Capítulo 3

Unos cuantos días más tarde mi padre, Marc Rosas, se fue a Gerona con su amigo Galcerán Oliver, del hostal Miserias. Procuró no volver a toparse con Ada y lo consiguió; pero lo que no fue tan fácil fue borrarla de sus pensamientos; la imaginaba a todas horas paseando por el Borne, bajo la mirada complacida del baboso barón Mau de Riera y del Tesor, que era un imbécil. Hasta le venían a la cabeza imágenes fugaces en las que los veía a los dos caminando por la playa, ahora que ya venía el buen tiempo, con los pies descalzos y cogidos de la mano. Cogidos de la mano, ¡oh, Dios mío! Si esa visión llegaba a hacerse algún día realidad Marc Rosas estaba seguro de que moriría de la impresión, o de asco, porque el barón era un necio disfrazado de doncel noble y no solo debía de babear por la boca, sino que debía de sacar por los ojos unas legañas poco menos que venenosas que sin duda emponzoñarían la blanca hermosura de «su» Ada y la echarían a perder. Marc Rosas negaba con la cabeza y procuraba concentrarse en el trabajo, olvidar a Ada para siempre, hacer como si Ada no hubiera existido nunca, como si estuviera muerta.

«Ada está muerta para mí —se decía—, y a los muertos sepultura».

Pero la evocación de la muerte le sugería otra imagen cruel; veía a Blanca, la prima asesinada; la veía caminar por la playa detrás de Ada y del imbécil, con los pies descalzos y las cuencas de los ojos vacías, chorreando sangre, y a pesar de todo sonriendo de aquella manera tan delicada y consoladora que tenía de sonreír en vida, entre la tos que siempre la mortificaba, y esa visión resultaba tan insoportable que había de apoyarse en la pared y coger fuerzas antes de enfrentarse a las tareas cotidianas.

—¿Qué te pasa? —decía Bernardo, el hermano rival, con una mueca despectiva.

—Nada.

Bernardo se acercaba a un parroquiano y decía, lo bastante alto como para que Marc lo oyera:

—Es marica, desde que estuvo en prisión y se lo tiraban por el culo se ha vuelto marica y ahora lo echa de menos.

«Pobre Bernardo —pensaba Marc Rosas—, víctima de su ambición; pobre Bernardo que no sirve para nada...».

Se alegró de poder alejarse de todo aquello; de las calles marginales de la Villa Nueva del Mar, con la tía Guida penando la amargura de haber perdido a la hija querida; del fantasma de Blanca que todavía rondaba por la playa con los ojos vaciados y la sonrisa afable; de Ada y sus galanteos con Mau, el baboso; de la rivalidad maliciosa de Bernardo que quería el comedor si le daban a él el comedor, y habría querido la cocina si hubiera sabido cocinar; pero el pobre era tan desaprensivo... Era alto, pero desgarbado; las mejillas le colgaban como a Mau, el imbécil, tenía los ojos pequeñísimos en medio de una cabeza demasiado grande y para colmo era prematuramente calvo y feo, ¡oh, qué feo era, en el decir de Ada! Se marchó a caballo con Galcerán Oliver, porque eran hijos de casas acomodadas y tenían buenas cabalgaduras, y estaban acostumbrados a montar. Si hubieran viajado a pie lo menos habrían tardado cuatro días, y habrían caído en manos de los malhechores que se hallaban al acecho detrás de los puentes o en los bosques del camino, disfrazados de carboneros, pastores o ermitaños; de no haber sido buenos jinetes habrían necesitado tres días para recorrer aquel camino ruinoso, donde apenas se podían encontrar peregrinos o frailes bien dispuestos, y era frecuente encallar en un bache encharcado y no poder salir de él sin ayuda, una ayuda que significaba tener que pagar un peaje extraordinario que rondaba el latrocinio más descarado; pero eran jóvenes, fuertes y estaban acompañados, además, por Pedro Cabra, un palafrenero experto que Galcerán Oliver se había traído de casa. De modo que tardaron solo un día y medio en hacer el camino penoso que unía las ciudades de Barcelona y Gerona. Pasaron la noche al raso, junto al río, tan encalmado que las estrellas se miraban en su faz y parecía que los caballos habían de comérselas al abrevarse a su antojo. El palafrenero Pedro Cabra hizo la primera guardia. Marc Rosas despertó de un sueño confuso en el que Ada era enterrada vestida de blanco, como una ninfa, y Blanca presidía el duelo con su sonrisa vacía. Tenía la boca pastosa y el corazón acelerado.

