II

En el que Joe me trae una ofrenda
y me hace una oferta

Esa noche, el sueño que durante el día me mantuvo entre sus brazos comenzó a hacerse el difícil. Mi encuentro con la gente mariposa creó un intenso coctel de obvios deseos, emocionantes posibilidades y abstractas ansiedades. ¿Quiénes eran? ¿De dónde venían? ¿Por qué se llevaron el libro y no el reloj Omega Seamaster de 1950, que claramente era más valioso? ¿Realmente los conocí? El fantasma del libro perdido en mi mesita de noche confirmaba que sí, pero los acontecimientos del día, revueltos como en un sueño, además del porro de la tarde, confundían mi entendimiento de qué era qué. Tendido en la cama noté, por primera vez desde que llegué a casa de mi tía, los sonidos del bosque. Intentando identificarlos, recorrí la jerarquía de depredadores norteamericanos desde la cigarra hasta el oso, pasando por ranas, serpientes, búhos, linces, coyotes y jaguares, con la hermana selkie del tipo de las mariposas en lo más alto de la pirámide. Ella seguía allá afuera, desnuda en el fresco remanso bajo la cascada, más caliente que una rana, más astuta que una serpiente, más poderosa que un oso, llamándome con sus cantos de sirena.

Pero, aunque lograra borrar su imagen con fantasías bobas y unos cuantos giros de mi muñeca, no conseguiría sacarme de la cabeza al tipo de las mariposas. Su presencia se había grabado en mi retina desde el primer vistazo a su figura, que cubría el sol como un eclipse, y sus comentarios respecto a mí, tan presuntuosos, tan prejuiciosos, ¡tan acertados!, se repetían en mi mente como una canción pop insoportablemente pegajosa.

«¿Está deprimido o algo?». «Se ve tristón». «La verdadera historia está allá afuera».

Fue como si me leyera el pensamiento. Vine a conocer Estados Unidos pero, en las dos semanas que llevaba, las cosas no habían salido como las planeé. Me despidieron de mi primer trabajo en un bar por llegar tarde. Mi tía, por lástima, me ofreció trabajo pintando su granero, pero, al ser un hombre poco práctico, me resultó difícil y tardado. Además, me distrajo su enorme colección de literatura norteamericana. El granero tenía diez mil libros y mi tía me pidió que los catalogara y ordenara alfabéticamente, un trabajo que me gustaba pero que me hizo perderme en las tierras ficticias de la literatura en vez de salir y explorar el territorio real en el que se desarrollaban muchas de las historias. «¿Para qué dejar el hermoso mundo descrito en los libros e ir a la desastrosa realidad, que me exige sudor, sangre y dinero, si todo está aquí, a mi disposición?», me dije. La verdad es que la lectura agudizó mi introspección. Y estaba fumando demasiado.

Al día siguiente, desperté dos horas después de que la alarma sonó con las notas típicas de los teléfonos estadounidenses (en ese momento, aquellas diferencias seguían siendo lo suficientemente novedosas para sorprenderme). Me sentía abotagado y con resaca. Mi brazo derecho estaba muerto y la sensación de agujas y alfileres picándome me recorría toda la pantorrilla. Cuando puse los pies sobre el suelo sentí la espalda dislocada, como si toda la noche hubiera luchado contra un fortachón y hubiese perdido. Juré que nunca volvería a fumarme un porro.

—¿Te desperté, cariño?

Cubrí la bocina y me aclaré la garganta para desaparecer la flema que ahí habitaba, en un intento de hacerle creer a mi tía que llevaba despierto un rato.

—Para nada, tía Julia.

—¿No te sientes solo y aburrido allá, Lew?

—No. Tengo buena compañía. Estoy avanzando en la biblioteca.

—Pa tenía cosas bastante raras en ese granero.

Decidí no mencionar el libro robado ni a la gente de las mariposas. No quería que mi tía pensara que estaba perdiendo la razón, además de sus pertenencias.

