1. La revolución sexual del siglo XX: desde dónde asumirla

La revolución

El siglo XX, de manera notable en su segunda mitad, fue testigo de la mayor revolución conocida en el ámbito de la sexualidad. Desde la última década de la era victoriana, las mujeres se habían ido abriendo camino hacia la igualdad con el varón –igualdad deseada pero no necesariamente feliz— por medio de los movimientos sufragistas, primero, y feministas, después, y de su incorporación efectiva y masiva al trabajo asalariado.

La guerra de 1914-1918 marcó un corte significativo, la primera línea divisoria entre un antes opresivo y represivo, y un después de relativa libertad. En 1900, las piernas de las mujeres eran uno de los secretos mejor guardados de la historia, salvo en el escandaloso caso de las bailarinas, en especial las del cancán (hasta hace muy poco, las palabras «bataclana» o «corista» eran sinónimos de puta, y aún lo siguen siendo en buen número de cabezas). En 1920, veinte años y una guerra mundial más tarde, la mayor parte de las piernas femeninas en condiciones de ser mostradas, en Europa y América, estaban al descubierto de medio muslo hacia abajo y las señoritas de la jet de la época bailaban el charlestón moviéndose sin recato. Las mujeres empezaron entonces a exhibir su sexualidad, aunque no la ejercieran aún libremente: las que lo hicieron fueron contadas y, a menudo, célebres por ello.

En la Segunda Guerra Mundial, numerosísimas mujeres encontraron un sitio en o junto a los ejércitos, en el servicio activo auxiliar y de sanidad. Florence Nightingale, que había sido la excepción en la guerra de Crimea (1854-1860), ya no podía haberlo sido en la de 1914, donde la actividad de las enfermeras fue importantísima. No puedo dejar de recordar y, por lo tanto, de apuntar aquí, que así como el ingreso de las mujeres en el universo de la producción se hizo por la puerta estrecha de los empleos fabriles peor pagados, su participación en la contienda de 1939-1945 no se limitó al consuelo y los primeros auxilios, sino que se tradujo en la ocupación de puestos tan lamentables como la guardia de campos de prisioneros, de concentración y de exterminio en la organización del Tercer Reich, y de deportación, en la de la URSS. Y si los comienzos de las mujeres como miembros fácticos del proletariado fue en la mayoría de casos obra de la necesidad, antes que del afán igualitario que impregna el discurso del feminismo —las que no eran obreras, eran prostitutas o no comían—, la entrada de señoritas y señoras en los aparatos represivos alemán y soviético fue fruto de su libre voluntad y elección políticas: el Estado las reclutaba como personas de toda confianza y, a cambio, delegaba en ellas porciones menudas pero valiosas de su poder. Ser de confianza en aquellas circunstancias requería un corazón duro, en el que no cupiese la piedad ante prisioneros y prisioneras, adultos y niños, y unas sólidas convicciones que hicieran sentir imprescindible a cada funcionario.

Después de la caída de Berlín, las faldas se situaron discretamente por debajo de las rodillas: las mujeres estaban menos dispuestas a exhibir su sexualidad que en los años veinte, pero tenían más posibilidades reales de ejercerla, de lo que queda amplia constancia en la literatura. No obstante, aún se le oponían dos obstáculos mayores: el riesgo de embarazo y las enfermedades venéreas, especialmente la sífilis.

Los embarazos no deseados y no legalizados eran aún una auténtica tragedia, se los mirara como se los mirara.

Si el padre potencial era un hombre casado con otra mujer, sólo se abrían ante la víctima dos posibilidades: la del aborto clandestino, sumamente peligroso —hecho por profesionales no siempre calificados o por simples aficionados, capaces de perpetrar una carnicería o de infectar a la embarazada operando con las manos sucias, y causando en cualquiera de las dos formas la muerte de la paciente—, o la del hijo de soltera, oculto, entregado en falsa adopción, abandonado en el entorno de la inclusa o asumido y vivido eternamente como causa de marginalidad.

Si el padre no estaba casado, el problema podía resolverse, con suerte y con la colaboración del individuo —nada corriente, puesto que aquellos sujetos solían despreciar a quien se les entregara sin pasar por la sacristía—, en un matrimonio obligado y necesariamente infeliz que se arrastraba hasta la tumba, al menos hasta la de uno de los dos cónyuges.

