencia de guerra condujo a un comercio floreciente. Cruickshank observó que «No había ningún recoveco o rincón de la tierra al que la empresa de un comerciante optimista no le hubiera llevado. Todo pueblo tenía festones de algodón de Manchester y sedas de China colgados en los muros de las casas o alrededor de los árboles del mercado, para llamar la atención y despertar el placer de los aldeanos».

No habría sido posible tener esa iniciativa rebosante en una sociedad que fuera incapaz de resolver conflictos y garantizar algún tipo de justicia. De hecho, como el comerciante francés Joseph-Marie Bonnat30 observó más tarde, en el siglo XIX:

Es al ejercicio de la justicia, en los pueblos pequeños, a lo que se dedican las primeras horas del día.

¿Cómo ejercía la justicia el pueblo akan? Utilizaba normas (sociales), costumbres, tradiciones, rituales y patrones de comportamiento aceptable y esperado, que habían evolucionado durante generaciones.

Bonnat describió cómo la gente se reunía para una consulta. Los ancianos están «acompañados por aquellos del pueblo que no están trabajando» y «van y se sientan bajo el árbol con la mayor sombra, y los esclavos siguen a su amo y transportan la silla en la que se va a sentar. La compañía, que siempre incluye a una gran parte de los habitantes, va a escuchar el debate y toma parte por uno de los litigantes. En la mayoría de las ocasiones, el asunto se arregla de manera amistosa, y la persona culpable paga las costas; esto normalmente consiste en vino de palma que se distribuye entre los presentes. Si el asunto es grave, la pena consiste en una oveja y también en una cantidad determinada de polvo de oro».

La comunidad escuchaba y utilizaba sus normas para decidir quién era culpable. Las mismas normas garantizaban que el culpable desistiría, pagaría o se comprometería a otra forma de compensación. Aunque Hobbes consideraba al Leviatán todopoderoso la fuente de la justicia, la mayoría de las sociedades no son tan diferentes de los akan. Las normas determinan lo que es correcto e incorrecto a los ojos de los demás, qué tipos de comportamiento se rechazan y desalientan, y cuándo los individuos y las familias son marginados y excluidos del apoyo de los demás. Las normas también desempeñan un papel vital a la hora de reunir a la gente y coordinar sus acciones para ejercer la fuerza contra otras comunidades y contra quienes cometen delitos graves en su propia comunidad.

Aunque las normas juegan un papel importante incluso bajo los auspicios de un Leviatán despótico (¿podría haber sobrevivido el Tercer Reich si todos los alemanes hubieran pensado que carecía por completo de legitimidad, hubieran dejado de cooperar con él y se hubieran organizado en su contra?), son cruciales cuando el Leviatán está ausente, porque suponen la única manera de que la sociedad pueda evitar la guerra.

El problema de la libertad, sin embargo, abarca varios aspectos. Estas mismas normas que han evolucionado para coordinar acciones, resolver conflictos y generar una interpretación compartida de la justicia, también crean una jaula, que impone sobre la gente un tipo de dominación diferente, pero que igualmente le quita poder. Esto ocurre en todas las sociedades, pero en las sociedades sin una autoridad centralizada que dependen exclusivamente de las normas, la jaula se vuelve más rígida, más opresiva.

Podemos entender cómo surge la jaula de normas y cómo limita la libertad31 si nos quedamos en el país akan y analizamos el relato de otro funcionario británico, el capitán Robert Rattray. En 1924, Rattray se convirtió en el primer jefe del Departamento Antropológico de los asante, uno de los mayores grupos akan y parte de la colonia británica de la Costa de Oro, la actual Ghana. Su trabajo era llevar a cabo un estudio de la sociedad, la política y la religión asante. Transcribió este proverbio asante:32

Cuando un pollo se separa del resto, el halcón se lo llevará.

Para Rattray este proverbio captaba un aspecto crucial de la organización de la sociedad asante, conformada en torno a una enorme inseguridad y la violencia potencial. Aunque con el tiempo los asante desarrollaron uno de los Estados más poderosos del África precolonial, éste se basaba en estructuras sociales básicas, pertenecientes a una época anterior al surgimiento de la autoridad política centralizada. Sin instituciones estatales efectivas, ¿cómo se podía evitar al «halcón»? Las normas habían evolucionado para reducir la vulnerabilidad frente a la violencia y la exposición a quienes podían llevarla a cabo, proporcionando cierta protección contra los halcones. Pero al mismo tiempo, impusieron su jaula: había que renunciar a la libertad y permanecer con los demás pollos.