—¿Y el carro? ¿Lograste que encendiera?

—Se lo llevé a Hunter. Funciona bien.

Eso también era una mentira. En las dos semanas que llevaba en casa de mi tía no había sacado el auto ni una vez. La lectura y la ligera agorafobia provocada por el exceso de hierba habían limitado mis excursiones a la cascada y a la tienda.

—Escucha, Lew, no iré este fin de semana. Pero si quieres tomarte un descanso puedes venir a la ciudad unos días. Tenemos espacio.

—Estoy bien, gracias. He agarrado buen ritmo por acá.

—Y ¿cómo va el granero?

—Un poco lento. Pero lo estoy disfrutando. Es muy terapéutico.

Eso no era mentira. El trabajo manual era una tarea realizable, que no me exigía pensar y me obligaba a salir. Había establecido una rutina que consistía en pintar de nueve a doce, almorzar, ir a la cascada, leer, catalogar los libros por las tardes y usar las noches para leer un poco más, fumar y, supuestamente, escribir; aunque pintar era la mejor parte.

—¿Y el libro? ¿Has escrito algo ya?

—Va muy bien. Fluye como las cascadas de Kaaterskill, tía Julia. —Hice una mueca de vergüenza ante tal floritura.

—Qué maravilla, Lew.

Mi tercera mentira en unos cuantos minutos. Era interesante lo fácil que me resultaba decirlas. Solía considerarme una persona honesta, pero a lo largo de los años he aprendido a decir muchas mentiras para no decepcionar a la gente, en parte por amabilidad y en parte como autoprotección. El año en que abandoné la universidad, comencé a decirle a la gente que era escritor. Eso era una mentira que encontró tierra fértil en mi incapacidad para conseguir un trabajo decente y en la necesidad de diferenciarme de mis hermanos y amigos profesionalmente exitosos que me llevaban gran ventaja en el mundo; también era una forma de tranquilizar a mi padre, quien se lamentaba ante mi imposibilidad de encontrar una profesión real. También era una respuesta enigmática y útil (además de, convenientemente, difícil de verificar) para la pregunta: «¿En qué andas, Lew?». Cuando la probé por primera vez con una chica en una fiesta, ella se interesó tanto que decidí usarla mientras me funcionara. Parecía hacer magia con la gente, me daba ventaja y, en el peor de los casos, me concedía una admiración injustificada por parte de desconocidos e incluso de amigos. Solo mi padre discrepaba; se rio en mi cara cuando le conté mi plan de escribir un libro, un diario de viaje en verso que se desarrollaría en América (mi Americodisea). Pero a mi tía le encantó la idea de que yo, o alguien, cualquiera, escribiera un libro y me apoyó colocando un escritorio con una máquina de escribir en el granero y preguntándome amablemente cómo iba cada que llamaba, lo cual era casi diario. Seguí con la farsa, hablando sobre las cosas que no había escrito como si existieran en el papel. A veces me gustaba tanto cómo sonaba eso que no estaba escribiendo que me preguntaba por qué no lo escribía realmente. La verdad era que había escrito algo la noche anterior, pero no era «el libro» que me propuse escribir. Era un poema inspirado en mi extraño día en la cascada, pero no quise contarle a mi tía sobre eso para no terminar hablándole sobre el libro robado y la gente de las mariposas o, peor, que me pidiera que le leyera el poema. De algún modo era más fácil contarle sobre el libro que no estaba escribiendo que sobre el poema que sí había escrito.

—Me alegra que las cosas vayan bien, Lew. ¿Ya estás bien con aquello?

—Creo que sí. Ya casi.

Con «aquello» se refería a la muerte de mi padre, de la que en ese momento apenas hacía cuatro semanas. No la había sacado de la creencia de que su muerte me había dejado muy mal. Mi «pérdida» me dio ventajas y me permitió pedir cosas que en otro caso hubieran parecido impertinentes, por ejemplo, quedarme más de las dos semanas planeadas en su casa.

