ADÁN Y EVA EN EL EDÉN
En el principio existía el vacío. La oscuridad. El caos. Un inmenso océano de nada sin forma ni sustancia. No existían el cielo ni la tierra, ni las aguas estaban separadas. No se habían manifestado los dioses ni se habían pronunciado sus nombres. Ningún destino estaba escrito hasta que… hubo un destello, algo de luz y una súbita expansión del espacio y el tiempo, de la energía y la materia, de los átomos y las moléculas, las piezas que componen cien mil millones de galaxias, cada una de ellas constituida a su vez por cien mil millones de estrellas.
Cerca de una de esas estrellas, una mota de polvo micrométrica colisiona con otra y, tras cientos de millones de años de acumulación, comienza a girar, a adquirir masa, a formar una corteza, a crear mares y tierras e, inesperadamente, vida: primero simple, luego compleja, que al principio se desliza y después camina.
Pasan los milenios y los glaciares avanzan y retroceden sobre la superficie de la Tierra. Los casquetes polares se derriten y se eleva el nivel del mar. Las capas de hielo continentales se deslizan por las colinas y valles de Europa y Asia para transformar inmensos bosques en llanuras sin árboles. Y en ese entorno aparecen los primeros ejemplares de nuestra especie, el Adán y la Eva «históricos», por así decirlo: el Homo sapiens, «el humano sabio».
Altos, de extremidades rectas y complexión robusta, con la nariz ancha y la frente alta, Adán y Eva comenzaron su evolución entre los años 300000 y 200000 a. e. c. como la rama final del árbol genealógico humano. Sus antepasados salieron andando de África hace unos cien mil años, en una época en que el Sáhara no era el desierto que es hoy en día, sino una tierra de lagos generosos y vegetación exuberante. Cruzaron la península arábiga en oleadas, y se extendieron hacia el norte por las estepas de Asia Central, hacia el este por el subcontinente indio, cruzando el mar hasta Australia, y hacia el oeste por los Balcanes hasta llegar al sur de España y al límite de Europa.
En el camino, se encontraron con especies anteriores de humanos que también habían emigrado: el Homo erectus, erguido, como indica su nombre, que había hecho un viaje parecido hasta llegar a Europa cientos de miles de años antes; el robusto Homo denisova, que vagaba por las llanuras de Siberia y Asia oriental; el Homo neanderthalensis, el neandertal, de tórax amplio y al que el Homo sapiens aniquiló o absorbió (nadie lo sabe con certeza).[6]
Adán es cazador, así que cuando lo visualices, imagina que lleva una jabalina y la piel de un mamut cubriéndole los hombros. Su transformación de presa a depredador le ha dejado una impronta genética, el instinto para la caza. Puede rastrear a un animal durante varias estaciones, esperando pacientemente el momento adecuado para atacar con un brusco estallido de violencia. Cuando mata, no desgarra la carne y la devora en el acto, sino que la lleva consigo al refugio para compartirla con la comunidad. Acurrucado bajo un amplio toldo de piel de animal apuntalado por huesos de mamut, cocina en hogueras rodeadas de piedras y almacena las sobras en agujeros excavados en el permafrost.
