Después de la guerra, nunca se hablaba de política en la familia de mi padre. De manera general, las conversaciones eran raras en la mesa: los niños solo tenían derecho a hablar cuando se les daba permiso y, en caso contrario, recibían una paliza por parte de Karl, que tenía un concepto muy autoritario de la paternidad. En la atmósfera apocalíptica de la Alemania de la posguerra, la prioridad no era reflexionar sobre el pasado, sino recuperarse rápidamente y organizar una nueva vida. La familia Schwarz ocupaba un apartamento de tres habitaciones en el primer piso de un pequeño inmueble de alquiler construido en 1902 por el padre de mi abuela, un carpintero que se lo había legado a su hija en 1935, porque era la única superviviente de sus nueve hijos. De milagro, el inmueble, situado en la Chamissostrasse, aunque gravemente dañado por los bombardeos aliados, había evitado lo peor, mientras que los edificios situados al otro lado de la calle habían quedado reducidos a un desierto de ruinas. Sin embargo, aquella desfiguración urbana hacía las delicias de algunos. «Era un terreno de aventuras extraordinario para los niños, podíamos correr, saltar, escalar, escondernos y descubrir montones de tesoros», recuerda mi padre.
Durante toda la guerra, más que cualquier otra ciudad de la región, Mannheim y la ciudad adyacente, Ludwigshafen, situadas en la confluencia del Rin y el Neckar, había sido objetivo de los raids —304 en total— a causa de sus infraestructuras portuarias y de su industria electrónica, química y farmacéutica. Pero, en realidad, como en muchos de sus ataques aéreos, los británicos también se habían centrado en los núcleos de población más densos. Mannheim les había parecido especialmente adecuado para experimentar un método de bombardeo llamado «carpet bombing», o alfombra de bombas, cuyo objetivo era, como su nombre indica, arrasar una zona urbana hasta el punto de darle la apariencia de una alfombra. La ciudad parecía ideal para este experimento a causa de la distribución en cuadrados de su centro, que permitía evaluar de forma precisa el impacto de las explosiones gracias a las fotografías aéreas.
Afortunadamente para mis abuelos, su inmueble se encontraba ligeramente apartado del centro urbano. Pero algunas bombas eran tan potentes que la deflagración podía deteriorar viviendas a varios kilómetros a la redonda, daños que mi abuelo señalaba escrupulosamente, a medida que se producían, a las autoridades alemanas para obtener la indemnización. Mi padre y yo hemos revisado estos documentos, que el Opa conservó cuidadosamente durante toda su vida en el sótano, como si temiera, incluso años después de finalizada la guerra, que le discutieran las pérdidas que había sufrido y le exigieran que les reembolsara las indemnizaciones. Después de cada raid, las autoridades acudían para constatar los desperfectos de cara a la indemnización, que a menudo se pagaba mucho más tarde: «Debido a la presión del aire como consecuencia de un bombardeo durante el raid del 5 de agosto de 1941, el edificio situado en el lugar consignado sufrió daños en el tejado y las ventanas, mientras que las paredes y los techos se desplomaron. El importe de los daños se ha estimado en 4841,83 Reichsmarks, en virtud de la inspección visual de la Oficina de Construcciones del 4-11-1941 y de las facturas de los trabajadores verificadas por el arquitecto Anke. Por otra parte, se ha concedido una indemnización de 430,67 Reichsmarks a la parte perjudicada». Este correo de las autoridades de evaluación del ayuntamiento data del 15 de mayo de 1943, es decir, dos años y medio después del siniestro, pero, sobre todo, en plena debacle del Reich, y me parece impresionante que, a pesar del contexto caótico, la burocracia alemana hubiera continuado funcionando con esta precisión.
El ataque más devastador fue el de la noche del 5 al 6 de septiembre de 1943. En unas horas, una flota de 605 aparatos de la Royal Air Force lanzó 150 minas, 2000 bombas explosivas, 350.000 bombas incendiarias y 5000 bombas de fósforo blanco. Los habitantes se refugiaron en los cincuenta y dos búnkeres gigantescos. Gracias a esta infraestructura, el número de víctimas civiles de los bombardeos pudo limitarse a alrededor de mil setecientos muertos en Mannheim, lo cual es poco, teniendo en cuenta la magnitud de los ataques. Cuando los habitantes salieron como zombis de sus escondites subterráneos, el centro urbano no era más que polvo, ruinas y llamas.
La totalidad de la empresa de productos petrolíferos de mi abuelo, situada cerca del puerto, había quedado reducida a cenizas por el fuego. El inmueble de la Chamissostrasse también resultó afectado, pero el búnker construido en el sótano como refugio para los residentes había resistido. Por otra parte, todavía se conserva la estructura, con anchas barras de acero en el techo y una gran puerta blindada cerrada herméticamente, tan pesada que, en mi infancia, era incapaz de abrirla sola para ir a buscar mermelada al sótano. Mucho más tarde, mi tía Ingrid me dijo que, al inicio de la guerra, el NSDAP había enviado a unos hombres a su casa para convertir su sótano en un búnker privado, lo cual era un privilegio respecto a los que tenían que acudir a los refugios comunes repartidos por la ciudad.