—El dolor hace cosas extrañas —dijo—. Yo me sentí muy rara cuando mi pa murió. No pude ver a nadie en dos meses. Creo que vas muy bien, Lew.

Cuando fui a trabajar en el granero esa mañana, continué la discusión con el tipo de las mariposas, que en realidad era una discusión conmigo mismo que tuve la noche anterior. Era sobre «leer» contra «experimentar», y estaba ganando la discusión con creces cuando un auto, con música country a todo volumen, se acercó a la casa. Era un sedán de un modelo o marca indefinible; el cofre era rojo metálico, y el resto, azul cobalto. Un hombre con chaqueta amarilla de algodón, camisa lila, shorts verdes, calcetines blancos y tenis salió del auto y me tardé un momento en darme cuenta de que era Joe Bosco. La chaqueta le quedaba muy pequeña y sus shorts eran de dos tonos de verde, musgo y lima. Pese a lo espantoso del atuendo, mal proporcionado y sin combinar, su buen ánimo y su maravilloso físico hacían que se le viera bien.

—¡Hola, Lew!

Como prueba de mi necesidad de contacto, el escuchar a alguien pronunciando mi nombre fue una agradable sorpresa, aunque considerara a tal persona, en ese momento, un ranchero ladrón. Pero inmediatamente me alegré de verlo. Traía un libro y una caja de cristal y se acercó a mí mirando a su alrededor, evaluando el lugar como si lo estuviera midiendo para sus propósitos personales.

—¡Vaya! —dijo—. Mira nada más.

La casa de mi tía era bastante linda, pero nada excepcional. Era una típica casa de madera blanca al estilo Nueva Inglaterra; tenía una veranda con sillas de mimbre y rosales en las jardineras, una cerca de estacas y un granero tamaño promedio. Podría transportarse a cualquier pueblo cercano sin causar ningún revuelo.

—Toma. —Me entregó el libro. Eran las Historias clásicas de América que me robó—. Mi canija hermana se lo llevó. La alcancé hasta el final del río. Hace cosas así. Es cleptómana. —El lomo del libro estaba roto, pero su regreso fue tan inesperado que no me quejé—. Y esto también es para ti.

Me dio una caja de cristal de quince por diez centímetros, con cinco lados transparentes y la base cubierta. Adentro estaba la mariposa cola de golondrina que había atrapado y matado frente a mí el día anterior. La había montado sobre un trozo de madera gris pálido, con las alas completamente abiertas. Pude ver claramente su intrincada nervadura, como las junturas que sostienen las distintas partes de un vitral. Es fácil perderse esos detalles en los breves instantes en que una mariposa pasa volando, pero, al estar atrapada y expuesta en una caja, las notas. Fue tal como él me dijo el día anterior: «Hará más feliz a la gente estando muerta que viva».

—Qué buen granero tienes aquí.

Me entregó la mariposa y el libro y fue hacia la escalera. La tomó por los lados y la sacudió para probar su firmeza. Miró el bote de pintura y lo olió.

—Necesitas que te echen una mano.

No era una pregunta ni tampoco me estaba pidiendo permiso. Creo que Joe nunca pedía permiso.

—¿Y tu ropa? —pregunté tontamente, pues no quería que arruinara mi sistema. Si acaso tenía un sistema, Joe sin duda lo arruinaría.

Se quitó la chaqueta y la echó al pasto; se enrolló las mangas de la camisa, tomó la brocha, la metió al bote y comenzó a pintar a toda velocidad, con capas gruesas y escandalosas brochadas mientras cantaba «Di di di. Di di di». Era tal su superabundancia de energía que no podía contenerse.

—Veo que ya has hecho esto antes.