Incluso en las sociedades sin Estado, algunas personas eran más influyentes que otras, más ricas, tenían mejores contactos, más autoridad. En África, a menudo estas personas eran los jefes o a veces los ancianos, las personas de mayor edad dentro de un grupo de parentesco. Si querías rehuir a los halcones, necesitabas su protección y a un cierto número de personas para defenderte, así que te unías a un grupo familiar o linaje. A cambio, aceptabas su dominación sobre ti, y esto se convirtió en el statu quo que consagraron las normas akan. Como dijo Rattray, aceptabas una «servidumbre voluntaria».

La condición de la servidumbre voluntaria era, en un sentido muy literal, la herencia de cualquier asante; formaba, de hecho, la base esencial de su sistema social. En África occidental, eran los hombres y las mujeres sin amo los que corrían el peligro inherente de ver lo que podríamos denominar «su libertad» convertida en un sometimiento involuntario de una naturaleza mucho más drástica.

Con sometimiento involuntario de una «naturaleza mucho más drástica», Rattray quería decir esclavitud. De modo que si tratabas de liberarte de las cadenas de la servidumbre voluntaria, lo más probable es que fueras capturado por los halcones, en este caso traficantes de esclavos, y vendido como esclavo.

De hecho, en África gran parte de las guerras tenían su origen en enfrentamientos entre diferentes grupos que trataban de capturar y vender a otros como esclavos. Muchos relatos vívidos describen la experiencia de los africanos que se vieron atrapados en este comercio. Uno, la historia de Goi,33 fue traducido al inglés por un misionero, Dugald Campbell. Hacia finales del siglo XIX, Goi vivía en el sur de lo que hoy es la República Democrática del Congo, en las tierras de un jefe chikwiva del pueblo luba. Su padre murió cuando él era pequeño y creció con su madre, su hermana y su hermano. Un día

apareció un grupo de guerra, y llegó aullando por el camino, chillando sus gritos de guerra. Atacaron el pueblo y mataron a varias mujeres. Cogieron a las mujeres jóvenes, a los chicos nos persiguieron y atraparon, y nos ataron juntos. Nos llevaron a la capital y nos vendieron a los traficantes de esclavos, que nos pusieron grilletes de madera en los pies.

Desde allí, Goi fue llevado a la costa, «alejado a rastras de mi casa y mi madre, a quien nunca volví a ver, fuimos conducidos hasta el mar por la «carretera roja»». La carretera era «roja» por toda la sangre derramada en ella. Para entonces, Goi estaba tan débil y demacrado por el hambre y la violencia constante que apenas valía nada.

Reducido a un esqueleto, una mera sombra, e incapaz de viajar, me llevaron por los pueblos y me ofrecieron en venta. Nadie estaba dispuesto a dar una cabra o una gallina por mí [...]. Al final, uno de los misioneros llamado «Monare» pagó un pañuelo de colores por mí, que valía unos cinco peniques, y fui libre. Me lo dijeron de mil maneras, pero no me lo creía, porque no podía entender lo que significaba la libertad, y pensaba que ahora era un esclavo de los hombres blancos. No quería ser libre, porque significaba que sería atrapado y vendido de nuevo.

La amenaza de los traficantes de esclavos y la jaula de normas conspiraron para crear un espectro de falta de libertad. En un extremo del espectro estaba la esclavitud que experimentó Goi. En el otro, las obligaciones y deberes que había que aceptar para evitar a los halcones. Esto significaba que la pertenencia a un grupo de parentesco o sociedad te protegía, pero no te liberaba de la dominación. Si eras una mujer, podías ser intercambiada por una dote o en un matrimonio, por no mencionar el sometimiento general y los abusos que eran el destino de las mujeres en una sociedad patriarcal dominada por jefes, ancianos y hombres.

Dentro de este espectro de falta de libertad, había muchos tipos diferentes de relaciones. Uno de ellos, cargado de dominación, puede observarse en la historia de Bwanikwa, escrita también por Campbell. Bwanikwa también era una luba y su padre tenía una docena de esposas. La esposa principal era hija de un importante jefe local, Katumba. Ella recuerda como

la esposa principal acababa de morir. De acuerdo con la costumbre luba a él [su padre] se le multaba con los costes de la muerte. Se le ordenó pagar tres esclavos, una compensación por la muerte de su mujer [...] mi padre sólo puedo reunir dos.

Una de sus cuatro hijas tenía que ser entregada para ocupar el lugar del tercero, y fui elegida yo [...]. Cuando me entregó a mi amo, le dijo mientras partíamos «Sé amable con mi pequeña hija; no se la vendas a nadie, iré y la redimiré». Como mi padre no pudo redimirme, seguí siendo una esclava.