«Calma», se dijo, «no era más que un sueño, y mi madre decía que los sueños de muertos traen a los vivos; eso debe de querer decir que tendré suerte en Gerona».

A la vista de la imponente muralla de Gerona, resplandeciente bajo el sol de primavera, dieron la vuelta para pasar el puente de San Jaime y entrar en el hospital, situado en la parte norte de la ciudad. Allí fueron acogidos como peregrinos, pudieron abrevar y dar forraje a los caballos, y ellos se lavaron y comieron una escudilla de caldo con garbanzos y un buen pedazo de carne. Galcerán Oliver no quería llegar a casa hambriento y cubierto por el polvo del camino, sino descansado y elegante como un señor, con aquella cara risueña que siempre tenía, que parecía que para él no existían ni el cansancio ni los peligros. Después entraron en la ciudad a través de la puerta de las Galias, y se dirigieron al sur cruzando el puente de piedra para llegar a la calle de la Alberguería, donde se hallaba el hostal Miserias. Galcerán Oliver mencionó a los traperos de la calle de la Trapería, los zapateros de la calle de la Zapatería, los herreros de la Herrería Nueva, los merceros de la Mercería y los pescaderos de la Pescadería. Llegaron a un edificio alto y macizo, flanqueado por unos arcos umbrosos, de aspecto reforzado, y cuando entraron en el hostal Miserias se dirigieron en seguida a la cocina. Allí Marc Rosas empezó a conocer a los padres y hermanos —y hermanas— de Galcerán Oliver, y en seguida se sintió como en casa.

Ya llevaba seis meses allí y aún no había vuelto ni una sola vez a Barcelona. Se había acostumbrado a la vida de Gerona, que era de lo más plácida, y había aprendido a cocinar, y sobre todo a presentar muchos platos nuevos. En la cocina del hostal Miserias no había gritos ni peleas, ni siquiera durante las horas de mayor trajín, cuando servían la comida, muy al contrario de lo que ocurría en su casa, en el hostal Rosas. El padre de Galcerán Oliver, a quien llamaban Ponce, era un hombre alto y delgado, con el pelo blanco y la cara lustrosa como una manzana, siempre armado con una sonrisa y de una amabilidad ejemplar. Presidía el comedor, donde también servía Galcerán Oliver, y alguna que otra vez Marc Rosas se aventuraba hasta allí y hacía gala de una corrección ejemplar, igual que la de Ponce. La madre de Galcerán Oliver, Mafalda, era una mujer gruesa, de rostro todavía atractivo, que nunca llevaba la contraria a su esposo y no se metía en los asuntos de nadie; parecía irradiar serenidad y podría haber pasado por ser la madre de la Virgen María u otra imagen santa, siempre prudente bajo la cofia, con la mirada humilde y trajinando de lo lindo. Galcerán Oliver tenía dos hermanas jóvenes, ambas en edad de merecer, y lo cierto es que eran lo bastante hermosas como para rivalizar con Ada. Ayudaban en el hostal; hacían las habitaciones, lavaban la ropa y luego la tendían en el terrado; fregaban las escudillas y las ollas mientras en el comedor se servía la comida, y si hacía falta también se ponían durante un rato al frente de los fogones. Una se llamaba Adaleda, y era delgada y de pelo negro, lacio, y delicada como una flor. La otra, Guillelma, era más alta; también esbelta, con el pelo rojo y los ojos claros, su cara denotaba inteligencia y su naturalidad hacía que Marc Rosas la prefiriera a su hermana.

