Jacinta me hizo llegar el recado de que Nuestra Señora ya le había dicho el día y la hora en que moriría.
SOR LUCÍA
Tenía las horas contadas. La Virgen de Fátima le había revelado el día exacto de su muerte, razón por la cual, Jacinta Marto, con tan solo nueve abriles, insistía una y otra vez en reclamar la presencia urgente junto a su lecho del padre Manuel Nunes Formigão, la misma noche en que ella iba a fallecer. No en vano, su prima Lucía dejó escrito de su puño y letra: «Desde Lisboa, Jacinta me hizo llegar el recado de que Nuestra Señora ya le había dicho el día y la hora en que moriría».
Corría el 20 de febrero de 1920. Era, además, primer viernes de Cuaresma. Y antes de partir hacia la otra vida, la niña debía confiar a toda costa al probo sacerdote un secreto recibido de labios de la Señora que nadie más que él, la religiosa María da Purificação Godinho y la propia vidente podían conocer si querían evitar que males mayores asolasen a la Humanidad, ya de por sí quebrantada tras la Primera Guerra Mundial. Pero el tiempo transcurría implacable y el clérigo seguía sin aparecer por el hospital.
Considerado por algunos como «El cuarto vidente de Fátima», el canónigo Manuel Nunes Formigão era el mayor defensor de las apariciones marianas, pero ¿a qué se debía ese sobrenombre literario un tanto rimbombante para un humilde clérigo como él, nacido el 1 de enero de 1883 en el Convento de Cristo, en la aldea de Tomar, distrito de Santarém?
En octubre de 1917, con treinta y cuatro años cumplidos y por indicación del párroco de Fátima, el padre Formigão se instaló en Montelo, otra aldea situada al sur de aquella feligresía, en el concejo de Ourém. Agradecido por la hospitalidad que le brindó la familia Gonçalves, el sacerdote adoptó ese curioso seudónimo.
Conviene no olvidar que las apariciones de Fátima fueron aprobadas de modo oficial por la Iglesia con la publicación de la carta pastoral A divina Providencia, escrita y rubricada por el obispo de Leiria, monseñor José Alves Correia da Silva, y proclamada con toda solemnidad en la Cova da Iria el 13 de octubre de 1930 ante más de cien mil fieles, trece años justos después de la última aparición.
El lector comprenderá ahora mejor la cautela con que seguía actuando el padre Formigão al publicar su segundo opúsculo, titulado en portugués Os acontecimientos de Fátima, bajo el citado sobrenombre, el 13 de mayo de 1923, más de siete años antes de la aprobación oficial de las apariciones de la Virgen. Opúsculo, por cierto, que ofrecemos ahora en primicia en versión española en el anexo a estas páginas. Su primer libro había salido de la imprenta el 10 de junio de 1921, titulado Os episodios maravilhosos de Fátima.
Formigão pasó así del escepticismo inicial sobre las apariciones a erigirse en su principal defensor, excepción hecha de los pastorcitos, naturalmente. Fue un hombre que llegó a Fátima muy reticente para investigar lo sucedido por encargo de la autoridad eclesiástica, interrogó a los videntes, vio y creyó. De ahí que fuese conocido también por el apelativo de «El cuarto vidente de Fátima».
«Sin él, Fátima no sería lo que es actualmente», diría más tarde el cardenal Antonio Ribeiro. ¿Cabe, acaso, mayor elocuencia que la suya? De hecho, los interrogatorios que hizo a los pastorcitos, sus escritos y su participación en la comisión nombrada el 3 de mayo de 1922 para el proceso canónico fueron decisivos para la aprobación eclesiástica de las apariciones.
El arzobispo de Évora, Manuel Mendes da Conceição, declarado Siervo de Dios por Pablo VI en 1972 y hoy en proceso de beatificación, aseguraba que Formigão era «una trompeta de Dios». Certera metáfora. Pero ya tendremos tiempo suficiente de volver sobre nuestro protagonista, quien tampoco le andaba a la zaga al prelado, pues el papa Francisco le declaró también Siervo de Dios en abril de 2018.
Su causa de beatificación, la denominada Positio, consta nada menos que de seis mil folios sellados con documentos y testimonios tan desconocidos como elocuentes sobre su elevado grado de santidad.