El estatus de Bwanikwa era de peón o prenda, otra relación de sometimiento común en África. Entregar a alguien como peón significaba dárselo a otra persona con un propósito específico. Con frecuencia era el pago por algún tipo de préstamo, deuda u obligación. Pero en el caso de Bwanikwa era porque su padre no podía conseguir un esclavo más. Si hubiera conseguido el esclavo, habría podido redimir a Bwanikwa. Un peón era diferente de un esclavo, la venta no era automática y se esperaba que la situación fuera temporal. Pero como se dio cuenta Bwanikwa, podía confundirse con la esclavitud. F. B. Spilsbury,34 un visitante de Sierra Leona entre 1805 y 1806 explicó:

Si un rey u otra persona va a una fábrica, o a un barco de esclavos, y se procura artículos que en ese momento no puede pagar, envía a su mujer, hermana o hijo como peón, colocando un contador alrededor de sus cuellos; entonces el hijo permanece entre los esclavos hasta que es intercambiado.

Una situación relacionada era la de pupilo. La gente enviaba a sus hijos como pupilos a una familia más poderosa para que se criaran en su hogar. Era una forma de mantenerlos a salvo, incluso si sabían que a menudo esto implicaba la separación permanente y significaba meterlos en una relación de servilismo con sus cuidadores.

Estas historias muestran que las personas fueron tratadas de manera rutinaria como objetos que se entregaban como peones o prendas. Con frecuencia acababan en relaciones de dominación. Tenías que obedecer al jefe, a los ancianos, a los cuidadores, y si eras mujer, a tu esposo. Tenías que seguir atentamente las costumbres de tu sociedad. Si recuerdas la definición que hacía Pettit de ser dominado, el que vive «bajo la sombra de la presencia de otros [...] con la necesidad de tener el ojo alerta a los humores ajenos [...] forzados a tragar sapos, a la adulación y al falso halago, en un intento de congraciarse», verás que encaja muy bien.

¿Cómo surgieron estos estatus sociales de servilismo? ¿Cómo se justificaban? La respuesta está, de nuevo, en las normas. Estas relaciones evolucionaron como costumbres aceptadas por la sociedad y apoyadas en creencias de qué era apropiado y correcto. Las personas podían entregarse como peones y los pupilos tenían que renunciar a su libertad; las esposas tenían que obedecer a sus esposos; la gente tenía que seguir estrictamente el papel social que le era prescrito. ¿Por qué? Porque los demás esperaban que lo hicieran. Pero en un nivel más profundo, estas normas no eran completamente arbitrarias. Aunque las normas no las elige nadie, y evolucionan en el tiempo a partir de prácticas y creencias colectivas, es más probable que acaben siendo mayoritariamente aceptadas si además desempeñan un papel útil para la sociedad, o al menos para algunas personas de la sociedad. La sociedad akan aceptó normas que restringían las libertades, y las relaciones de poder desiguales que éstas implicaban, porque reducían la vulnerabilidad de la gente ante la guerra. Si eras un pupilo o un peón de una persona importante, era menos probable que los halcones te molestaran, y quizá menos probable que te capturaran y esclavizaran. Otro proverbio asante que Rattray escribió resumía su situación de manera aún más sucinta: «Si no tienes un amo, una bestia te atrapará».

Ser libre era ser un pollo entre los halcones, una presa para la bestia. Era mejor ceder tu libertad y conformarte con la servidumbre voluntaria.


La jaula de normas no sólo tiene que ver con impedir la guerra. Cuando las tradiciones y las costumbres se arraigan de manera tan profunda, empiezan a regular muchos aspectos de la vida de las personas. Entonces resulta inevitable que empiecen a favorecer a aquellos con un poco más de voz en la sociedad a expensas de los demás. Incluso si las normas han evolucionado durante siglos, son estos mismos individuos poderosos quienes las interpretan y hacen cumplir. ¿Por qué no habrían de inclinar la balanza a su favor y consolidar un poco más su poder en la comunidad o en la familia?

Con la excepción de algunos grupos matriarcales, en África las normas de muchas sociedades sin Estado han creado una jerarquía en la que los hombres se sitúan en la parte superior y las mujeres en la inferior. Esto es aún más visible en las costumbres tribales que sobreviven en Oriente Próximo y algunas partes de Asia, por ejemplo, entre los pastunes que hemos mencionado antes. La vida de los pastunes está estrictamente regulada por sus tradiciones ancestrales, recogidas en el pashtunwali.35 El sistema de leyes y gobierno del pashtunwali pone mucho énfasis en la generosidad y la hospitalidad. Pero también crea una jaula de normas opresiva. Un aspecto de esto es la autorización de venganza para toda una serie de actos. Una de las recopilaciones más comunes del pashtunwali comienza indicando que

un pastún cree y actúa de acuerdo con los principios de [...] ojo por ojo, diente por diente y sangre por sangre. Borra el insulto con insultos sin importar el coste o las consecuencias y reivindica su honor al eliminar la vergüenza con una acción apropiada.

