En el cual soy rebautizado y reubicado
Me cambiaron el nombre a Rip van Jones en una planicie sobre el río Hudson en el que las grandes familias norteamericanas (los Roosevelt, los Vanderbilt y los van Cortland) habían construido sus prodigiosos hogares. La ceremonia fue dirigida por Joe teniendo como testigo a Elijah, un chico negro de dieciséis años que Joe encontró intentando robarse su auto en Albany y quien ahora trabajaba haciendo cajas de cristal en El Mundo de las Mariposas. Mientras Joe me salpicaba con Coca-Cola, sacudiendo sus dedos, pronunció su rito bautismal personal:
—En el nombre del Camino que conduce a las ventas y la gloria, yo te bautizo como Rip van Jones, vendedor de mariposas. Estamos aquí reunidos para orar por tu alma mientras necesite oraciones, y para asegurarnos de que le lleves los productos a la gente de esta gran nación, aunque no debemos olvidar que su grandeza no necesariamente está en lo que su gente cree que la hace grande, y que hagas tu trabajo lo mejor posible a través de Su Gracia. ¿Hay algún testigo? —Joe miró a su alrededor. Elijah estaba comiéndose unas papas fritas y mirándose los pies—. ¿Hay algún testigo? —dijo que sí entre dientes, y Joe terminó la ceremonia soltando un sonoro «¡A-mén!». Luego sacó una cajita de tarjetas de presentación y me la entregó.
—Me las hicieron en Lexington, de camino a Misisipi.
También en esta caja había una tarjeta pegada a la tapa.
RIP VAN JONES
JEFE DE VENTAS Y MARKETING
EL MUNDO DE LAS MARIPOSAS
CELULAR 214 321 3421
«LO BELLO ES UN GOZO ETERNO»
La letra estaba en relieve. Mientras yo la acariciaba con un dedo, Joe soltó unas risitas complacidas.
—Vi cómo menospreciaste mi tarjeta, así que hice estas y otras nuevas para mí. ¡Ya verás, Rip! Esta es la clase de mejoras que tus modos sofisticados nos van a traer. ¿Viste que cambié el lema?
—¿Las hiciste antes de que te dijera que sí?
—Por favor, ya sabía que ibas a decir que sí.
Cuando se trata de tomar decisiones importantes, mi abuelo decía que hay que consultarlo con la almohada, y luego consultar esa consulta con la almohada. Solo para estar seguro-seguro. Antes de llamar a Joe para aceptar su oferta, la pasé por la prueba de la doble almohada, para darme tiempo a cambiar de opinión o a que el destino hiciera lo suyo; pero sabía cuál iba a ser mi decisión. Lo supe en cuanto se fue, dejándome con la sensación abismal de una oportunidad desperdiciada; lo supe cuando vi la cita de Keats retándome tan inesperadamente desde la base de la caja de la mariposa. Y lo sentí en mi deseo animal de volver a ver a su hermana robalibros. En los dos días previos a hacer la llamada, hice lo que a veces hago cuando espero ansiosamente la confirmación de una decisión que ya tomé: busqué señales en fenómenos ordinarios. Dije: «Si los dígitos de este teléfono suman un número significativo, lo haré» y, sorpresa, sumaron veintitrés, mi edad en ese momento. Dije: «Si veo algo inusual, algo que no esperaba, aceptaré» e, increíblemente, en el desayuno de la mañana siguiente, un oso negro pasó por el jardín frente a mis ojos (en veinte años de tener la casa, mi tía nunca había visto un oso en Catskill, mucho menos en su jardín). Incluso le di al destino una oportunidad de último minuto para intervenir. Mientras marcaba el teléfono de Joe, me dije que si su teléfono timbraba tres veces antes de que me respondiera, era definitivo que debía hacerlo. Contestó en el cuarto timbrazo.
—El Mundo de las Mariposas. ¡Habla con Joe Bosco!
Una balada country sonaba a todo volumen desde el radio del auto: «Gonna make my man see, gonna take him home, see».
—¿Joe? Soy Lew Jones.
—¡Rip! ¡Eres tú! O sea que... ¡decidiste trabajar conmigo!
—Creo que sí.
—¿Crees que sí? ¿O sabes que sí?
La música seguía tan fuerte que era necesario gritar.
—¡Me encantaría trabajar contigo! ¡Si aún quieres!