Cuando se produjo el raid de septiembre, al igual que muchas mujeres y niños que habían huido de la ciudad al intensificarse los bombardeos, mi abuela, la Oma, ya había abandonado Mannheim con Ingrid, de seis años, y mi padre recién nacido. «Era un niño enfermo, tenía bronquitis y no paraba de toser», cuenta mi tía. «El médico nos dijo: “¡Con todo este polvo de las ruinas, tenéis que marcharos de la ciudad!”.»
Su primera etapa fue la Selva de Oden, una bonita región ondulada justo detrás de Mannheim. «Vivíamos en casa de dos ancianas y ellas no soportaban los llantos del bebé. Así que le dijeron a mi madre: “Lydia, tienes que marcharte a otra parte, es demasiado para nosotras”.» Su periplo los condujo a Franconia, en Baviera, a casa de unos parientes de Karl Schwarz. «Eran campesinos pobres que ya tenían tres hijos que alimentar. Vivíamos hacinados y, como no había bastantes platos para todo el mundo, metíamos directamente las cucharas en una marmita colocada en el centro de la mesa; me parecía divertido.» En cambio a la Oma no le hacía ninguna gracia, y, como ya no soportaba imponer su presencia, fue a amenazar al ayuntamiento del pueblo de «hacer una tontería» si no le encontraba un alojamiento lo antes posible. «Yo estaba con ella y le dijo algo espantoso como: “Me colgaré o me tiraré al río con mis hijos”», recuerda mi tía.
Un granjero le ofreció una habitación, y a cambio mi abuela tenía que trabajar duramente en los campos hiciera el tiempo que hiciera y ordeñar cada día las vacas. He encontrado fotos de este exilio, que duró dos años. Ingrid, con sus dos trenzas rubias, ágil como una gacela en las colinas frondosas, y mi padre, con sus cabellos rubios resplandecientes a modo de casco sobre su rostro rollizo, que patalea delante de un recinto de ocas y se ríe a carcajadas. A veces, el Opa aparecía en estas fotos, pero raramente fue a visitarlas durante aquel periodo.
Cuando estalló la guerra en 1939, Karl Schwarz tenía treinta y seis años, pero no lo alistaron, quizá a causa de su edad, pero también porque el fulgor de las victorias hacía innecesario un aumento de las tropas. Después de la ocupación de Polonia, Dinamarca y Noruega, en mayo de 1940, Hitler puso rumbo a los Países Bajos, Bélgica y Luxemburgo, Estados neutros que capitularon en unos días. A continuación, le tocó el turno a Francia, que se rindió en unas semanas a pesar de que su ejército tenía fama de ser uno de los más poderosos del mundo. Las imágenes de Hitler posando delante de la torre Eiffel enorgullecieron a los alemanes y muchos, como mi abuelo, debieron de sentirse aliviados por haber evitado el frente.
El inicio de la operación Barbarroja el 22 de junio de 1941, que lanzó a más de 3,3 millones de soldados del Eje al asalto de la Unión Soviética en un frente que se extendía del mar Báltico a los Cárpatos —una cifra sin precedentes en la historia militar—, cambió las tornas: cuanto más se estancaba el Reich en esta guerra devoradora de soldados, más se reducían las posibilidades de mi abuelo de escapar al calvario del frente del este.

Karl, un vividor que no tenía ningunas ganas de jugar al soldadito del régimen nazi en las estepas heladas de Rusia, ahora tenía que actuar con astucia si quería escabullirse, porque su carné del partido nazi ya no era una baza suficiente. Tenía que convencer a las altas instancias de que su presencia en Mannheim era imprescindible para dirigir su negocio, pues de lo contrario sus clientes, privados de productos petrolíferos, corrían el riesgo de abandonar sus actividades, esenciales para el buen funcionamiento del Reich... Considerando el modesto tamaño de su empresa, la ralentización de su producción durante la guerra y la necesidad apremiante de hombres en el frente, Karl Schwarz tuvo que emplear toda su persuasión para conseguir librarse de servir en la Wehrmacht. Fue sin duda en aquel momento cuando se le ocurrió la idea de añadir la Wehrmacht a su clientela, ofreciéndole un precio ventajoso. De esta manera, se volvía útil para la economía del Reich. Al menos tengo que reconocerle un auténtico talento, que le evitó servir de carne de cañón para una banda de criminales nazis megalómanos y suicidas.