—He pintado graneros desde que comía Gerber. Hay que hacerlo rápido. Una vez, cuando vivíamos en Michigan, estaba pintando horas antes de que llegara un tornado. Cuando llegó, nuestros perros no querían meterse al refugio. Les gritábamos pero ellos no dejaban de ladrarle al remolino. Y el remolino se acercó y los levantó y los azotó contra el granero y dejó dos marcas con forma de perro sobre la pintura sin secar.

Pintó como loco durante unos diez minutos, cubriendo el doble de lo que yo hubiera logrado en ese tiempo, y mientras pintaba, me preguntaba cosas como si yo fuera el visitante y él el anfitrión. ¿Cómo lo hizo? ¡Cómo se atrevía ese tipo a entrar de golpe en mi vida agradable y ordenada y desacomodarlo todo con sus teologías y entomologías y retorcidas etimologías!

—Me da curiosidad. ¿Qué te trae por aquí, Lew? No viniste hasta acá solo para pintar un granero.

Dejé la caja con la mariposa en la mesa del jardín y le expliqué mi conexión familiar, que la hermana de mi mamá se casó con un estadounidense y se mudó cuando tenía veinte años. Que siempre quise conocer Estados Unidos. Le hablé con eufemismos sobre mis planes de viajar. Mi intención de trabajar aquí y allá. Por precaución, le dije que estaba escribiendo un libro. Le conté un poco de mi propia historia y, mientras hablaba, se volvía cada vez más claro que mi necesidad de platicar con alguien era mucho más grande de lo que me hubiera gustado admitir. La información se me salía a chorros con una facilidad que era casi inapropiada fuera de una sesión de terapia o en la cama con una pareja.

Joe no parecía estar escuchando. Asentía pero, como un actor en una película extranjera con mal doblaje, sus movimientos de cabeza y expresiones no estaban sincronizadas con lo que yo le estaba diciendo. Y luego, tan abruptamente como comenzó a pintar, se detuvo, bajó de la escalera y lanzó la brocha al suelo, manchando el pasto de azul.

—Tengo que ver el interior de esto.

En dos saltos, bajó los escalones hasta la puerta abierta. Todo el tiempo se estaba moviendo, como el Gato con Sombrero, haciendo girar un plato para luego pasar al otro y luego al otro. Nunca escuchaba cómo se quebraban porque para entonces ya estaba en otra parte.

—¡No es posible!

Cuando lo alcancé, Joe estaba pasando una mano por la repisa llena de libros y negando con la cabeza.

—¿Cuántos libros hay aquí?

—Diez mil. Al parecer, exactamente diez mil.

—Te tardarías veinte años en leerlos todos.

Joe se detuvo y tomó un libro de la repisa. Comenzó a leer acartonadamente, con un tono robótico y monótono que no le daba a la prosa ni una oportunidad de funcionar.

—«En la casa club a la mañana siguiente, los desprolijos Knight estaban... agotados y con los ojos enrojecidos. Andaban de aquí para allá des... desganadamente y maldecían cada paso». —Dejó de leer y descartó el libro mientras ya estaba tomando otro. Leyó el siguiente de la misma forma, logrando que un autor distinto sonara igual que el pasado—. «“Caracoles, los policías”, susurró Betina. “Oh, Blake”, dijo en voz alta, “ángel bruto... ángel bruto... y macho, ¿a quién crees que le estoy hablando?”». ¡Puaj! Qué asco —Tiró el libro y, al chocar contra el suelo, sus páginas se abrieron como las alas de un pájaro herido. Tomó otro—. «Unos cuantos meses después, arrastrado hacia la horca por la cola de una mula, el negro conoció su silencioso... su silencioso final». —Hizo una pausa para mirar la portada. Esta vez me acerqué para quitarle el libro, Billy Budd y otras historias, antes de que lo aventara por ahí.

—Ten cuidado, por favor. No son míos. Además, no es muy justo, ¿verdad? Leer partes sueltas para probar un punto.