Entre tanto, Jacinta Marto ya había avisado a la enfermera a las seis de la tarde del día 20 de febrero de 1920, insistiéndola en que como iba a morir esa misma noche deseaba recibir los últimos sacramentos, pese a haber confesado y comulgado poco antes de su ingreso en el centro médico.
El padre Pereira dos Reis, párroco de Los Ángeles, le dio la absolución sobre las ocho de la noche y prometió llevarla la Comunión al día siguiente convencido de que la niña, por más que repitiese que estaba a punto de fallecer, seguiría aún vivita y coleando para entonces. El párroco conocía, de hecho, la opinión unánime de los médicos sobre el feliz desenlace de la operación, pero era evidente que la Virgen sabía mucho más que todos ellos.
Días antes, el 10 de febrero de 1920, la pequeña había sufrido horrores en manos de los cirujanos. Su cuerpecito desnudo se sometió indefenso, ante su vergüenza impotente, al riguroso escalpelo del doctor Leonardo de Castro Freire, médico jefe del hospital y uno de los más acreditados cirujanos pediatras portugueses, asistido por el doctor Elvas. La extrema debilidad de Jacinta había impedido al anestesista suministrarle el preceptivo cloroformo, sustituido finalmente por una sedación local; de modo que la niña debió padecer resignada la terrible humillación para ella de verse desnuda y observada ante el gran foco del quirófano por una pareja de extraños enfundados en sendas batas blancas.
La madre Godinho presenció toda la operación y daba fe de esa permanente turbación que hizo verter muchas lágrimas a la pequeña, mientras permanecía indefensa a merced de los cirujanos en la mesa de operaciones. Del costado izquierdo le extrajeron dos costillas; la herida era tan grande que cabía el puño entero para poder palparle las entrañas.
El diagnóstico de ingreso no era menos edificante: «Pleuresía [inflamación de la pleura] purulenta, con una gran cavidad al lado izquierdo, fistulosa; y osteítis [inflamación, generalmente infecciosa] de las costillas séptima y octava del mismo lado».
La enfermera jubilada Leonor da Assunção, que no era creyente, le refirió luego a su compañera Mariana Reto Mendes que la vidente sufrió el corte de dos costillas y que le aplicaron luego unas vendas con una solución de Dakin; esto es, una fórmula diluida de hipoclorito de sodio y otros ingredientes estabilizadores empleada tradicionalmente como antiséptico.
Este tipo de vendaje —comentaba la enfermera Reto— quema mucho y es muy doloroso. Pero Jacinta nunca se quejaba. Sufría en silencio sin manifestar dolor alguno. Solo lloraba, eso sí, cuando alguien le retiraba el asiento: «¡Usted me ha quitado la silla donde estuvo Nuestra Señora!», exclamaba.
Carcomida por el bacilo de Koch, la criatura se había convertido en una auténtica caricatura de sí misma. Nada que ver con el rostro antaño redondeado, de boca pequeña, labios finos y gracioso mentón con hoyuelo. En poco, o más bien nada, recordaba ahora la pobre enferma a esa otra descripción que hizo de ella su prima Lucía cuando contaba seis años:
Bien desarrollada, de natural robusto, más delgada que gruesa, de color tostado por el aire y el sol de la sierra. Ojos grandes y castaños, muy vivos, protegidos por grandes pestañas y cejas negras; mirada dulce y tierna y, al mismo tiempo, viva.
El doctor Mendes do Carmo la recordaba con la cabeza envuelta en un pañolón con ramas de color rojo y las puntas amarradas por detrás. A diferencia de Lucía, destacaban sus ojos negros, en lugar de castaños, de una vivacidad encantadora y una expresión angélica.
Pero si había una descripción física de Jacinta fiel a la realidad era, sin duda, la de su propia madre, que aludía también al singular color de su mirada:
Tenía los ojos claros —manifestaba doña Olimpia—, más vivos que los míos cuando era joven. Caminaba siempre con el cabello bien arreglado. Yo la peinaba todos los días y así siempre lo llevaba en orden. Una chaquetilla clara, saya de algodón oscuro y zapatitos era toda su indumentaria.
Pero la verdadera dimensión de Jacinta no era la exterior, sino la cultivada por dentro. Era una niña normal, con sus luces y sombras, a la que le encantaba jugar como a cualquier otra criatura de su edad. Había aprendido sus primeras oraciones de labios de su madre. Al anochecer, después de terminar las faenas, ella reunía a sus hijos pequeños y les enseñaba a rezar.