Solo recientemente, al rebuscar con mi padre en esos sempiternos archivadores amontonados en el sótano, el contexto de la exención del Opa aparece bajo otra luz. En una carta fechada el 4 de marzo de 1946, su socio en la empresa Schwarz & Co. Mineralölgesellschaft, Max Schmidt*, acusa a mi abuelo de haber informado a las autoridades nazis de que no era miembro del NSDAP, con el único objetivo de que lo alistaran en su lugar en el ejército en 1943. «Usted me dijo que el hecho de que yo no perteneciera al partido lo obligaba a recordarme mis responsabilidades militares; esto no es producto de mi imaginación, sino la realidad, que, como otras de sus declaraciones, hoy se niega a reconocer. Por otra parte, usted siempre daba la vuelta a las cosas para que sirvieran a sus objetivos y siempre me consideró un mal necesario, cuya única utilidad era aportar dinero y contratos.» Y añade: «No me convertí en soldado voluntariamente. Este alistamiento le dio la posibilidad de tomar el control de la empresa».
Cuando defendió su causa ante las autoridades, mi abuelo tuvo que intuir que, si había alguna posibilidad de escapar a la Wehrmacht porque la empresa necesitaba un dirigente, era o bien para él, o bien para su socio, pero sin duda no para los dos. Quizá en ese momento fue cuando dejó caer, como quien no quiere la cosa, que Max Schmidt no tenía carné del partido.
A partir de la primavera de 1943, Karl vivía solo, puesto que su mujer y sus hijos se habían marchado al campo. Las noches debían de ser un poco tristes en el inmueble medio vacío de la Chamissostrasse, cuyos habitantes o bien se habían exiliado fuera de la ciudad, o bien estaban en el frente desafiando a la muerte y el frío, excepto tres o cuatro almas que convivían en este escenario fantasmagórico, compuesto por viviendas acribilladas de grietas abiertas en el techo, el suelo y las paredes, y cuyas ventanas de cristales rotos estaban selladas con trozos de cartón. Para distraerse, mi abuelo acudía a un cabaré situado en una calle perpendicular, la Lange Rötterstrasse, que llevaba el nombre de Eulenspiegel, el travieso. Muchos cabarés y teatros del Reich habían continuado con sus actividades hasta el 1 de septiembre de 1944, cuando el ministro de Propaganda, Joseph Goebbels, ordenó su cierre en el marco de la «guerra total». Hasta esta fecha, los artistas estaban eximidos del ejército, porque su papel parecía esencial para desviar la atención de la población de los horrores a los que Hitler la estaba precipitando.
El establecimiento ya no existe, pero he encontrado entre los papeles de mi abuelo una hoja con membrete que lleva impreso en la parte superior, con una bonita caligrafía roja: Eulenspiegel – Parodistischer Kabarett (cabaré paródico). Al pie de la página, en letra minúscula, figuran extractos de críticas positivas de la prensa. De la ciudad de Saarbrücken: «Es raro que el arte se nos ofrezca de una forma tan elevada, con un repertorio de canciones clásicas y populares, un humor vivo y lleno de ingenio». De Mannheim: «Los Eulenspiegel se han ganado rápidamente la simpatía del público, porque han dado muestras de originalidad, de ingenio y —qué raro beneficio— de calidad». En medio de la carta fechada el 2 de febrero de 1948, está escrito: «Confirmamos por la presente que el señor Karl Schwarz pertenece a nuestra compañía», con la firma del director del cabaré, Theo Gaufeld*.
Sea cual sea el motivo de este documento, que, evidentemente, debía servir de coartada para eximir a mi abuelo de cualquier irregularidad después de la guerra, revela que Karl tuvo que frecuentar asiduamente el establecimiento para disfrutar de esta connivencia. En realidad, había frecuentado sobre todo a una mujer, artista y esposa del jefe, la señora Gaufeld*, y se había acercado a la pareja hasta tal punto que, después de la destrucción de su fábrica en septiembre de 1943, instaló su oficina y sus existencias de barriles de productos petrolíferos justo al lado de su casa, en una fábrica de ladrillos en la periferia de Mannheim, donde vivió hasta el final de la guerra. Dado que es imposible que el marido no estuviera al corriente de la relación íntima entre su mujer y su nuevo amigo, mi padre considera probable que hubieran establecido una especie de ménage à trois que duraría hasta la muerte de mi abuelo. Cuando la Oma comprendió que los Gaufeld, que tan amablemente se habían ocupado de su marido durante su ausencia, eran más que amigos, el dolor le desgarró el corazón y nunca se recuperó realmente. Por fortuna, hizo este descubrimiento penoso mucho más tarde y no después de la capitulación del 8 de mayo de 1945, cuando regresó a Mannheim con los niños. Ya la esperaba otra experiencia traumática: la ciudad donde había nacido había desaparecido en parte.
