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Aunque no queda constancia, me atrevo a imaginar que la idea de crear una biblioteca universal nació en la mente de Alejandro. El plan tiene las dimensiones de su ambición, lleva la impronta de su sed de totalidad. «La Tierra», proclamó Alejandro en uno de los primeros decretos que promulgó, «la considero mía». Reunir todos los libros existentes es otra forma —simbólica, mental, pacífica— de poseer el mundo.
La pasión del coleccionista de libros se parece a la del viajero. Toda biblioteca es un viaje; todo libro es un pasaporte sin caducidad. Alejandro recorrió las rutas de África y de Asia sin separarse de su ejemplar de la Ilíada, al que acudía, según dicen los historiadores, en busca de consejo y para alimentar su afán de trascendencia. La lectura, como una brújula, le abría los caminos de lo desconocido.
En un mundo caótico, adquirir libros es un acto de equilibrio al filo del abismo. A esta conclusión llega Walter Benjamin en su espléndido ensayo titulado Desembalo mi biblioteca. «Renovar el viejo mundo: este es el deseo más profundo del coleccionista cuando se ve impulsado a adquirir nuevas cosas», escribe Benjamin. La Biblioteca de Alejandría era una enciclopedia mágica que congregó el saber y las ficciones de la Antigüedad para impedir su dispersión y su pérdida. Pero también fue concebida como un espacio nuevo, del cual partirían las rutas hacia el futuro.
Las bibliotecas anteriores eran privadas y estaban especializadas en las materias útiles para sus dueños. Incluso las que pertenecían a escuelas o grupos profesionales amplios eran solo un instrumento al servicio de sus necesidades particulares. La antecesora que más se le aproximó —la biblioteca de Asurbanipal en Nínive, al norte del actual Irak— se destinaba al uso del rey. La Biblioteca de Alejandría, variada y completísima, abarcaba libros sobre todos los temas, escritos en todos los rincones de la geografía conocida. Sus puertas estaban abiertas a todas las personas ávidas de saber, a los estudiosos de cualquier nacionalidad y a todo aquel que tuviera aspiraciones literarias probadas. Fue la primera biblioteca de su especie y la que más cerca estuvo de poseer todos los libros entonces existentes.
Además, se aproximó al ideal mestizo del imperio que soñaba Alejandro. El joven rey, que se casó con tres mujeres extranjeras y tuvo hijos semibárbaros, planeaba, según cuenta el historiador Diodoro, trasplantar población de Europa en Asia, y en sentido inverso, para construir una comunidad de amistad y vínculos familiares entre los dos continentes. Su súbita muerte le impidió realizar este proyecto de deportaciones, curiosa mezcla de violencia y deseos fraternales.
La Biblioteca se abrió a la amplitud del mundo exterior. Incluyó las obras más importantes de otras lenguas, traducidas al griego. Un tratadista bizantino escribió sobre aquel tiempo: «De cada pueblo se reclutaron sabios, los cuales, además de dominar la propia lengua, conocían a la maravilla el griego; a cada grupo le fueron confiados sus textos respectivos, y así se preparó de todos una traducción». Allí se realizó la conocida versión griega de la Torá judía conocida como Biblia de los Setenta. La traducción de los textos iranios atribuidos a Zoroastro, de más de dos millones de versos, se recordaba todavía siglos después como una empresa memorable. Un sacerdote egipcio llamado Manetón compuso para la Biblioteca una lista de las dinastías faraónicas y sus hazañas desde tiempos míticos hasta la conquista de Alejandro. Para escribir ese compendio de la historia egipcia en lengua griega, buscó, consultó y extractó documentos originales conservados en decenas de templos. Otro sacerdote bilingüe, Beroso, conocedor de la literatura cuneiforme, volcó al griego las tradiciones babilonias. No faltaría en la Biblioteca un tratado sobre la India que escribió, basándose en fuentes locales, un embajador griego en la corte de Pataliputra, ciudad del noreste de la India localizada a orillas del Ganges. Nunca antes se había emprendido una labor de traducción de esa envergadura.
La Biblioteca hizo realidad la mejor parte del sueño de Alejandro: su universalidad, su afán de conocimiento, su inusual deseo de fusión. En los anaqueles de Alejandría fueron abolidas las fronteras, y allí convivieron, por fin en calma, las palabras de los griegos, los judíos, los egipcios, los iranios y los indios. Ese territorio mental fue tal vez el único espacio hospitalario para todos ellos.
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También Borges estaba hechizado por la idea de abrazar la totalidad de los libros. Su relato La biblioteca de Babel nos adentra en una biblioteca prodigiosa, el laberinto completo de todos los sueños y palabras. Enseguida percibimos, sin embargo, que el lugar es inquietante. Allí experimentamos cómo nuestras fantasías se tiñen de pesadilla, transformadas en oráculo de los miedos contemporáneos.
El universo (que otros llaman la Biblioteca), dice Borges, es una especie de colmena monstruosa que existe desde siempre. Se compone de interminables galerías hexagonales idénticas comunicadas por escaleras en espiral. En cada hexágono encontramos lámparas, anaqueles y libros. A derecha e izquierda del rellano hay dos cubículos, uno sirve para dormir de pie y el otro es un urinario. A eso se reducen todas las necesidades: luz, lectura y letrinas. En los pasillos viven extraños funcionarios que el narrador, uno de ellos, define como bibliotecarios imperfectos. Cada uno está a cargo de un determinado número de galerías del infinito circuito geométrico.
Los libros de la Biblioteca contienen todas las combinaciones posibles de veintitrés letras y dos signos de puntuación, o sea, todo lo que se puede imaginar y expresar en todos los idiomas, recordados u olvidados. Por tanto, nos dice el narrador, en algún lugar de los anaqueles se encuentra la crónica de tu muerte. Y la historia minuciosamente detallada del porvenir. Y las autobiografías de los arcángeles. Y el catálogo verdadero de la Biblioteca, así como miles y miles de catálogos falsos. Los habitantes de la colmena tienen las mismas limitaciones que nosotros: dominan apenas un par de lenguas, y el tiempo de su vida es breve. Por tanto, las posibilidades estadísticas de que alguien localice en la inmensidad de los túneles el libro que busca, o simplemente un libro comprensible para él, son remotísimas.
Y esa es la gran paradoja. Por los héxagonos de la colmena merodean buscadores de libros, místicos, fanáticos destructores, bibliotecarios suicidas, peregrinos, idólatras y locos. Pero nadie lee. Entre la agotadora sobreabundancia de páginas azarosas, se extingue el placer de la lectura. Todas las energías se consumen en la búsqueda y el desciframiento.
Podemos entenderlo sencillamente como un relato irónico urdido a partir de mitos bíblicos y bibliófilos que discurren por arquitecturas inspiradas en las prisiones de Piranesi o en las escaleras sin fin de Escher. Sin embargo, a los lectores de hoy, la biblioteca de Babel nos fascina como alegoría profética del mundo virtual, de la desmesura de internet, de esa gigantesca red de informaciones y textos, filtrada por los algoritmos de los buscadores, donde nos extraviamos como fantasmas en un laberinto.
