Si el corazón pudiera pensar, se pararía.
FERNANDO PESSOA
Durante mucho tiempo, mientras cumplía mis años y las perspectivas vitales se iban haciendo cada vez menos prometedoras, me repetía la misma consideración analgésica: «He disfrutado de una vida tan indecentemente buena que aunque mañana se acabase mi suerte y el resto que me queda (treinta, veinte, diez años…) fuese desdichado, el balance total sería aún indudablemente positivo y feliz». En el fondo, no creía demasiado posible ese cambio radical de mi fortuna. Cierto que la vejez es una humillación, que incluso para los más sanos se convierte en fuente incansable de dolores e incomodidades, mientras los iconos de nuestra juventud y los compañeros de nuestra madurez van desapareciendo a ritmo creciente, los lugares y los juegos que nos encantaron son arrasados por bárbaros sin delicadeza, llegan modas insoportables y la estupidez ambiental se vuelve un runrún incesante. Había muchas razones para suponer que se me venían encima años malos, probablemente peores que lo antes vivido, pero no tan malos que se convirtiesen en lo opuesto a todo lo demás. Serían como una continuación impresa en peor papel, con líneas borrosas y abundantes erratas, con ilustraciones en blanco y negro en lugar de vivos colores de los capítulos anteriores de mi vida. El argumento se mantendría igual, hasta en el tono mismo de la narración, sin radical solución de continuidad. Incluso en el peor de los casos, me salvaría como en el examen de reválida.
Cuando hice el bachillerato, al acabar cuarto curso (en torno a los catorce años) debíamos pasar una reválida tras la que nos separábamos en alumnos de ciencias y de letras. Los de letras cursarían latín y griego; los de ciencias, matemáticas, física y química. Después pasaríamos a ser ignorantes dichosos y sin culpa en las materias aborrecidas. Esa prueba era la última en la que debíamos demostrar nuestros conocimientos en uno y otro campo, antes de decantarnos por nuestra preferencia. La nota final de reválida era la suma de la prueba de matemáticas y la de literatura, dividida por dos. Yo fui temblando al examen porque mi nulidad en el exacto laberinto de números y cálculos era legendaria entre mis compañeros de curso y, desde luego, una abrumadora certeza para mí. Debo de ser el mayor inútil aritmético que haya pisado la superficie del planeta. El resultado de la prueba confirmó mis peores perspectivas: obtuve un cero en los problemas que me propusieron, ante los que me quedé paralizado como el proverbial conejillo frente a la mirada inmisericorde de una cobra. Pero en el ejercicio literario, en el que podía divagar y fantasear a mi gusto, que es lo único que en la vida he sabido hacer, saqué un diez. Este resultado anómalo — luego me dijeron que único— puso en un brete al tribunal encargado de fijar las calificaciones definitivas. Por un lado, desde el punto de vista meramente aritmético, el resultado me era favorable: ¡hasta yo sabía calcularlo! Cero más diez, diez; dividido por dos, cinco; o sea, el aprobado justo y raspado, pero, al fin y al cabo, aprobado. Por otra parte, un resultado de tal desequilibrio iba en contra del sentido mismo de la reválida, orientada a evaluar una razonable competencia en ambos campos del conocimiento y que debía encabritarse ante una monstruosa hemiplejía escolar como la mía. Me llamaron a capítulo, me amonestaron seriamente, pero al final me dieron el plácet. Creo que en ello influyó el prestigio de mi colegio (Nuestra Señora del Pilar de Madrid) en el instituto donde se celebró el examen. Aún sueño con relativa y decreciente frecuencia con que debo presentarme a un último y crucial examen de matemáticas, sin el cual no podré dar por acabados mis estudios. ¡A mi edad, es imposible! Me despierto sudando y temblando. Supongo que algún día la muerte me llegará así, como la definitiva ecuación imposible de resolver.