Mannheim era una de las ciudades más afectadas del sudoeste de Alemania. El 70 por ciento del centro y el 50 por ciento del resto de la ciudad habían sido destruidos. Se había producido el ataque devastador de septiembre de 1943 y otros muchos, y después, el 2 de marzo de 1945, cuando la guerra tocaba a su fin, bombarderos de la Royal Air Force se habían encarnizado una última vez, desencadenando una tormenta de fuego que se llevó lo que quedaba de la ciudad histórica. A finales de marzo, Mannheim se había rendido ante la llegada de los americanos y, sin saberlo, había escapado a lo peor, porque, en caso de resistencia alemana, un plan americano secreto había previsto lanzar algunas bombas nucleares sobre varias ciudades alemanas, y Mannheim y Ludwigshafen figuraban entre sus eventuales objetivos.
Si la Oma llegó en tren, sin duda vio, al lado de la estación, el gran castillo barroco perforado por todas partes, del que solo se había mantenido intacta una de las quinientas habitaciones. Para llegar a la Chamissostrasse, tuvo que cruzar las antiguas grandes arterias comerciales, antaño iluminadas por grandes almacenes rebosantes de vida y luciendo su opulencia, donde acudía toda la región para hacer sus compras. Karstadt, N.° 1 Otto Spuler y los antiguos establecimientos judíos arianizados Kaufhaus Kander, Gebrüder Rothschild, Hermann Schmoller & Co. en su mayoría se habían hundido como castillos de naipes bajo las bombas. De los cafés que ofrecían sus bonitas terrazas en verano para servir pasteles de crema y café a las señoras, no quedaba ni rastro, solo las letras arrancadas de su letrero y los restos de la vajilla que llevaba el nombre de la casa, ocultos bajo las montañas de desperdicios acumulados en el borde del camino para liberar la vía. Calles enteras habían sido borradas del mapa, transformadas en amplios terrenos baldíos donde, aquí y allá, subsistían esqueletos de inmuebles y fachadas sin cuerpo, plantadas como decorados de teatro en la nada. Me imagino a la Oma, protestante muy practicante, buscando con la mirada la silueta familiar de una iglesia, sin encontrar en la plaza más que el esqueleto de una nave, los fragmentos de una vidriera y una cruz en equilibrio sobre el agujero abierto de un campanario.
Después de la guerra, ¿cuántos alemanes como mis abuelos vieron su ciudad natal desfigurada de esta manera, el cemento identitario de una vida? En Hamburgo la mitad de las viviendas fueron destruidas por un infierno de llamas que costó la vida a 40.000 personas. Dresde, obra maestra del barroco, se había convertido en una ciudad fantasma después de una ráfaga de bombas que había matado a unos 25.000 habitantes. Hannover, Kassel, Núremberg, Magdeburgo, Maguncia y Frankfurt habían desaparecido en un 70 por ciento. La cuenca industrial de Renania —Colonia, Düsseldorf, Essen y Dortmund— había sido devastada por las bombas. Algunos municipios incluso habían desaparecido en más de un 96 por ciento, como Düren, Wesel y Paderborn. En total, casi una familia de cada cinco había perdido su domicilio. Entre 300.000 y 400.000 civiles habían muerto bajo las bombas según el historiador Dietmar Süss. Al menos una cantidad similar sufrieron secuelas de por vida y otros millones quedaron traumatizados.
El 14 de febrero de 1942, el Ministerio del Aire británico había publicado una directriz llamada Area Bombing Directive a la atención del comandante en jefe de bombarderos de la Royal Air Force, Arthur Harris. La directriz lo animaba a «concentrar los ataques sobre la moral de la población civil enemiga, en especial, de los trabajadores». El texto añadía: «Por consiguiente, está autorizado a recurrir a su fuerza de ataque sin restricciones». Al día siguiente, un mensaje precisaba: «Supongo que queda claro que los objetivos son las zonas construidas y no, por ejemplo, los astilleros o las fábricas aeronáuticas como las mencionadas en el anexo A. Esto debe aclararse por si existen dudas». Arthur Harris recibió el apodo de «Bomber Harris».
Antes de empezar este libro, no conocía a este héroe de los británicos y, cuando estudiaba en Londres, debí pasar decenas de veces por delante de su estatua, inaugurada en 1992 a pesar de las críticas británicas y alemanas, sin prestarle nunca atención. Desde que la memoria histórica se ha convertido en una obsesión, por todas partes adonde voy la persigo en sus manifestaciones más diversas. En general, lo hago en solitario, porque no a todo el mundo le entusiasma pasar el día con los muertos. Aproveché una visita relámpago a Londres para visitar de nuevo la estatua de Arthur Harris, que se alza delante de la iglesia de St. Clement Danes, convertida en monumento a la gloria de la RAF. Esta vez, leí el epitafio: «En memoria de un gran comandante y de su valeroso equipo, del que más de 55.000 hombres perdieron la vida por la causa de la libertad. La nación tiene una deuda inmensa con ellos».