Eva también caza, aunque su arma preferida no es la jabalina sino la red, que ha pasado meses, quizá años, tejiendo con delicadas fibras vegetales. Agachada en el bosque a la tenue luz del amanecer, tiende con sumo cuidado sus trampas por el suelo cubierto de musgo y espera paciente a que un desventurado conejo o un zorro caiga en ellas. Mientras tanto, sus hijos recorren el bosque en busca de plantas comestibles, desenterrando hongos y raíces, recogiendo reptiles e insectos grandes para llevarlos al campamento. Cuando se trata de alimentar a la comunidad, todos tienen su papel.[7]
Las herramientas que llevan Adán y Eva están hechas de sílex y piedra, pero no son simples artilugios desechables que han tomado del suelo, sino que forman parte de un repertorio permanente: duraderos y de formas complejas; son objetos elaborados, no encontrados. Adán y Eva llevan sus herramientas de refugio en refugio y comercian con ellas de vez en cuando para conseguir utensilios mejores, o por baratijas de marfil o cuerno, colgantes hechos de dientes y otros huesos y conchas de molusco. Esas piezas son preciosas para ellos; los diferencian del resto de su comunidad. Cuando uno muere estos objetos son enterrados con él, de modo que el difunto pueda seguir disfrutando de ellos en la otra vida.[8]
Habrá otra vida, de eso Adán y Eva están seguros. ¿Por qué, si no, molestarse en enterrar a los difuntos? No existe una razón práctica para hacerlo. Es mucho más fácil exponerlos, dejarlos que se descompongan al aire libre o que las aves devoren sus restos. Sin embargo, insisten en sepultar los cuerpos de sus amigos y familiares, en protegerlos de los estragos de la naturaleza, en mostrarles cierto respeto. Por ejemplo, colocan el cadáver en una postura concreta, o bien tendido o bien acurrucado en posición fetal, mirando al este, hacia el sol naciente. A veces desuellan o descarnan el cráneo para enterrarlo en otro lugar o para exhibirlo, con ojos artificiales como si les estuviera mirando. Incluso llegan a abrir el cráneo para extraer el cerebro y devorarlo.
En cuanto al cuerpo, lo cubren con polvo de ocre de color rojo sangre (que simboliza la vida) para luego depositarlo sobre un lecho de flores y adornarlo con collares, conchas, huesos de animales o herramientas, objetos que el difunto apreciaba; objetos que él o ella pueden necesitar en la próxima vida. A veces encienden fuegos alrededor del cadáver y le hacen ofrendas. Incluso colocan piedras sobre el montículo de tierra para marcar la tumba, de modo que puedan encontrarla y volver a visitarla en años venideros.[9]
Se supone que Adán y Eva hacen estas cosas porque creen que los muertos no lo están en realidad, sino que simplemente se han ido a otro mundo, al que los vivos pueden acceder mediante sueños y visiones. Puede que el cuerpo se pudra, pero una parte del ser pervive, algo distinto e independiente de la carne: un alma, a falta de una palabra mejor.[10]
No sabemos de dónde sacaron esta idea, pero es esencial para su conciencia de sí mismos. Adán y Eva parecen saber, parecen intuir, que son almas encarnadas. Es una creencia tan primordial e innata, tan arraigada y difundida, que cabe considerarla ni más ni menos que el sello distintivo de la experiencia humana. De hecho, Adán y Eva comparten esta creencia con sus antepasados, los neandertales y el Homo erectus, que al parecer practicaban asimismo varias formas de entierro ritual, lo que significa que seguramente también tenían la idea de un alma independiente del cuerpo.[11]
Si el alma es independiente del cuerpo, lo puede sobrevivir. Y si el alma sobrevive al cuerpo, entonces el mundo visible debe rebosar de las almas de todos los que alguna vez vivieron. Para Adán y Eva, estas almas son perceptibles; existen en innumerables formas. Ya sin cuerpo, se convierten en espíritus con el poder de habitar todas las cosas: los pájaros, los árboles, las montañas, el sol, la luna. En todos ellos palpita la vida; están animados.
Llegará un día en que humanizarán plenamente a estos espíritus, les darán nombres y mitologías, los transformarán en seres sobrenaturales y los adorarán y les rezarán como a dioses.
Pero ese día aún no ha llegado.
Pese a todo, Adán y Eva no tienen que dar ningún gran salto para concluir que su alma, lo que los hace ser quienes son, difieren en forma o sustancia del alma de quienes los rodean, la de quienes los precedieron, el espíritu de los árboles y los espíritus de las montañas. Sean lo que sean, cualquiera que sea su esencia, son partícipes de la creación. Forman parte de un todo.
Esta creencia se llama animismo: la atribución de una esencia espiritual, o «alma», a todos los objetos, humanos o no, y es muy probable que sea la expresión humana más antigua de algo que pueda denominarse «religión».[12]
Nuestros antepasados primitivos, Adán y Eva, son primitivos solo en cuanto a sus herramientas y tecnología. Su cerebro es tan grande y desarrollado como el nuestro. Son capaces de tener ideas abstractas y poseen el lenguaje necesario para compartirlas con los demás. Hablan como nosotros. Piensan como nosotros. Imaginan y crean, se comunican y razonan. Son, simplemente, nosotros: seres humanos completos y acabados.