—¡Pero claro que quiero! Oye, Mary, bájale, ¿sí? ¡Qué bien! ¡Qué bien! No te vas a arrepentir de esta decisión, Rip. Vamos a arrasar con este país. Los estados caerán. En este momento estoy en el Estado Magnolia. ¿Sabes cuál es?
—No.
—¡Misisipi! Vamos hacia el norte, al Estado Voluntario. Luego al Estado Bluegrass. Luego cruzaremos el Estado Casi Paradisiaco hasta el Estado Piedra Angular ¡y de vuelta al Estado Imperial! Paso por ti en un par de días. —En unas cuantas frases sobre estados, Joe redujo la nación entera a un viaje de domingo—. ¿Tienes un traje?
—Tengo una camisa formal y un saco.
—Eso está bien, pero tenemos que conseguirte un traje. Tienes que verte como un jefazo. He estado usando tu frase de «lo bello» con la gente toda la semana. Por ejemplo, hoy, cuando estaba vendiendo, se la dije a la dueña de una tienda y se quedó callada. Pensé que la había cagado, pero luego ella dijo: «Eso es lo más hermoso que he escuchado, señor Bosco». ¡Compró una caja con doce mariposas variadas en ese mismo momento! ¿Ya ves, Rip? Tus palabras ya me están dando dinero.
—Me alegra. Aunque no son mis palabras.
—¡Róbate el crédito! ¡Nadie se va a enterar! Ah, por cierto, Mary te manda saludos. Y dice que la perdones por robarse el libro. ¿Verdad, Mary?
Pude escuchar que Mary no dijo eso. Pero me la podía imaginar: overol de mezclilla, los pies descalzos sobre el tablero, pintándose de negro las uñas de los pies, y confieso que la idea de verla de nuevo era mucho más atractiva que conocer el país.
—Bueno. Paso por ti el viernes por la tarde. Te llevaré a conocer a la familia. ¡Te van a amar! Te enseñaré cómo trabajamos. Cargaremos la mercancía y estaremos en la carretera antes de que puedas decir Kalamazoo. ¿Has visto la gran migración de las monarcas?
—No.
—Ya la verás. Es una de las grandes maravillas de la naturaleza.
—Tengo que decirle a mi tía qué estaré haciendo. Le diré eso.
—Dile que estarás trabajando con una de las personas más emprendedurísticas de esta nación y ayudando a llenar de alegría y belleza la vida de las personas.
—¿Y mis cosas? ¿Me llevo todo?
—Es un negocio familiar, Rip, y vas a ser parte de la familia. Tráetelo todo.
—Pero... ¿tienen espacio?
Esto lo hizo reír con ganas.
—¡Ay! Pregunta si tenemos espacio, Mary. ¿Oíste? Dile. Dile cuántos cuartos tenemos.
—Dile tú.
—Hay muchos cuartos en mi mansión, Rip. Ya verás.
Comenzó a cantar como lo hacía siempre que se emocionaba, imitando la tonada que sonaba en la radio y adaptando la letra al momento: «Le enseñaré a mi hombre; lo llevaré a casa a ver, a ver a los tipos que va a conocer, ¡a ver cuántos cuartos va a ver! ¡Rip va a trabajar para mí! ¡Di di di di di di!».
En ese momento aún consideraba a Joe como un gringo pobre con muchos planes. Me lo imaginaba viviendo en una casucha con carcachas sobre ladrillos en el patio, con el perímetro rodeado por malla ciclónica y sus hermanas durmiendo de a tres por cama. Ni me lo imaginaba ni podía imaginarlo viviendo en una mansión. Los vendedores de mariposas no viven en mansiones.
Mi tía pareció genuinamente complacida al escuchar sobre el trabajo. Admito que lo pinté más legítimo y formal de lo que era, en parte porque no quería que pensara que me estaba metiendo en algo raro, pero en parte también porque no quería decepcionarla o parecer ingrato con ella. Había sido buena conmigo. Le dije que conocí al CEO de una compañía nacional especializada en hacer «distintos tipos de regalos» y que estaban buscando a alguien que los ayudara a llevar su negocio «a un nuevo nivel». Sazoné el platillo con frases como «ventas y marketing», «textos promocionales», y agregué la posibilidad de vender en J. C. Penney’s como toque final. Y, en cualquier caso, se lo planteé como una oportunidad de conocer Estados Unidos y que me pagaran por ello. No describí a Joe ni mencioné las mariposas, pero nada de lo que le dije fue falso.