La guerra está siempre a la vuelta de la esquina, incluso si hay mucha generosidad y hospitalidad para prevenirla. Esto tiene consecuencias predecibles para la libertad de todo el mundo. Pero el peso recae con más dureza sobre las mujeres. Las normas pastún no sólo subordinan a las mujeres a sus padres, hermanos y esposos, también restringen cualquiera de sus acciones. Las mujeres adultas no trabajan y la mayoría permanece en el interior de las casas. Si salen, van completamente cubiertas de la cabeza a los pies con un burka y deben ir acompañadas por un pariente masculino. Los castigos por tener relaciones fuera del matrimonio son draconianos. La subyugación de las mujeres es otra faceta de la falta de libertad creada por la jaula de normas.

Más allá de Hobbes

En definitiva, estamos viendo una imagen bastante diferente de la que Hobbes describió. En las sociedades donde el Leviatán está ausente, el problema no sólo es la violencia incontrolada de «todo hombre contra todo hombre». Igual de crucial es la jaula de normas, que crea un conjunto rígido de expectativas y una panoplia de relaciones sociales desiguales que producen una forma diferente, pero no más leve, de dominación.

¿Tal vez sean los Estados poderosos y centralizados los que pueden ayudarnos a lograr la libertad? Hemos visto, sin embargo, que es posible que esos Estados actúen de manera despótica, repriman a sus ciudadanos y acaben con la libertad en lugar de promoverla.

¿Estamos, entonces, condenados a elegir entre un tipo u otro de dominación? ¿Atrapados bien por la guerra, la jaula de normas o bajo el yugo de un Estado despótico? Aunque no hay nada automático en el surgimiento de la libertad, y no ha sido fácil lograrla durante la historia de la humanidad, en los asuntos humanos hay espacio para la libertad y éste depende de manera crucial de la aparición de los Estados y las instituciones estatales. Pero éstos deben ser muy diferentes de lo que Hobbes imaginó: no el monstruo marino todopoderoso y sin limitaciones, sino un Estado encadenado. Es necesario un Estado que tenga la capacidad de hacer cumplir las leyes, controlar la violencia, resolver conflictos y proporcionar servicios públicos, pero continúe estando dominado y controlado por una sociedad asertiva y bien organizada.

Encadenar a los texanos

El estado estadounidense de Wyoming36 se creó con la Ley del ferrocarril del Pacífico de 1862, que propugnaba la construcción de una vía férrea para conectar el este y el oeste de Estados Unidos. La Union Pacific se construyó al oeste del río Misuri, para conectarla con la Central Pacific en dirección este desde Sacramento, California. En 1867, llegó a lo que se convertiría en el estado de Wyoming, en aquel momento un simple condado del territorio de Dakota. En julio de 1867 ya estaban llegando colonos y el general Grenville M. Dodge, ingeniero jefe de la Union Pacific, empezó la inspección para crear una ciudad en Cheyenne que se convertiría en la capital del estado. Iban a ser unas mil hectáreas con manzanas bien organizadas, callejones y calles. La Union Pacific, a la que el Gobierno benefició con una enorme concesión de tierras como incentivo para construir la vía férrea, empezó a vender las parcelas tres días después de que Dodge las inspeccionara. La primera salió por ciento cincuenta dólares. El 7 de agosto, aunque Cheyenne era en su mayor parte una ciudad de tiendas, una asamblea masiva en un negocio local eligió a un comité para escribir el acta de fundación de la ciudad. El 19 de septiembre se lanzó el primer periódico de la ciudad, el Cheyenne Leader, un tabloide publicado cada tres semanas. En diciembre, el periódico aconsejaba a sus lectores que llevaran pistola por la noche para protegerse, debido a «frecuentes casos de estrangulamiento». El 13 de octubre del año siguiente, el editor afirmaba:

Las pistolas son casi tan numerosas como los hombres. Ya no se piensa que sea un hecho de alguna importancia arrebatarle la vida a un individuo.

En este punto, Cheyenne recurrió a la ley de los justicieros para resolver los problemas endémicos de la frontera estadounidense. En enero de 1868, se arrestó a tres hombres por robo, pero fueron liberados bajo fianza. A la mañana siguiente, se les encontró atados juntos con un cartel que decía «900 dólares robados... 500 dólares recuperados... El próximo caso se sube al árbol. Cuidado con el comité de vigilancia». Al día siguiente, los vigilantes atraparon y colgaron a tres «rufianes».

En las zonas rurales ganaderas, la situación era mucho peor. Como contó Edward W. Smith, de Evanston, a la Comisión de Tierras Públicas de Estados Unidos en 1879, «Lejos de los asentamientos, la escopeta es la única ley». A medida que el ganado se extendió, los conflictos entre los rancheros y los colonos aumentaron, y la reacción de los ganaderos condujo a la guerra del condado de Johnson.37 El martes 5 de abril de 1892, un tren especial de seis vagones se dirigió hacia el norte desde Cheyenne, transportando a veinticinco hombres armados de Texas y a otros veinticuatro locales que se les habían unido. Los hombres tenían una «lista definitiva de setenta hombres» a los que pretendían matar.