En un sorprendente anacronismo, Borges presagia el mundo actual. El relato contiene, es cierto, una intuición contemporánea: la red electrónica, el concepto que ahora denominamos web, es una réplica del funcionamiento de las bibliotecas. En los orígenes de internet latía el sueño de alentar una conversación mundial. Había que crear itinerarios, avenidas, rutas aéreas para las palabras. Cada texto necesitaba una referencia —un enlace—, gracias a la cual el lector pudiera encontrarlo desde cualquier ordenador en cualquier rincón del mundo. Timothy John Berners-Lee, el científico responsable de los conceptos que estructuran la web, buscó inspiración en el espacio ordenado y ágil de las bibliotecas públicas. Imitando sus mecanismos, asignó a cada documento virtual una dirección que era única y permitía alcanzarlo desde otro ordenador. Ese localizador universal —llamado en lenguaje de computación URL— es el equivalente exacto de la signatura de una biblioteca. Después, Berners-Lee ideó el protocolo de transferencia de hipertexto —más conocido por la sigla http—, que actúa como las fichas de solicitud que rellenamos para pedirle al bibliotecario que busque el libro deseado. Internet es una emanación —multiplicada, vasta y etérea— de las bibliotecas.
Imagino la experiencia de entrar en la Biblioteca de Alejandría en términos parecidos a lo que yo sentí cuando navegué por primera vez en internet: la sorpresa, el vértigo de los espacios inmensos. Me parece contemplar a un viajero que desembarca en el puerto de Alejandría y apresura el paso hacia el reducto de libros, alguien parecido a mí en el apetito de lectura, invadido, casi cegado, por las emocionantes posibilidades de la abundancia que empieza a vislumbrar desde los pórticos de la Biblioteca. Cada uno en nuestra época, pensaríamos lo mismo: en ningún lugar había existido tanta información reunida, tanto conocimiento posible, tantos relatos con los que experimentar el miedo y el deleite de vivir.
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Volvamos atrás. La biblioteca no existe todavía. Las bravatas de Ptolomeo sobre la gran capital griega en Egipto chocaban con una realidad cochambrosa. Dos décadas después de su fundación, Alejandría era una pequeña ciudad en construcción poblada por soldados y marineros, un reducido grupo de burócratas en lucha contra el caos y esa peculiar fauna de negociantes astutos, delincuentes, aventureros y estafadores con labia que buscan una oportunidad en una tierra virgen. Las calles rectas, trazadas por un arquitecto griego, estaban sucias y olían a excrementos. Los esclavos tenían la espalda cosida a latigazos. Se respiraba un ambiente de western, de violencia, energía y depredación. El letal khamsin, el viento del este que siglos después atormentaría a las tropas de Napoleón y de Rommel, sacudía la ciudad al llegar la primavera. En la distancia, las tormentas del khamsin parecían manchas sangrientas en el cielo lejano. Después, la oscuridad borraba la luz, y la arena empezaba su invasión, levantando sofocantes y cegadores muros de polvo que entraban por las rendijas de las casas, secaban la garganta y la nariz, inyectaban los ojos, provocaban locura, desesperación y crímenes. Tras horas de tromba opresiva, se derrumbaban en el mar, acompañados por un sollozo del aire áspero.
Ptolomeo decidió que se instalaría precisamente allí con toda su corte y que atraería a los mejores científicos y escritores de la época hasta aquel páramo en la periferia de la nada.
Empezaron las obras frenéticas. Hizo construir un canal para unir el Nilo con el lago Mareotis y el mar. Diseñó un puerto grandioso. Y ordenó levantar un palacio junto al mar protegido por un dique, una enorme fortaleza donde atrincherarse en caso de asedio, una pequeña ciudad prohibida a la que muy pocos tendrían acceso, el hogar del rey inesperado en su ciudad improbable.
Para edificar sus sueños gastó mucho mucho dinero. Ptolomeo no se había quedado con la tajada más grande, pero sí la más jugosa del Imperio de Alejandro. Egipto era sinónimo de riqueza. En las orillas fértiles del Nilo crecían fabulosas cosechas de cereal, la mercancía que permitía dominar los mercados en aquella época como hoy el petróleo. Además, Egipto exportaba el material de escritura más utilizado en la época: el papiro.
El junco de papiro hunde sus raíces en las aguas del Nilo. El tallo tiene el grosor del brazo de un hombre y su altura se eleva entre tres y seis metros. Con sus fibras flexibles, las gentes humildes fabricaban cuerdas, esteras, sandalias y cestas. Los antiguos relatos lo recuerdan: de papiro, embadurnado con brea y asfalto, era el canastillo donde su madre abandonó al pequeño Moisés a orillas del Nilo. En el tercer milenio a. C. los egipcios descubrieron que con aquellos juncos podían fabricar hojas para la escritura, y en el primer milenio ya habían extendido su hallazgo a los pueblos de Próximo Oriente. Durante siglos, los hebreos, los griegos y luego los romanos escribieron su literatura en rollos de papiro. A medida que las sociedades mediterráneas se alfabetizaban y se volvían más complejas, necesitaban cada vez más papiro, y los precios subían al calor de la demanda. La planta era muy escasa fuera de Egipto y, como el coltán de nuestros teléfonos inteligentes, se convirtió en un bien estratégico. Llegó a existir un poderoso mercado que distribuía el papiro en rutas comerciales a través de África, Asia y Europa. Los reyes de Egipto se apropiaron el monopolio de la manufactura y el comercio de las hojas; los expertos en lengua egipcia creen que la palabra «papiro» tiene la misma raíz que «faraón».
Imaginemos una mañana de trabajo en los talleres faraónicos. Un grupo de operarios del rey llega de madrugada a las riberas del río para segar juncos, y el susurro de sus pasos despierta a los pájaros dormidos, que levantan el vuelo desde el cañaveral. Los hombres trabajan en la frescura de la mañana y a mediodía depositan en el taller grandes brazadas de juncos. Con movimentos precisos, los descortezan y cortan el tallo triangular en delgadas tiras de unos 30-40 centímetros de altura. Colocan sobre una tabla plana la primera capa de tiras verticales y después otra capa de fibras horizontales en ángulo recto con la primera. Golpean con un mazo de madera las dos capas superpuestas de forma que la savia segregada actúe como pegamento natural. Alisan la superficie de las hojas desbastándolas con piedra pómez o conchas. Por último, encolan las láminas de papiro una a continuación de la otra por los bordes con una pasta de harina y agua, hasta formar una larga tira que guardan enrollada. Lo habitual es unir unas veinte láminas y pulir con cuidado las junturas hasta conseguir una superficie lisa en la que no tropiece la caña del escriba. Los mercaderes no venden hojas sueltas, sino rollos; quien necesite escribir una carta o un documento breve cortará el trozo deseado. Los rollos miden entre 13 y 30 centímetros de alto, y su longitud más habitual oscila entre los 3,2 y 3,6 metros. Pero la extensión es tan variable como la cantidad de páginas de nuestros libros. Así, por ejemplo, el rollo más largo de la colección egipcia del Museo Británico, el papiro Harris, medía originalmente 42 metros.