Si el hombre casado era un militar, un juez o un alto funcionario, el que su pecado se conociera, haciéndose público que tenía un hijo extramatrimonial, podía costarle la carrera. Y eso fue así hasta pasada la mitad del siglo en países civilizados, y aún hoy es una situación de peso en el destino de un político, si bien no en todas partes. El caso Lewinsky suscitó una discusión apasionada entre puritanos y liberales acerca de la trascendencia que podía tener la fidelidad o la infidelidad del presidente de los Estados Unidos en la década de 1990, pero mucho antes, en la primera mitad de los ochenta, el vicepresidente del gobierno español tenía una hija habida fuera de matrimonio, con quien se le veía a menudo, sin que las estructuras sociales se resquebrajaran y sin que el Rey dejara de recibirle. Probablemente estos matices diferenciales entre países tenga que ver con el predominio en cada uno de la moral protestante o de la moral católica, de manga bastante más ancha. Bill Clinton hubo de responder ante su propia iglesia por el caso Lewinsky. John F. Kennedy, de quien era sabido que coleccionaba amantes, ni siquiera se sentía obligado a responder ante la suya.

Por otro lado, estaban las enfermedades venéreas, que obraban como guardianes de la moral, a pesar de que el preservativo es un invento ya antiguo, aunque no obsoleto. Prostitutas y clientes solían morir de sífilis, e incontables hombres padecían de por vida la «gota militar», como se denominaba popularmente a la secreción de pus por vía urinaria, dado que era frecuente contraer la gonorrea durante el servicio militar, en las visitas de grupo a los prostíbulos. En los primeros años de la posguerra española fueron bien conocidos y muy frecuentados los llamados Dispensarios Blancos, donde se daban tratamientos para la sífilis, la gonorrea y la tuberculosis. Las prostitutas pasaban revisión médica y se les proporcionaba una cartilla que garantizaba su salud, al menos hasta el momento de la visita, o se les denegaba. Como la picaresca es consustancial al género humano, muchas de las prostitutas a las que se les retiraba el carnet de salud hacían la calle con discreción y, si a algún cliente se le ocurría pedírselo, le decían que no lo tenían porque no eran profesionales habituales, sino señoras casadas o señoritas solteras que hacían aquello por necesidad y ocasionalmente, o hasta por única vez. Con lo que el control sanitario era burlado y las enfermedades continuaban difundiéndose.

Hacia la mitad del siglo XX, la investigación médica, a la que la guerra había dado gran impulso, llevó al descubrimiento de las sulfamidas, la penicilina y la estreptomicina, que no tardarían en ser de uso corriente. El hallazgo de las sulfamidas le valió el premio Nobel de 1939 al investigador alemán Gerhard Domagk, que no pudo recogerlo hasta 1945 por impedírselo el régimen nazi. En cuanto a la penicilina, el médico escocés Alexander Fleming la había encontrado en un moho ya en 1928, y desde entonces sabía que era capaz de destruir bacterias, pero no consiguió convertirla en un medicamento eficaz hasta 1944. Su creación, rápidamente publicitada, contribuyó enormemente a levantar la moral de los combatientes antifascistas en la última etapa de la guerra, y cabe suponer que ni esto, ni la impaciencia con que fue seguido su trabajo por el gobierno británico, fueron ajenas a la amistad que desde la infancia le unía a Sir Winston Churchill. En 1943, el equipo de Selman Waksman, que ya había aislado antes la estreptotricina, droga probadamente activa frente al bacilo de Koch, pero inútil por su toxicidad para el paciente, descubrió la estreptomicina. Con la penicilina y la estreptomicina, las enfermedades venéreas más frecuentes, la gonorrea y la sífilis, no sólo retrocedieron, sino que fueron erradicadas en los países desarrollados, junto con la terrible tuberculosis.

A principios de la década de 1960 apareció el anticonceptivo. La píldora redujo la posibilidad de un embarazo no deseado al nivel del accidente, del olvido, del fallo estimado de un tratamiento por cada 100.000, o de la mala fe, cuando la planificación familiar es cosa de uno y no de dos. Para tranquilidad del lector, aclararé que no me refiero únicamente a las damas, sino también a los caballeros, no pocos de los cuales intervinieron solapadamente, mediante el cambio de unas píldoras por otras o mediante expedientes aún más retorcidos, en la supuesta decisión de su pareja. Me causa tristeza escribir sobre esto, porque por lo general, la finalidad de una preñez tramposa, haya tendido quien haya tendido la trampa, nunca son los hijos, sino el compromiso forzado e infeliz del otro.