Como tales, pueden ser críticos y experimentales. Pueden usar el razonamiento por analogía para plantear teorías complejas sobre la naturaleza de la realidad. Pueden dar forma a creencias coherentes a partir de dichas teorías. Y pueden preservar sus creencias transmitiéndolas de generación en generación.
De hecho, en casi todos los lugares donde estuvo el Homo sapiens dejó la huella de estas creencias para que la descubriéramos. En algunos casos, en forma de monumentos al aire libre, que en su mayoría fueron borrados con el tiempo. En otros, en túmulos funerarios que, incluso al cabo de decenas de miles de años, presentan signos inequívocos de prácticas rituales. Pero en ninguna parte entramos en contacto más íntimo con nuestros antepasados remotos, en ningún otro lugar los vemos más claramente como seres humanos, que en las cuevas decoradas con espectaculares pinturas que encontramos aquí y allá en Europa y Asia como huellas que trazan la ruta de sus migraciones.[13]
Por lo que podemos deducir, un elemento fundamental del sistema de creencias de Adán y Eva es la idea de que el cosmos está organizado en distintos niveles. La tierra es un terreno intermedio entre la bóveda celeste y la cárcava del inframundo. Los dominios superiores solo se pueden alcanzar en sueños o estados alterados de conciencia, y por lo general solo puede hacerlo un chamán, alguien que actúa como intermediario entre el mundo espiritual y el material. Pero cualquiera puede acceder a los dominios inferiores introduciéndose en la tierra: gateando, a veces durante un kilómetro o más, por cuevas y grutas para pintar, grabar y esculpir sus creencias directamente sobre la pared de roca, que actúa como una «membrana» que conecta su mundo con el más allá.[14]
Estas cuevas pintadas se pueden encontrar en lugares tan lejanos como Australia y las islas de Indonesia. Aparecen al norte del Cáucaso, desde la cueva de Kapova, al sur de los Urales, en Rusia, hasta la cueva de Cuciulat en el oeste de Rumanía, y en todo el valle superior del río Lena en Siberia. Algunas de las muestras más antiguas y mejor conservadas de arte rupestre prehistórico se pueden encontrar en las regiones montañosas de Europa occidental. En el norte de España, un gran disco rojo pintado en una pared de una cueva de El Castillo se remonta a hace unos cuarenta y un mil años, cuando el Homo sapiens acababa de llegar a la región. En el sur de Francia hay una pléyade de cuevas parecidas, como las de Font de Gaume y Les Combarelles en el valle del Vézère, hasta las cuevas Chauvet, Lascaux y del Volp, en las estribaciones de los Pirineos.[15]
Las cuevas del Volp en particular ofrecen una visión única del propósito y la función de estos santuarios subterráneos. Están formadas por tres salas interconectadas, que el río Volp ha excavado con paciencia en la piedra caliza: la cueva de Enlène al este; Le Tuc d’Audoubert al oeste, y en el centro, Les Trois-Frères, en homenaje a los tres hermanos franceses que las descubrieron por casualidad en 1912.
Las tres cuevas fueron estudiadas por primera vez por el arqueólogo y sacerdote francés Henri Breuil, más conocido como el abate Breuil, quien copió meticulosamente con sus dibujos el tesoro de imágenes que encontró dentro de las cuevas. Sus representaciones abrieron una ventana a un pasado oscuro al permitirnos reconstruir una interpretación creíble del asombroso viaje espiritual que nuestros antepasados prehistóricos posiblemente emprendieran allí hace decenas de miles de años.[16]
Dicho viaje comienza a unos ciento cincuenta metros de la entrada de la primera cueva del complejo del Volp, Enlène, en una pequeña antecámara ahora llamada Salle des Morts. Es importante notar que Adán y Eva no viven en estas cuevas; no son «cavernícolas». La mayoría de las cuevas pintadas son de difícil acceso y no son adecuadas como alojamiento. Entrar en ellas es como atravesar el espacio liminal, como cruzar el umbral entre el mundo visible y el suprasensible. Algunas cuevas presentan indicios de actividad prolongada y otras contienen una especie de antesala donde el registro arqueológico indica que quizá los devotos se congregaban para comer y dormir. Pero no son viviendas, sino espacios sagrados; esto explica por qué las imágenes que hay en las paredes de estas cuevas se suelen ubicar a una gran distancia de la entrada, por lo que es preciso realizar un arduo viaje para verlas.