El bombardeo de civiles pretendía minar la moral del pueblo alemán y erosionar su apoyo a la guerra de Hitler, pero los historiadores están de acuerdo actualmente en afirmar que no permitió acortar la guerra. Estos ataques, que en un principio fueron represalias por los devastadores raids alemanes en Coventry, Londres y Rotterdam, después tomaron en parte la forma de una venganza mortífera. En los últimos meses de la guerra, cuando se había conseguido la derrota del Reich, los británicos y los americanos bombardearon casi diariamente Alemania.
Más allá de las pérdidas humanas, aquellos destrozos hicieron perder a Alemania fragmentos completos de su identidad cultural e histórica. Basta con mirar las fotos de Mannheim, Berlín y Colonia de antes de la guerra, es un país totalmente diferente lo que se observa. Sin embargo, a pesar de que los Aliados cometieron crímenes cuya extrema gravedad todavía les cuesta reconocer, sin ninguna duda la responsabilidad principal de esta espiral de violencia corresponde al Reich. Si no hubiera desencadenado la guerra en Europa, Alemania nunca habría padecido ni habría sido desfigurada de esta manera. Lo que más hizo sufrir al pueblo no fueron las bombas, sino el fanatismo mortífero del Führer, que costó la vida a más de cinco millones de soldados alemanes en los campos de batalla.
Mis abuelos no habían sido directamente golpeados por esta hecatombe. Pero ¿cuántos de sus allegados lloraban el fallecimiento de uno de los suyos en aquella guerra que Hitler se había empeñado en prolongar incluso cuando varios generales le suplicaban que se replegara? El marido de Hilde, la hermana de Karl, un oficial de la Wehrmacht poseído por el ardor nacionalsocialista, murió en el frente del este, como al menos 3,5 millones de soldados, que pagaron con su vida la negativa fanática de su Führer de batirse en retirada ante la superioridad evidente de los soviéticos en los últimos años de la guerra.
Después del fracaso de su plan, que preveía vencer a la Unión Soviética en unas semanas durante el verano de 1941, Hitler había apremiado a sus hombres a continuar su marcha en el invierno glacial hasta las puertas de Moscú, sin ningún equipamiento contra el frío. Con temperaturas que llegaban a los 50 °C bajo cero, sin guantes ni abrigo, les dio la orden de atacar y de mantener su posición a cualquier precio. «No sabíamos dónde se encontraba el frente. Nos quedábamos de rodillas o tumbados sobre la nieve. La piel de las rodillas se nos pegaba al hielo», escribió un soldado anónimo de la Wehrmacht. Los soldados alemanes, incapaces de excavar trincheras para protegerse en el hielo demasiado duro, caían como moscas, diezmados por las balas rusas o vencidos por el frío y el hambre. El novio de mi tía Ingrid, contrario a Hitler, perdió varios dedos del pie por congelación a las puertas de Moscú.
Un año más tarde, a pesar de las advertencias de sus generales sobre el estado catastrófico de las tropas, el Führer forzó de nuevo a los soldados exhaustos a lanzar un ataque, esta vez contra Stalingrado, una ofensiva sin ninguna esperanza de victoria, que representaba condenar a sus hombres a una muerte segura. Los 220.000 soldados del Sexto Ejército fueron cercados. Vestidos con un abrigo delgado y sin provisiones, muchos perecieron de frío y de hambre. Cayeron 60.000 y alrededor de 110.000 fueron hechos prisioneros por los soviéticos. Solamente 6000 regresaron a sus casas.
En el norte de África, otro teatro de operaciones, el balance fue comparativamente bajo. Hubo unas decenas de miles de muertos en el bando alemán, porque el general Erwin Rommel, llamado «el Zorro del Desierto», que dirigía la ofensiva del Afrikakorps contra los británicos, tuvo el valor de desobedecer a Hitler. Durante la batalla de El Alamein, a pesar de la evidente incapacidad logística de frenar al enemigo, el Führer lanzó uno de sus temibles Durchhaltebefehle (órdenes de aguantar): «No tenéis otra opción que mostrar a vuestras tropas o bien el camino de la victoria, o bien el de la muerte». Al principio, Rommel, que por otra parte era muy leal a su jefe, obedeció, luego ordenó a todas sus unidades móviles que se replegaran hacia el oeste.
Después del desembarco aliado en Normandía, el 6 de junio de 1944, que confirmaba el declive inevitable del Reich, Rommel exhortó al Führer a poner fin a la guerra, pero no hizo más que provocar el furor de un tirano cegado por sus ambiciones desmesuradas. Poco después, sospechoso de haber participado en un golpe de Estado fallido protagonizado por oficiales contra el régimen nazi, Erwin Rommel, cuya audacia y triunfos habían hecho vibrar Alemania y temblar al enemigo, recibió la orden de suicidarse y la ejecutó.