El rollo de papiro supuso un fantástico avance. Tras siglos de búsqueda de soportes y de escritura humana sobre piedra, barro, madera o metal, el lenguaje encontró finalmente su hogar en la materia viva. El primer libro de la historia nació cuando las palabras, apenas aire escrito, encontraron cobijo en la médula de una planta acuática. Y, frente a sus antepasados inertes y rígidos, el libro fue desde el principio un objeto flexible, ligero, preparado para el viaje y la aventura.
Rollos de papiro que albergan en su interior largos textos manuscritos trazados con cálamo y tinta: este es el aspecto de los libros que empiezan a llegar a la naciente Biblioteca de Alejandría.
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Los generales de Alejandro quedaron hechizados por él tras su muerte. Empezaron a imitar sus gestos, su vestimenta, el gorro que solía llevar, su forma de inclinar la cabeza. Seguían celebrando los banquetes como a él le gustaba y reproducían su imagen en las monedas que acuñaban. Uno de los Compañeros del Rey se dejó crecer una melena ondulada que llevaba descuidadamente suelta por parecerse a él. El comandante Eumenes afirmaba que Alejandro se le aparecía en sueños y hablaba con él. Ptolomeo hizo correr el rumor de que era hermanastro de Alejandro por vía paterna. En cierta ocasión, varios herederos rivales accedieron a reunirse en una tienda de campaña presidida por el trono vacío y el cetro del difunto rey; al deliberar, tuvieron la sensación de que el ausente los seguía guiando.
Todos añoraban a Alejandro y acariciaban a su fantasma, pero al mismo tiempo andaban ocupados en hacer pedazos el imperio mundial que les había legado, en liquidar uno detrás de otro a sus familiares más cercanos y en traicionar las lealtades que les unieron. En amores de este tipo pensaba Oscar Wilde cuando escribió, en La balada de la cárcel de Reading : «Cada hombre mata lo que ama».
También en la lucha por el recuerdo de Alejandro, Ptolomeo tomó la delantera con astucia. Una de sus jugadas más brillantes consistió en apoderarse del cadáver del joven rey. Había comprendido mejor que nadie el incalculable valor simbólico de exhibir sus restos mortales.
En el otoño del año 322 a. C., una comitiva partió desde Babilonia rumbo a Macedonia para enterrar a Alejandro en su país natal. Llevaban el cuerpo, embalsamado con miel y especias, dentro de un ataúd de oro, en un carro fúnebre que las fuentes describen como un enternecedor despliegue kitsch de baldaquines, cortinas púrpura, borlas, esculturas doradas, bordados y coronas. Ptolomeo se había hecho amigo del oficial que estaba al mando del cortejo. Con ayuda de ese cómplice, logró que la ruta se desviase hacia Damasco, salió a su encuentro con un gran ejército y secuestró el féretro. El comandante Pérdicas, que ya tenía lista la tumba real en Macedonia, rechinó de dientes al enterarse del rapto y lanzó un ataque contra Egipto, pero acabó ejecutado por sus propios hombres después de una campaña desastrosa. Ptolomeo ganó la partida. Trasladó el cadáver a Alejandría y lo expuso en un mausoleo abierto al público que, como la tumba de Lenin en la Plaza Roja de Moscú, se convirtió en una gran atracción y foco de turismo necrófilo. Allí lo vio todavía el primer emperador romano, Augusto, que depositó una guirnalda sobre la tapa de cristal del sarcófago y pidió tocar el cuerpo. Según las malas lenguas, al darle un beso le rompió accidentalmente la nariz —besar a una momia encierra ciertos riesgos—. El sarcófago fue destruido en alguna de las grandes revueltas populares que sacudieron Alejandría y, a pesar de los rumores, los arqueólogos no consiguen encontrar el rastro de la tumba. Hay quien piensa que el cadáver pudo tener un final digno del cosmopolita Alejandro (troceado y convertido en miles de amuletos diseminados por el ancho mundo que una vez conquistó).
Cuentan que, cuando Augusto homenajeó a Alejandro en su mausoleo, le preguntaron si también quería ver el sepulcro de los Ptolomeos. «He venido a ver a un rey, no a muertos», contestó. Esas palabras condensan el drama de los diádocos, los sucesores de Alejandro —todo el mundo los consideraba una banda de mediocres suplentes, un gris apéndice de la leyenda—. Les faltaba la legitimidad del carisma, y solo al entroncar con un muerto podían infundir auténtico respeto. Por eso se disfrazaban de Alejandro de todas las maneras posibles, deseando que los confundieran con él, como esos concienzudos imitadores de Elvis de nuestros días.
Dentro de este juego de parecidos y analogías, el rey Ptolomeo quiso a Aristóteles para maestro de sus hijos, como lo fue de Alejandro. Pero el filósofo había muerto en el año 322 a. C., solo unos meses después de su famoso alumno. Un tanto decepcionado por tener que rebajar el listón, Ptolomeo envió a sus mensajeros a la escuela de Aristóteles en Atenas, el Liceo, para ofrecer trabajo en Alejandría, generosamente pagado, a los sabios más brillantes del momento. Dos de ellos aceptaron la oferta; uno educaría a los príncipes, y el otro organizaría la Gran Biblioteca.
El nuevo encargado de la adquisición y el orden de los libros se llamaba Demetrio de Falero. Él inventó el oficio, hasta entonces inexistente, de bibliotecario. Sus años jóvenes le habían preparado para las tareas intelectuales y para el mando. Fue estudiante del Liceo y luego, durante una década, entró en el torbellino de la política. En Atenas había conocido la primera biblioteca organizada aplicando un sistema racional: la colección del mismísimo Aristóteles, apodado «el lector». Aristóteles, en más de doscientos tratados, buscó la estructura del mundo y la parceló (física, biología, astronomía, lógica, ética, estética, retórica, política, metafísica). Allí, entre los anaqueles de su maestro y el sosiego de sus clasificaciones, Demetrio debió de comprender que poseer libros es un ejercicio de equilibrio sobre la cuerda floja. Un esfuerzo por unir los pedazos dispersos del universo hasta formar un conjunto dotado de sentido. Una arquitectura armoniosa frente al caos. Una escultura de arena. La guarida donde protegemos todo aquello que tememos olvidar. La memoria del mundo. Un dique contra el tsunami del tiempo.
Demetrio trasplantó a Egipto el modelo de pensamiento aristotélico, que en aquella época estaba en la vanguardia de la ciencia occidental. Se decía que Aristóteles había enseñado a los alejandrinos a organizar una biblioteca. La frase no se puede interpretar de manera literal, porque el filósofo nunca viajó al país del Nilo. Su influjo llegó por caminos indirectos, a través de su alumno aventajado, que desembarcó en la joven ciudad huyendo de los sobresaltos de la política. Sin embargo, a pesar de sus buenas intenciones, Demetrio sucumbió a las intrigas de la corte de Ptolomeo. Conspiró, cayó en desgracia y fue arrestado. Pero su paso por Alejandría dejó huellas duraderas. Gracias a él, un fantasma protector se instaló en la Biblioteca, el de Aristóteles, el apasionado de los libros.