Y así, cinco días después, estaba en el porche esperando a Joe con mis maletas hechas y listo para partir. El cielo estaba nublado y podía sentir la electricidad de la tormenta que se aproximaba. Las nubes se estaban formando, amenazantes. Sé que quizá ahora lo veo todo con ojos de mal augurio, pero aquellas nubes iban tomando la forma de las que anuncian que un cambio se acerca. Un cambio, y quizá problemas. Cumulo portentous. Las primeras gotas comenzaron a azotar la calle y el delicioso aroma de la lluvia sobre el asfalto caliente llenó el aire. El chubasco fue torrencial pero rápido, a diferencia de la lluvia de mi lugar de origen, que es tímida y persistente; esta lluvia pasó tan rápido que, para cuando Joe llegó, el sol ya había salido y en la calle brillaban los restos de la tormenta. Se apareció en un Cadillac Seville nuevo, de color azul medianoche, con Elijah en el asiento del copiloto. Joe sonrió con orgullo al acercarse al porche para saludarme. Había abandonado el peinado estilo mullet y también su ropa horrible. Se había hecho un corte convencional en el cabello y lo llevaba recogido con gel hacia atrás; lucía un traje negro nuevo, camisa blanca de algodón, una sobria corbata de puntos y zapatos de vestir. Parecía un mormón buscando convertirme, comparación que él hubiera rechazado terminantemente, argumentando que el mormonismo se basa en una revelación absurda y es el mejor ejemplo del mundo de la mala teología. Se abrió la solapa del saco para mostrarme el forro.
—¿Qué te parece?
—Muy elegante.
—El presidente de El Mundo de las Mariposas necesita verse bien. ¿Te gusta la corbata? Es del mismo color que la malaquita. ¿Te gusta el Caddy?
—Sí. ¿Lo... acabas de comprar?
—¡No! Lo renté. Cuando llegas al estacionamiento de un banco debes verte como un ejecutivo con ambiciones nacionales. Si hacemos el negociazo nos compraremos nuestros propios Caddies. Velo como un incentivo.
Estaba un poco ancho para ser un Cadillac y le faltaba el encanto rudimentario del Chuick, pero era nuevo, caro y daba la idea de éxito, que era de lo que se trataba. Pude sentir cómo las preguntas se iban formando en mi cabeza, pero, en aquellos primeros días que pasaron como bólidos, las preguntas obvias casi nunca llegaban de mi cabeza a mi lengua porque siempre había una nueva distracción para perderme en ella, una nueva sorpresa por asimilar.
Como el hecho de que un jovencito negro estuviera dentro del auto de Joe.
Joe le hizo al chico una seña con la mano, que estaba escuchando un Walkman y moviendo la cabeza al ritmo de la música.
—¡Oye! ¡Elijah! ¡Elijah! ¡Ven a saludar!
Elijah se quitó los audífonos y salió del auto. Mientras avanzaba a grandes zancadas hacia mí, se iba rascando las manos y evitaba el contacto visual.
—¡Saluda, pues! —le dijo Joe, con súbita exasperación.
—Hola.
Le respondí el saludo y estreché su mano, que estaba seca, callosa y cubierta de un fuerte sarpullido.
—¡Di algo, caray! —le ordenó Joe al niño.
—¿Tienen carros en Inglaterra? —preguntó Elijah.
—Sí. Sí tenemos.
—¿Tienen Cadillacs?
—Pues puede que haya algunos, pero nosotros no los hacemos.
—¿Tienen Fords?
—Sí. Sí tenemos Fords. Son más pequeños que los suyos. Todo es más pequeño que lo suyo.
—Oh.
Esto pareció satisfacerlo.
—Elijah antes se llamaba Leroy, pero ese nombre no sirve de nada en este país y en Albany es un pasaporte seguro al bote. Le di un nombre para que la gente se ponga de pie y lo respete. Ahora es gerente de Producción de El Mundo de las Mariposas y es el fabricante de cajas más rápido que hemos tenido. Las hace más rápido que mi hermana Isabelle. ¿A poco no, Eli?
Elijah asintió con modestia.
—El buen Rip te va a conseguir tantos pedidos que no vas a poder seguirle el ritmo.