No tenemos información sobre las tasas de homicidios en Cheyenne en la década de 1890, aunque los datos de la ciudad minera de Benton, en California, sugieren que se podría haber alcanzado un increíblemente alto ¡24.000 por 100.000! Es más probable que estuviera cerca del 83 por 100.000, la tasa de mortalidad en California durante la fiebre del oro, o del 100 por 100.000 de Dodge City en los días de Wyatt Earp.

Esta situación parece igual de mala que la de Lagos cuando Soyinka trataba de arreglárselas allí con su pistola Glock siempre a punto. Pero las cosas acabaron de manera bastante diferente en Wyoming (de hecho, en Lagos también acabaron de manera diferente a como esperaba Kaplan, como explicaremos en el capítulo 14). La anarquía, el miedo y la violencia se contuvieron. En Wyoming, la gente dejó de vivir bajo la amenaza de dominación. De hecho, los texanos en seguida se refugiaron en el rancho TA, rodeados por representantes de la ley de la ciudad de Buffalo que habían sido advertidos de su llegada. Después de tres días de asedio, llegó la caballería por orden del presidente William Henry Harrison y los texanos y sus colaboradores fueron encadenados. En la actualidad, Wyoming disfruta en buena medida de la ausencia de miedo, violencia y dominación. Tiene una de las tasas de homicidios más bajas de Estados Unidos, de alrededor del 1,9 por 100.000.

El historial de Wyoming en cuanto a ayudar a la gente a liberarse de la jaula de normas también es bastante bueno. Veamos la subyugación de las mujeres. Incluso en los peores momentos, las mujeres de Wyoming no se enfrentaron a las mismas restricciones que las mujeres de las zonas pastún de Afganistán y Pakistán o de muchas partes de África. Pero como en cualquier otra parte del mundo, en la primera mitad del siglo XIX su poder era muy limitado, no tenían voz en los asuntos públicos y se veían obligadas a aguantar una miríada de limitaciones a su comportamiento, todo ello debido a su desigual estatus en el matrimonio y a las normas y costumbres de sus sociedades. Eso empezó a cambiar cuando las mujeres consiguieron el derecho al voto. Wyoming fue el primer lugar del mundo que reconoció el sufragio femenino en 1869, lo que le valió al estado el apodo de «estado de la igualdad». Esto no se debió a que las costumbres y normas de Wyoming favorecieran a las mujeres en comparación con otras partes del mundo. Más bien, la asamblea legislativa del estado les concedió el derecho al voto en parte para que fuera más atractivo para ellas trasladarse a este nuevo estado, en parte para garantizar que hubiera suficientes votantes para cumplir los requerimientos de población de la categoría de estado y en parte porque cuando los afroamericanos empezaron a tener la ciudadanía plena y el derecho al voto, parecía menos aceptable dejar a las mujeres al margen de este proceso. En el próximo capítulo veremos que hay muchas razones por las que la jaula de normas a menudo empieza a romperse cuando se establece un Estado capaz de encadenar a los matones y hacer que se cumplan las leyes.

El Leviatán encadenado

El Leviatán que en Wyoming controló la guerra y comenzó a romper la jaula de normas es un tipo de bestia diferente a las que hemos analizado hasta ahora. No estuvo ausente, excepto muy al principio. Tenía la capacidad de encadenar a los matones de Texas. Desde entonces, ha ampliado enormemente esta capacidad y ahora puede resolver innumerables conflictos de manera justa, hacer cumplir un complejo conjunto de leyes y proporcionar servicios públicos que sus ciudadanos exigen y disfrutan. Tiene una burocracia grande y efectiva (aun cuando a veces pueda resultar excesiva e ineficiente) y una enorme cantidad de información sobre lo que ocupa a sus ciudadanos. Tiene las fuerzas armadas más importantes del mundo. Pero no utiliza este poder militar ni la información en su poder para reprimir y explotar a sus ciudadanos (por lo general). Da respuesta a los deseos y necesidades de sus ciudadanos y además puede intervenir para relajar la jaula de normas para todo el mundo, y en particular para los ciudadanos más desfavorecidos. Es un Estado que crea libertad.