En las cuevas del Volp, la Salle des Morts sirve como una especie de escenario, un lugar en el que Adán y Eva pueden prepararse para la experiencia que les espera. Los envuelve un hedor asfixiante a hueso quemado. Hay hogueras en el suelo de la cámara, en las que se consumen montones de huesos de animales. Los huesos son un combustible potente, claro, pero no es por eso por lo que arden aquí; al fin y al cabo, la madera no escasea en el Prepirineo, es mucho más abundante que los huesos y más fácil de conseguir.
Se cree que los huesos de animales poseen poderes mediadores: están dentro de la carne pero sin ser carne. Por eso a menudo los recogen y pulen para usarlos de adorno. Por eso también los tallan para crear amuletos finamente grabados con imágenes de bisontes, renos o peces, animales que rara vez corresponden a los huesos utilizados. En ocasiones los huesos se insertan justo en las hendiduras y grietas de las paredes de la cueva, tal vez como una forma de oración, un medio de transmitir mensajes al reino espiritual.
Es probable que quemar huesos de animales en esas hogueras sirviera para absorber la esencia del animal. El aroma abrumador de huesos y médula humeantes en un espacio tan reducido actúa como una especie de incienso destinado a consagrar a los allí reunidos. Imaginemos a Adán y Eva sentados en esta antecámara durante horas, envueltos en humo, balanceándose con sus familiares al ritmo palpitante de tambores de piel animal, el eco estridente de flautas talladas en huesos de buitre y el tintineo de xilófonos construidos con hojas de sílex —todos ellos, instrumentos encontrados en cuevas como estas y en los alrededores— hasta alcanzar el estado santificado necesario para continuar el viaje.[17]
Adán y Eva no deambulan sin rumbo por estas cuevas. Cada cámara, cada nicho, cada fisura, cada galería y cada recoveco cumplen un propósito concreto, ideado expresamente para inducir el éxtasis. Es algo planeado con detenimiento, de tal modo que avanzar por los rincones y pasajes impregnándose de las imágenes proyectadas en las paredes, los suelos y los techos provoque una reacción emocional particular, parecida en cierto modo al seguimiento del viacrucis en una iglesia medieval.
Primero, deben ponerse de rodillas y recorrer a gatas un pasadizo de setenta metros que une Enlène con la segunda cueva del complejo, Les Trois-Frères. Entonces entran en un reino del todo nuevo, marcado por algo cuya ausencia era tan clamorosa en la primera cueva que no puede ser casualidad. Porque, en la segunda, Adán y Eva encuentran por primera vez el arte rupestre que define de forma imborrable su vida espiritual.