El altruismo de Joe era admirable, pero me molestó un poco escuchar eso. Minimizaba mi recién encontrada sensación de ser alguien importante, así como mi esperanza de que El Mundo de las Mariposas fuera una compañía con futuro. Si un chiquillo torpe podía ser gerente de Producción en la compañía de Joe, entonces mi rápido ascenso a jefe de Ventas y Marketing no era un gran logro. Pese a lo hiperbólico de Joe, quería creer en su palabrería sobre cómo yo era «el hombre correcto llegando en el momento indicado»; quería que me eligiera por mis méritos y no que me rescatara por casualidad.
Estos miedos pronto quedaron olvidados por la simple emoción de ir en un auto nombrado en honor a un explorador francés y una ciudad andaluza, con un hombre con el cuerpo de un titán y un chico con el nombre de un profeta que fue llevado al cielo en una carroza dorada. Le lancé un último vistazo a la casa de mi tía y su granero recién pintado. Me estaba despidiendo de la introspección, la contemplación sedentaria y el no ir a ninguna parte; y saludaba a la experiencia sensorial, al mundo exterior y al llamado de El Camino. También le decía adiós a Llewellyn Jones, pues en menos de una hora tendría un nuevo nombre, un nombre con el peso del mito estadounidense, y estaba lleno de esperanza por lo que todavía era invisible.
Mientras subíamos por la montaña Hunter, Joe no dejó de parlotear. Creo que estaba aún más emocionado que yo. Manejaba como un actor en una película antigua, diciendo sus parlamentos casi sin mirar el camino mientras un paisaje falso se proyecta en la ventana trasera.
—Toda la familia quiere conocerte, Rip. Les conté que eres un tipo encantador y culto con opiniones y gustos elegantes, así que más te vale que no me hagas quedar mal.
—Me esforzaré.
—Les dije que te llamaran Rip. No te vayas a ofender, pero tu otro nombre no es muy útil. No puedes tener un nombre que la gente no puede pronunciar. Es terrible para las ventas. Así que vamos a hacer una pequeña ceremonia allá arriba, en el mirador del Hudson. Elijah, pásame esa Coca.
Y fue así como Joe me renombró y rebautizó con el dulce líquido de su tierra. La verdad me gustó lo conciso y las asociaciones de mi nuevo nombre. Era agradable estar libre de mis estiradas «L». Y cuando terminamos, Joe rodeó mis hombros con un brazo y me mostró la vista como si todo eso fuera suyo y estuviera por entregármelo.
—Ahí está: Estados Unidos. Cuando nos mudamos traje a ma a este lugar y le dije los nombres de las grandes familias que vivieron en el Hudson y le prometí que los Bosco serían a las mariposas lo que los Carnegie fueron para el acero, los Vanderbilt para los trenes y los Rockefeller para el petróleo. Que estábamos por llevarlas a un nuevo nivel. Y tú nos vas a ayudar a eso, Rip. Fuiste enviado para este momento.
Joe era una persona que encontraba libros en los ríos, sermones en las piedras y lo bueno en todo. No creí nada de lo que me decía ni por un segundo, y no estoy seguro de que el mismo Joe lo haya creído, pero le seguí el juego por el simple placer de la fantasía, y porque a veces las fantasías crean lo imposible. Tenía esa sensación que la gente debe sentir al inicio de los grandes viajes, una sensación de comienzo, como si tú mismo fueras el viaje y sientes que estás comenzando de cero, sin el peso de la historia. Es ridículo, pero desde el momento en que Joe me dio mi nuevo nombre, realmente me sentí como una nueva persona.
Joe no fue muy claro sobre dónde vivía ni el tiempo que nos tomaría llegar hasta ahí. Simplemente decía: «Por las colinas, no muy lejos». Su casa estaba a menos de cincuenta kilómetros del este de las Catskill y hacia el oeste, siguiendo el vuelo del águila, pero el camino pareció durar horas; recuerdo mis sentimientos de aquel día con más claridad que la ruta para llegar a nuestro destino. Recuerdo los remontes abandonados por el verano del complejo turístico de Hunter y los adornos hippies del otro Woodstock. Y aún puedo verme entre los bosques de falsos abetos y blancas iglesias con delgados campanarios y estrechos peristilos, aunque mi mente estaba puesta en lo que me esperaba al doblar la esquina. El escuchar la mención de la madre de Joe hizo que mis pensamientos se volcaran en su familia y su «mansión con muchos cuartos».
—Entonces, ¿tu familia es muy grande?