En el hostal Miserias, Marc Rosas aprendió a hacer berenjenas a la morisca, calamares rellenos al horno, caldo de gallina con leche de almendras, cazuela de salmón, gratonada dorada de bofes de cabrito, estómago de carnero relleno, morteruelo de arroz, lechón relleno de queso y un sinfín de platos más, muchos de los cuales ya sabía preparar, pero introducían variantes que los renovaban; aprendió a cocinar muchas salsas y a hacer postres dulces que habrían hecho las delicias del más exigente jeque árabe. En los atardeceres, mientras llenaba un estómago de carnero con pan blanco, huevos duros y especias y después lo cosía cuidadosamente, Adaleda se sentaba junto a la mesa y lo miraba con los ojos llenos de ilusión —mi padre habría asegurado que los ojos de Adaleda estaban llenos de ilusión—, y si acaso ella apoyaba su cabeza sobre el brazo de mi padre como un cachorrillo indefenso, con la larga cabellera suelta, Marc Rosas había de reprimir un estremecimiento de placer y pensaba que la felicidad debía de ser eso, aquella casa donde todos hacían gala de un apetito tremendo, donde no se conocía la miseria de los siervos adscritos a la tierra, donde imperaba la armonía y había además una criatura como aquella, de voz dulce y tan disciplinada que se hacía querer.

Cuando tenía horas libres, paseaba por la calle de la Herrería y observaba a los herreros que forjaban azadas y rejas para labrar, lo cual le llevaba a pensar en el aperador Arnau Vila, que trabajaba en la forja las llantas de los carros, y el corazón le daba un vuelco porque se acordaba de Ada y del desprecio que le había mostrado, pese a que en el fondo creía que se trataba de un menosprecio fingido y que todavía la podía conquistar. A menudo pasaba frente a los palacios de los nobles, como el magnífico edificio del señor Juan de Pineda —a quien llamaban el conde Huguet, no sabía por qué—, un edificio de piedra desnuda, con un zaguán umbrío donde resonaban las voces de la calle como en una caverna. Cuando pasaba frente a la casa del conde, sobre todo si lo hacía con Galcerán Oliver, se enteraba de las habladurías que decían que él y su mujer, Florina, practicaban la brujería y realizaban prodigios nefandos. Pero no les hacía falta, pensaba Marc Rosas, el conde tenía suficiente con ser el señor de Pineda, del Mas de la Corralada, del Mas de Campmajor, del Mas del Pla, aparte de poseer el palacio de Pineda en Gerona y otro palacio aún más suntuoso en Barcelona, en la calle Montcada, y poseer tierras al otro lado del Pirineo.

Durante los meses de verano solían bajar a nadar al río con Adaleda y Guillelma, y aunque el agua era verde bajo la intensa luz de agosto y daba un poco de reparo, Marc Rosas se zambullía con decisión, enardecido por la desnudez de Adaleda, de piel blanca, purísima como una estatua, o por el bullicio que armaba Guillelma, la hermana menor, más alta y decidida, que nadaba a la perfección y salía gritando del agua como si la hubiera picado algo desconocido; corría, ágil, hasta que Marc Rosas le daba alcance y la derribaba sobre la hierba seca, y se moría de ganas de amorrarse a sus labios, pero no se atrevía, hasta que ella, decidida, iniciaba el movimiento decisivo y se besaban furtivamente.

—No te vayas nunca, Marc —decía Guillelma—. Quédate en el Miserias y cásate conmigo.

—No, cásate conmigo —protestaba Adaleda.

—Me casaré con las dos —aseguraba Marc Rosas, risueño.

De regreso podían detenerse en los baños árabes, que se hallaban en medio de la ciudad, detrás del hostal Miserias, donde buscaban el frescor umbroso de los arcos, lo mismo que los peregrinos que entraban en la ciudad, y escuchaban las conversaciones de los mercaderes que aprovechaban la estación calurosa para viajar y se sumergían en el agua del frigidarium para sacudirse la tensión y el polvo del camino.

—¿Verdad que no te irás nunca? —repetían ambas mozas, melindrosas.