—El punto es este, Lew: hay un tiempo para leer historias y hay un tiempo para hacerlas. Si lees demasiado sobre la vida de otras personas, te olvidas de vivir la tuya.

Avanzó, midiendo el suelo con sus pasos de un metro. Cuando llegó al final vio algo en la esquina.

—¿Qué tenemos aquí? —Estaba inspeccionando una telaraña en la que había un ala de mariposa. Tomó el ala cuidando no romper los hilos. Joe podía ser increíblemente delicado cuando quería y, pese a la violencia de lo que estaba por venir, en ese momento creí y aún creo que no dañaría ni a una mosca (a menos que la mosca lo provocara) ni a una mariposa (a menos que pudiera venderla). Estudió el ala, que a mis ojos era café y sin gracia, como alguien que lee un texto. Al estar entre mariposas se le veía más tranquilo y en paz que nunca. Mientras observaba el insecto, lo estudié y noté una decoloración en sus muñecas y brazos, cicatrices que parecían injertos de piel.

—¿Una Papilio ulysses aquí? Increíble —dijo—. Seguro se perdió.

¿Una mariposa con el nombre de mi héroe? Lo tomé como una señal.

En ese momento, el gato se puso el sombrero y volvió a revolverlo todo. La máquina de escribir era lo que le quedaba más cerca y se le lanzó encima antes de que me diera cuenta de que mi trabajo de la noche anterior aún estaba en el rodillo.

—¿Este es tu libro? —Sentí cómo el corazón se me aplastaba para luego echarse a correr.

—No...

Se inclinó y le dio vuelta al rodillo para liberar la hoja. Luego, para mi horror, comenzó a leer el poema en voz alta con el mismo tono horrible con el que leyó los otros libros:

En las cascadas de Kaaterskill

conocí a un tipo

que mató una mariposa

para clavarla en un pico;

luego vi a una chica

en el arroyo

que con una mirada

me lanzó a un hoyo.

—Por favor. No es realmente para...

—Esto es genial. ¡Salgo en un poema! Somos yo y Mary, ¿verdad?

—Podrían serlo. Solo son... pensamientos.

—Pues me gustan esos pensamientos —Y continuó leyendo:

Me robaron mis historias,

me robaron mi honor,

el libro ya no estaba

en mi...

Tuve que quitarle la hoja para que dejara de leer.

—No es para que los demás lo lean —dije, estirando la mano hacia él.

—Ay, no seas tan sensible. Es gracioso.

—Pues no se supone que lo sea.

Me devolvió el poema. Parecía realmente intrigado por mi trabajo, pero yo hubiera preferido nadar desnudo frente a él que seguir escuchando su lectura.

—Te voy a decir algo. Nos vendría bien un tipo que sabe de palabras. Estoy buscando uno.

Comenzó a frotarse las manos y luego tomó la pose de alguien que está por hacer una oferta: las manos extendidas con las palmas hacia arriba y una sonrisa decidida.

—Mira, Llewellyn, Lew... como te llames, y vamos a tener que hacer algo con ese nombre, te voy a ser sincero. Cuando te vi por primera vez, pensé: «¿Quién es este europeo paliducho, enclenque y bueno para nada que está tirado junto al río, fumando hierba y leyendo un libro?». Te vi desde lo alto de la cascada antes de que bajáramos al remanso, y parecías una especie de filósofo insatisfecho, estabas acostado de lado con una pierna levantada. Hacía un calor endemoniado y ahí estabas, con la nariz metida en un libro, leyendo como si ahí estuvieran las respuestas a los grandes misterios de la vida. Estaba seguro de que no se encontraban ahí y, aunque así fuera, no ibas a usarlas. Cuando hablamos me caíste bien, y me agradó algo que dijiste sobre la belleza y eso, aunque sabía que nos mirabas como si fuéramos menos, como si pensaras que éramos un par de rancheros idiotas. Eso no lo disimulaste muy bien.