De ese modo me salvé entonces. Y yo creía firmemente que el resultado de mi vida iba a ser igual y no menos favorable, incluso por un margen de aprobado mayor. Los factores de la existencia me llegaban de bueno a malo y luego a peor, primero la literatura, la imaginación, la Disneylandia del espíritu, luego el cálculo y después el álgebra más dolorosa, la tortura de lo exacto y necesario, de lo irremediable. Pero la conclusión sería positiva, la primera parte pesaría en el total más que la segunda y el balance daría un saldo a mi favor. Como el Creador al final de los días contemplando su obra acabada, según refiere el Génesis, yo también podría exclamar satisfecho: «Valde bonum». Pero me equivocaba en esa previsión optimista, por lo menos tanto como se equivocó el propio Creador al apreciar lo que había sacado de la nada.
Desde luego no es que hubieran faltado por completo contrariedades, sinsabores, padecimientos y aun desdichas en la parte que yo consideraba buena y soleada de mi vida. No existen seres conscientes, aunque sólo lo sean mínima y toscamente, que no sientan dolor por múltiples causas y de manera relevante y continuada, como un mecanismo evolutivo para acicatear las respuestas del instinto de conservación. El hambre, la sed, el frío, el calor, la urgencia sexual son dolores que compartimos con los demás animales; el deseo de compañía y afecto, el afán de reconocimiento personal, el miedo a la violencia de nuestros semejantes o sencillamente al futuro, a la enfermedad y la muerte, la angustia por el bienestar de nuestros seres queridos o la llaga de su pérdida, las dolencias del amor (celos, abandono…) o la peor de todas, que es carecer de amor, son males propios e inseparables de la condición humana. Nos tocan a todos, en una u otra cuantía. Yo los he padecido, he visto morir a mis abuelos y a mis padres, he sufrido por y para los amores, he estado en la cárcel, he conocido la hostilidad de adversarios intelectuales, no me son ajenas las enfermedades y he conocido quirófanos y largas noches de estertor. Todo me pareció siempre aceptable, asumible a fin de cuentas aunque fuera entre maldiciones y protestas, compensado por incidentes luminosos y placenteros que también se daban a cada paso. He sido adepto de la «filosofía de la compensación» que ya en mi madurez vi formulada por Odo Marquard pero de forma espontánea, ingenua, antes de conocerla racionalmente. Si alguien quiere repasar mi balance biográfico entre bienes y males, tal como yo lo hacía hace tan sólo tres lustros, puede leer Mira por dónde, una autobiografía en la que conté bastante y desde luego callé mucho, en un vano intento por mitigar el exhibicionismo propio del género.
Es curioso que al final de ese libro, en el epílogo titulado «Antes de nada» que seguía a una declaración de amor a mi Pelo Cohete, ya me ponía algo melancólico (probablemente para darme importancia a ojos del impresionable lector) y señalaba una creciente «dificultad en saborear lo que siempre me ha parecido sabroso». Y añadía: «Empiezo a darme cuenta de que quizá acabaré triste, como cualquier imbécil». Para enseguida replicar: «Pero os juro que hubo una alegría dentro de mí, incesante, una alegría que lo encendía todo con chisporroteo de bengalas festivas precariamente instaladas en las oquedades de la gran calavera». Por entonces escribía yo sobre la tristeza futura puramente de oídas, como quien habla haciéndose el entendido de un país en el que realmente nunca ha estado y que sólo conoce por los relatos de algunos viajeros y por una serie de postales estereotipadas. Y sin embargo acerté en mi predicción conjetural porque ya es inapelable que voy a acabar mi vida triste, pero no con la tristeza átona y desvaída de cualquier imbécil senil, sino con una tristeza enorme, proactiva, que nace precisamente de la inteligencia y la aniquila en su propio terreno, una tristeza que no ha llegado por un suave declinar físico y el marchitamiento progresivo de las ilusiones, sino con la precipitación atroz de una brusca caída en un mar de amargura sin orillas, en el que debo chapotear con espanto hasta el anegamiento final. Como dice la duquesa de Vaneuse en la novela de Gustave Amiot, «lo poco que me queda de inteligencia me enfrenta en todo momento a esta última y única verdad: que la inteligencia no es nada comparada con el sentimiento. Y yo de los sentimientos ya sólo conozco el luto de los míos y los aspavientos de la comedia universal». En efecto, ahora sé exactamente lo que significa «caer en desgracia», no como otro incidente palaciego reversible más en el vaivén de la existencia, sino como una metamorfosis irrevocable, una mutilación de la propia condición sin remedio posible, la pérdida que desequilibra mi ser y rompe dentro de mí el resorte de lo que antes chispeaba y burbujeaba a pesar de todos los pesares. Este pesar no es como los demás; ha llegado el pesar invencible.