Un número creciente de generales intentó hacer entrar en razón a Hitler, pero este se mantuvo impasible hasta el final, gracias al apoyo persistente e incomprensible de una parte del Estado Mayor. En su locura suicida, unos meses antes de la capitulación, cuando se había perdido toda esperanza, los dirigentes nazis decidieron ampliar aún más el círculo de los sacrificados, reclutando la poca carne de cañón que quedaba, es decir, chicos de dieciséis y diecisiete años, y hombres de más de cuarenta y cinco, para formar un Volkssturm y defender, sin entrenamiento y apenas armados, las ciudades que iban a caer en manos del enemigo. Aquellos muchachos eran enviados a la muerte para salvar la imagen del alemán extremista que halagaba la vanidad del Führer: o bien la victoria total, o bien la derrota total.
Los alemanes que vivieron los últimos meses de la guerra los recuerdan como un apocalipsis. Alemania se hundía, ardía, explotaba, aullaba, se desgarraba y agonizaba en un infierno digno de Dante. Errante como un león enjaulado en un búnker construido bajo la cancillería de Berlín, donde se había refugiado con sus allegados, Adolf Hitler zozobraba en una locura destructiva. Prefería el naufragio a la rendición y quería arrastrar a él a su propio pueblo, que consideraba «indigno» de la revolución nacionalsocialista.
El 30 de abril, después de haber matado a su perra, se disparó una bala en la cabeza. Eva Braun, su compañera, con la que finalmente había accedido a casarse justo antes de su muerte, se envenenó con cianuro. El 1 de mayo, le tocó el turno de tomar cianuro a su ministro de Propaganda, Joseph Goebbels, un antisemita exaltado, y a su mujer Magda, una poseída del nazismo, después de habérselo administrado a sus seis hijos, ángeles rubios que habían servido para emocionar a los alemanes en películas de propaganda.
El suicidio se extendía como una epidemia desde que el avance del Ejército Rojo hasta Berlín parecía inevitable. Los pastores de la Iglesia se inquietaban ante la afluencia de fieles que acudían a confesar que siempre llevaban encima una ampolla de cianuro. El número de berlineses que se quitó la vida en las últimas semanas de la guerra probablemente supera los 10.000. En Demmin, una pequeña ciudad de la Pomerania Oriental, conquistada por el Ejército Rojo el 30 de abril de 1945, entre quinientas y mil personas se suicidaron, entre ellas muchas mujeres que antes mataron a sus hijos. Mi tía recuerda la desesperación de su madre: «Los americanos ya estaban en el país y mi madre decía: “¡No perderemos la guerra! ¡El Führer ganará! ¡Si perdemos la guerra, me mato!”. Aquello me impresionaba».
Si la Oma no pasó a la acción quizá fue porque su suerte no fue tan terrible como la de otros. Después de haber cruzado el centro urbano de Mannheim en ruinas, debió de sentirse aliviada al ver el inmueble familiar, donde podría intentar recuperar su vida de antes. Por desgracia, un tejado no basta para sobrevivir, sobre todo si está agujereado por todas partes. Las paredes y una parte de la escalera habían sido destruidas. Las ventanas habían estallado en mil pedazos.
Poco a poco, los inquilinos regresaron de su exilio en el campo para volver a instalarse en sus casas, pero tuvieron que compartirlas con los que lo habían perdido todo. En Mannheim, solo 14.600 pisos de 86.700 no se habían visto afectados por las bombas. Frente a la grave falta de viviendas, era obligatorio alojar al menos a ocho personas en un piso del tamaño de los del inmueble de la Chamissostrasse, todos idénticos, es decir, de noventa metros cuadrados. El Opa burló el reglamento, pues contó que su hermano Willy vivía con sus hijos bajo su techo. Sin embargo, es cierto que acogió regularmente a miembros de la familia, como recuerda mi tía, que se veía obligada a dormir en el salón, detrás de una gran sábana a modo de cortina. En la planta baja del inmueble, un anciano que vivía solo se encontró con una familia entera de refugiados. «Los llamábamos Rucksackdeutsche (“alemanes con una bolsa a la espalda”); se percibía que habían pasado por una auténtica pesadilla.»
Los civiles alemanes que pagaron el tributo más alto a la guerra probablemente fueron los 12 a 14 millones de expulsados de los territorios alemanes del este, de Checoslovaquia y, en menor medida, del sudeste de Europa, que fueron arrancados de las tierras donde se habían instalado desde hacía generaciones.
Los de los territorios alemanes del este habían huido en condiciones especialmente terribles ante el avance del Ejército Rojo, electrizado por la visión de los pueblos que la Wehrmacht había quemado durante su retirada de Rusia y la muerte de millones de prisioneros de guerra soviéticos a manos de los alemanes. Más de 1,4 millones de mujeres alemanas fueron violadas por los soldados rusos y centenares de miles de hombres fueron enviados a los gulags y sometidos a trabajos forzados.