—No estaba pensando en eso.

—No pasa nada. Ya estoy acostumbrado. Pero me impresionó que te lanzaras al agua. No creí que lo harías. Eso me demostró que tienes algo dentro de ti, algo atrevido. ¡Pero luego Mary-Anne se robó tu libro! Me eché a perseguirla. Volvimos a casa y al rato ya estaba en la cama sintiéndome mal por eso, pensando en lo que pasó en el día y algunas cosas que dijiste, y en cómo las dijiste, y se me ocurrió que quizá tú podrías ser la respuesta a mis oraciones. En el momento exacto en el que mi negocio está creciendo y necesito gente inteligente y articulada, te conozco. ¡Puede que seas el hombre correcto llegando en el momento indicado! Con esa voz y la forma en la que hablas y tus modos recatados. Por eso vine, no solo para devolverte tu libro, sino para proponerte algo: te ofrezco un trabajo con nosotros. Te pondré a cargo de la mercadotecnia. Te pagaré bien. Tendrás un auto. Y, como un extra, podrás conocer este gran país con nosotros. Aunque su grandeza no está exactamente donde los estadounidenses piensan o dicen que está. Pero esto sí te lo prometo: si vienes y trabajas conmigo, te mostraré Estados Unidos.

Joe estaba presentando un fuerte reto contra mis días de aislamiento. Cuando quería vender, cuando quería algo, las palabras y las ideas le fluían como un Ontario sobre un Niágara. Aprovechaba la corriente y se abría paso entre la espuma.

—Alguna vez trabajé en ventas por teléfono, pero no estoy seguro de ser un buen vendedor.

—Esa será tu arma secreta. La modestia. Subestimarte. Este país está lleno de tipos con la cabeza en el culo y no hay un solo truco en las ventas que la gente no haya visto o escuchado. Pero tú les traerás algo nuevo con tu cinismo europeo y tu capacidad para recordar citas. Veo que eres un hombre educado. Una persona refinada. No te impresionas fácilmente. Necesitamos esas cosas. Yo necesito esas cualidades.

—¿Qué tendría que vender? Ni siquiera sé qué haces o cuál es tu negocio.

—Ven a ver.

Me llevó a su carro. Pese a que mi conocimiento sobre autos norteamericanos era superior al promedio, no pude identificar su vehículo. El cofre no parecía pertenecer al resto del auto y estaba chueco de un lado. En la parrilla del radiador tenía un emblema de Buick, pero en los costados decía que era un Chevrolet. En la defensa trasera llevaba una calcomanía que decía «Qué diablos, funciona».

—¿Qué clase de auto es este?

—Es mi Chuick. Tal vez el único Chuick del mundo. Más raro que una mariposa morfo de cinco alas. Atropellé un venado en Pensilvania y tuve que reconstruir el frente. Solía ser un Chevrolet Caprice Classic, pero después del accidente tuve que repararlo con el cofre y la defensa de un Buick Delta 88. Ese día casi me reúno con el Creador. El carro dio una vuelta completa y se fue contra un árbol. Quedé muy machucado.

—¿Por eso tienes esas... cicatrices?

Se rascó los brazos y se quedó quieto por un momento (el estado de movimiento perpetuo de Joe hacía que cualquier pausa pareciera un estado meditativo). Luego se rio.

—Nah. Estas me las hice cuando era niño.

Se metió al asiento del conductor para abrir la cajuela y luego fue hacia atrás y me invitó a mirar. ¿Estaba por mostrarme algo terrible, quizá un cadáver, armas o algún otro producto ilícito para contrabando? No. Era una cajuela llena de mariposas. Mariposas en cajas de cristal. Cajas pequeñas, medianas y grandes con una, dos o tres mariposas cada una, todas montadas sobre un trozo de madera y algunas decoradas con flores secas. Los colores y diseños salieron como un tornado de información visual, manchas negras, almenas azules, ocelos bermellón, azules neón, verdes perico (términos que aprendería y usaría más tarde).

