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Ptolomeo fue compañero de expedición y amigo íntimo de Alejandro. Por sus orígenes, no tenía ni el más remoto vínculo con Egipto. Nacido en una familia noble pero sin brillo en Macedonia, nunca imaginó que un día llegaría a ser faraón del rico país del Nilo, que pisó por primera vez con casi cuarenta años, sin conocer su lengua, costumbres y compleja burocracia. Pero las conquistas de Alejandro y sus enormes consecuencias fueron una de esas sorpresas históricas que ningún analista predice, al menos antes de que sucedan.
Aunque los macedonios eran orgullosos, sabían que el resto del mundo consideraba su país atávico, tribal e insignificante. Dentro del mosaico de estados independientes griegos, desde luego, estaban muchos peldaños por debajo del pedigrí de los atenienses o los espartanos. Mantenían la monarquía tradicional mientras que la mayoría de ciudades-estado de la Hélade habían experimentado con formas de gobierno más sofisticadas y, para empeorar la situación, hablaban un dialecto que resultaba difícil de comprender para los demás. Cuando uno de sus reyes quiso competir en los Juegos Olímpicos, le dieron permiso después de un cuidadoso escrutinio. En otras palabras, se les admitía a regañadientes como parte del club griego. Para el resto del mundo, simplemente no existían. En aquel entonces, Oriente era el foco de la civilización, bien iluminado por la historia; y Occidente, el territorio oscuro y salvaje donde vivían los bárbaros. En el atlas de las percepciones y los prejuicios geográficos, Macedonia ocupaba la periferia del mundo civilizado. Probablemente, pocos egipcios sabían situar en el mapa la patria de su próximo rey.
Alejandro acabó con esa actitud de menosprecio. Fue un personaje tan poderoso que todos los griegos lo adoptaron como suyo. De hecho, lo han convertido en un símbolo nacional. Cuando Grecia estuvo sometida durante siglos a la dominación turca otomana, los griegos tejieron leyendas en las que el gran héroe Alejandro volvía a la vida para liberar a su patria de la opresión extranjera.
También Napoleón ascendió de provinciano corso a francés sin paliativos a medida que conquistaba Europa: el triunfo es un pasaporte al que nadie pone objeciones.
Ptolomeo siempre estuvo cerca de Alejandro. Escudero del príncipe en la corte macedonia, lo acompañó en su meteórica campaña de conquistas, encuadrado en el exclusivo regimiento de caballería de los Compañeros del Rey, y fue uno de sus guardaespaldas personales de confianza. Tras el motín del Ganges, conoció las penalidades del viaje de regreso, que superaron las peores previsiones: sufrieron la agresión conjunta de la malaria, la disentería, tigres, serpientes e insectos venenosos. Los pueblos rebeldes de la región del Indo atacaban a un ejército exhausto por las marchas bajo el húmedo calor tropical. En el invierno del retorno, solo quedaba la cuarta parte de los efectivos que llegaron a la India.
Después de tantas victorias, sufrimientos y muertes, la primavera del año 324 a. C. fue agridulce. Ptolomeo y el resto de las tropas disfrutaban de un breve descanso en la ciudad de Susa, en el sudeste del actual Irán, cuando el imprevisible Alejandro decidió celebrar una fiesta grandiosa que, por sorpresa, incluía en el programa unas bodas colectivas para él y sus oficiales. En unos festejos espectaculares que duraron cinco días, casó a ochenta generales y allegados con mujeres, o más probablemente niñas, de la aristocracia persa. Él mismo añadió a su nómina de esposas —sus costumbres macedonias permitían la poligamia— a la primogénita de Darío y a otra mujer de un poderoso clan oriental. En un gesto teatral y muy calculado, extendió las ceremonias a su tropa. Diez mil soldados recibieron una dote real por casarse con mujeres orientales. Fue un esfuerzo por favorecer los matrimonios mixtos a una escala que nunca más se volvió a intentar. En la mente de Alejandro bullía la idea de un imperio mestizo.
Ptolomeo tuvo su parte en las bodas masivas de Susa. Le correspondió la hija de un rico sátrapa iranio. Como la mayoría de los oficiales, tal vez hubiera preferido una condecoración por los servicios prestados y cinco días de juerga sin complicaciones. En general, los hombres de Alejandro no tenían el menor deseo de confraternizar, y mucho menos de emparentar, con los persas, a los que poco tiempo antes masacraban en el campo de batalla. En el nuevo imperio se estaban fraguando tensiones, que pronto estallarían, entre los nacionalismos y la fusión cultural.
Alejandro no tuvo tiempo de imponer su visión. Murió al principio del verano siguiente en Babilonia, con treinta y dos años, abrasado por la fiebre.