Su hogar se hallaba a la entrada del caserío de Aljustrel y constituía un oasis en la aridez pedregosa de la sierra, a solo dos kilómetros de Fátima. Era una casa de planta baja, humilde, con un zócalo de toscas piedras incrustadas en la pared inferior de la fachada. En esa modesta vivienda vino ella al mundo el 11 de marzo de 1910. Su madre, Olimpia de Jesús dos Santos, había contraído segundas nupcias con Manuel Pedro Marto el 17 de febrero de 1897, tras enviudar de José Fernándes Rosa, hermano de la madre de Lucía.
La madre de Jacinta, de 28 años, y su segundo esposo con cuatro menos, aportaba dos hijos a su segundo matrimonio: Antonio y Manuel dos Santos Rosa. Ella era, a su vez, hermana de Antonio dos Santos, padre de Lucía, motejado El Abóbora porque provenía de una tierra en la que abundaba esta planta de la familia de las cucurbitáceas. Todo quedaba, pues, en familia.
Del segundo matrimonio de Olimpia nacieron siete hijos: José dos Santos Marto, Teresa (fallecida con tan solo dos años), Florinda (con diecisiete), Teresa (con dieciséis), Juan, Francisco y Jacinta. Todos ellos fueron alumbrados en el amplio cuarto frente a la puerta de entrada a la casa, con un solo ventanuco por donde una persona a duras penas cabía, a modo de postigo. La pequeña recibió el bautismo ocho días después de nacer, en plena festividad de San José.
La chiquilla disfrutaba jugando a las chinas (piedrecitas) o a los botones, sentada con su prima Lucía y Francisco en el pozo tapado con losas que había detrás de la casa, a la sombra de un olivo y de dos ciruelos. Casi siempre ganaba la pequeña. De hecho, Lucía recibió más de una reprimenda de su madre al verla llegar a casa con la abotonadura arrancada y el vestido hecho jirones. Los botones eran para Jacinta como pepitas de oro que guardaba con sumo celo para el próximo juego, de modo que no le hiciese falta quitarse los suyos para seguir divirtiéndose. Lucía no tuvo más remedio al final que amenazar a su prima con no jugar más con ella si persistía en quedárselos. Solo así pudo coser a tiempo los botones para que su madre no volviese a darse cuenta de su falta.
Otro de sus juegos preferidos era el de las prendas, al término del cual la benjamina ordenaba a los perdedores hacer lo que a ella le daba la gana. A Jacinta, como recordaba Lucía, le gustaba que Francisco y su prima corriesen detrás de las mariposas hasta conseguir atrapar una para entregársela a ella como trofeo, cual reinecita caprichosa de dádivas. Otras veces les enviaba a buscar una flor que ella misma había seleccionado, como si el campo fuese una enorme floristería y ella su única cliente.
Se deleitaba también escuchando el eco de su voz en las profundidades de los valles. Sentados en las rocas más altas de las cumbres, los tres pastorcitos se entretenían pronunciando diversos nombres a voz en grito. Y no por casualidad, el nombre que más resonaba desde la cima era el de María.
Jacinta —comentaba su prima— recitaba a veces el Avemaría entera, repitiendo la palabra siguiente cuando el eco de la precedente se apagaba. Sentimos deseos de pensar que tantas veces esta criatura llamó a Nuestra Señora, que Ella no pudo resistir al final tanta insistencia… y vino.
Admiraba también Jacinta los astros y se complacía contemplando el cielo estrellado durante la puesta de sol desde una era situada justo enfrente de la casa de Lucía, ávida por contar las estrellas, sobre las cuales decía:
Son las candelas de los ángeles; y la luna, la candela que alumbra a Nuestra Señora; y el sol, a Nuestro Señor.
Amaba las flores y elaboraba preciosas guirnaldas con ellas. Las primeras rosas silvestres le chiflaban.