De todos modos, los que nacimos después de la caída de Berlín y fuimos adolescentes alrededor de 1960, sin miedo a los embarazos ni a las infecciones, y habiendo abolido por lo tanto el condón, fuimos la generación sexualmente más libre de la historia de la humanidad. Y si no nos internamos en la promiscuidad sin límites, fue por obra de la cultura, encarnada tanto en los prejuicios recibidos como en las instituciones ideológicas de control.

Hasta que apareció el SIDA.

Quién y desde dónde

Todo lo dicho hasta aquí corresponde a una época y a una parte del mundo, no la más amplia. Es la brevísima historia de unas circunstancias casi exclusivamente vividas en Occidente, es decir, Europa, las Américas y Australia, y no en toda la escala social ni en todas las naciones a la vez. Por lo tanto, conviene aclarar quién está escribiendo, y para quién.

Soy un varón blanco heterosexual. Con esto quiero decir que mi deseo de cuerpos ajenos es invariablemente de cuerpos femeninos. En la adolescencia me enmarañé emocionalmente con otro jovencito y aspiré a la experiencia física con un igual, pero después no volví a experimentar anhelos parecidos. De haberlos experimentado, los hubiese realizado sin peso alguno en el alma.

Vuelvo a empezar: varón blanco heterosexual, occidental, nacido en familia católica, bautizado y con un interés de místico improvisado en el judaísmo, después de una juventud llena de marxismos de clave diversa.

Un tercer comienzo, pues: varón, blanco, occidental, de tradición judeo cristiana y práctica civil liberal. Divorciado. Padre de dos hijas. Ahora, mis hijas viven conmigo. Desde hace un año. Antes, vivieron con su madre. A este punto pretendía llegar. Pero este punto sería ininteligible, de no precisar todo lo anterior. Un padre solo, con dos hijas, pero no un viudo musulmán, por poner sólo un ejemplo de posibilidades distintas.

No me voy a engañar: no tengo que criar a mis hijas; ni siquiera tengo que educarlas: sólo acompañarlas hasta su completa independencia. La crianza la compartí con su madre. La educación, con su madre, con la escuela, con la sociedad y con ellas mismas. Están bien, sanas, fuertes, con los dientes parejos mediante la inversión de una fortuna que me fue oportunamente robada por la complicidad de unos odontólogos inescrupulosos, capaces de cobrar mucho más de lo ganado en buena ley, y un Estado en plena renuncia a sus funciones, que no puede rehusar su mínimo papel en la preservación de la salud, pero niega con perseverancia que el derecho a la belleza sea por sí mismo un derecho, a la vez que elude graciosamente cualquier vínculo entre belleza y salud.

Un cuarto comienzo: varón, blanco, occidental, de tradición judeo cristiana y práctica civil liberal, jefe de familia monoparental, de acuerdo con la nueva jerga socio-psicológica.

También, hijo único de una pareja divorciada. Durante un tiempo, me criaron mi madre y mi abuela, en lo que las clasificaciones actuales sería considerado algo así como una familia bimaternal. No puedo decir que la separación de mis padres fuese traumática para mí: por el contrario, el día en que mi padre se fue de casa experimenté una enorme gratitud por el silencio que me rodeaba. Después, mi madre reorganizó su vida y tuve un padre sustituto, un hombre magnífico del que sólo puedo decir lo mejor: cuando algún visitante de los que reparan en las fotografías que tengo a la vista en distintos lugares de la casa, se atreve a preguntar quién es ésa, ése, aquél o la de más allá, suele asombrarse cuando digo «mi padre» y «mi otro padre». Aunque mi madre y mi otro padre tuvieron un hijo, mi hermano, yo seguí siendo hijo único porque eso sucedió a mis veinte años, yo me ganaba la vida y la hacía por mi cuenta. Mi hermano también es hijo único.

Quinto comienzo, pues: varón, blanco, occidental, de tradición judeo cristiana y práctica civil liberal, jefe de familia monoparental, hijo único de una pareja divorciada.