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Cada cierto tiempo, Demetrio debía enviar a Ptolomeo un informe sobre el progreso de su tarea, que empezaba así: «Al gran rey, de parte de Demetrio. Obedeciendo su orden de añadir a la colección de la Biblioteca, para completarla, los libros que todavía faltan, y de restaurar adecuadamente aquellos que fueron maltratados por los azares de la fortuna, he puesto gran cuidado en mi tarea y ahora le hago rendición de cuentas».
Y no era una tarea sencilla. Apenas se podían conseguir libros griegos sin recorrer largas distancias; en los templos, palacios y mansiones del país abundaban los rollos, pero en egipcio, y Ptolomeo no se rebajaría a aprender el idioma de sus súbditos. Solo Cleopatra, la última de la estirpe y, según los testimonios, asombrosa políglota, llegó a hablar y leer la lengua faraónica.
Demetrio envió agentes con la bolsa repleta y armas al cinto, rumbo a Anatolia, las islas del mar Egeo y Grecia, a la caza de obras en griego. Por aquella misma época, como ya he contado, los oficiales de aduanas recibieron instrucciones de registrar todos los barcos que anclaban en el puerto de Alejandría y requisar cualquier texto que encontrasen a bordo. Los rollos recién comprados o confiscados iban a parar a unos almacenes donde los ayudantes de Demetrio los identificaban y hacían inventario. Aquellos libros eran cilindros de papiro sin portada ni lomo —y sin esas contracubiertas y fajas rojas que nos recuerdan lo aclamada, vibrante y magistral que es la obra en cuestión—. Era difícil reconocer el contenido a primera vista y, cuando alguien poseía más de una docena de libros y pretendía consultarlos a menudo, era un verdadero incordio. Para una biblioteca, este problema planteaba un gran desafío, que se resolvía de manera imperfecta. Antes de apilar los libros en los anaqueles, colocaban en el extremo de cada rollo un pequeño letrero —muy propenso a caerse— con la indicación del autor, la obra y la procedencia del ejemplar.
Cuentan que, en una visita del rey a la Biblioteca, Demetrio propuso incorporar a la colección los libros de la ley judía, en una versión cuidada. «¿Qué te impide hacerlo?», preguntó el rey, que le había dado carta blanca. «Se necesita una traducción, porque están escritos en hebreo».
Pocos entendían ya el hebreo incluso en Jerusalén, donde la mayoría de la población hablaba arameo, la lengua en la que siglos después predicaría Jesús. Los judíos de Alejandría —una comunidad poderosa que ocupaba un barrio entero de la ciudad— empezaron entonces a traducir sus escrituras sagradas al griego, pero de forma lenta y fragmentaria, porque los fieles más ortodoxos se oponían a las innovaciones. Era un debate candente en las sinagogas de la época, como fue para los católicos el fin de las misas en latín. Por tanto, si el encargado de la Bibioteca quería una versión completa y cuidada de la Torá, tendría que encargarla.
Según la tradición, Demetrio pidió permiso para escribir a Eleazar, sumo sacerdote de Jerusalén. En nombre de Ptolomeo, le pidió que enviase a Alejandría eruditos expertos en la Ley y capaces de traducirla. Eleazar respondió con alegría a la carta y a los regalos que la acompañaban. Tras un mes de viaje a través de las arenas abrasadoras del Sinaí, llegaron a Egipto setenta y dos sabios hebreos, seis por cada tribu, la flor y nata de la doctrina rabínica, y fueron alojados en una mansión de la isla de Faro, junto a la playa, «inmersa en una paz profunda». Demetrio los visitaba a menudo con su personal para comprobar el avance del trabajo. En ese retiro tranquilo, se dice que acabaron la traducción del Pentateuco en setenta y dos días, y después volvieron a su ciudad. En recuerdo de esta historia, la Biblia griega se conoce como «Biblia de los Setenta».
Quien cuenta estos acontecimientos, un tal Aristeas, asegura haber asistido en persona. Hoy sabemos que el documento es una falsificación, pero hay datos reales agazapados entre el ramaje de esta fábula. El mundo estaba cambiando y Alejandría era su espejo. La lengua griega se estaba convirtiendo en la nueva lengua franca. No era, claro, el idioma de Eurípides y Platón, sino una versión asequible que llamaban koiné, algo parecido a ese inglés renqueante con el que nos entendemos en los hoteles y aeropuertos en vacaciones. Los reyes macedonios habían decidido imponer el griego en todo el imperio, como símbolo de dominio político y supremacía cultural, dejando al prójimo el esfuerzo de aprenderlo si querían hacerse atender. No obstante, algo del universalidad de Alejandro y Aristóteles había calado en su orgullosa mollera chovinista. Sabían que necesitaban comprender a sus nuevos súbditos para poder gobernarlos. Desde esa óptica se explican los esfuerzos económicos e intelectuales por traducir sus libros, y especialmente sus textos religiosos, que son mapas de las almas. La Biblioteca de Alejandría no nació solo para ofrecer un refugio al pasado y su herencia. Era también la avanzadilla de una sociedad que podríamos considerar globalizada, como la nuestra.
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Esa primitiva globalización se llamó «helenismo». Costumbres, creencias y formas de vida comunes arraigaron en los territorios conquistados por Alejandro desde Anatolia hasta el Punyab. La arquitectura griega era imitada en lugares tan remotos como Libia o la isla de Java. El idioma griego servía para comunicarse a asiáticos y africanos. Plutarco asegura que en Babilonia leían a Homero, y que los niños de Persia, de Susa y de Gedrosia —región hoy repartida entre Pakistán, Afganistán e Irán— cantaban las tragedias de Sófocles y Eurípides. Por los caminos del comercio, la educación y el mestizaje, una gran parte del mundo empezó a experimentar una llamativa asimilación cultural. El paisaje desde Europa a la India estaba salpicado de ciudades con rasgos reconocibles (calles amplias que se cruzaban en ángulo recto según el trazado hipodámico, ágoras, teatros, gimnasios, inscripciones en griego y templos con frontones decorados). Eran los signos distintivos de aquel imperialismo, como hoy lo son la Coca-Cola, los McDonald’s, los anuncios luminosos, los centros comerciales, el cine de Hollywood y los productos de Apple, que uniformizan el mundo.
Igual que en nuestra época, había fuertes corrientes de descontento. En los pueblos conquistados, muchos súbditos se resistían a que los colonizaran los invasores. Pero también había cascarrabias griegos que recordaban tiempos de aristocrática independencia y no se adaptaban a la nueva sociedad cosmopolita. Ah, la pureza perdida del pasado. De repente, surgían extranjeros piojosos en todos los rincones. En un mundo de horizontes ampliados, la emigración crecía mientras los salarios del trabajo libre se resentían por la competencia de los esclavos orientales. Aumentó el miedo al otro, al diferente. Un gramático llamado Apión rezongaba porque los judíos ocupaban el mejor barrio de Alejandría, junto al palacio real, y Hecateo, un griego que visitó Egipto en época de Ptolomeo, deploraba la xenofobia judía. También hubo fricciones, a veces sangrientas, entre comunidades. El historiador Diodoro relata que una multitud furiosa de egipcios linchó a un extranjero por matar a un gato, animal sagrado para los egipcios.