Rinde cuentas ante la sociedad no sólo porque esté legalmente obligado por la Constitución de Estados Unidos y la Carta de Derechos, que exalta enfáticamente los derechos de los ciudadanos, sino sobre todo porque se encuentra encadenado por personas que se quejarían, manifestarían e incluso sublevarían si se excede en sus límites. Sus presidentes y legisladores se eligen, y a menudo se les echa de sus cargos cuando a la sociedad que gobiernan no le gusta lo que hacen. Sus burócratas están sujetos a examen y supervisión. Es poderoso, pero coexiste con una sociedad a la que escucha y que está atenta y dispuesta a implicarse en la política y a cuestionar el poder. Es lo que llamaremos un «Leviatán encadenado». De igual manera que el Leviatán puede encadenar a los hombres armados de Texas para que no puedan hacer daño a los ciudadanos corrientes, él mismo puede ser encadenado por los ciudadanos corrientes, las normas y las instituciones, en resumen, por la sociedad.

No es que el Leviatán encadenado no tenga la cara de Jano. La tiene, y la represión y la dominación están en su ADN, como lo están en el ADN del Leviatán despótico. Pero las cadenas impiden que muestre su cara temible. Cómo surgen esas cadenas y por qué sólo algunas sociedades han logrado desarrollarlas es el tema principal de nuestro libro.

Diversidad, no el fin de la historia

La libertad ha sido algo raro en la historia de la humanidad. Muchas sociedades no han desarrollado una autoridad centralizada capaz de hacer cumplir las leyes, resolver conflictos de manera pacífica y proteger a los débiles de los fuertes. En su lugar, a menudo han impuesto a la gente una jaula de normas, con consecuencias igualmente nefastas para la libertad. Dondequiera que el Leviatán ha aparecido, la suerte de la libertad apenas ha mejorado. Aunque en algunos dominios ha hecho cumplir las leyes y mantenido la paz, con frecuencia el Leviatán ha sido despótico, y por tanto indiferente a la sociedad, y ha hecho poco por fomentar la libertad de sus ciudadanos. Sólo los Estados encadenados han usado su poder para proteger la libertad. El Leviatán encadenado también ha sido peculiar en otro sentido, al crear incentivos y oportunidades económicas generalizados y promover una mejora sostenible de la prosperidad económica. Pero este Leviatán encadenado sólo se ha presentado tardíamente en la historia, y su desarrollo ha sido disputado y conflictivo.

Ahora estamos llegando al principio de una respuesta a la pregunta con la que comenzamos. No se trata de que, con el inexorable aumento de la libertad, nos estemos dirigiendo al fin de la historia. Ni de que la anarquía se vaya a propagar por el mundo de manera incontrolada. Ni siquiera de que los países del mundo vayan a sucumbir a las dictaduras, bien sean digitales o de las de toda la vida. Todas éstas son posibilidades y, de hecho, la norma es esta diversidad y no la convergencia hacia uno de estos resultados. Hay, sin embargo, un rayo de esperanza, porque los humanos son capaces de construir un Leviatán encadenado que puede resolver conflictos, abstenerse del despotismo y promover la libertad mediante la relajación de la jaula de normas. De hecho, gran parte del progreso humano depende de la capacidad de las sociedades para construir un Estado así. Pero construir y defender —y controlar— un Leviatán encadenado supone un esfuerzo y es siempre un trabajo en desarrollo, plagado a menudo de peligros e inestabilidad.

Breve resumen del resto del libro

En este capítulo hemos presentado la triple distinción entre los leviatanes ausente, despótico y encadenado. En el siguiente capítulo exponemos el núcleo de nuestra teoría, que trata de la evolución de las relaciones entre el Estado y la sociedad en el tiempo. Explicamos por qué el surgimiento de Estados poderosos a menudo encuentra oposición (porque la gente teme su despotismo) y cómo las sociedades usan sus normas no sólo para mitigar la posibilidad de la guerra, como hemos visto con los asante, sino también para hacer frente al poder del Estado y controlarlo. Nos centramos en cómo el Leviatán encadenado surge en un pasillo estrecho donde la implicación de la sociedad en la política crea un equilibrio de poder con el Estado, e ilustramos esta posibilidad con el principio de la historia de Atenas, la ciudad Estado griega, y la fundación de la República de Estados Unidos. También sacamos algunas conclusiones de nuestra teoría, al destacar cómo diferentes configuraciones históricas conducen a leviatanes ausentes, despóticos y encadenados. Después mostramos que en nuestra teoría es el Leviatán encadenado, no el despótico, el que desarrolla una capacidad del Estado mayor y más profunda.

En el capítulo 3 explicamos por qué el Leviatán ausente puede ser inestable y dar paso a una jerarquía política ante la «voluntad de poder»: el deseo de algunos actores de reformar la sociedad y acumular un poder político y económico mayor. Veremos cómo esas transiciones para abandonar una sociedad sin Estado son muy diversas por lo que respecta a la libertad. Por un lado, proporcionan orden y pueden relajar la jaula de normas (en especial, cuando supone un impedimento). Por el otro, introducen un despotismo sin constricciones.