—No me iré nunca.

Pero le volvía a la cabeza la imagen de Ada, que a su parecer le había rechazado solo por coquetería. En realidad Ada le quería, y él había de regresar a Barcelona y recuperarla; empezaba a estar decidido. Fue por eso que a finales de octubre recabó permiso de Ponce, el padre de Galcerán Oliver, y viajó con su amigo a Barcelona. Gozaron de un par de días de sol tibio en los que el otoño era suave y aún recordaba el final del verano, y cabalgaron, gallardos, desafiando los peligros y haciendo caso omiso de los miserables que se topaban por el camino, y de nuevo alcanzaron su destino con una rapidez inusitada. Era un domingo por la tarde, Marc Rosas lo recordaría toda la vida; abrazó a los suyos, se lavó con Galcerán Oliver en el baño que reservaban para los señores, se mudó de ropas y salió a la carrera del Borne, donde no tardó en encontrar a Ada y Mau de Riera y del Tesor paseando entre las parejas que salían a disfrutar del buen tiempo, aprovechando la fiesta. Marc Rosas se dio la vuelta y ahogó un sollozo sobre el hombro de Galcerán Oliver, que le consolaba revolviéndole el cabello con la mano y repetía:

—Las mujeres son todas putas, todas y cada una de ellas.

Se sobrepuso y se marchó muy derecho y con toda la dignidad que logró fingir. Se alejaron los dos, Marc Rosas y Galcerán Oliver; se refugiaron en la taberna del Jure, donde encontraron a Simón Robiol, el heredero del molino y almacén de aceite de los Robiol del Óleo, que estaba bebiendo aguardiente con los ojos bajos en una mesa junto a la cual tres hombrones jugaban a dados. Simón Robiol se alegró mucho de verles, y convidó a una ronda; Galcerán Oliver convidó a otra y Marc Rosas a otra, y aunque los amigos reían él todavía no lograba poner al mal tiempo buena cara.

—Mau de Riera y del Tesor es un hijoputa —dijo Simón Robiol.

—Sí que lo es.

—No lo sabes bien. Porfirio Antón ha encarcelado a un papanatas, un pobre lelo, Bartolo Viola, y lo va a despachar; le hará confesar a fuerza de tormento que mató a tu prima, Blanca, y Bartolo confesará y lo hará ejecutar. Lo malo es que Bartolo Viola no ha hecho nada, es incapaz de matar a una mosca, y fue Mau quien lo denunció, como también te denunció a ti...

—Sí, faltó poco para dejarme la piel en la mazmorra, pero ahora pienso que ojalá hubiera muerto, así no habría tenido que ver a Ada con Mau.

—Esa es otra. Mientras tú estabas fuera, Mau se ha ido aproximando a Ada con mucha pericia, ha sabido apropiársela, aunque estoy seguro de que a ella no le interesa ni él ni su fortuna.

—Pero debe de interesarle a su padre, Arnau Vila, el aperador.

—Arnau Vila es un buen hombre y no tiene a la hija en venta; de hecho tiene muchas hijas. No; es Mau quien le ha dicho a Ada que tú te divertías con las hermanas de Galcerán...

—¿Cómo lo sabe?

—Lo sabe todo. No sé cómo, pero lo sabe todo... Le ha dicho que todos vosotros tenéis mala leche, que tu padre es un pelotudo, que tu madre era pobre como las ratas y montó el hostal haciendo de nodriza y que tus hermanos son verdaderos trastos; Miguel es un hombre raro y taciturno, incapaz de decir más de dos palabras seguidas; Bernardo es un borracho y bravucón; Clemente siempre apuesta a los dados en esta misma taberna y tú eres un asesino... Sí, sí, no pongas esa cara; Mau le ha dicho a Ada que eres un asesino, que raptaste a Blanca, abusaste de ella, le arrancaste los ojos y la mataste, y que él en cambio, Mau, es un ser noble, inocente, que aunque sea feo procede de una casa muy noble y tiene mucho poder y mucho futuro... Créeme, Mau de Riera y del Tesor es un hijoputa.