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Mientras dicta sus memorias en Alejandría, un anciano Ptolomeo con los rasgos de Anthony Hopkins confiesa a su escriba el secreto que lo persigue y atormenta: la muerte de Alejandro no tuvo causas naturales. Él mismo y otros oficiales lo envenenaron. La película —Alexander (Alejandro Magno, en la traducción al español), de 2004, dirigida por Oliver Stone— convierte a Ptolomeo en un hombre oscuro, un Macbeth griego, el guerrero leal a las órdenes de Alejandro, y más tarde su asesino. Al final del largometraje, el personaje se arranca la máscara y descubre un rostro oscuro. ¿Es posible que sucediera así? ¿O hay que pensar que Oliver Stone se permite aquí un guiño, como en JFK, a las teorías conspirativas y a la fascinación popular por los líderes asesinados?
Seguramente los oficiales macedonios de Alejandro estuvieran nerviosos y resentidos en el año 323 a. C. Para entonces, la mayoría de los soldados de su ejército eran iranios o indios. Alejandro estaba permitiendo el ingreso de bárbaros incluso en los regimientos de élite, y ennobleciendo a algunos de ellos. Obsesionado por la exaltación homérica del valor, pretendía reclutar a los mejores, al margen de su origen étnico. Sus antiguos compañeros de armas encontraban ofensiva y detestable esa política. Pero ¿era motivo suficiente para quebrar una lealtad profunda y correr el enorme peligro que implicaba eliminar a su rey?
Nunca sabremos con certeza si Alejandro fue asesinado o si murió debido a un proceso infeccioso (como la malaria o una simple gripe) que acabó con un cuerpo agotado, herido de gravedad en nueve sitios diferentes durante sus campañas y sometido a un sobreesfuerzo casi inhumano. En la época, su muerte repentina se convirtió en un arma arrojadiza que los sucesores del rey usaron sin escrúpulos en su lucha por el poder, culpándose unos a otros del supuesto magnicidio. El rumor del envenenamiento se extendió rápidamente; era la versión de los hechos más impactante y dramática. En medio de la maraña de panfletos, acusaciones e intereses sucesorios, los historiadores no pueden resolver el enigma, sino solo valorar los pros y contras de cada hipótesis.
La figura de Ptolomeo, amigo fiel o tal vez traidor, queda atrapada en un territorio de penumbra.
8
Frodo y Sam, los dos hobbits, han llegado al siniestro paraje de las escaleras de Cirith Ungol, en las montañas occidentales de Mordor. Para sobreponerse al miedo, charlan sobre su inesperada vida de aventuras. Todo ocurre cerca del abrupto final de Las dos torres, la segunda parte de El Señor de los Anillos, de J. R. R. Tolkien. Samsagaz, cuyos mayores placeres en el mundo son una comida sabrosa y una gran historia, dice: «Me pregunto si algún día apareceremos en las canciones y las leyendas. Estamos envueltos en una, por supuesto; pero quiero decir si la pondrán en palabras para contarla junto al fuego o para leerla en un libraco con letras rojas y negras, muchos, muchos años después. Y la gente dirá: sí, es una de mis historias favoritas».
Era el sueño de Alejandro: tener una leyenda propia, entrar en los libros para permanecer en el recuerdo. Y lo consiguió. Su breve vida es un mito en Oriente y Occidente, el Corán y la Biblia se hacen eco de él. En Alejandría, durante los siglos posteriores a su muerte, se fue tejiendo un relato fantástico sobre sus viajes y aventuras, escrito en griego y luego traducido al latín, al siriaco y a decenas de lenguas más. Lo conocemos como La novela de Alejandro, y ha llegado hasta nuestros días con sucesivas variaciones y supresiones. Delirante y disparatada, algunos estudiosos piensan que, al margen de ciertos textos religiosos, fue el libro más leído en el mundo premoderno.
En el siglo II, los romanos añadieron a su nombre el apodo Magno («el grande»). En cambio, los seguidores de Zoroastro lo llamaban Alejandro el Maldito. Nunca le perdonaron que prendiera fuego al palacio de Persépolis, donde ardió la biblioteca del rey. Allí se quemó, entre otros, el libro sagrado de los zoroastrianos, el Avesta, y los fieles tuvieron que reescribir la obra de memoria.
Los claroscuros y contradicciones de Alejandro se reflejan ya en los historiadores del mundo antiguo, que ofrecen una galería de retratos diferentes. A Arriano le fascina, Curcio Rufo descubre zonas de sombra, Plutarco no puede resistirse a una anécdota emocionante, sea oscura o luminosa. Todos ellos fantasean. Dejan que la biografía de Alejandro se deslice hacia la ficción, cediendo a sus instintos de escritores que olfatean una gran historia. Un viajero y geógrafo de la época romana dijo con ironía que quienes escriben sobre Alejandro siempre prefieren lo maravilloso a la verdad.
La visión de los historiadores contemporáneos depende de su grado de idealismo y de la época en que escriben. A principios del siglo XX, los héroes todavía gozaban de buena salud; después de la Segunda Guerra Mundial, el Holocausto, la bomba atómica y la descolonización, nos hemos vuelto más escépticos. Ahora hay autores que tumban a Alejandro en el diván y le diagnostican megalomanía furiosa, crueldad e indiferencia hacia sus víctimas. Algunos lo han comparado con Adolf Hitler. El debate continúa, matizado por sensibilidades nuevas.