Los cambios provocaban ansiedad. Muchos griegos que durante siglos habían vivido en pequeñas ciudades administradas por sus propios ciudadanos de pronto se vieron incorporados a extensos reinos. Empezó a cundir el desarraigo, la sensación de estar desplazados, de vivir perdidos en un universo demasiado grande, gobernados por poderes lejanos e inaccesibles. Se desarrolló el individualismo; se agudizó la sensación de soledad.
La civilización helenística —angustiada, frívola, teatral, convulsa, aturdida por las rápidas transformaciones— albergaba impulsos contradictorios. Parafraseando a Dickens, «era el mejor de los tiempos; era el peor de los tiempos». Florecieron al mismo tiempo el escepticismo y la superstición; la curiosidad y los prejuicios; la tolerancia y la intolerancia. Algunas personas empezaron a considerarse ciudadanas del mundo, mientras que en otras se exacerbaba el nacionalismo. Las ideas reverberaban y viajaban más allá de las fronteras, entremezclándose con facilidad. Triunfaba el eclecticismo. El pensamiento estoico, que se impuso durante todo el helenismo y la época imperial romana, enseñaba a evitar el sufrimiento a través de la serenidad, la ausencia de deseos y el fortalecimiento interior. Los budistas orientales se podían sentir identificados con ese programa de autoayuda.
El fracaso de los ideales del pasado desató entre los griegos una intensa nostalgia de otros tiempos, y, a la vez, la diversión de parodiar los viejos relatos heroicos. Si Alejandro había conquistado el mundo aferrado a su ejemplar de la Ilíada, poco tiempo después un poeta anónimo puso en solfa aquellas leyendas en una epopeya cómica, la Batracomiomaquia, que narraba la batalla entre las tropas de Hinchamejillas, rey de las ranas, y Robamigas, príncipe de los ratones. La fe en los dioses y en los mitos se extinguía dejando atrás una estela mixta de irreverencia, desconcierto y añoranza. Décadas más tarde, Apolonio de Rodas, nostálgico bibliotecario de Alejandría, homenajeó la épica antigua en su poema sobre las aventuras de Jasón y los Argonautas. Los cinéfilos de hoy descubrirán la misma tensión en el western crepuscular Sin perdón de Clint Eastwood, frente a la sonrisa iconoclasta e irónica de Tarantino dinamitando el género en Django desencadenado. El chiste y la melancolía convivían en una amalgama que resulta muy reconocible en nuestros días.
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Ptolomeo había cumplido sus propósitos. Hasta que Roma la desbancó, Alejandría fue el centro de esa civilización que traspasaba fronteras. Era además la capital del poder económico. El flamante Faro, una de las maravillas del mundo, desempeñaba la misma función simbólica que las Torres Gemelas del World Trade Center de Nueva York.
Al sur de Alejandría, enormes graneros oscuros quebraban la línea del horizonte. Allí se almacenaban las cosechas de las ricas llanuras de aluvión bañadas por el Nilo. Millares de sacos eran transportados a los muelles a través de una red de canales. Los barcos egipcios zarpaban llenos a rebosar rumbo a las principales ciudades portuarias de la época, donde esperaban con ansiedad sus cargamentos para conjurar el fantasma del hambre. Los grandes centros urbanos de la Antigüedad habían crecido más allá de las posibilidades de las zonas rurales circundantes. Alejandría garantizaba el pan, que era sinónimo de estabilidad y condición indispensable del poder. Si los egipcios decidían subir los precios o reducir el suministro, un país entero podía hundirse en la violencia y los motines.
Aunque sea una ciudad joven y poderosa, la nostalgia se agazapa en los mismos cimientos de Alejandría. El rey añora tiempos pasados que no ha conocido, pero le obsesionan —la época dorada de Atenas, los días efervescentes de Pericles, los filósofos, los grandes historiadores, el teatro, los sofistas, los discursos, la concentración de individuos extraordinarios en una pequeña capital orgullosa que se proclamó «la escuela de Grecia»—. Durante siglos, los macedonios, en su país casi bárbaro al norte de Grecia, oían hablar del esplendor de Atenas, y esas noticias y rumores les fascinaban. Invitaron al viejo Eurípides a pasar sus últimos años con ellos, y también consiguieron atraer a Aristóteles a la corte. Esos invitados ilustres eran su esperanza. Intentaban imitar los refinamientos de Atenas, querían sentirse cultos y perder la fama humillante de ser menos griegos que los demás. Su mirada fronteriza, periférica, admirativa, agrandaba el mito.
En este punto, recuerdo el jardín de los Finzi-Contini en la novela de Giorgio Bassani. La he leído y releído muchas veces, y creo que es uno de mis libros favoritos. La gran mansión de los judíos ricos de Ferrara, con su jardín, su pista de tenis y los altos muros que la rodean, representa ese lugar donde quieres ser admitido, pero, cuando te invitan, te sientes un advenedizo inseguro. No perteneces a ese mundo, por muy enamorado de él que estés. Te dejarán entrar durante un solo verano encantado, disfrutar de largos partidos de tenis, explorar el jardín, caer en la red del deseo, pero las puertas volverán a cerrarse. Y ese espacio quedará unido para siempre a tu melancolía. Casi todos nosotros, en algún momento de la vida, hemos espiado desde fuera un jardín de los Finzi-Contini. Para Ptolomeo, era Atenas. Con la memoria herida por la ciudad inalcanzable, fundó el Museo de Alejandría.
Para un griego, un museo era un recinto sagrado en honor de las musas, las hijas de la Memoria, las diosas de la inspiración. La Academia de Platón y, más tarde, el Liceo de Aristóteles tenían su sede en bosquecillos consagrados a las musas porque el ejercicio del pensamiento y la educación podían entenderse como actos metafóricos y luminosos de culto a las nueve diosas. El Museo de Ptolomeo llegó más lejos: fue una de las instituciones más ambiciosas del helenismo, una primitiva versión de nuestros centros de investigación, universidades y laboratorios de ideas. Se invitaba al Museo a los mejores escritores, poetas, científicos y filósofos de la época. Los elegidos mantenían el puesto de por vida, liberados de cualquier preocupación material, de forma que pudieran dedicar todas sus energías a pensar y crear. Ptolomeo les asignaba un salario, vivienda gratuita y un puesto en un lujoso comedor colectivo. Además, los eximía de pagar impuestos, quizá el mejor regalo en tiempos de voracidad de las arcas reales.