Para evitarnos rodeos, el comienzo del final de lo bueno de mi vida fue el diagnóstico fatal a Pelo Cohete (algunos de sus amigos y luego yo mismo la llamábamos así porque en la época estudiantil en que la conocí llevaba a veces un pelo erguido tipo cresta punki). Después vinieron nueve meses de pesadilla terapéutica cada vez más horrible y, finalmente, el apagón. La muerte de mi mujer, del amor de mi vida, del amor en mi vida, de mi amor a la vida. La caída irremediable en el océano de la desgracia. Aquí debiera venir el punto final: el resto es silencio. Hubiera sido lo más decente, lo único presentable. Si tres o cuatro años atrás alguien me hubiera dicho que iba a seguir viviendo más o menos como si nada en la hipótesis absurda de que Pelo Cohete muriese, le hubiera partido la cara. Su muerte (impensable, increíble, inasumible hasta como hipótesis fantástica del género macabro que tanto nos gustaba a ella y a mí) decidiría la mía con la inexorabilidad de cualquier ley física, natural. De hecho, lo que me preocupaba era lo contrario, qué sería de ella si, como parecía biológicamente lógico (y, por mi parte, decididamente deseable), yo moría antes. ¿No haría, llegado el caso, ningún disparate? Siempre me decía que no temía a la muerte («y no como tú», añadía con su sonrisilla entre tierna y fatua que tanto echo de menos), que más bien la había deseado muchas veces, desde niña. Y que, por supuesto, no pensaba sobrevivir a mi pérdida, ya se encargaría ella del asunto. Coño, era muy capaz. Lo único que me hacía realmente insoportable el pensamiento de morir (idea siempre intimidatoria, pero para mí ya asumible de puro obsesiva) era dejarla sola, desolada, empujada a quitarse la vida. Otras veces me daba por pensar qué sentiría al ver mi rostro después de muerto. Ella, que ponía tanto celo en que me diera potingues para suavizar las arrugas, a la que nunca se le escapaba nada de mi aspecto («¡qué mala cara tenías ayer! Parecías muy cansado»), cuando me viera con la mala cara final… Me subleva la idea de que alguien me vea muerto, sobre todo entonces ella. Me da vergüenza. Es una especie de abandono imperdonable. Quizá por eso Montaigne prefería morir lejos de los suyos, entre desconocidos: a quien no nos ha visto vivir le resulta irrelevante vernos muertos. Que debería ser yo quien la viese muerta, para recordarla así siempre, y yo quien la viese agonizar, sufrir, extinguirse ante mis ojos, hundirse en la nada como en la negrura del océano, impotente para ayudarla, aumentando sus padecimientos con mis temblores y torpezas… Eso, afortunadamente, nunca lo imaginé. Me pilló de improviso. Egoísta hasta el final —es decir, optimista—, me preocupaba medio hipócritamente por ella, pensando que le iba a tocar el mal trago de mi muerte, la cual, por suerte, tendría el lado bueno de ahorrarme el espanto de la suya. Nunca he sabido ponerme en lo peor, aunque me las doy de pesimista (¡cómo se reía por esa pretensión Cioran de mí!), hasta que llega. Siempre llega y entonces nos enteramos de en qué consiste lo peor. Ahora ya he aprendido la lección… o eso creo, al menos. ¿Seguiré siendo optimista, un optimista destrozado?