—Pues, a ver. Soy yo. Y ma. Mis hermanas. A Mary-Anne ya la conoces. Isabelle, ella es la seria. Luego la pequeña Celeste, a ella la adoptamos. Al viejo Clay lo encontramos en un camión de basura. Y Elijah. Y ahora tú. O sea que somos ocho. Si cuentas a los perros, Nancy y Ronnie, entonces somos diez.
—¿Y tu padre?
Joe se quedó callado por unos segundos, una era de silencio en su caso, y luego soltó un débil lamento, como un animal moribundo. Inmediatamente me arrepentí de mi pregunta.
—Perdón.
Parecía que Joe estaba considerando qué decirme y qué no. Lanzó una mirada hacia el asiento trasero a través del retrovisor.
—¿Elijah? —El chico no se movió, pero Joe repitió su nombre más alto, por si las dudas. Luego se volteó hacia mí.
—Hay algo que tengo que decirte desde ya, Rip. No hablamos de mi padre. Es El Innombrable. Es el cáncer que te acaban de diagnosticar. Las hemorroides que te salieron. El elefante en la cristalería.
—Chivo. Chivo en cristalería. O el elefante en la habitación.
—¿Ya ves, Rip? Esa es la clase de refinancia que necesito. Serás quien arregle mis imperfecciones. Lo que quiero decir es que no hagas esa pregunta en la casa. Especialmente a ma. Jamás a ma.
¿Eso significaba que tenía permiso para tocar el tema con él? Es la clase de prohibición que quieres romper de inmediato.
—Perdón, no quiero ser entrometido.
—Está bien. Pero no quiero que le preguntes algo malo a ma y la cagues.
—Me callaré la boca.
—Pero debes saber cómo llegamos adonde estamos. Eso es importante. Debes conocer la historia por si necesitas usarla. Es parte del proceso de venta.
Y fue así como Joe me contó su versión de la historia de la familia Bosco, una historia que (como descubriría después) iba mutando con el tiempo y variaba según quien la contara.
Joe (veinticinco) era el mayor de tres hijos: Isabelle (veinte) y Mary-Anne (diecinueve). El padre de Joe era un destacado entomólogo y profesor de zoología. La madre de Joe, Edith, venía de una familia sureña pobre, pero fue lo suficientemente inteligente para aprender contaduría por su cuenta y ganarse un dinero extra como modelo de ojos. Joe describió su linaje como de campesina convertida en clasemediera. Sus padres eran una pareja razonablemente próspera que vivía en Palos Verdes, un suburbio cerca de Long Beach, California. Su padre pasaba casi todo el año en expediciones en Sudamérica, buscando nuevas y extrañas especies de mariposas. Sus largos viajes eran una fuente de tensión con su madre. A veces desaparecía por meses en la selva de Yucatán o los bosques de Colombia siguiendo su obsesión, enviándole a Edith paquetes de especímenes increíblemente raros en sobres de papel glassine que ella guardaba en un baúl lleno de naftalina. Las largas ausencias fueron haciendo mella en el matrimonio, y un día el padre de Joe llamó desde Bogotá y anunció que se había acabado. Se iba. No volvería. Esa misma noche un incendio destruyó la casa y casi mató a Edith, quien tenía ocho meses de embarazo. El fuego se inició por los químicos para preservar a las mariposas. Esa fue «la gota que tiró el vaso». La madre de Joe solicitó el divorcio. El padre no le respondió. Edith se llevó a la familia a Tucson y luego a Michigan, donde consiguió un trabajo como asistente personal de un administrador de la universidad. Fue en Michigan donde Joe se convirtió en un ávido coleccionista de bichos y cazador de mariposas. Un día, cuando la madre de Joe estaba enferma y en cama, él colocó una hermosa Colias eurydice sobre un pedazo de madera dentro de una caja de cristal de diez por quince centímetros, la adornó con unas flores secas y se la dio como regalo para que se sintiera mejor. En cuanto la miró, Edith dijo: «Deberíamos hacerlas para vender». Joe sabía dónde abastecerse de mariposas; solo necesitaban cristal, silicón y unos trozos de madera para montarlas. La florería local les compró una orden de dos docenas y las vendió de inmediato. Emocionados, Joe y su madre comenzaron a venderlas de pueblo en pueblo, alejándose cada vez más, por Ann Arbor hasta Saginaw y de ahí al oeste hacia Kalamazoo, llenando la cajuela de su Caprice Classic y manejando hasta que estuviera vacía. Eran productos no solicitados y no todos les compraban, pero cuando una tienda les hacía un pedido, por lo general el negocio continuaba. Al poco tiempo aumentó el volumen de los pedidos y se aventuraron a atravesar las fronteras del estado hacia Wisconsin, Indiana, Ohio, Illinois y Pensilvania, vendiendo las mariposas de su cajuela y enseñando cajas de muestra para que les hicieran pedidos por adelantado. El negocio familiar pronto estaba recibiendo órdenes regulares de tiendas de regalos y florerías de seis estados. Luego, hace casi un año, los Bosco decidieron ir más al este, «en busca de nuevas oportunidades». Encontraron una casa en las Catskill con suficiente espacio para crear una fábrica con la cual cumplir con todos los pedidos que les estaban llegando. Comenzaron a contratar gente para que los ayudara y Joe empezó a hacer planes para venderles sus productos a las grandes cadenas de tiendas y conseguir los «pedidos nacionales» que buscaban.