Recordaba Lucía que a su prima le agradaba mucho acoger a los corderitos blancos en su regazo para acariciarlos y besarlos con primor, colgándoselos al cuello por la noche para llevarlos así hasta su casa de modo que no se fatigasen por el camino. Buscaba siempre los nombres más lindos para cada ovejita: Paloma, Estrella, Mansa, Blanquita… Cierto día, de regreso al hogar, se introdujo en medio del rebaño. Lucía le preguntó por qué se comportaba así y ella respondió sin titubeos:
Para hacer lo mismo que Nuestro Señor en aquella estampita [del Buen Pastor] que me regalaron: también Él está así, en medio de muchas ovejas y con una de ellas en los hombros.
A las ovejas se las ganaban los pastorcitos a fuerza de compartir con ellas su propia merienda. Por eso, cuando llegaban a las zonas de tierno pasto podían jugar tranquilos, porque el rebaño no se apartaba de ellos. Previamente, se habían reunido en el Barreiro, como denominaban a una pequeña laguna al fondo de la sierra, donde decidían el pasto del día para sus ovejas.
Una tarde, mientras jugaban de nuevo a las prendas en casa de Lucía, esta le indicó a Jacinta que se acercase hasta donde estaba su hermano para abrazarle y besarle. Aun habiendo perdido el juego, Jacinta se negó en rotundo y propuso a su prima una alternativa realmente inspirada:
—¿Por qué no me mandas besar esa imagen de Nuestro Señor que está allí? —sugirió, señalando un crucifijo clavado en la pared.
Lucía accedió gustosa, indicándole que se subiese a una silla para descolgarlo y poder llevarlo hasta donde estaba ella para que le diese tres abrazos y tres besos.
—Uno por Francisco, otro por ti y un tercero por mí —dijo ella.
Jacinta obedeció sin rechistar y, mientras miraba fijamente a Jesús crucificado, arrodillada ante Él, preguntó con delicada ingenuidad:
—¿Por qué está el Señor clavado en la Cruz?
Poco después, Lucía le relató la Pasión de Cristo cerca del pozo que había detrás de la casa. Al escuchar los sufrimientos que el Señor debió soportar para redimir a la Humanidad, la pequeña se entristeció tanto que rompió a llorar mientras se lamentaba:
—¡Pobrecito Nuestro Señor! ¡Yo no quiero cometer ningún pecado! ¡No quiero que Jesús sufra más!
Y ahora, Jacinta padecía su propio Gólgota, ingresada desde el día 2 de febrero de 1920, festividad de la Purificación, en el Hospital de Doña Estefanía, fundado el 17 de julio de 1877 y ubicado hoy, en memoria de la pastorcita, en la calle de Jacinta Marto.
Ocupó la niña al principio la cama número 38, en el servicio número 5, sala inferior. Días después, tras someterse a la operación que ella consideraba del todo inútil, pese al criterio contrario de los médicos, fue trasladada a la cama número 60, donde exhalaría su último suspiro.
La madre Godinho iba a visitarla cada día y, al principio, tuvo que aguantar con resignación que los médicos y enfermeras la censurasen con severidad por haber acogido en su casa a una tuberculosa, poniendo en riesgo de contagio a las otras niñas del orfanato.
—Mi madrina no tiene la culpa —atajó más de una vez Jacinta, en defensa de la religiosa.
La Virgen ya le había avisado del gran sufrimiento que le aguardaba para salvar almas. Semanas antes, a Jacinta le había faltado tiempo para sincerarse así con su prima Lucía:
—Me dijo —explicó ella, en alusión a la Virgen— que iré a Lisboa, a otro hospital; que ya no volveré a verte, como tampoco a mis padres, y que después de sufrir mucho, moriré solita. Pero añadió que no tenga miedo, porque Ella vendrá a por mí para llevarme hasta el Cielo.
El 21 de enero, partió Jacinta, en efecto, hacia Lisboa acompañada por su madre y su hermanastro mayor Antonio, en una carretela tirada por bueyes que les condujo hasta la estación de Chão de Maçãs, donde tomaron el tren para la capital. Jacinta estaba ya «muy pálida y demacrada», como la recordaba el doctor Eurico Fernándes Lisboa, natural de Viana do Castelo, y caminaba con evidente dificultad.
La señora María Cruz Lópes la había encontrado también en un estado deplorable, en septiembre del año anterior:
La enfermedad minaba aquel cuerpo debilísimo —aseguraba la testigo, compadecida de Jacinta— y, envuelta en su negra saya de castorina, aquella figurita débil y macilenta recordaba a las avecillas emigrantes [...]. Estaba solita con un porte modesto y recogido.