La pasión y muerte de Pelo Cohete, su calvario atroz, asistir al sufrimiento de la persona a la que nunca soporté ver sufrir lo más mínimo, que lo sabía y conseguía lo que quisiera de mí con una lágrima, con un puchero, me enseñó también muchas más cosas terriblemente importantes y definitivas sobre mí, sobre el mundo. En primer lugar, que perder las ganas de vivir no significa tener más ganas de morir que de costumbre. Yo había creído, de modo más o menos consciente, que el apego a la vida y el deseo de muerte eran vasos comunicantes, de modo que el descenso de nivel de uno significaba el aumento del otro. Pero no es exactamente así. Por seguir con la comparación, ambos vasos pueden estar casi vacíos a la vez, aunque en cambio no es posible que estén llenos al unísono. Con la pérdida de mi amada, perdí también el afán de futuro y sobre todo el regocijo de la vida, pero seguí sintiendo la habitual antipatía por la muerte. Es como cuando padecemos un fuerte catarro nasal que embota nuestro sentido del gusto: seguimos teniendo apetito y nos atrae el aspecto de los platos preferidos, pero al probarlos vemos que han perdido su sabor y así nos aburrimos pronto de comer.
Las tareas de la vida que siempre me fueron gratas me lo siguen pareciendo, pero en cuanto las emprendo constato que se han convertido en algo insulso, átono, fatigoso e insignificante. Quizá el placer de la lectura sea la única excepción, incluso diría que ahora se ve reforzado por la deserción de los demás. En cambio, escribir se ha convertido en un gesto vacío porque ya no puede alcanzar su objetivo natural: ser leído y aprobado por ella. Desde hace treinta años, yo escribía para que ella me quisiera más: habría cambiado el Cervantes y el Nobel sin dudarlo por su sonrisa al terminar una página y la forma algo pícara en que me decía: «Qué bueno, ¿no?». No sólo los elogios sino su crítica, que podía ser inmisericorde y casi siempre diabólicamente certera, también me estimulaba (después de irritarme, lo admito) y me daba fuerzas, porque yo sabía que su censura venía de que no aceptaba verme deficiente, ambiguo, ñoño. Le gustaba sobre todo mi capacidad de condensar los argumentos de una larga charla en pocas líneas y de forma clara. Si me señalaba un párrafo con su inapelable «eso no se entiende bien», había que volver a escribirlo, sin remedio; yo sabía de sobra que si ella no lo captaba de inmediato, ningún otro lector lo haría ni en diez años.
Vivir sin alegría ha sido una experiencia nueva para mí, una ruptura con mi yo anterior. Estaba acostumbrado a despertar siempre como cuando era niño, con un latente «¡vaya, otra vez!» gorjeando dentro. Y con el litúrgico «¿qué pasará?» con el que acababa cada episodio de cualquiera de los tebeos que tanto me gustaban y que leía puntualmente cada sábado por la noche. Yo sabía que cabía esperar mil peripecias divertidas, pero que nada irreparable le ocurriría al protagonista, o sea, a mí. Aunque me quejaba, lloraba y maldecía como todo el mundo, jamás me lo creí; la vida me parecía estupenda, a veces algo horrible, sin duda, pero no menos estupenda, como una buena película de terror tipo Alien o La semilla del diablo. Incluso en mis peores momentos, en la tortura del cólico nefrítico, en el hastío de un cóctel formal o una conferencia académica (son las peores experiencias que a bote pronto puedo recordar), sonaba como fondo de mi ánimo el basso ostinato de la alegría aunque ni siquiera yo pudiese darme cuenta. Ha sido al dejar de oír ese íntimo hilo musical cuando, tras la inicial extrañeza, me he dado cuenta de lo que había perdido. «Reconocí a la alegría por el ruido que hizo al marcharse», dijo Jacques Prévert (el poeta preferido de Pelo Cohete cuando la conocí), y podría hacer mía esa constatación. No se ha tratado de mudar mi estado de ánimo a otro menos agradable, sino de quedarme sin mi combustible existencial, sin lo que me permitía aguantar, inventar, querer, luchar. Hasta entonces nunca hice nada sin alegría, como de sí mismo dijo Montaigne. Ahora tengo que acostumbrarme a ir tirando, tirando de mí mismo, de residuos del pasado. Puedo jurar con la mano en el corazón que no he vuelto a ser feliz de verdad, íntimamente, como antes lo era cada día, ni un solo momento desde que supe de la enfermedad de Pelo Cohete. No sé cuánto durará esta sequía atroz, porque creo que es imposible vivir así. Para mí, imposible. Cuando me preguntan qué tal me encuentro, siento ganas de contestar lo mismo que aquel torero del XIX al que los de su cuadrilla le hicieron esa pregunta mientras le llevaban a la enfermería tras una cornada mortal: «¡Z’acabó er carbón!».