Y fue entonces cuando me conoció.
Si alguien a quien no conoces bien te cuenta la historia de su familia, en especial si es una historia tormentosa, ¿qué puedes hacer sino creerla? En ese momento no tenía razón para desconfiar de su relato y no lo hice; creí que me estaba diciendo la verdad, incluso la verdad sobre las mentiras.
—Gracias por contármelo.
—A veces me enredo, Rip. Cuando necesito agarrarme de las fibras sensibles durante una venta que está flaqueando, puedo contar con esa historia para conseguir algunos pedidos extra. Incluso doy detalles sobre cómo salvé a ma del incendio. A veces les digo que mi padre desapareció en la selva. Que me convertí en el principal «proveedor del pan y de las mariposas» como a los diez años. A las personas les encantan esas historias de superación. Y les encanta que haya salvado a ma del incendio. Y a todos les encantan las historias donde alguien se muere. Eso sí que los emociona. Es un camino directo a caerles bien. Sin falla.
No supe si lo decía en serio o no hasta que empezó a reírse.
—Es broma.
—¿Lo de que tu mamá casi se muere en el incendio?
—¡Nooo! —gritó—. ¡No inventaría algo así! ¡Cómo se te ocurre!
—Por supuesto que no. Perdón.
—Pero si es tu historia, puedes hacer lo que quieras con ella. Por lo general me preguntan cómo me hice estas.
Quitó una mano del volante y me mostró las cicatrices de su muñeca, que ya había visto en el granero. Luego comenzó a tararear una tonada inexistente, dando a entender que la conversación había terminado. El fuego en el clímax de esa historia encendió rápidamente mis especulaciones, pero decidí no preguntarle más por el momento.
Estábamos casi al final de las Catskill, al oeste, e íbamos subiendo por una carretera que se fue estrechando hasta convertirse en un camino de tierra. Una de las cimas estaba cubierta de niebla y con la puesta del sol se formaba un resplandor en el cielo que mi nuevo homónimo sin duda habría descrito como sanguino (una palabra que aplica mejor a los atardeceres que a las personas). Por primera vez en días, se me antojó un porro.
—Tienes que saber unas cuantas cosas más sobre mi madre —dijo Joe—. Pasa de la calma a la locura así. —Chasqueó los dedos—. De pronto es dulce como el jarabe de maple. Te trata como si fueras su hijo. Y al otro instante ya te está maldiciendo. Y cuando maldice parece que le pagaran por palabra. Es difícil al principio, pero te acostumbras. Empezó a ser así el día después del incendio. Aún está enojada con Dios, con el mundo y con El Innombrable. Cuando lleguemos quizá se porte como si no tuviera idea de que ibas a ir, aunque se lo dije mil veces. Tendré que explicarle todo de nuevo. Puede que me grite como loca, me dirá toda clase de cosas, pero no serán en serio. Será como un huracán de abril; en el centro está su lado tranquilo, generoso y amable. Recuerda aferrarte a eso en medio de la tempestad.
—Pero ¿sí sabe que voy a trabajar con ustedes?
—¡Claro! Pero se le olvidan las cosas. Y se enoja conmigo por llevar gente a la casa, ¿verdad, Eli?
Elijah ya estaba despierto, con el rostro recargado contra el cristal, mirando con nostalgia los árboles que pasaban.
—Supongo.