Al cabo de un mes, el padre Formigão la halló aún más desmejorada si cabe:
La pequeña está esquelética. Sus brazos presentan una delgadez asombrosa. Desde que salió del Hospital de Vila Nova de Ourém, donde estuvieron tratándola sin resultado alguno durante dos meses [desde el 1 de julio hasta el 31 de agosto de 1919], tenía siempre mucha fiebre y su aspecto inspiraba compasión.
Tras su paso por el Hospital de San Agustín de Vila Nova de Ourém y una breve estancia en su casa de Aljustrel, la madre había solicitado una plaza en el Orfanato de Nuestra Señora de los Milagros de Lisboa, fundado en 1913 por la madre Purificação Godinho, de la Orden de las Clarisas del Desagravio.
Situado en el número 17 de la calle Estrella, el orfanato acogía entonces a una veintena de niñas que llamaban «madrina» a la religiosa, en señal de cariño. Jacinta la denominaría también así hasta su misma muerte. La monja había nacido el 24 de julio de 1877 y contaba entonces cuarenta y dos años.
Antes de hallar la mano tendida de la madre Godinho, la búsqueda de una cama para Jacinta había constituido un fracasado periplo. El padre Formigão se había desvivido para conseguir a la niña un alojamiento digno porque aún no había una sola plaza disponible en el hospital. Así que llamó a la puerta de las mejores familias de Lisboa, pero no halló más que evasivas ante el temor al contagio, la alteración del ritmo de vida cotidiano e incluso cierta prevención ante la misma persecución que había acompañado a las apariciones poco antes. Meras excusas.
Sea como fuere, la madre Godinho evocaba con el mismo afecto aquellos doce días que pasó allí Jacinta, desde el 22 de enero hasta el 2 de febrero, dejando una huella indeleble entre sus compañeras antes de su último y definitivo ingreso en el hospital lisboeta de Doña Estefanía.
Comía poco, jamás jugaba con las otras niñas ni se quejaba de su enfermedad mortal. Rezaba todos los días el Santo Rosario y no podía soportar que alguien mintiese en su presencia, apresurándose a corregirla con firmeza. Disfrutaba yendo a la capilla e invitaba a guardar silencio si alguien osaba hablar en aquel lugar sagrado. En caso de recibir alguna respuesta airada, la soportaba con paciencia y estoica humildad por amor a Dios.
La madre Godinho sabía de sobra que Jacinta era una niña muy especial. Recordaba el día en que una mujer adinerada se acercó a la pequeña mientras aguardaba en el salón del orfanato para contarle la dolencia que padecía en sus ojos y pedirle oraciones por su curación. La señora le dio a cambio un billete de dos dólares, pero Jacinta no despegó los labios y la mujer se marchó triste de allí. A la enfermita le faltó tiempo para entregarle el dinero a la religiosa, quien le indicó a su vez que se lo diera a su madre.
—De ninguna manera —se negó ella—. Esto es para usted. Demasiados problemas tiene ya usted conmigo.
Más tarde, la madre Godinho le preguntó por qué había mantenido la boca cerrada con aquella señora. Y la pastorcita se limitó a responder:
—Querida madre, yo he rezado mucho por ella. Nada le dije entonces porque temía que el fuerte dolor me hiciese olvidar sus ruegos.
Poco después de ingresar en el orfanato, la niña acudió con su madre para confesar con el párroco de la Basílica del Sagrado Corazón, el cual le llevaría la Comunión los días en que se hallaba indispuesta.
Cierta mañana en que la niña permanecía extenuada en la cama, con una herida purulenta abierta en el costado izquierdo, la madre Godinho fue a visitarla. Al entrar en la habitación, Jacinta le susurró de repente:
—Vuelva más tarde, madrina. Espero a la Santísima Virgen…
Y acto seguido, la chiquilla detuvo su mirada en un lugar determinado.
Jacinta soportaba muchos dolores, sobre todo cuando la movían de cintura para arriba dos o tres veces al día, a fin de cambiarla de ropa como consecuencia del pus. Hallaba entonces su único consuelo en Jesús, a quien podía adorar en la Eucaristía. No en vano, residía bajo el mismo techo que cobijaba a Jesús Sacramentado, pues el orfanato, contiguo a la capilla de los Milagros, poseía un coro desde el que se divisaba el Sagrario y podía seguirse la Misa celebrada a diario por un sacerdote mayor y sordo.