Pero el más notable descubrimiento que he hecho a costa de mi desdicha es la intransigencia general que rodea al doliente. Por supuesto, en el momento de la pérdida y en las jornadas inmediatamente sucesivas no nos falta compasión y muestras de simpatía de cuya sinceridad no cabe dudar. Pero tales manifestaciones afectuosas tienen fecha de caducidad, como las felicitaciones de Año Nuevo. Uno no puede estar trescientos sesenta y cinco días deseando felicidad al prójimo; es cosa que sólo tiene sentido a finales de diciembre y comienzos de enero. Después se vuelve ridículo, más tarde apesta y puede parecer un desarreglo mental. Si allá por marzo, cuando saludamos a alguien, le murmurásemos amablemente «felices Pascuas» y esperásemos lo mismo de él, nos tomaría por chalados. Del mismo modo, quien nos da sus condolencias en el momento adecuado, al producirse la pérdida o un tiempo prudencial después, espera haber dejado así zanjado el engorroso asunto. Quizá vuelva algo más adelante a decirnos «¿qué tal estás?» con gesto compasivo, pero desde luego sin mayores efusiones por su parte ni desearlas por la nuestra. El triste asunto ha sido lamentado cuanto corresponde y ya no hay nada que añadir. Los más filosóficos añaden «¿qué quieres?, la vida tiene que continuar» y esperan con cierta impaciencia que estemos de acuerdo. Como si nuestro remoloneo obstaculizase también su marcha inexorable. Por mucho que hayamos sufrido, no pretenderemos a fuerza de dolor bloquear el paso inclemente de la vida. Si desbordamos en lamentos extemporáneos, retrocederán un paso, consultando mentalmente el calendario y hasta el reloj. «Vaya, todavía sigues así.» «Te veo mal», ésa es la más común reconvención: en realidad quiere decir: «Lo estás haciendo mal, no sabes cómo se juega a esto, te das demasiada importancia, pareces creer que lo que te ha pasado es algo único, trascendental, cuando en realidad se trata de la cosa más corriente del mundo, la que todos han padecido o están a punto de padecer. A mí no me vengas con monsergas, no querrás que nos pasemos los demás el resto de la vida dale que te pego con tu congoja».
