I

En el que conozco a Joe Bosco y a su hermana
Mary-Anne en las cascadas de Kaaterskill

Lo conocí hace toda una vida de mariposa, lo cual equivale a seis meses si eres una mariposa excepcionalmente fuerte, grande y afortunada. Fue a principios de mayo. Yo estaba tendido junto a un río en las montañas Catskill, leyendo y fumando, cuando me quedé dormido y comencé a soñar. Fue uno de esos hermosos sueños vagos que te llegan al dormir superficialmente. Había estado leyendo sobre Rip van Winkle, el tipo que tomó una siesta al aire libre y despertó veinte años después en un mundo que había seguido sin él, y ese hombre estaba en mi sueño. Había una mariposa amarilla, blanca y negra. Y estaba en el funeral de mi padre, esparciendo sus cenizas. Sabía que estaba durmiendo y disfrutaba la ilógica avalancha de disparates que acontecían uno tras otro. Pero alguien intentaba meterse en mi sueño. Escuché una voz desde afuera que me despertó de golpe. Incluso recuerdo que, en mi sueño, pensé: «¡No despiertes, no despiertes!». Pero la voz intrusa tenía la insistencia y el entusiasmo de un bebé. Era la voz de alguien que disfruta interrumpir y a quien le importa un pepino lo que la gente piense.

—Es un monstruo. ¡Es todo un monstruo!

Era una voz estadounidense. Pero, claro, estaba en Estados Unidos.

Abrí los ojos y ahí estaba él, eclipsando al sol. Iba desnudo de la cintura para arriba, descalzo, con una red para cazar mariposas en una mano y una sonrisa en el rostro. Los cristales de sus lentes le agrandaban los ojos, dándole la apariencia de un gálago. Tenía el cabello corto arriba y largo abajo, lo cual lo hacía parecer menos inteligente de lo que resultó ser en realidad. Le calculé unos veintitantos, quizá un par de años más que yo. Un chico en el cuerpo de un superhombre.

—No se mueva, señor —dijo. Soltó un ruidito por la nariz e hizo un gesto de concentración—. Tienes que ver esto, Mary. ¡Es gigante!

Le estaba hablando a alguien en el agua. Me incorporé y vi a una chica de unos diecisiete o dieciocho años, nadando en el remanso detrás de la cascada mayor. Estaba completamente desnuda, con la piel color aceituna y su largo cabello serpenteándole por la espalda. Me pregunté si un espíritu de aquellos bosques embrujados me había lanzado un hechizo y, como Rip, desperté en un mundo que siguió sin mí.

—¡Es una Papilio glaucus! —le dijo a la chica.

—No es tan especial —respondió ella a gritos.

¿Qué eran? ¿Entomólogos naturistas? ¿Hippies prelapsarios? (Los Woodstocks no estaban muy lejos). O, quizá, considerando que estábamos en lo más lejano de los Apalaches, eran un par de endógamos salvajes.

—No se mueva, señor. Haga favor de quedarse... muy... quieto.

Bajó la red sobre la enorme mariposa amarilla, negra y blanca que se estaba asoleando en la roca junto a mí. El tipo metió la mano en la red y mató a la mariposa aplastándole el tórax entre sus dedos pulgar e índice (si no escuché realmente un crujido, lo imaginé). Luego se puso la mariposa en la palma y extendió el brazo hacia mí.

Papilio glaucus. Mariposa tigre cola de golondrina para usted. ¿A poco no es superhermosa?

Con las alas dobladas y por el hecho de que estaba muerta, era difícil reconocer su belleza.

—Ay, no ponga esa cara. Hará más feliz a la gente estando muerta que viva. Ya verá.

Metió el espécimen en un triángulo de papel glassine que sacó de un Tupperware.

—«Lo bello es un gozo eterno» —dije.

Él respondió con un «mmm», aunque no estoy seguro de que haya captado el sarcasmo. Volvió a mirarme, pero ahora con curiosidad. ¿Quizá me estaba evaluando antes de lanzar la red, atraparme y aplastarme? De pronto extendió una mano.

—Joe Bosco, Alexandre boscensis.

—Llewellyn Jones.

—¿Llewequé?

—Lew es más sencillo.

—Okey. Lew. Ella es mi hermana Mary-Anne. Paradoxa boscensis. Una disculpa de antemano por lo que haga.