—¿Vendes esto?

—Claro que sí.

—¿A quién?

—A tiendas de regalos. Florerías. Algunas tiendas departamentales. Y muy pronto a la cadena de venta por menudeo número uno en Estados Unidos: J. C. Penney’s. Hasta ahora vendemos en once estados. Pero estamos por volvernos nacionales. Y ahí es donde entras tú. Voy a necesitar manos extra en el timón. Cabezas extra en la habitación.

—¿Es... o sea, está bien venderlas?

—Claro.

—¿Tú mismo las atrapas?

—¡De qué hablas! —Tomó una caja que contenía una diminuta belleza con un extravagante diseño verde lima y negro—. Esta viene de Australia. Esa es de Alaska. Y esta... —Se estiró para tomar una caja con un único ejemplar gigante azul neón—. Estas morfos azules son de una granja en Costa Rica. Nuestro vendedor número uno. Aunque estamos intentando criarlas por nuestra cuenta.

El increíble espécimen era del tamaño de una mano de hombre.

—Parece exótica.

—¡Nah! Estos bichos son tan comunes como las hormigas. Ofrecemos setenta y dos especies en total. Todas obtenidas de forma legal y aprobada por la CITES. Te lo explicaré después. Mírala.

Puso esa belleza en mis manos y comenzó a vendérmela, adoptando un ligero acento sureño.

—Mire, señor, por quince dólares se llevará algo que le recordará que hay belleza en este mundo y que la naturaleza nos habla y nos dice: «¡Mira! ¡Qué maravilla!». Por favor, ¡vea nada más! La criatura que tiene frente a usted comenzó su vida como un huevo y luego creció siguiendo el orden establecido en la metamorfosis de los insectos: larva, pupa, imago, todo esto tras haber salido de un adulto masculino y uno femenino, en un acto originario de creación, para luego reproducir su especie a lo largo del tiempo. Y ahora está aquí, capturada en este escenario para su deleite durante el resto de su vida. Es más que una pieza de información científica, es un mensaje de Dios mismo, un mensaje que dice: «¡Mira cuánto te amo, mira lo que puedo hacer!». Y por quince dólares no está nada mal. ¿Qué le parece?

Ese era Joe en su estado más puro: un encarnizado juego de estira y afloja entre el vendedor, el científico y el santo.

—Casi me convences de comprarlo. —Me reí.

—Ese es mi tono para el discurso de la región del Cinturón Bíblico. Para los ateos, y estoy asumiendo que lo eres, tengo uno diferente. Si estoy en Virginia o Georgia, voy amontonando todas esas cosas sobre la creación. Si estoy vendiendo en la costa este, apuesto por asuntos de la naturaleza y el medio ambiente. En el Medio Oeste les gusta la combinación de armas, Dios y la grandeza de Norteamérica. Si estoy en California, les hablo sobre espiritualidad y la «mariposa interior» de las personas. Pero el tono que funciona con todos es el que uso cuando les cuento cómo empezamos a vender mariposas. Funciona en la mayoría de los lugares, con sus respectivos ajustes. Entonces, tienes que utilizar todo tu poder de observación y simpatía para tratar de comprender qué es lo que quiere nuestro cliente potencial. Así como hacen las mariposas, tienes que adaptarte al entorno para sobrevivir. Creo que se te dará de forman natural, Lew. Ayúdame a correr la voz. ¿Qué dices?

—Es una oferta interesante.

—¿Interesante? ¡Es una oportunidad única! Puedes quedarte aquí leyendo tus libros sobre gente que ni siquiera existe, escritos por personas que ya están muertas, e intentar escribir sobre cosas que ni has experimentado. ¡O puedes salir y vivir! No debes poner en la mesa algo que no cocinaste. Solo escribiste ese poema por mí. Sígueme y te daré para escribir todo un libro.