Otros amigos del tópico —los que más consiguen irritarme— me informan para tranquilizarme del analgésico que acabará con mi pena: «El tiempo todo lo cura». Sí, por ejemplo la vejez, ¿verdad? ¡Menuda gilipollez! Para empezar, salvo que aludiendo al tiempo se quieran referir a la muerte (medicina que nada sana pero todo lo extingue: ¡para acabar con las jaquecas, lo mejor es la guillotina!), el paso del tiempo cura tan escasamente como el espacio, según advirtió JeanFrançois Revel. Los días y los años enquistan el dolor, lo esclerotizan, convierten la tumba en pirámide, pero no fertilizan el desierto que la rodea. En algunos casos logran embotar la sensibilidad —lo cual para muchos parece ser suficiente—, pero no cierran la llaga, si es que realmente la hubo; sólo nos familiarizan con el pus. Además, para quien de verdad ha amado y ha perdido la persona amada, el amortiguamiento del dolor es la perspectiva más cruel, la más dolorosa de todas. Como dijo un especialista en la cuestión, Cesare Pavese, «il dolore più atroce è sapere che il dolore passerà». Y con el dolor se irá empequeñeciendo también el amor mismo, que no puede ser ya sino la constancia sangrante de la ausencia. Desde Platón sabemos que Eros es una combinación de abundancia y escasez, un constante echar de menos que no cambiaríamos por ninguna otra forma de plenitud. El amor siempre es zozobra y contradicción, una forma de sufrir que nos autentifica más que cualquier placer. Ese punto de sufrimiento es lo que le caracteriza frente a la mera complacencia hedonista o al acomodo utilitario a la pareja de conveniencia. La prueba quizá no basta, pero nunca falta: si no duele, no es amor. Y si duele mucho al principio para luego irse diluyendo hasta dejar sólo un leve escozor fácilmente superable, es amor… propio. O sea, narcisismo, la única forma de enamoramiento cuyo objeto, por maltrecho que sea, siempre permanecerá a nuestro alcance. Pero el amor propio es un amor ventajista, aunque sin duda éticamente útil para orientar nuestra conservación humana, lo que no es poco, ni suficiente. Nada sabe de la perdición, del abandono delicioso y atroz a lo que no somos como si lo fuéramos, del arrebato que no dura un instante —como el resto de los arrebatos—, sino que se estira y se estira sobresaltado e imposible desafiando al tiempo, a la dualidad de sujeto y objeto, avasallando al mismísimo amor propio que sin duda estuvo en su origen y que rechina rebelde pero subyugado bajo su torbellino. Ese amor no quiere amortiguarse tras la pérdida irreversible de la persona amada, sino que se descubre más puro, más desafiante, más irrefutable al convertirse en guardián de la ausencia. También infinitamente, desesperadamente doloroso. Pero el amante no querría a ningún precio que una especie de Alzheimer sentimental le privase de ese sufrimiento que es como el piloto encendido de su pasión que sigue en marcha, lo mismo que nadie accedería a ser decapitado para curarse una jaqueca. Un amor que no desazona y perturba cuando está vivo, que no aniquila cuando pierde irrevocablemente lo que ama, puede ser afición o rutina, pero no auténtico amor.
Consultemos a los expertos: ¿cuánto tiempo, según ellos, necesitamos para curarnos? Pues ni más ni menos que el plazo para llevar a cabo convenientemente nuestro duelo por la pérdida. El duelo es un remedio de consumo obligatorio prescrito urbi et orbi por el reputado doctor Freud. Hay que hacer el duelo para civilizar la pérdida, para que no se convierta en tristeza incurable, en desesperación. La tristeza asilvestrada y la desesperación son formas de salvajismo que debemos evitar por consideración hacia los demás. Dejarnos llevar por estas muestras antisociales sería como entregarnos a la antropofagia o al menos como imitar a aquellos antiguos anacoretas que se alejaban para siempre de las ciudades y se refugiaban en el desierto, flagelando su carne y charlando de vez en cuando de forma bastante inconexa con los demonios más serviciales. Freud no ignoró que la cultura tiene sus malestares, pero también supo que dejarnos arrastrar por lo meramente instintivo, impulsivo, inconsciente o como ustedes prefieran es todavía peor. Quiero decir, peor para la sociedad, claro, para la vida civilizada. De modo que estableció que hay que llevar a cabo el trabajo de duelo, que es como una dieta para librarnos del sobrepeso y las toxinas dolorosas o como los ejercicios de recuperación prescritos después de un accidente. Como las dietas, como los ejercicios de recuperación, el duelo hay que hacerlo bien o si no, no funciona. Lleva su tiempo, desde luego. ¿Cuánto? He leído que algunos psiquiatras americanos dicen que por lo menos, por lo menos, ¡dos semanas! ¡Ay, quién fuera yanqui! Más cautelosos o mejor informados de los usos continentales, los doctores europeos hablan hasta de dos años, quizá más. En Europa todo va más despacio, nos cuesta volver al sano y cuerdo business as usual. Pero el duelo hay que llevarlo a cabo, es preciso tomárselo en serio, porque si no nunca volvemos al business, nunca lograremos «rehacer» nuestra vida. Y si no la rehacemos, también los demás, los que mantienen relaciones sociales o amistosas con nosotros, resultarán perjudicados. Seremos culpables de duelo interruptus. Nos quedaremos atrapados en la ausencia y esa posición no es nada popular: puede que al poeta le gustase su amada cuando calla «porque está como ausente», pero a la gente prosaica le gustan tan poco los que se ausentan como los que no cesan de quejarse y suspirar… aunque pasen las semanas y hasta los años.