Mientras adoraba a Jesús Sacramentado, Jacinta fue testigo de la falta de reverencia de algunas personas que visitaban la capilla.
—Mi querida madre, no permita usted eso —rogó a la superiora.
Y añadió:
—Todos deben permanecer callados en la iglesia. ¡Si esas pobres personas supieran lo que les espera…!
Su largo y tortuoso calvario había empezado, en realidad, dos años antes, el 23 de diciembre de 1918, cuando cayó enferma con neumonía, igual que Francisco y el resto de su familia; salvo el padre, que se libró de milagro de la gripe neumónica.
La víspera, Jacinta se había sentido ya indispuesta con dolor de cabeza y mucha sed, pero no se quejó. Todo lo contrario:
—No quiero beber para sufrir por los pecadores —dijo.
Tenía ella siempre muy presente al Señor.
—Dile a Jesús escondido que le recuerdo y amo mucho —le encargaba a Lucía.
En una ocasión, doña Olimpia le llevó un tazón de leche, pero ella lo rechazó. Cuando Lucía estuvo luego a solas con Jacinta, le preguntó por qué había desobedecido a su madre, en lugar de ofrecerle ese sacrificio a Jesús. La enfermita derramó algunas lágrimas, que Lucía se apresuró a secar con un pañuelo.
—¡Esta vez no me acordé! —se lamentó Jacinta.
Entonces, la niña avisó a su madre para pedirle perdón y se bebió la leche delante de ella, como si tal cosa. Poco después, le confió a Lucía:
—¡Si tú supieses cuánto me cuesta tomarla! Pero lo hago sin decir nada, por amor a Nuestro Señor y al Inmaculado Corazón de María, nuestra Madrecita del Cielo.
—¿Estás mejor? —preguntó su prima.
—Ya sabes que no mejoro. ¡Tengo tanto dolor en el pecho…! Pero no digo nada. Sufro por la conversión de los pecadores.
Cierto día, Jacinta la interrogó:
—¿Has hecho hoy muchos sacrificios…? —dijo a Lucía.
Y sin que le diese tiempo a responder, Jacinta añadió:
—Yo sí. Mi madre ha salido a la calle y he querido ir muchas veces a ver a Francisco, pero me he aguantado.
A esas alturas, la Señora ya se les había aparecido a Jacinta y Francisco para advertirles sobre sus respectivos calvarios.
Jacinta se lo contó así, una vez más, a Lucía:
—La Virgen ha venido hoy y nos ha dicho que muy pronto se llevará a Francisco al Cielo. A mí me ha preguntado si quería convertir aún a más pecadores y yo le he respondido que sí. Nuestra Señora me ha dicho entonces: «Vas a ir a un hospital donde sufrirás mucho. Ofrécelo por la conversión de los pecadores y en reparación por las ofensas contra Mi Inmaculado Corazón y por amor a Jesús».
Lucía solía visitar primero a Jacinta en su habitación hasta que un día esta le replicó muy seria:
—No; quiero que vayas antes a ver cómo está Francisco. Así hago el sacrificio de estar solita.
Francisco había enfermado el mismo día que su hermana.
El padre Formigão, en uno de sus preciados manuscritos, datado el 9 de abril de 1920, cuando los dos pastorcitos ya habían muerto, recordaba que Francisco permaneció en cama alrededor de dos semanas completas, hasta principios de enero de 1919.
El chaval solo se quejaba a su madre porque no tenía fuerzas ya para rezar el Rosario. Doña Olimpia le invitaba entonces a que lo hiciera con el pensamiento. Otras veces, él aprovechaba para recordarle a ella que recitase la oración enseñada por la Virgen:
—Cuando vaya por el camino, rece, madre: «¡Oh, Jesús mío! Perdonad nuestras culpas, preservadnos del fuego del infierno, llevad al Cielo a todas las almas y, en especial, a las más necesitadas de Vuestra Misericordia».
El pequeño acudió aún varias veces a Cova da Iria, aunque ya nunca más recobró la salud. En ocasiones le decían que estaba mejor, pero él aseguraba que eso no era cierto. Comentaba que su madrina Teresa de Jesús le propuso un día:
—Si te recuperas, pesaré el trigo para ofrecérselo a Nuestra Señora de la Ortiga.