El capítulo 4 examina las consecuencias de los leviatanes ausente y despótico para la vida social y económica de las personas. Explica por qué es más probable que la prosperidad económica surja con el Leviatán despótico que bajo las condiciones anárquicas de la guerra hobbesiana o en el estrecho espacio creado por la jaula de normas. Pero también veremos que la prosperidad que crea el Leviatán despótico es limitada y está plagada de desigualdades.

El capítulo 5 pone en contraste el funcionamiento de la economía con los leviatanes ausente y despótico y con la vida en el pasillo. Veremos que el Leviatán encadenado crea tipos de oportunidades e incentivos económicos muy diferentes y permite un grado mucho mayor de experimentación y movilidad social. Nos centramos en las ciudades-Estado italianas y en la antigua civilización zapoteca en América para comunicar esas ideas y subrayar, además, que no hay nada exclusivamente europeo en los leviatanes encadenados. A pesar de esta última afirmación, es verdad que la mayoría de los ejemplos de Leviatán encadenado que tenemos proceden de Europa. ¿Por qué es así?

El capítulo 6 explica por qué varios países europeos han conseguido construir sociedades muy participativas, con Estados que, aunque son capaces, están encadenados. Nuestra respuesta se centra en los factores que condujeron a gran parte de Europa hacia el pasillo durante el principio de la Edad Media, cuando las tribus germánicas, en especial los francos, llegaron para invadir las tierras dominadas por el Imperio romano de Occidente tras su colapso. Sostenemos que el matrimonio entre las instituciones, que eran participativas y de abajo arriba, y las normas de las tribus germánicas y las tradiciones legal y burocrática centralizadora del Imperio romano forjaron un equilibrio de poder único entre el Estado y la sociedad, que permitió el desarrollo del Leviatán encadenado. Para subrayar la importancia de este matrimonio, en lugares de Europa donde estaban ausentes la tradición romana o la política de abajo arriba de las tribus germánicas (como en Islandia o Bizancio) surgieron tipos de Estados muy diferentes. Luego trazamos el camino de la libertad y el Leviatán encadenado, que tuvo considerables altibajos y se desvió del pasillo en varias ocasiones.

El capítulo 7 contrasta la experiencia europea con la historia china. A pesar de las similitudes históricas, en China el pronto desarrollo de un Estado poderoso eliminó por completo la movilización social y la participación política. Sin estas fuerzas compensatorias, la senda del desarrollo chino se acerca mucho a la del Leviatán despótico. Averiguamos las consecuencias económicas de este tipo de relaciones entre la sociedad y el Estado tanto en la historia china como en la actualidad, y discutimos si el Leviatán encadenado puede surgir en China en un futuro próximo.

El capítulo 8 se desplaza a la India. A diferencia de China, la India tiene una larga historia de participación popular y rendición de cuentas. Sin embargo, el arraigo de la libertad no ha tenido un éxito mayor. Sostenemos que se debe a la poderosa jaula de normas que existe en la India, que simboliza su sistema de castas. Las relaciones basadas en la casta no sólo han inhibido la libertad, sino que han imposibilitado que la sociedad rebatiera de manera efectiva al poder y controlara al Estado. El sistema de castas ha creado una sociedad fragmentada y enfrentada a sí misma y un Estado que carece de capacidad, pero que tampoco rinde cuentas, ya que la sociedad fragmentada permanece inmovilizada e impotente.

El capítulo 9 vuelve a la experiencia europea, pero esta vez para estudiar por qué algunas partes de Europa y no otras encontraron su camino hacia el pasillo y permanecieron en él. Mientras respondemos a esta pregunta, desarrollamos otra de las ideas centrales del libro: la naturaleza condicional de cómo los factores estructurales influyen en la relación entre el Estado y la sociedad. Enfatizamos que el impacto de varios factores estructurales, como las condiciones económicas, los choques demográficos y las guerras, en el desarrollo del Estado y la economía depende del equilibrio que prevalezca entre el Estado y la sociedad. Por tanto, de los factores estructurales no se pueden sacar conclusiones inequívocas. Ilustramos estas ideas al discutir por qué, con condiciones de partida similares y enfrentándose a problemas internacionales parecidos, Suiza se desarrolló como un Leviatán encadenado y Prusia cayó bajo la dominación del Leviatán despótico. Contrastamos estos casos con Montenegro, donde el Estado no desempeñó un papel importante ni en la resolución de conflictos ni en la organización de la actividad económica. Aplicamos las mismas ideas para explicar por qué Costa Rica y Guatemala divergieron tanto al enfrentarse a la globalización económica del siglo XIX y por qué el colapso de la Unión Soviética llevó a una serie diferente de opciones políticas.