—Cuando llevé a casa a Clay fue un escándalo. Siempre nos enseñó a ser caritativos. Encontré a Clay literalmente en la caja de un camión donde echan la basura. Pensé en llevarlo a casa. Cuando llegué, creí que ella lo iba a matar. Tuve que esconder la pistola. Tiene una pistola en su cama, bajo la almohada, para espantar. A veces le gusta sacarla y dispararle al candelabro, pero no hay que preocuparse por eso. Va a ser igual contigo. Puede que te ponga una prueba cuando la conozcas, pero te va a ir bien.
—¿Una prueba? ¿Qué clase de prueba?
—Si te dijera cuál es la prueba, no sería una prueba. Solo no hables mucho. Eso la haría creer que eres petulante. Y no hables demasiado poco. Eso la haría creer que eres tímido y si hay algo que mi madre no soporta es la timidez. Odia la debilidad y odia el orgullo. Es una cuerda floja por la que tendrás que aprender a caminar. Y di la verdad. Si te mira a los ojos y te hace una pregunta, ¡di la verdad! Sabe cuándo mientes. Y no hay nada que odie más en este mundo que a un mentiroso.
El sol estaba a punto de ponerse cuando llegamos al portón de entrada que conducía a la casa. Los pilares tenían la altura de un hombre y había unas bolas en el frontón. Las puertas de hierro forjado se hallaban abiertas y una de ellas estaba colgando. El camino hacia la casa se curvaba hasta perderse de vista, con un bosque a un lado y un jardín descuidado al otro. El pasto sin cortar rozaba el chasis del carro y Joe iba manejando despacio, por consideración a mí. Todo el rato me lanzó miraditas y me sonrió como diciendo: «Apuesto a que no te imaginabas esto».
Dos perros, un pastor alemán y una dóberman, se lanzaron hacia el carro, ladrando y soltándole mordidas a las llantas. Recuerdo haber pensado que eran o los perros de un rico con algo que proteger o los perros de un criminal con algo que temer.
—¡Esos son Nancy y Ronnie! —gritó Joe—. No te bajes hasta que los amarremos. No te conocen y se te irían a la yugular.
Los perros nos acompañaron ladrando por todo el largo camino de entrada, y Joe los iba retando con volantazos, acelerando y frenando.
—¡Vamos, perros! ¡Vamos, perros locos!
Seguimos más o menos durante un kilómetro y medio por un denso bosque sobre un ligero peralte, y luego el camino se recompuso y una casa apareció en nuestro campo de visión. Aun entonces yo seguía esperando una casucha, quizá una choza o cabaña dentro de las tierras de un hombre rico. Cuando Joe usó la palabra «mansión» para describir su casa, asumí que era un eufemismo o una más de sus exageraciones para vender. Pero la casa era una majestuosa construcción neogótica y, con el sol poniéndose y dibujando las siluetas de su gablete, sus torreones y su ático, la imagen era espléndida, una casa digna de cualquiera de esos grandes negociantes que han construido sus casas en las colinas cercanas. Joe estaba encantado con mi sorpresa, disminuyendo la velocidad del auto para disfrutar hasta la última gota de mi asombro.
—Era de un fabricante de armas. ¡Es una casa construida por el homicidio! —Se rio de su propio chiste, un chiste que parecía tener bien ensayado—. Estuvo abandonada por treinta años. Nadie la quería porque había una estúpida superstición sobre los crímenes con los que se pagó. Pero el verdadero crimen es que un lugar así haya estado solo por tanto tiempo. Así que nos mudamos y la reparamos. Hicimos unas cuantas mejoras. Arreglamos las tuberías, lijamos los pisos. Trajimos a un cura para que ungiera las puertas con aceite. Su reputación ya está bien exorcizada.
—O sea que... ¿es tuya?
—Como todo en la vida, Rip: solo es prestada.
Cuando Joe acercó el auto a la entrada de la casa, el sol dejó de suavizarlo todo y vi su condición real. Casi ninguna de las ventanas de la planta baja tenía cristales ni marcos, y muchas partes del techo no tenían tejas. Una sección entera de las paredes exteriores estaba al aire libre, cubierta solo por una lona triste. Sin duda había electricidad, porque las luces de los cuartos de arriba estaban encendidas, y también había señales de vida, pero la casa, básicamente, estaba en ruinas.
—Bienvenido a mi mansión, Rip.