El largo proceso de mi separación no culminó realmente en el momento en que yo dejé la casa familiar, sino en aquel en que mis hijas se reunieron conmigo para componer un hogar de nuevo tipo, en otro espacio físico, distinto del de su crianza, y determinando unas relaciones también diferentes.

A los cincuenta y tres años, sin dejar de ser padre, me vi en situación de oficiar también de madre.

Cuando mis hijas se instalaron con armas y bagajes en mi casa, mi propia madre, fiel defensora de las esencias de una moralina reaccionaria más allá de su propia historia, puesto que fue una mujer divorciada en una época en que los que se divorciaban eran muy pocos, es decir, defensora de esencias pese a ser una persona con un modelo de conducta avanzado, dijo que aquello no podía ser porque, textualmente, «una mujer puede ser madre y padre a la vez, pero un hombre no puede ser padre y madre». Naturalmente, no era más que una opinión y, cierta o no, había sido superada por los acontecimientos. Eso sí: verbalizó, materializó una pregunta a la que pretendo responder afirmativamente: ¿Puede un hombre ejercer como madre, además de ejercer como padre? O, en los términos de la sociología vulgar al uso, ¿puede un varón ser cabeza de una familia monoparental? La respuesta es que sí, desde luego, aunque la literatura al respecto sea, en términos comparativos, escasísima, dado que aún son muchos menos los casos en los que la familia queda a cargo del varón, que aquellos en los que queda a cargo de la mujer. Menos, pero no tan raros como se tiende a creer.

En ciertas situaciones, los hijos llegan a convivir con el padre porque son jurídicamente arrebatados a la madre, aduciendo por lo común falsas razones morales, imponiendo por lo común auténtico poder económico. Pero en esas circunstancias hay que referirse a niveles de mezquindad y de odio mutuo entre los miembros de la antigua pareja que impiden pensar en mínimos de afecto, educación y convivencia. Y, las más veces, cuando los hijos quedan con la madre, lo que aparece en primer término es la dejación lisa y llana por parte del padre, que ni siquiera se hace cargo parcialmente de las necesidades materiales de su prole. Son más infrecuentes los abandonos por parte de mujeres que por parte de varones.

Hay poca literatura, decía, y poco cine sobre este particular. Cuando un amigo mío, profesional de la sicología, se separó de su mujer, quedando a cargo de los hijos, dos, un niño y una niña pequeños, a los que él crió y educó exitosamente sin formar nueva pareja, es decir, sin introducir en su existencia una madre sustituta, y que hoy son universitarios independientes con una saludable vida propia, cuando eso ocurrió, decía, hace cerca de veinticinco años, se puso en los cines una película protagonizada por Dustin Hoffman y Meryl Streep, y titulada Kramer contra Kramer, en referencia a la carátula formal del proceso de un divorcio en los Estados Unidos, en la que se trataba el tema con sutileza e inteligencia. Pero fue una flor en el desierto. Todo lo que hubo después, vinculado a hombres adultos y niños en situación de convivencia, fueron comedias, burlas confirmatorias de la descontada ineptitud del varón para entenderse con los pequeños y para realizar tareas tan tediosas y estúpidamente sencillas como cambiar un pañal sin matar al bebé en el intento.

Kramer contra Kramer ponía el dedo en la llaga de un asunto que sigue siendo tabú: las madres que no quieren serlo. Y no incluyo en esa denominación a las mujeres que no quieren ser madres antes de quedar embarazadas y que eligen, con toda coherencia y responsabilidad, no procrear, sino únicamente a las mujeres que, habiendo engendrado y parido, rechazan el ejercicio cotidiano de la maternidad. Un personaje inadmisible tanto en el marco de cualquier religión monoteísta como en el de la magnificación de la mujer derivada del etnicismo de género que es una de las corrientes reales del feminismo vulgar contemporáneo. No voy a hablar de ello aquí, como tampoco voy a hablar de los numerosísimos casos en que la mujer considera más importante al marido que a los hijos, vive la separación como una herida intolerable en su narcisismo y actúa en consecuencia a todos los efectos, subordinándolo todo a su plan de venganza, en el que sus descendientes pasan a ser tratados como simples peones. No voy a hablar aquí de ninguna de esas situaciones, pero no puedo ni quiero dejar de recordar que existen.