Durante siglos, el Museo reunió, como deseaba Ptolomeo, una rutilante constelación de nombres: el matemático Euclides, que formuló los teoremas de la geometría; Estratón, el mejor físico de la época; el astrónomo Aristarco; Eratóstenes, que calculó el perímetro de la Tierra con pasmosa exactitud; Herófilo, pionero de la anatomía; Arquímedes, inventor de la hidrostática; Dionisio de Tracia, que escribió el primer tratado de gramática; los poetas Calímaco y Apolonio de Rodas. En Alejandría nacieron teorías revolucionarias, como el modelo heliocéntrico del sistema solar, que, rescatado en el siglo XVI, provocaría el giro copernicano y la condena de Galileo. Se rompió el tabú de las disecciones de cadáveres —y también, según las malas lenguas, de presos vivos de las cárceles—, que permitieron avanzar a la medicina. Se desarrollaron nuevas ramas de saber, como la trigonometría, la gramática y la conservación de manuscritos. Allí, el estudio filológico de los textos desplegó las alas. Se hicieron grandes descubrimientos, como el tornillo sin fin, que todavía se utiliza para el bombeo. Y, diecisiete siglos antes del caballo de fuerza de Watt, Herón de Alejandría describió una máquina de vapor, aunque solo la utilizó para propulsar el movimiento de muñecos mecánicos y otros juguetes. Su obra sobre los autómatas es considerada un temprano precedente de la robótica.
La Biblioteca ocupaba un lugar esencial en aquella pequeña ciudad de sabios. Pocas veces en la historia se ha hecho un esfuerzo parecido, consciente y deliberado, por reunir en un único lugar a la mentes más brillantes de la época. Y nunca antes los mejores pensadores habían tenido acceso a tantos libros, a la memoria del saber anterior, a los susurros del pasado con los que aprender el oficio de pensar.
El Museo y la Biblioteca formaban parte del recinto del palacio, protegidos por los muros de la fortaleza. La vida de aquellos primeros investigadores profesionales discurría en el aislamiento del espacio fortificado. Su rutina consistía en celebrar conferencias, clases y discusiones públicas, pero, por encima de todo, dominaba la silenciosa investigación. El director de la Biblioteca era además el maestro de los hijos del rey. Al caer el sol, cenaban todos juntos en una sala donde a veces el propio Ptolomeo se unía al banquete para escuchar sus conversaciones, sus duelos de ingenio, sus hallazgos y sus vanidades. Quizá pensaba que había conseguido crear su propia Atenas, su jardín amurallado.
Gracias a un autor satírico de la época conocemos las costumbres de los miembros del Museo, tranquilos estudiosos aliviados de toda preocupación, protegidos de la intemperie de sus tiempos. «En la populosa tierra de Egipto —dice el poeta y humorista— engordan muchos eruditos que garabatean libros y se dan picotazos en la jaula de las musas». Otro poema hacía regresar a un escritor del mundo de los muertos para aconsejar a los habitantes del Museo que no sintiesen tanto resentimiento unos hacia otros. En efecto, los picotazos eran un asunto corriente entre aquellos sabios de descansada vida, retirados del mundanal ruido. Las fuentes históricas reflejan discordias, celos, cólera, rivalidades y maledicencia entre ellos. Nada que no suceda en nuestros actuales departamentos universitarios, con sus pequeñas e interminables contiendas.
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En nuestros días, se ha desatado una enfurecida competición por levantar el rascacielos más alto del mundo. Alejandría, en su momento, entró en la lucha: el Faro de la ciudad fue, durante muchos siglos, una de las construcciones más altas del mundo. Era el emblema de la vanidad real, ese edificio icónico, como la Ópera de Sidney o el Museo Guggenheim de Bilbao, que es el sueño erótico de los gobernantes. Y se convirtió, además, en el símbolo de una época dorada de la ciencia.
Al principio «Faro» era un lugar; así se llamaba la isla del delta del Nilo con la que soñó Alejandro y donde decidió fundar la ciudad. En el mar Báltico, otra pequeña isla se llama Fårö. Allí rodó Ingmar Bergman su película Como en un espejo —entre muchas otras— y allí se retiró para vivir como un ermitaño abismado. Pero nosotros ya no nos acordamos del topónimo original; el edificio se ha apropiado del nombre geográfico y, por herencia del griego, la palabra pervive aún en las lenguas actuales.
Antes de empezar la construcción, Ptolomeo encargó a un ingeniero griego unir la isla de Faro a los muelles a través de un dique de más de un kilómetro de largo, que dividió el puerto en dos dársenas separadas para los barcos mercantes y los militares. En el centro del enjambre de barcos, se alzó la gran torre blanca. Los árabes que todavía la vieron en pie en época medieval describen una estructura de tres cuerpos —cuadrado, octogonal y cilíndrico—, comunicados por rampas. En la cima, a una altura de unos ciento veinte metros, había un espejo que reflejaba el sol de día y el resplandor de una hoguera por la noche. En el silencio nocturno, los esclavos subían por las rampas con cargas de combustible que mantenían vivo el fuego.
La leyenda envuelve al espejo del Faro. En aquel tiempo, las lentes eran alta tecnología, objetos fascinantes capaces de transformar la mirada y el mundo. Entre los científicos del Museo, que intentaban abrir todos los caminos del conocimiento, también hubo expertos en óptica; bajo sus órdenes se labraría el gran espejo. Aunque no se puede saber con certeza lo que consiguieron, muchos siglos después, los relatos de los viajeros árabes hablan de lentes que permitían vigilar desde el Faro a gran distancia los barcos que navegaban hacia Alejandría. Se contaba que desde lo más alto del Faro se podía ver la ciudad de Constantinopla reflejada en la luna del espejo. A partir de esos confusos recuerdos —ciertos en parte, en parte exagerados—, podríamos encontrar tal vez en el Faro al antepasado del telescopio, un gran ojo capaz de adentrarse en la lejanía del mar y las estrellas.
Fue la última y la más moderna de las siete maravillas de la Antigüedad. Simbolizaba lo que Alejandría quería ser: la ciudad-faro, el centro del eje de coordenadas, la capital de un mundo ampliado, la señal luminosa que guiaba y dirigía el rumbo de todas las navegaciones. Y, aunque lo destruyeron las sacudidas de sucesivos terremotos desde el siglo X al XIV, podemos intuir su huella en todos los faros posteriores, que han seguido su modelo arquitectónico.
La Biblioteca, que también era en cierto sentido un faro, es sin embargo un lugar que ningún autor antiguo nos ayuda a imaginar. En todos los textos, permanecen imprecisos los detalles sobre el espacio, la distribución de salas y patios, las atmósferas y los rincones, como reflejados en un espejo a oscuras.
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Leer es un ritual que implica gestos, posturas, objetos, espacios, materiales, movimientos, modulaciones de luz. Para imaginar cómo leían nuestros antepasados necesitamos conocer, en cada época, esa red de circunstancias que rodean el íntimo ceremonial de entrar en un libro.
El manejo de un rollo no se parece al de un libro de páginas. Al abrir un rollo, los ojos encontraban una hilera de columnas de texto, una detrás de otra, de izquierda a derecha, en la cara interior del papiro. A medida que avanzaba, el lector iba desenroscándolo con la mano derecha para acceder al texto nuevo, mientras con la mano izquierda enrollaba las columnas ya leídas. Un movimiento pausado, rítmico, interiorizado; un baile lento. Al terminar de leerse, el libro quedaba enrollado al revés, desde el final hacia el principio, y la cortesía exigía rebobinarlo —como las cintas casetes— para el próximo lector. La cerámica, las esculturas y los relieves representan a hombres y mujeres, atrapados por la lectura, reproduciendo esos gestos. Están de pie, o sentados con el libro en el regazo. Tienen ocupadas las dos manos; no pueden desplegar el rollo con solo una. Sus posturas, actitudes y gestos son distintos de los nuestros y al mismo tiempo los recuerdan: la espalda se comba ligeramente, el cuerpo se agazapa sobre las palabras, el lector se ausenta de su mundo por un momento y emprende un viaje, transportado por el movimiento lateral de sus pupilas.