La galería principal de Les Trois-Frères se bifurca en dos estrechos senderos. El camino de la izquierda lleva a una cámara larga marcada por filas y filas de puntos negros y rojos de varios tamaños. Estos representan la forma más antigua de pintura rupestre; algunas cuevas datan de hace más de cuarenta mil años. Nadie sabe con certeza qué significan los puntos. Pueden ser un registro de visiones espirituales. Puede que representen símbolos masculinos y femeninos. Lo que es seguro, en cualquier caso, es que los puntos no están distribuidos al azar por las paredes. Muy al contrario, están pintados a menudo siguiendo un patrón evidente que se repite de cámara en cámara, lo que sugiere que pueden ser una forma de comunicación o instrucciones, una especie de código que transmite información vital a los suplicantes mientras estos prosiguen su viaje hacia las entrañas cada vez más profundas de la tierra.[18]
El camino de la derecha de la galería principal de Les Trois-Frères se dirige hacia otra cámara pequeña y oscura conocida popularmente con el nombre de Galerie des Mains. Las paredes aquí están cubiertas por docenas no de puntos, sino de huellas de manos. Esta es, con diferencia, la forma de arte rupestre más ubicua y reconocible al instante. Las huellas de manos más antiguas datan de hace treinta y nueve mil años y se pueden encontrar no solo en Europa y Asia, sino también en Australia, Borneo, México, Perú, Argentina, el desierto del Sáhara e incluso en Estados Unidos. Las impresiones se realizan sumergiendo la mano en el pigmento húmedo y presionándola contra la pared de la cueva, o colocando la mano justo sobre la roca y rociando el ocre a su alrededor con un hueso hueco para crear una impresión en negativo. El ocre en sí tiene una función sagrada: la pintura de color rojo sangre actúa de puente entre el mundo material y el espiritual.[19]
Lo notable de estas huellas es que casi nunca se dejan en superficies lisas y lugares de acceso fácil, como cabría esperar, sino que se encuentran en torno a ciertas características topográficas: encima de fisuras y grietas o cerca de estas, dentro de espacios cóncavos o entre hileras de estalagmitas, en techos altos o en espacios difíciles de alcanzar. La forma de algunas de las impresiones parece indicar que los dedos se agarran a la roca. Otras presentan dedos torcidos o ausentes. Varias de las huellas están hechas claramente por la misma mano, aunque entre una y otra a veces falten dedos distintos, lo que podría indicar que, al igual que los puntos negros y rojos, estas quizá fueran también una forma antigua de comunicación simbólica, una especie de «lenguaje de signos» primitivo. De hecho, el asombroso parecido entre las huellas de manos encontradas en lados opuestos del globo puede indicar que hay un origen común, anterior a la migración del Homo sapiens fuera de África hace casi cien mil años. Es posible que los humanos que dejaron las huellas de sus manos impresas en Indonesia y los que lo hicieron en Europa occidental hablaran el mismo lenguaje simbólico.

FIGURA 1. Huellas de mano en negativo y en positivo de la cueva de las Manos, Santa Cruz (Argentina; c. 15000-11000 a. e. c.).
Curiosamente, los estudiosos actuales creen que la mayoría de las huellas de manos encontradas en las cuevas de Europa y Asia pertenecen a mujeres. Esto desmiente la idea de que estas cuevas, y los rituales que se llevaban a cabo en ellas, fueran sobre todo cosa de hombres. Podría ser que el acceso a ciertas cámaras o actividades estuviera restringido a los participantes en algún rito o iniciación. Pero los santuarios parecen haber acogido a todos los miembros de la comunidad: hombres y mujeres, jóvenes y viejos.[20]
A la tenue luz de una llama rutilante, Adán y Eva avanzan con cautela por la cámara guiándose por el tacto, palpando cada fluctuación de la pared —ondulaciones, variaciones de temperatura—, buscando el lugar adecuado en el que dejar la impronta de sus manos. Es un proceso largo e íntimo, que requiere un conocimiento profundo de la superficie de la roca. Solo después de dejar sus huellas están listos para proseguir su viaje al corazón de la cueva: una cámara pequeña y estrecha, escondida en un rincón del complejo peligrosamente inclinado, casi inaccesible, que el abate Breuil denominó el Santuario.
Aquí las paredes casi vibran con el brillante colorido de las imágenes de animales, dibujadas y grabadas en la roca. Las hay a centenares, unas encima de las otras, congeladas en pleno movimiento: bisontes, osos y caballos, renos y mamuts, ciervos, íbices y algunos seres misteriosos e inidentificables, algunos demasiado fantásticos para ser reales, mientras que otros difuminan el límite que separa a humanos de animales.