En Checoslovaquia, el escenario fue menos sangriento, pero la partida forzosa de tres millones de alemanes también resultó muy dolorosa. Bajo el Imperio austrohúngaro, los alemanes de los Sudetes, que designa la región de Bohemia y Moravia en el nordeste del país, habían prosperado y habían desarrollado una importante industria del vidrio y el cristal. Su situación se había deteriorado después del desmantelamiento del imperio y la proclamación de un Estado checoslovaco independiente en 1918, que tenía tendencia a discriminar a la minoría alemana. Hitler, invocando la necesidad de ayudar a sus «hermanos de sangre», se anexionó los Sudetes en octubre de 1938, ante la alegría de la inmensa mayoría de la población germánica local, que no perdió el tiempo para expulsar y discriminar a los checos de su región.
Después de la derrota del Reich, la venganza cambió de campo y le tocó el turno a casi la totalidad de los alemanes de ser expulsados como apestados, echados a las carreteras, donde miles murieron de agotamiento, de enfermedades o asesinados. El presidente checoslovaco, Edvard Beneš, decretó que todos los bienes de los alemanes debían ser «embargados», es decir, robados. En 2002, el presidente checo, Václav Havel, condenó oficialmente estas expulsiones.
En Alemania, la acogida de estos refugiados no fue calurosa. Ya había mucho que hacer con los locales que no tenían vivienda y la empatía raramente es necesaria cuando todo el mundo sufre. Mis abuelos no podían contar con los alquileres para salir adelante, pues los inquilinos tenían dificultades financieras, y todavía no habían recibido las indemnizaciones por los desperfectos debidos al raid de septiembre de 1943. Mi abuelo se pasaba días enteros hablando con las autoridades. Por suerte, antes del gran bombardeo, había realizado un inventario completo de sus bienes, que encontré en el sótano de Mannheim.
Al leer esta lista, que enumera cada prenda de vestir, cada mueble, cada accesorio que poseían mis abuelos, me proyecté al escenario en el que la Oma vivía cuando yo era muy pequeña y del que pensaba que solo tenía vagos recuerdos: después de su muerte —yo tenía seis años—, mi abuelo había transformado por completo el apartamento. Con un nudo en la garganta, reviví con claridad la habitación de mi abuela, donde había muebles de madera pesados y oscuros, un cuadro que representaba un paisaje germánico idílico, una cama demasiado maciza para el volumen de la habitación y, encima, una cruz imponente ante la que Lydia rezaba cada noche. El apartamento estaba formado por un salón, una gran cocina, donde la Oma pasaba horas preparando pasteles del tamaño de la placa del horno para el Kaffee und Kuchen (café y pasteles) del domingo, y un Herrenzimmer, el «salón de los señores», donde, en sillones dispuestos frente a una biblioteca art déco y un escritorio a juego, estaba permitido fumar la pipa y el cigarro cuando las finanzas lo permitían, pero era solamente para los hombres.
Otra lista que encontré data del día siguiente de los bombardeos devastadores de septiembre de 1943 y concierne a las pérdidas. Los detalles con los que el Opa realiza el balance del siniestro —que incluye «un canario y su jaula», un «pomo de puerta», «botellas vacías» y «cajas de fruta vacías»— dan una idea de la situación financiera tensa de mis abuelos en aquella época.
Muy deprisa, Karl Schwarz encontró una solución mucho más eficaz que las indemnizaciones del Estado para mejorar las condiciones de vida de su familia. Es cierto que los Aliados lo habían privado del control de su empresa, pero ignoraban que todavía disponía de un stock de barriles de aceite y de petróleo en una fábrica de ladrillos en las afueras de la ciudad. En aquellos tiempos de penuria, estas reservas representaban oro en el mercado negro, de donde mi abuelo traía tesoros: cajas de huevos que almacenaba en el cobertizo del patio, cientos de manzanas conservadas al fresco en el sótano, jamones enteros que colgaban en el cuarto de baño e incluso —un lujo inaudito en aquellos tiempos de carestía— petardos y sekt, vino espumoso, para el Año Nuevo. Era el único del barrio que tenía coche y la ventaja era que «siempre había lugar para aparcar», bromea mi padre. En el vecindario, se consideraba que la familia de Karl Schwarz estaba especialmente bien provista, mientras que otros chiquillos llegaban a la escuela con el estómago vacío y los zapatos agujereados. «Nos tenían un poco de envidia», dice mi tía, que siempre estuvo muy agradecida a su padre por «haber sabido arreglárselas tan bien para su familia».