El capítulo 10 vuelve al desarrollo del Leviatán estadounidense. Enfatizamos que, aunque Estados Unidos consiguió crear un Leviatán encadenado, éste se basó en un pacto fáustico: los federalistas aceptaron una Constitución que hacía que el Estado federal fuera débil, tanto para tranquilizar a una sociedad inquieta por la amenaza de despotismo como para apaciguar a los dueños de esclavos del Sur preocupados por la pérdida de sus esclavos y bienes. Este acuerdo funcionó y Estados Unidos aún está en el pasillo. Pero también condujo a un desarrollo desequilibrado del Leviatán estadounidense que, aunque se ha convertido en un verdadero monstruo marino internacional, todavía tiene una capacidad limitada en varios dominios importantes. Donde esto es más visible es en su incapacidad o falta de voluntad para proteger a sus ciudadanos de la violencia. Este desarrollo desequilibrado también conllevó la desigual trayectoria del Leviatán estadounidense a la hora de estructurar las políticas económicas para garantizar unas ganancias equitativas del crecimiento económico. Veremos cómo el desarrollo irregular del Estado ha provocado una evolución distorsionada del poder y las capacidades de la sociedad, y cómo paradójicamente dio margen para que el poder del Estado en algunos dominios (como la seguridad nacional) evolucionara de una manera incontrolada y sin rendición de cuentas.

El capítulo 11 muestra que, aunque los Estados de muchos países en desarrollo pueden actuar como déspotas, carecen de la capacidad del Leviatán despótico. Explicamos cómo tienen lugar estos leviatanes «de papel» y por qué hacen tan poco por desarrollar su capacidad. Nuestra respuesta es que en gran medida se debe a que tienen miedo de movilizar a la sociedad y desestabilizar su poder sobre ella. Un origen de estos leviatanes de papel reside en el gobierno indirecto del poder colonial, que estableció estructuras administrativas aparentemente modernas pero, al mismo tiempo, le dio el poder a las élites locales para gobernar con pocas restricciones y escasa participación de la sociedad.

El capítulo 12 se dirige a Oriente Próximo. Aunque quienes construyen el Estado a menudo relajan la jaula de normas porque limita su capacidad para dar forma a la sociedad, hay circunstancias bajo las cuales los Estados despóticos descubren que es beneficioso fortalecer o incluso rehacer la jaula. Explicamos cómo esta tendencia ha caracterizado la política en Oriente Próximo, las circunstancias históricas y sociales que la han convertido en una estrategia atractiva para los aspirantes a déspota y las implicaciones que esta senda de desarrollo tiene para la libertad, la violencia y la inestabilidad.

El capítulo 13 analiza cómo el Leviatán encadenado puede perder el control cuando la disputa entre el Estado y la sociedad es de «suma cero» y cada parte intenta debilitar y destruir a la otra para sobrevivir. Destacamos cómo este resultado es más probable cuando las instituciones no se dedican a resolver los conflictos de manera imparcial y pierden la confianza de varios sectores de la comunidad. Nos fijamos en el colapso de la República de Weimar en Alemania, la democracia chilena de la década de 1970 y las comunas italianas para ilustrar estas dinámicas e identificar los factores estructurales que hacen más probable este tipo de competencia de suma cero. Por último, vinculamos estos factores con el auge de los movimientos populistas actuales.

El capítulo 14 analiza cómo las sociedades entran en el pasillo y si se puede hacer algo para facilitar ese movimiento. Destacamos varios factores estructurales importantes y nos centramos en lo que hace que el corredor sea más ancho y, por tanto, más accesible. Explicamos el papel de las coaliciones amplias en esas transiciones y estudiamos una serie de casos de transiciones que tuvieron éxito, así como otras fallidas.

En el capítulo 15 abordamos los retos a los que se enfrentan las naciones en el pasillo. Nuestro argumento principal es que, a medida que el mundo cambia, el Estado debe ampliarse y asumir nuevas responsabilidades, pero esto a su vez requiere que la sociedad se vuelva más capaz y vigilante para en el futuro no salirse del pasillo. Las nuevas coaliciones son cruciales para que el Estado adquiera una capacidad mayor al tiempo que mantiene sus cadenas: una posibilidad ejemplificada por la respuesta de Suecia ante las exigencias económicas y sociales provocadas por la Gran Depresión y cómo ésta condujo al surgimiento de la socialdemocracia. No es diferente de la actualidad, cuando hacemos frente a muchos desafíos nuevos que van desde la desigualdad, el desempleo y el crecimiento económico lento hasta complejas amenazas para la seguridad. Necesitamos que el Estado desarrolle capacidades adicionales y asuma nuevas responsabilidades, pero sólo si podemos encontrar nuevas maneras de mantenerlo encadenado, movilizar a la sociedad y proteger nuestras libertades.