La Biblioteca de Alejandría acogió a muchos de aquellos viajeros inmóviles, pero no sabemos con certeza qué marco y qué lugares ofrecía para la lectura. Apenas hay descripciones, y las que tenemos son extrañamente vagas. Solo podemos conjeturar lo que ocultan esos silencios. La información más decisiva procede de un autor nacido en la actual Turquía, Estrabón, que llegó a Alejandría desde Roma en el año 24 a. C. para trabajar en un gran tratado geográfico con el que quería complementar sus investigaciones sobre historia. En la crónica de su paso por la ciudad —donde conoció el Faro, el gran dique, el puerto, las calles en damero, los barrios, el lago Mareotis y los canales del Nilo—, dice que el Museo forma parte del enorme palacio real. Con el paso de los siglos, el palacio se había ido ampliando, ya que cada rey le había añadido nuevas dependencias y edificios, hasta que el conjunto llegó a ocupar, según Estrabón, un tercio de la ciudad. En esa extensa fortaleza prohibida, a la que pocos tenían acceso, Estrabón contempló un atareado microcosmos. Después de recorrerlo con mirada atenta, redactó una descripción del Museo y del mausoleo de Alejandro, sin mencionar una sola palabra sobre la Bibloteca.
El Museo —explica— comprende el perípato (una galería cubierta y adornada con columnas), la exedra (una zona semicircular al aire libre, con asientos) y una sala grande, en la cual comen juntos los sabios. Viven en comunidad de bienes y tienen un sacerdote, que es jefe del Museo, antiguamente nombrado por los soberanos y ahora por Augusto.
Eso es todo.
¿Dónde estaba la Biblioteca? Tal vez la hemos buscado en vano y, aunque la tenemos ante los ojos, no la vemos porque no se parece a nuestras expectativas. Algunos expertos suponen que Estrabón no menciona la Biblioteca, donde sin duda trabajó, porque no era un edificio independiente. Quizá era un conjunto de nichos abiertos en los muros de la gran galería del Museo. Allí, apilados en baldas, se encontrarían los rollos, al alcance de los investigadores. En habitaciones anexas se almacenarían documentos y libros de uso menos frecuente, los más valiosos y raros.
Es la hipótesis más verosímil sobre las bibliotecas griegas, que no eran salas, sino estantes. Carecían de instalaciones para los lectores, que debían trabajar en un pórtico contiguo, soleado y protegido de las inclemencias, muy semejante al claustro de un monasterio. Si todo sucedía como imaginamos, aquellos lectores del Museo de Alejandría escogerían un libro y buscarían un asiento en la exedra. O se retirarían a sus alojamientos para recostarse. O leerían paseando lentamente entre las columnas y ante la mirada ciega de las estatuas. Y así transitarían por los caminos de la invención y las rutas de la memoria.
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En nuestro tiempo, en cambio, algunos de los edificios más fascinantes de la arquitectura contemporánea son precisamente bibliotecas, espacios abiertos a la experimentación y al juego con la luz. Pensemos en la admirada Staatsbibliothek de Berlín, diseñada por Hans Scharoun y Edgar Wisniewski. Allí filmó Wim Wenders una escena de El cielo sobre Berlín. La cámara se desliza por la enorme sala de lectura abierta, asciende por las escaleras y se asoma al impresionante espacio vertical desde las pasarelas superpuestas que flotan como los palcos de un auditorio. La gente hormiguea bajo la luz cenital, entre los bloques paralelos de estanterías, cargando pilas de libros pegados al vientre. O permanece sentada con variados gestos de concentración (la mano bajo el mentón, el puño sosteniendo la mejilla, un bolígrafo que gira entre los dedos como una hélice…).
Sin que nadie llegue a percibirlo, entra en la biblioteca un grupo de ángeles ataviados con esa memorable estética de los años ochenta: amplios abrigos oscuros, jerséis de cuello alto y, en el caso de Bruno Ganz, el pelo recogido en una pequeña coleta. Como los humanos no pueden verlos, los ángeles se acercan con libertad, se sientan a su lado o les colocan una mano en el hombro. Intrigados, se asoman a los libros que están leyendo. Acarician el lápiz de un estudiante, sopesando el misterio de todas las palabras que salen de ese pequeño objeto. Junto a unos niños, imitan sin comprenderlo el gesto de rozar las líneas con el dedo índice. Observan a su alrededor, con curiosidad y asombro, rostros ensimismados y miradas sumergidas en las palabras. Quieren entender qué sienten los vivos en esos momentos y por qué los libros atrapan su atención con tal intensidad.
Los ángeles poseen el don de escuchar los pensamientos de las personas. Aunque nadie habla, captan a su paso un murmullo constante de palabras susurradas. Son las sílabas silenciosas de la lectura. Leer construye una comunicación íntima, una soledad sonora que a los ángeles les resulta sorprendente y milagrosa, casi sobrenatural. Dentro de las cabezas de la gente, las frases leídas resuenan como un canto a capela, como una plegaria.
Al igual que en esta secuencia de la película, la Biblioteca de Alejandría estaría poblada de rumores y bisbiseos a media voz. En la Antigüedad, cuando los ojos reconocían las letras, la lengua las pronunciaba, el cuerpo seguía el ritmo del texto, y el pie golpeaba el suelo como un metrónomo. La escritura se oía. Pocos imaginaban que fuera posible leer de otra manera.
Hablemos por un momento de ti, que lees estas líneas. Ahora mismo, con el libro abierto entre las manos, te dedicas a una actividad misteriosa e inquietante, aunque la costumbre te impide asombrarte por lo que haces. Piénsalo bien. Estás en silencio, recorriendo con la vista hileras de letras que tienen sentido para ti y te comunican ideas independientes del mundo que te rodea ahora mismo. Te has retirado, por decirlo así, a una habitación interior donde te hablan personas ausentes, es decir, fantasmas visibles solo para ti (en este caso, mi yo espectral) y donde el tiempo pasa al compás de tu interés o tu aburrimiento. Has creado una realidad paralela parecida a la ilusión cinematográfica, una realidad que depende solo de ti. Tú puedes, en cualquier momento, apartar los ojos de estos párrafos y volver a participar en la acción y el movimiento del mundo exterior. Pero mientras tanto permaneces al margen, donde tú has elegido estar. Hay un aura casi mágica en todo esto.