Todos hacían lo que podían en aquella Alemania en el fondo del abismo. Una de las grandes distracciones de mi padre cuando niño era precipitarse a la ventana en cuanto oía la bocina de los grandes Jeep que se detenían delante de la puerta del inmueble, soldados americanos que venían a buscar a sus compañeras de una noche. «Estaban las dos hijas de la señora del piso de arriba y una vecina que estaba casada, pero no sabía si su marido iba a regresar. Había que vivir», recuerda.
Muchos prisioneros de guerra alemanes no pudieron volver a sus casas hasta varios años después del final del conflicto, a veces diez años, y dejaban a sus esposas en la inopia y la incertidumbre. Alrededor de 1,3 millones nunca regresaron de la Unión Soviética, forzados a trabajar en unas condiciones execrables. Una amarga revancha, después de que el Reich matara o dejara morir a 3,3 de sus 5,7 millones de prisioneros de guerra soviéticos.
Para una mujer alemana de aquella época, era mejor tener un marido declarado muerto que considerado desaparecido, porque en el primer caso podía recibir inmediatamente una pensión, mientras que en el segundo tenía que ir tirando durante varios años, en espera de la confirmación de que estaba muerto. «Las mujeres jóvenes de Mannheim empezaron a salir con los americanos, que las llevaban a su cuartel, donde podían bailar, ir al cine, comer hasta saciarse y divertirse un poco con hombres jóvenes que tenían buen aspecto con sus uniformes», cuenta mi padre. A veces, de estos encuentros surgía una bonita historia de amor, como ocurrió con una de las chicas del piso de arriba, que se casó con un americano y cuya hija Cynthia fue la amiga de la infancia de mi padre, antes de que sus padres se mudaran a Estados Unidos en 1949.
Para las otras, como la vecina casada con un soldado prisionero de guerra, estas citas eran una forma de prostitución. Todo el mundo estaba al corriente en el inmueble, pero no estaba mal visto, porque los cigarrillos que distribuían los americanos a veces permitían vivir a toda una familia. «Oficialmente, los americanos habían prohibido a sus soldados frecuentar a las chicas alemanas, pero aquello no se sostuvo más que unos meses. Si mi padre los aceptaba en su inmueble, era probablemente a cambio de algunos negocios y cigarrillos.»
Desde el hundimiento del Reichsmark, los cigarrillos se habían convertido en la moneda de referencia en el mercado negro y era imposible prescindir de ellos, porque los cupones de racionamiento preveían, en función de las existencias, entre 800 y 1500 calorías al día y por adulto en 1946. Muchos pasaban hambre, algunos morían, incluso de frío, porque el carbón también estaba racionado y el invierno de 1946-1947 fue muy duro. En el álbum del Opa, hay una foto del Rin helado, por el que los habitantes de Mannheim se pasean como si estuvieran sobre el Neva en San Petersburgo.
Otros visitantes hicieron su aparición en el inmueble: los «tíos». En la medida en que la condición para otorgar la pensión a las viudas de guerra era que se mantuvieran solteras, estas no tenían ningún interés en volver a casarse. Ahora bien, la ley prohibía a las parejas no casadas que vivieran juntas y se estableció la costumbre de hacer pasar al nuevo compañero por un tío. El propietario de la vivienda tenía que encargarse de hacer respetar esta ley y debía pagar una multa si no lo hacía, pero Karl Schwarz cerraba los ojos, porque él mismo no era un modelo en materia de legalidad. Era de naturaleza generosa y compartía habitualmente con la familia y los amigos su botín del mercado negro alrededor de una gran mesa el domingo. «Las conversaciones giraban en torno a las pensiones, que muchos tenían miedo de no recibir porque habían sido funcionarios o soldados del Tercer Reich. La inflación, los productos imposibles de encontrar y los chismes del vecindario... eran las preocupaciones de la época y no quién había hecho qué bajo el nacionalsocialismo», explica mi padre.
A veces, se compadecía a los que habían tenido peor suerte, como los berlineses, cuyo futuro era tan turbio como el horizonte de las ruinas frecuentadas por los refugiados errantes que cazaban ratas para comer, por mujeres que se prostituían con soldados y niños que acechaban el paso de un camión para recoger los trozos de carbón que caían. La película Alemania, año cero, de Roberto Rossellini, rodada en 1947 en Berlín, es uno de los testimonios más sobrecogedores de este mundo impregnado por el sentimiento de la nada. Navegando en medio de las fantasmagóricas ruinas de la capital, el director italiano cuenta la historia de un niño de doce años, Edmund, que ayuda a su familia que está en la miseria haciendo trabajillos varios. Para salvar a su padre enfermo, pide ayuda a su antiguo maestro de escuela, que lo conmina, inspirado por la ideología nazi, a deshacerse del eslabón débil de la familia, que amenaza la supervivencia del grupo. Después de haber envenenado a su padre, Edmund se suicida tirándose desde lo alto de un edificio en ruinas.