A lo que él respondió, sereno y resignado:
—Ya no hay tiempo.
La Virgen jamás se equivocaba. El jueves 3 de abril, Francisco recibió el Sagrado Viático de manos del párroco. La víspera, rogó a su madre que lo dejara en ayunas. Quiso sentarse en la cama, pero su familia no le dejó. Estaba contento. Solo una cosa le inquietaba:
—¿Podré volver a comulgar? —repetía a su madre.
El resto del día pidió solo agua y leche. Por la noche, viendo que empeoraba, doña Olimpia le preguntó cómo se encontraba. Él aseguró que nada le dolía. Murió al día siguiente, viernes 4, a la edad de diez años.
En el instante de rendir su alma ante el Altísimo, y tras quedarse en paz con Dios, «le dio un golpe de risa», tal y como recordaba el padre Formigão.
Jacinta se extrañó así, con razón, al ver que sus allegados derramaban lágrimas junto a su lecho de muerte:
—¿Por qué lloran, si él se reía? —inquirió.
La niña no exteriorizó pena alguna por la muerte de su hermano. «Y si la tenía, no la demostró», advertía el padre Formigão.
Ni siquiera sollozó durante el entierro. Ella simplemente decía:
—Él no murió, sino que se fue al Cielo.
Antes de su fallecimiento, se había despedido así de él:
—Dale muchos recuerdos de mi parte a Nuestro Señor y a Nuestra Señora, y diles que sufriré todo lo que ellos quieran para convertir a los pecadores y reparar el Inmaculado Corazón de María.
Sumida en el lecho del suplicio, Jacinta ya no era ni mucho menos la misma que antes de ver a la Virgen. Al principio, llegó a sentir verdadera pasión por el baile. Cualquier instrumento tocado por otros pastores constituía la excusa perfecta para lanzarse a danzar como una loca. Sentía predilección por seguir los compases del «o vira», baile típico del país.
—Pese a ser tan pequeña, tenía para eso un arte muy especial —señalaba Lucía.
Su pasión por el baile, entre otras cosas, no la convertía precisamente en un angelito bajado del cielo, sino en una criatura del mundo, como advertía su prima:
La menor discusión entre niñas, cada vez que jugábamos, era suficiente para mantenerla enfadada en un rincón. Cogía «el burriño», como nosotras decimos. Y para conseguir que volviese a jugar con nosotros, no bastaban las más dulces caricias, sino que era necesario dejarla escoger a su antojo el juego y la pareja con que deseaba ejecutarlo.
Pero una vez que vio a la Virgen, Jacinta aprendió a controlar su fascinación por el baile y los juegos. De hecho, cuando se acercaban las fiestas de San Juan y del Carnaval, le dijo a Lucía que ya no bailaría más.
Y añadió:
—Quiero ofrecer este sacrificio a Nuestro Señor.
«Era caprichosa», comentaba su prima, quien iba aún más lejos al afirmar que su compañía le resultaba a veces «bastante antipática por ser ella tan susceptible».
Le costaba también a Jacinta desprenderse de las cosas materiales, cayendo a veces en el egoísmo y la avaricia, como en el caso de los botones que anhelaba a toda costa atesorar. Tampoco era, al principio, un alma de oración, pues le agradaba más divertirse que rezar. Lucía no tenía, desde luego, pelos en la lengua al recordarlo:
Nos habían mandado rezar el Rosario después de comer, pero como todo el tiempo nos parecía poco para jugar, ideamos la forma de acabar enseguida. Así que pasábamos las cuentas repitiendo tan solo: «Avemaría, Avemaría […]». Cuando llegábamos al final de cada misterio añadíamos de forma muy pausada estas palabras: «Padre Nuestro». Y así, en un abrir y cerrar de ojos, habíamos rezado nuestro Rosario.
Pero, al mismo tiempo, Jacinta era un alma candorosa que formulaba con frecuencia a Lucía preguntas sobre Jesús. En cierta ocasión, se extrañó mucho de que tantas personas pudiesen recibir al mismo tiempo a «Jesús escondido», como ella le llamaba.
—¿Es un bocadito para cada uno? —interrogó a su prima, sin malicia alguna.
Y Lucía le respondió a su manera, para que lo entendiese:
—¿No ves que son muchas formas y que en cada una de ellas hay un niño…?