No es del todo correcto llamar «imágenes» a estos dibujos. Al igual que los puntos y las huellas de las manos, son símbolos que reflejan las creencias animistas de nuestros primeros antepasados de que todos los seres vivos están interconectados, que todos comparten el mismo espíritu universal. Por eso rara vez se representa en estas cuevas el entorno de los animales. Las bestias se suelen dibujar con unos contornos borrosos que indican movimiento. Pero no hay pasto, árboles, arbustos o arroyos por los que moverse; no existe ningún «terreno». Los animales parecen flotar en el espacio, cabeza abajo, en ángulos extraños e imposibles. Resultan alucinantes, desprovistos de contexto, irreales.[21]
Suele considerarse que estas pinturas rupestres son una forma de «magia cinegética», como un conjuro que ayuda al cazador a capturar presas. Sin embargo, la mayoría de los animales pintados en las cuevas no son representativos de la fauna que deambulaba por el exterior. Las excavaciones arqueológicas han demostrado que apenas hay correspondencia entre las especies presentes en las paredes y las que constituían la dieta de los artistas. Rara vez se representa a los animales cazados, atrapados, heridos o sufriendo. Apenas hay señales de violencia en estas cuevas. Sobre algunas de las bestias encontramos trazos bien definidos que por lo general se interpretan como lanzas o flechas que se les clavan en el flanco. Pero si uno se fija bien, se observa que estas líneas no penetran en cuerpo del animal, sino que van de este hacia fuera. Las líneas parecen representar el aura o espíritu del animal, su alma. Como observó el antropólogo francés Claude Lévi-Strauss, los humanos primitivos eligieron los animales que representaron sobre la roca no porque fueran «buenos para comer», sino porque eran «buenos para pensar».[22]
Adán y Eva no entran en las cuevas para pintar el mundo que conocen. ¿Qué sentido tendría? Están aquí para imaginar el mundo que existe más allá del suyo. De hecho, no se trata tanto de dibujar bisontes y osos en la roca como de liberar esas imágenes de la roca. De pie en la penumbra de una angosta galería, escudriñando la pared con los ojos, acariciándola con las manos, esperan a que se les aparezca la imagen. Una curva de la roca se convierte en el muslo de un antílope. Una fisura o una grieta sirven de punta para la cornamenta de un reno. A veces, todo lo que se necesita es un pequeño retoque —algo de pintura aquí, un surco allá— para transformar la forma natural de la roca en un mamut o un íbice. Cualquiera que sea el tema, su tarea no es dibujar la imagen, sino completarla.
Los dibujos se suelen ubicar entre pilares o, si no, en una posición que permita verlos únicamente desde unos ángulos determinados y por un puñado de personas a la vez, lo que indica que la cueva —no solo las imágenes proyectadas sobre ella, sino la cavidad en sí— estaba destinada a formar parte de la experiencia espiritual. La cueva es un mitograma que hay que leer de la misma forma que uno lee las escrituras.[23]
Si las cuevas del río Volp son una forma de escritura, entonces Adán y Eva están a punto de dar con la clave, el momento en que el misterio de todo lo que han experimentado hasta ese momento se les revelará en un clímax espectacular.
En el otro extremo del Santuario hay un túnel tan estrecho que solo puede acomodar a una o dos personas a la vez. Para entrar, deben avanzar centímetro a centímetro a gatas mientras el túnel asciende en una curva hacia una cornisa angosta a apenas unos metros del suelo de la cueva. Una vez en la parte superior, pueden ponerse en pie y avanzar despacio por la cornisa, con la espalda contra la pared rocosa, agarrándose a ella para no caer. Al cabo de unos metros la cornisa se ensancha, lo que les permite darse la vuelta y mirar por fin a la pared. Solo entonces, cuando levantan la vista hacia el techo, ven la imagen que corona el complejo, una imagen tan sobrecogedora, tan asombrosa, que prácticamente desafía toda descripción.
Es un hombre; eso es seguro. Pero es algo más. Tiene las piernas y los pies de un ser humano, las orejas de ciervo y los ojos de búho. Una barba larga y tupida le cae de la barbilla hasta el pecho. De su cabeza sobresalen dos cuernos con hermosas puntas. Sus manos se parecen a las zarpas de un oso. El cuerpo musculoso y lo que parecen ser sus brazos son los de un antílope o una gacela. Entre las patas traseras, con la punta hacia atrás, tiene un pene grande y semierecto, que se curva hacia arriba, casi rozando la cola de caballo erizada que le sobresale de las nalgas. La figura aparece en lo que se diría una especie de danza, con el cuerpo inclinado hacia la izquierda. Pero está de cara al espectador, con sus ojos de lechuza perfilados de negro abiertos de par en par, las pupilas pequeñas y blancas, mirándolo fijamente para toda la eternidad.