Joe conocía la forma (muy útil para un vendedor) de hacerte sentir que tu vida podía ser mucho más interesante si lo dejabas todo para seguirlo; le encantaba hacer que tus planes y proyectos alternativos perdieran la gracia al encontrar tus deseos más profundos y sugerir que él podría cumplirlos. Sus métodos no eran sutiles, y siempre corría el riesgo de ofenderte o insultarte mientras te halagaba y elogiaba, pero me ganó. Diagnosticó mi enfermedad y su medicina sonaba muy bien.

—Toma.

Metió una mano en el bolsillo de su chaqueta y sacó una pequeña caja con tarjetas de presentación. La caja aún estaba sellada, pero tenía una tarjeta de muestra en la parte de afuera. Tomó esa y me la entregó.

JOSEPH BOSCO

PRESIDENTE

EL MUNDO DE LAS MARIPOSAS

«REGALOS HECHOS A MANO Y CON AMOR»

CELULAR 201 345711

No había ninguna dirección.

—¿Dónde están tus oficinas?

Señaló hacia las montañas con un movimiento de cabeza.

—En las colinas, no muy lejos. Trabajamos desde casa. Es un negocio familiar: «Regalos hechos a mano y con amor».

Pasé un dedo sobre las letras para ver si estaban en relieve, pero se sentían suaves.

—Piénsalo. Solo no te tardes veinte años en responderme, ¡como el tipo ese de la historia!

—O sea que sí lees.

—Claro que sí. Y si esa historia tenía un mensaje para ti, yo diría que fue: «¡Despierta, Rip! Antes de que se te pasen los mejores años». Oye, quizá debería decirte así: Rip.

Lanzó su chaqueta al asiento trasero del Chuick, que seguía cubierto con restos de sus últimos viajes. Se metió al auto y lo encendió. El suave rugido de su motor V8 estaba lleno de posibilidades y de anhelo por recorrer el camino, y me estaba llamando.

Se fue a toda velocidad e hizo sonar su claxon. Yo me quedé ahí, observándolo hasta que el auto desapareció por la esquina hacia las colinas de cicutas. Sentí la tristeza de quien se queda atrás, la envidia de quien no va a ninguna parte. Mientras volvía al granero, casi me estremecí al pensar en seguir siendo el mismo y nunca recorrer El Camino.

Tomé la caja con la mariposa amarilla. La base tenía una pequeña etiqueta dorada con su nombre en latín, Papilio glaucus, pero debajo tenía un mensaje escrito a mano: «Lo bello es un gozo eterno».

Joe Bosco. Cómo te subestimé. Pensé que no escuchabas, pero lo oíste todo, lo viste todo, lo calculaste todo. Diste la impresión de ser un tonto impaciente y tosco, y luego mostraste tal delicadeza y consideración que me ganaste.

No puedo sobrestimar lo fácil que era subestimarlo. Crees que lo tienes, que lo atrapaste, que ya lo identificaste y lo categorizaste, y luego cambia de color, le crece una quinta ala o se le revelan diseños distintos a los que debería tener. Era fácil desestimarlo con su voz chillona, su ropa del botadero, su palabrería hiperbólica, su invasión al espacio personal, su antiintelectualismo, sus certezas espirituales, su explotación de la naturaleza para fines comerciales, sus conjeturas y sus presunciones. La mayoría de las personas que conozco no habrían tenido nada que ver con ese tipo y, dada la forma en la que se dieron las cosas, quizá yo tampoco debí hacerlo. Debí haber tirado su tarjeta de presentación barata y sin relieve al bote de basura, y seguir con mi rutina, terminar el granero, leer más libros, fumar mi hierba e irme a conocer Estados Unidos yo solo y a mi manera. Pero ya era demasiado tarde. El gato me tenía dando vueltas en su Reino de Platos Giratorios.