No creas que siempre ha sido así. Desde los primeros siglos de la escritura hasta la Edad Media, la norma era leer en voz alta, para uno mismo o para otros, y los escritores pronunciaban las frases a medida que las escribían escuchando así su musicalidad. Los libros no eran una canción que se cantaba con la mente, como ahora, sino una melodía que saltaba a los labios y sonaba en voz alta. El lector se convertía en el intérprete que le prestaba sus cuerdas vocales. Un texto escrito se entendía como una partitura muy básica y por eso aparecían las palabras una detrás de otra en una cadena continua sin separaciones ni signos de puntuación —había que pronunciarlas para entenderlas—. Solía haber testigos cuando se leía un libro. Eran frecuentes las lecturas en público, y los relatos que gustaban iban de boca en boca. No hay que imaginar los pórticos de las bibliotecas antiguas en silencio, sino invadidos por las voces y los ecos de las páginas. Salvo excepciones, los lectores antiguos no tenían la libertad de la que tú disfrutas para leer a tu gusto las ideas o las fantasías escritas en los textos, para pararte a pensar o a soñar despierto cuando quieras, para elegir y ocultar lo que eliges, para interrumpir o abandonar, para crear tus propios universos. Esta libertad individual, la tuya, es una conquista del pensamiento independiente frente al pensamiento tutelado, y se ha logrado paso a paso a lo largo del tiempo.
Quizá por esa razón, los primeros en leer como tú, en silencio, en conversación muda con el escritor, llamaron poderosamente la atención. En el siglo IV, Agustín se quedó tan intrigado al ver leer de esta forma al obispo Ambrosio de Milán, que lo anotó en sus Confesiones. Era la primera vez que alguien hacía algo así delante de él. Es obvio que le pareció algo fuera de lo corriente. Al leer —nos cuenta con extrañeza—, sus ojos transitan por las páginas y su mente entiende lo que dicen, pero su lengua calla. Agustín se da cuenta de que ese lector no está a su lado a pesar de su gran proximidad física, sino que se ha escapado a otro mundo más libre y fluido elegido por él, está viajando sin moverse y sin revelar a nadie dónde encontrarlo. Ese espectáculo le resultaba desconcertante y le fascinaba.
Eres un tipo muy especial de lector y desciendes de una genealogía de innovadores. Este diálogo silencioso entre tú y yo, libre y secreto, es una asombrosa invención.
20
Al morir, Ptolomeo dejó resueltas las incertidumbres profesionales para más de diez generaciones de sus herederos. La dinastía que él había iniciado duraría casi trescientos años, hasta que los romanos anexionaron Egipto a su imperio. Todos los reyes de la familia —llegó a haber catorce— se llamaron Ptolomeo, y los autores antiguos no siempre se esfuerzan en diferenciar uno de otro (o quizá pierden la cuenta). Leyendo las fuentes, se tiene el espejismo de un solo soberano vampírico que vive durante tres siglos mientras a su alrededor el mundo helenístico —hedonista, nostálgico y sojuzgado— se tambalea y cambia de manos.
La época dorada de la Biblioteca y el Museo coincide con el reinado de los cuatro primeros Ptolomeos. En los oasis entre batallas y conspiraciones de corte, todos ellos disfrutaron de la compañía un tanto excéntrica de su particular colección de sabios. Tenían aficiones intelectuales: Ptolomeo I quiso ser historiador de la gran aventura que había vivido y escribió una crónica de las conquistas de Alejandro; Ptolomeo II se interesó por la zoología; Ptolomeo III, por la literatura; y Ptolomeo IV era dramaturgo en su tiempo libre. Después, el entusiamo fue decayendo poco a poco, y la espléndida Alejandría empezó a agrietarse ligeramente. De Ptolomeo X se cuenta que sufrió apuros económicos y, para pagar el salario a sus soldados, ordenó sustituir el sarcófago de oro de Alejandro por un ataúd más barato de alabastro o cristal de roca. Fundió el metal para acuñar moneda y salió del aprieto, pero los alejandrinos nunca le perdonaron el sacrilegio. Por ese puñado de dracmas acabó, algún tiempo después, asesinado en el exilio.
Los buenos tiempos, sin embargo, duraron décadas, y los libros siguieron llegando en cascada a Alejandría. De hecho, Ptolomeo III fundó una segunda biblioteca fuera del distrito del palacio, en el santuario del dios Serapis. La Gran Biblioteca quedó reservada a los estudiosos, mientras que la biblioteca filial se puso a disposición de todos. Como dijo un profesor de retórica que la conoció poco antes de su destrucción, los libros del Serapeo «ponían a toda la ciudad en condiciones de filosofar». Quizá fue la primera biblioteca pública realmente abierta a ricos y pobres; élites y desfavorecidos; libres y esclavos.
La filial se alimentaba de copias de la biblioteca principal. Al Museo llegaban miles de rollos, de todas las procedencias, que los sabios estudiaban, cotejaban y corregían, preparando a partir de ellos ejemplares definitivos y cuidadísimos. Los duplicados de esas ediciones óptimas iban a nutrir los fondos de la biblioteca hija.
El templo de Serapis (el Serapeo) era una pequeña acrópolis, encaramada en un estrecho promontorio con vistas sobre la ciudad y el mar. Se llegaba a la cumbre sin aliento después de subir una escalera monumental. Una larga galería cubierta rodeaba el recinto, y a lo largo de ese corredor, en hornacinas o pequeñas habitaciones abiertas al público, aguardaban los libros. La biblioteca hija, como probablemente la madre, no tuvo un edificio propio; era la inquilina del pórtico.
Tzetzes, un escritor bizantino, afirma que la biblioteca del Serapeo llegó a reunir cuarenta y dos mil ochocientos rollos. Nos encantaría conocer las cifras reales de libros que albergaban las dos bibliotecas. Es una cuestión apasionante para historiadores e investigadores. ¿Cuántos serían por aquel entonces todos los libros del mundo? Es difícil creer a los autores antiguos, porque las cifras varían escandalosamente de unos a otros, igual que los cálculos de las manifestaciones en nuestra época cuando hace las cuentas el Gobierno y después contraatacan los organizadores. Repasemos rápidamente los números precisos del desacuerdo. Sobre la Gran Biblioteca, Epifanio menciona la cifra sorprendentemente exacta de cincuenta y cuatro mil ochocientos rollos; Aristeas, doscientos mil; Tzetzes, cuatrocientos noventa mil; Aulo Gelio y Amiano Marcelino, setecientos mil.
Algo sabemos con certeza: la unidad de medida de los cálculos bibliotecarios era el rollo. Es un sistema de cómputo ambiguo —habría muchos títulos repetidos y además la mayoría de las obras no cabían en un único rollo, de forma que abarcaban varios—. Por otro lado, la cantidad de rollos sería cambiante —aumentaría con las adquisiciones, y disminuiría a causa de incendios, accidentes y pérdidas—.
Las bibliotecas antiguas —cuando aún no se habían desarrollado métodos de inventario y no se contaba con ayuda tecnológica— no podían saber con exactitud (y tal vez no les preocupaba demasiado) cuántos títulos distintos poseían en cada momento. Las cifras que han llegado hasta nosotros son, creo, solo proyecciones de la fascinación por la Biblioteca de Alejandría. Nacida como un sueño —el deseo de albergar todos los saberes conocidos—, terminó adquiriendo proporciones de leyenda.