A mí me sorprende y me fascina que la cultura popular no lo abandone como un fósil de otros tiempos. En los lugares más inesperados, me he tropezado con incondicionales de Alejandro capaces de dibujar sobre una servilleta un croquis rápido de los movimientos de tropas de sus grandes batallas. La música de su nombre sigue sonando. Caetano Veloso le dedica «Alexandre» en su disco Livro, mientras que los británicos Iron Maiden titularon «Alexander the Great» uno de sus temas más legendarios. El fervor por esta pieza de heavy metal es casi sagrado: la banda de Leyton nunca la interpreta en vivo, y entre los fans circula el rumor de que solo sonará en su último concierto. En casi todo el mundo, la gente sigue llamando a sus hijos Alejandro —o Sikander, que es la versión árabe del nombre—, en memoria del guerrero. Cada año se imprime su efigie en millones de productos que el auténtico Alejandro ni siquiera sabría usar, como camisetas, corbatas, fundas de móvil o videojuegos.
Alejandro, el cazador de la inmortalidad, ha irradiado la leyenda que soñaba. Sin embargo, si me preguntaran —como decía Tolkien— cuál es mi historia favorita para contar junto al fuego, no elegiría las victorias ni los viajes, sino la extraordinaria aventura de la Biblioteca de Alejandría.
9
«El rey ha muerto», apuntó en su tablilla astrológica un escriba babilonio. Por una casualidad, el documento ha llegado casi intacto hasta nosotros. Era el día 10 de junio del año 323 a. C., y no hacía falta leer los renglones de las estrellas para adivinar que empezaban tiempos peligrosos. Alejandro dejaba dos herederos frágiles: un hermanastro al que todos consideraban medio idiota y un hijo todavía no nacido en el vientre de Roxana, una de sus tres esposas. El escriba babilonio, instruido en historia y en los mecanismos de la monarquía, quizá reflexionara, en aquella tarde cargada de augurios, sobre el caos de las sucesiones que desencadenan guerras confusas y crueles. Eso es lo que mucha gente temía entonces y eso es exactamente lo que sucedió.
La cosecha de sangre empezó pronto. Roxana asesinó a las otras dos viudas de Alejandro, para asegurarse de que su hijo no tendría competidores. Los generales macedonios más poderosos se declararon la guerra unos a otros. A lo largo de los años, en una metódica carnicería, irían matando a todos los miembros de la familia real: al hermanastro idiota, a la madre de Alejandro, a su mujer Roxana y a su hijo, que no llegó a cumplir doce años. Mientras, el imperio se desintegraba. Seleuco, uno de los oficiales de Alejandro, vendió los territorios conquistados en la India a un caudillo nativo por el increíble precio de quinientos elefantes de guerra, que empleó en seguir luchando contra sus rivales macedonios. Ejércitos de mercenarios se ofrecieron durante décadas al mejor postor. Después de años de combates, ferocidad, venganzas y muchas vidas segadas, quedaron tres señores de la guerra: Seleuco, en Asia; Antígono, en Macedonia, y Ptolomeo, en Egipto. De todos ellos, Ptolomeo fue el único que no tuvo una muerte violenta.
Ptolomeo se instaló en Egipto, donde pasaría el resto de su vida. Durante décadas, peleó a sangre y fuego contra sus antiguos compañeros para mantenerse en el trono. Y, en los momentos de respiro que le dejaban las guerras civiles entre macedonios, intentaba conocer el inmenso país que estaba gobernando. Todo era allí asombroso: las pirámides; los ibis; las tormentas de arena; las olas de dunas; el galope de los camellos; los extraños dioses con cabeza de animal; los eunucos; las pelucas y las cabezas afeitadas; las riadas humanas en los días de fiesta; los gatos sagrados, que era delito matar; los jeroglíficos; el ceremonial de palacio; los templos de escala sobrehumana; el enorme poder de los sacerdotes; el negro y fangoso Nilo arrastrándose por su delta rumbo al mar; los cocodrilos; las llanuras donde las abundantes cosechas se nutren de los huesos de los muertos; la cerveza; los hipopótamos; el desierto, donde nada permanece salvo el tiempo destructor; el embalsamamiento; las momias; la vida ritualizada; el amor al pasado; el culto a la muerte.
Ptolomeo tuvo que sentirse desorientado, confuso, aislado. No entendía la lengua egipcia, era torpe en las ceremonias y sospechaba que los cortesanos se reían de él. No obstante, había aprendido de Alejandro a comportarse con atrevimiento. Si no consigues entender los símbolos, invéntate otros. Si Egipto te desafía con su antigüedad fabulosa, traslada la capital a Alejandría —la única ciudad sin pasado— y conviértela en el centro más importante de todo el Mediterráneo. Si tus súbditos desconfían de las novedades, haz que toda la audacia del pensamiento y la ciencia confluyan en su territorio.
Ptolomeo destinó grandes riquezas a levantar el Museo y la Biblioteca de Alejandría.