No sabía hacia dónde mirar, al coloso en la roca o a la náyade en el agua. Joe era inmenso: un metro noventa sin un gramo de grasa en su cuerpo atlético; tenía la proporción perfecta, con la constitución de una estatua griega de lanzador de disco. Su impactante presencia física provocaba que su voz fuera aún más incongruente. Era aguda, infantil, y tan poco creíble que pensé que podría estar fingiéndola, una voz para convencerte de subestimarlo.

—¿Qué está leyendo?

—Un libro de historias —dije.

Le mostré la portada de mi libro: Historias clásicas de América. Tenía la imagen del jinete sin cabeza de Sleepy Hollow.

Miró el libro con desconfianza e hizo un gesto de desinterés. Luego me mostró, con un movimiento de su mano, la cascada y los árboles más allá.

—La verdadera historia está aquí, amigo mío. Aquí, allá y más allá. —Abrió los brazos y dio una vuelta de trescientos sesenta grados mostrándome la cascada, los árboles de cicuta y toda aquella cornucopia de vida—. ¿No le dan ganas de meterse?

—Me estoy preparando—respondí.

Intentaba no mirar a la figura en el agua, pero aun sin verla podía sentirla, con su desnudez más amenazante que cualquier depredador.

—No le haga caso —dijo él—. Mi hermana odia a los hombres.

—¿Que yo qué? —gritó ella, que claramente estaba escuchando y su desinterés solo era fingido.

—¡Dije que odias a los hombres!

—¡No conozco a ninguno!

Ahora estaba nadando de espaldas y sus pechos sobresalían en la superficie del agua.

—¿De dónde viene, Lew? Lo escucho algo inglés. ¿Viene de Inglaterra?

Asentí, sin molestarme en aclarar que soy galés y cuál es la diferencia.

—¿Anda de viaje? ¿Trabajando? ¿De qué se trata? ¿Cuál es el plan?

¿De qué se trataba? Mi plan era vago: conocer Estados Unidos, pasarla bien.

—Aún no lo sé. Solo estoy disfrutando el momento.

—¿Está deprimido o algo?

—¿Deprimido? No. —Me reí, pero fue una risa tan patética que me odié por ello—. ¿Por qué?

—Se ve tristón.

—¿En serio?

—Pues... está aquí, junto a un río fresco en un día caluroso, acostado junto a la maravilla natural más hermosa, y está leyendo un libro.

Me encogí de hombros.

—¿Tengo razón o no?

Sí estaba un poco desanimado, pero no le iba a contar a un completo desconocido sobre la reciente muerte de mi padre o mi tendencia a fumar para animarme.

—Estoy bien.

—¡Ja! No le creo. Pero me gusta esa voz. Oye, Mary, deberías venir a escuchar esto. ¡Qué manera de hablar!

Desde el principio me pareció que Joe escuchó algo en mi voz que podría servirle. Tengo buena voz: clara, con un acento neutral y apenas un toque galés que le da un buen tono. Sé que el acento británico tiene un efecto desproporcionadamente hechizante en la gente de por aquí pero, para los oídos de Joe, mi voz era de las que abría puertas y cerraba tratos.

Joe dejó su red en el piso.

—¿Va a meterse o no?

—Quizá.

Dejó sus lentes sobre la red y subió a la plataforma de piedra que hacía las veces de trampolín. Levantó los brazos formando una «V» y se quedó ahí como si estuviera por dirigir una orquesta de plantas; saboreó la espera y luego se lanzó con gran teatralidad y una coordinación sorprendentemente pobre. Cuando volvió a la superficie soltó un escandaloso «¡wuuup!».

—¡No sabe lo que es esto!

Sabía exactamente lo que era eso: era carecer del pudor necesario para desvestirse y lanzarse al agua mientras su hermana seguía ahí, con su desnudez cada vez más seductora al estar protegida por las agitadas aguas bajo la cascada.

—¡Mary! No avergüences al hombre. ¡Vístete! —Se volteó hacia mí encogiéndose de hombros—. Así protesta ella. Cree que nadar desnuda es su derecho, como lo habría hecho Eva antes de la caída, porque no hizo nada malo. Anda mal de su teología, ¿verdad? Mary, ¡ven para acá!