FIGURA 2. El Hechicero (interpretación de un dibujo de Henri Breuil). Les Trois-Frères, Montesquieu-Avantes (Francia; c. 18.000-16.000 a. e. c.).
La figura es excepcional en estas cuevas por el hecho de estar pintada y grabada; fue objeto de repetidas modificaciones, dibujada y repintada, puede que a lo largo de miles de años. Se conservan vestigios de color en la nariz y la frente. En algunas partes, los detalles son excelentes; se puede ver la rótula de la pierna izquierda. En otras, están poco trabajados; las manos o zarpas delanteras, en particular, parecen hechas deprisa y corriendo y sin terminar. La figura entera mide aproximadamente setenta y cinco centímetros, mucho más que cualquier otra imagen de la sala. Sea lo que sea, domina la cámara, flotando en la oscuridad.
Cuando Henri Breuil la vio por primera vez hace un siglo, quedó estupefacto. Era evidente que era una imagen de culto destinada a la veneración, tal vez incluso a la adoración. Una única figura humanoide dominante en una posición tan destacada es algo insólito en tales cuevas. Su ubicación en la cámara, por encima del nivel de los ojos, hace que parezca presidir el amasijo de animales que encontramos en el Santuario. Al principio, Breuil supuso que la figura era un chamán disfrazado de una especie de animal híbrido. Lo bautizó como «el Hechicero» y el nombre hizo fortuna.[24]
Su interpretación inicial de la figura es comprensible. Las comunidades antiguas creían que los chamanes tenían un pie en este mundo y un pie en el otro. Eran capaces de lograr estados alterados de conciencia (a menudo con la ayuda de alucinógenos) mediante los cuales podían desprenderse de su cuerpo y acceder al mundo de los espíritus para traer mensajes desde el más allá, generalmente con la ayuda de un guía animal.[25]
Esta conexión con los animales es la razón por la cual Breuil dedujo que el hechicero humano-animal era un chamán, quizá representado en plena transformación, en el momento de abandonar el cuerpo para viajar al otro mundo. Se han descubierto al menos otras setenta figuras híbridas de humanos y animales en cuevas de Europa y Asia, y se cree que en su mayoría representan a chamanes. En la cueva francesa de Chauvet, en una roca en forma de lágrima que cuelga del techo, está grabado un ser mitad hombre, mitad bisonte, cuyo cuerpo rodea la imagen inconfundible de una vagina cubierta de espeso vello púbico negro dibujada sobre la punta de la roca. En las paredes de Lascaux hay una imagen de un hombre con cabeza de caballo y otra de un humano con cabeza de pájaro tendido en el suelo delante de un toro que carga contra él. No muy lejos de la sala donde el Hechicero preside la escena, en las cuevas del Volp, se encuentra la figura mucho más pequeña de un bisonte con brazos y piernas humanos tocando lo que parece ser una flauta que lleva pegada a las fosas nasales.[26]
Sin embargo, estas imágenes híbridas no representan a los chamanes más de lo que las imágenes de los animales representan animales auténticos. Al igual que los puntos y las huellas de las manos y prácticamente todo lo demás que encontramos en estas cuevas, las figuras híbridas son símbolos destinados a representar «el otro mundo», aquel situado más allá de lo material.
Incluso Breuil reconoció que había algo extraordinario en el Hechicero. Al fin y al cabo, no era un simple híbrido entre humano y animal, sino más bien un collage de especies fusionadas para crear un ser animado único y activo, diferente a cualquier otra imagen descubierta en un conjunto rupestre. Y así, después de meditarlo, cambió de parecer sobre lo que había descubierto y concluyó que esta extraña criatura hipnagógica que lo miraba desde lo alto no era en realidad un chamán, sino, como escribió en su cuaderno, la imagen más antigua que se haya encontrado de Dios.[27]