Por último: este varón blanco, occidental, de tradición judeo cristiana y práctica civil liberal, jefe de familia monoparental e hijo único de una pareja divorciada, tiene a su vez una pareja con la que no convive sino a tiempo parcial. Ella reside en otra ciudad y nos visitamos el uno al otro cada vez que nos es posible.

Las experiencias que refiero en estas páginas, pues, han de ser compartidas por lectores de condiciones parecidas: mujeres o varones étnica o culturalmente blancos, es decir, criados en una sociedad occidental; de tradición judeo-cristiana, aunque su secularización y su agnosticismo sean radicales, porque lo judeo-cristiano es un way of life, no una fe ni una convicción; con vida de pareja, feliz o infeliz, primera o última, con futuro o sin él. Eso nos sitúa en determinados presupuestos, sin la asunción de los cuales sería imposible exponer y compartir una visión de la situación del varón en nuestra época: estamos contra el maltrato infantil, contra la violencia ejercida sobre las mujeres y contra la violencia ejercida sobre los hombres; estamos contra la ablación de clítoris, proceda la mujer de la cultura que proceda; estamos contra el matrimonio forzoso; estamos contra el matrimonio de menores sin libre elección; estamos contra la violación y contra toda forma no consentida de relación entre sexos, fuera y dentro del matrimonio; estamos contra la esclavitud sexual, incluya o no tráfico internacional de personas; estamos contra la utilización sexual de niños; estamos a favor de la libre decisión sobre la continuidad o la interrupción del embarazo; estamos a favor del derecho a divorciarse. A partir de esto, lo demás es la escritura libre para mis pares, varones y mujeres.

Vivir con mujeres

Siempre he vivido entre mujeres. Mi padre no destacó nunca por la frecuencia de sus visitas. Llegamos a ser relativamente amigos cuando yo alcancé las inmediaciones de la edad adulta. Me gustaba verle. Era un gran seductor. No sé cómo se las arreglaba para serlo, porque sólo sabía hablar de dinero. Aunque tal vez ahí estuviese la clave. O no, porque también cabe que tuviese un discurso sólo para señoras, lleno de aderezos sentimentales o de rotundidades de género. A mí me fascinaba oírle hablar por teléfono. Sabía sin margen de error cuándo conversaba con un hombre y cuándo con una mujer. Le cambiaba la voz. Se le ponía espesa, pronunciaba con más precisión, casi cantaba. Con orquesta y coros. Hacía dúos perfectos consigo mismo. Le escuchaba en el despacho, y el tema, salvo distracciones corteses imprescindibles, era el dinero. Pero aun así. Ellas, desde luego, invertían. Y perdían. Pero ésa es otra historia.

Siempre he vivido con mujeres. Abuela, madre, tías, primas, ah, benditas primas. Nunca intenté entenderlas como conjunto. Me parece brutal la idea de que se pueda entender un conjunto de personalidades en bloque, se trate de mujeres o de hombres, de bomberos o de farmacéuticos, de escritores o de músicos. He procurado entender a cada mujer y a cada hombre, individual, singularmente. Más allá de que sea igualmente necio negar que existan diferencias entre unas y otros. Vivimos en un mundo lleno de estúpidos lugares comunes: los hombres ensucian los baños cuando orinan, las mujeres conducen mejor, o peor, según quién lo diga, los negros llevan el ritmo en la sangre y los judíos, o los escoceses, o los catalanes, son especialmente avaros. No estoy dispuesto a hacer racismo de ninguna especie, ni de piel, ni de liturgia, ni de género, atribuyendo a priori determinadas características a cada miembro de un colectivo.

Decía que siempre he vivido con mujeres. Ahora también. Pero estas mujeres son mis hijas y la comunicación es más compleja con ellas que con ninguna otra. No sólo porque el tabú del incesto está tan perfectamente instalado en mi interior que ni siquiera las percibo como representantes de un género distinto del mío, sino porque las diferencias entre generaciones son más profundas que las diferencias entre sexos. Afectan al lenguaje, a la estética, a la percepción del mundo: tenemos pasados individuales distintos, y en ese terreno somos mutuamente extranjeros. Subrayo el concepto: pasados individuales. El pasado histórico es común, aun cuando no haya sido incorporado del mismo modo. Dentro de unos años, probablemente después de mi muerte, el pasado histórico de mis hijas incluirá y superará el mío, pero hoy todavía es menos pesado para ellas que para mí, quizás a fuerza de ser menos rico.