La chica se abrió paso en el agua y no pude descifrar la mirada que me lanzó, pero no fue algo completamente hostil. Lentamente avanzó hasta la orilla y salió, un paso, dos pasos, sacudiendo la cabeza para luego tomarse el cabello entre las manos y exprimir el agua, inclinada e ignorándome, pero comprobando que la miraba, cosa que sí estaba haciendo, como una rana hechizada ante una serpiente hipnotista. Fuera del agua, su piel era pálida como la leche y su delgadez parecía la de un niño. Recogió la toalla y se envolvió con ella de la cintura para abajo. Había algo que no era muy estadounidense en esa demostración de impudicia. Bien podría ser francesa.

—Todo suyo, señor —dijo. A diferencia de la de su hermano, su voz era ronca y profunda.

Quería demostrarles (sobre todo a ella) que yo era más que intelecto. Me levanté, me desnudé hasta quedar en bóxeres y me puse de espaldas al agua, avergonzado por mi leve excitación. Luego me quité el reloj, herencia de mi fallecido padre, y lo acomodé con cuidado junto a mis shorts. Avancé hacia la orilla con la mirada de esa chica sobre mí, sintiéndome como si estuviera caminando por la plancha hacia unas aguas infestadas de tiburones. Me quedé ahí un rato, mirando el agua, calculando su profundidad. Observé durante un momento la juguetona refracción de la luz, y el miedo hizo que la distancia entre el agua y yo incrementara y que la profundidad aminorara. Joe me animó desde la orilla.

—¡Vamos! ¡Láncese!

Así lo hice, totalmente enfocado en mantener las piernas juntas y los brazos rectos, decidido a impresionar a la chica. El fondo del remanso me encontró más rápido de lo que esperaba; mis manos lo tocaron y alborotaron la tierra, formando pequeñas nubes. El sol lanzaba haces de luz a mi alrededor. Me quedé bajo el agua por un rato, para demostrar que me sobraba el aliento, disfrutando la frescura de mi nuevo mundo. Cuando volví a la superficie grité, tanto por volver a respirar como para celebrar la vida. Era mayo y el agua seguía helada. Esperaba aplausos o algún tipo de emoción, pero solo encontré el sonido del agua chocando contra el agua. Miré hacia el pedestal de piedra, pero no había señales ni de Joe ni de su hermana. No le di gran importancia y nadé con grandes brazadas hasta llegar a un punto soleado donde me dejé flotar de espaldas. Un ave de rapiña cruzó la cascada (ahora sé que era un águila calva). Luego escuché un grito que venía desde el arroyo, la voz de un hombre seguida por un crujido de madera y las carcajadas de una chica, luego otro grito de hombre. Tontamente me pregunté si vendrían más personas a arruinar el idilio, y luego me di cuenta: todo esto, la caza de mariposas, el interés en la conversación, los ánimos para que nadara, la chica desnuda... todo había sido una trampa. Y caí. Nadé hasta la orilla, salí del agua y corrí al lugar donde había dejado el reloj y la ropa. El reloj de oro seguía sobre mi camisa, brillando bajo el sol, pero las hadas del bosque se habían robado mi libro. Eché un vistazo hacia el arroyo y consideré correr tras ellas, pero ya estaban muy lejos y, de todos modos, solo era un libro. Un libro que podía reemplazar sin que mi tía lo notara.

A lo lejos, los tonos azules se fueron volviendo púrpuras durante el camino hacia la casa de mi tía. El robo fue un crimen leve, pero me dejó sintiéndome intranquilo y como un bobo. Me gusta pensar que soy bueno para juzgar a las personas, pero eso no lo vi venir. Claro, la chica fue huraña y agresiva, pero el tipo parecía sinceramente amistoso. Probablemente estafaban personas así todo el tiempo. Sentí que además del libro me habían robado el criterio y, mientras caminaba junto al arroyo, estaba seguro de que los árboles y el agua se reían de mí. Sé que era solo una proyección de mis sentimientos, pero desde que llegué a Catskill sentí como si la naturaleza tuviera una especie de inteligencia misteriosa, como si supiera cosas sobre mí, cosas sobre mi pasado, cosas sobre mi futuro, cosas que ni yo sé sobre mí. Y si hubiera estado más atento a las señales, podría haberme prevenido.