Introducción

ERA INVIERNO, y en muchos pueblos de la meseta castellana el hogar del fuego está como enterrado en el suelo de la casa proporcionando una temperatura ambiente como jamás sentí; es un clima amoroso que le hace a uno acurrucarse en el hogar, y cualquier pensamiento de salir a la calle produce pereza y un mohín de disgusto en la cara.

En esas frías y largas tardes las personas inventamos de todo para pasar lo mejor posible el tiempo.

Yo era my pequeña, y mi abuela hacía ganchillo sentada cerca de la ventana aprovechando la luz parda y grisácea propia de la estación.

Suenan dos golpes de aldaba en la puerta de la calle casi al tiempo que asoma una cabeza por una rendija de la entrada.

—¿Se puede?

—Buenas tardes nos dé Dios —se levanta mi abuela.

—Qué alegría verla, señora Juana, cuánto tiempo.

—Pues sí, hija, ya terminé los arreglos en el molino y, mira, me he venido a mi casica, que es donde mejor estoy.

No transcurren diez minutos y… se oyen otros dos.

—¿Hay alguien en casa?

—¡Qué sorpresa, seña Engracia!, habráse visto por donde, sin buscarlo, nos juntamos las tres.

—Pero bueno, cómo es que ya se vino pal pueblo, ¿qué tal sus hijos?

—Pues ya sabes, cuando una se hace vieja… nada es igual…

Yo tenía diez años, los suficientes para darme cuenta de casi todo, eran fiestas navideñas y mis padres me habían mandado con mi abuela a pasar las vacaciones escolares.

La capital no tiene nada que ver con el pueblo, todos los niños tenían que tener un pueblo donde ir a pasar unos días en invierno.

A esa edad los sentidos son agudos y ágiles, la imaginación viva y desbordante.

—Siéntese usted —dijo mi abuela.

Se acercó al fogón, donde colocó un puchero con café; la señora Engracia había traído unos sobaos de Astorga, dicen que son tan buenos que la gente se los llevan por kilos (comentó), y se sentaron las tres alrededor de una mesa camilla, colocaron en el medio la cafetera con un plato repleto de sobaos y rosquillas, sacaron unos vasitos pequeños y una botella de anís; todo parecía cotidiano y normal, hacía tiempo que no se veían las tres vecinas, se querían, entre ellas se habían ayudado a amortajar a los maridos, menos el de la señora Juana, que se fue a Cuba y no se supo más de él, dejándola con cuatro hijos.

La señora Juana siempre decía:

—¡Qué cruz, Señor, qué cruz!

Yo no entendía muy bien aquella frase, ahora la entiendo mejor. Entre ellas se quitaban la palabra para contarse cosas, y la señora Engracia dice a mi abuela:

—Bueno, Antonia, nos vas a mirar o qué… —acerqué a mi abuela una caja de madera llena de útiles de costura, revolvió en ella y extrajo un pañuelo negro de gasa que desenvolvió con sumo cuidado y apareció un viejo libro y una BARAJA DE CARTAS, algo usadas, cartas normales de las de jugar en casa; el librito se lo trajo a mi abuela un marino que dice que viajó por todo el mundo y vio de todo; en el libro casi ilegible ponía:

«EL GRAN ARTE DE ADIVINAR CON LA BARAJA ESPAÑOLA»

Se hizo un silencio anormal, donde solo se oía el tictac del reloj que colgaba en la pared, se sentaron como más arrebujadas, entre inquietas e impacientes, se levantó mi abuela y fue a trancar la puerta de la calle; cuando volvía, iba diciendo: «No estamos para nadie». Se sentó mi abuela y cogió las cartas; lo primero que hizo fue la señal de la cruz sobre las cartas, luego a sí misma y a continuación sobre la mesa; la señora Juana y la señora Engracia hicieron lo propio a sí mismas, y yo las imité.

—A ver por quién empiezo…

—Por mí —contestó rápidamente la señora Engracia—, que me ha tocado una nuera… que, bueno, bueno, ya veréis cuando echéis las cartas —sacó una foto pequeña y la puso sobre la mesa diciendo:

—Toma y juégala bien, que tengo yo muchas cosas que saber.

Yo estaba nerviosa y curiosa; era emocionante, casi ni respiraba, tampoco preguntaba; a pesar de mis ganas no fuera que me quitaran del medio.

—Mari —dijo mi abuela —trae la vela, préndela y ponla aquí, a mi lado, para que los muertos encuentren el camino de donde tienen que venir y no se pierdan —corrí a la alacena y cogí la palmatoria con la vela y la llevé a la mesa ya prendida.

—Siéntate aquí, a mi lado, niña —miró la vela atentamente y con las cartas en la mano rezó un Padrenuestro para los difuntos invocando por su presencia.

—¿Cómo se llama? —preguntó mi abuela, señalando la foto.

—Ana, se llama Ana Mari —cogió la foto, la metió entre las cartas y comenzó a barajarlas con mucho cuidado y concentración; seguidamente las fue colocando de tres en tres, parecía que se fueran a romper, y fue en ese preciso momento cuando comenzó el verdadero arte, la magia y la grandeza de adivinar el futuro a través de la llamada

BARAJA ESPAÑOLA