Insisto en el tema de la ausencia porque las personas bienintencionadas que nos urgen a mejorar suelen creer que lo que nos aqueja es la soledad. Y por tanto, alborotadas y temibles, se empeñan en buscarnos compañía o nos imponen la suya. El supuesto remedio a nuestros males es inaguantable. Personalmente, nunca me ha molestado estar solo, todo lo contrario. Desde que dejé la infancia propiamente dicha (en la cual me era indispensable al menos la compañía de mi hermano Josetxo), siempre traté de dar circunstanciales esquinazos a mi familia, a la que, por otra parte, adoraba y necesitaba con furor. Si mis padres y hermanos se iban unos días de vacaciones, yo procuraba quedarme solo en casa con cualquier pretexto escolar. O me marchaba también solo cuando ellos tenían que quedarse. Disponer a mi gusto de mi tiempo, comer cuando y lo que me apetecía, escuchar música a un volumen disparatado, emborracharme (¡allí empezó la cosa!), leer sin parar y desordenadamente, fantasear peripecias eróticas que más de una vez me pusieron en ridículo… Dulces frutos del placer solitario. Por supuesto que estos episodios siempre fueron breves y luego retomaba la compañía habitual de los míos con renovado gusto. En mi primera juventud pasé un período gregario, que ahora me parece demasiado largo, en el que buscaba a los amigos con insistencia frenética. Supongo que quería que me enseñaran formas de vida y también que vieran la mía, siempre pavoneándome un tanto. Apetecía guías y público, todo junto. Las mujeres que tuvieron la mala suerte de compartir mis ratos por entonces tenían que resignarse a ese exceso maniático de sociabilidad. En realidad echaba de menos la populosa armonía familiar de mis primeros años, pero con toques de novedad a la altura de las nuevas inquietudes de mi edad.
Entonces encontré a Pelo Cohete o, para ser más exacto, Pelo Cohete me encontró a mí y me hizo suyo. A partir de ese momento se me fue haciendo patente lo que con el tiempo se ha convertido en firme convicción: que antes en la mayoría de los casos había tenido que elegir entre la soledad y el aburrimiento. Con Pelo Cohete se acabó el dilema, porque me enseñó a disfrutar de las ventajas de la soledad, pero en compañía. A partir de nuestro encuentro, ya estuvimos siempre solos pero siempre juntos, tanto cuando nos separaban kilómetros como cuando no dábamos un paso el uno sin el otro. No es fácil de explicar, porque no se trataba de un permanente arrobo (aunque en mi caso algo había de eso) y teníamos enormes broncas, en las que yo aportaba la pifia o la inoportunidad y ella la cólera: Pelo Cohete era capaz de enfados monumentales, cósmicos, en los que me convertía en pararrayos de una tormenta tan llena de ruido y furia que los observadores externos quedaban convencidos de que a partir de entonces no sólo no volveríamos a vernos, sino que además seríamos enemigos irreconciliables por siempre jamás. Pero esa pirotecnia de hostilidades nunca llegó a durar ni siquiera veinticuatro horas. Eso sí, el zarandeo solía dejarnos molidos a ambos, por lo menos desde luego a mí. Y es que con Pelo Cohete todo era siempre perfecto o imposible, la total compenetración o la absoluta incompatibilidad. Pero nunca nos llamamos realmente a engaño: por mucho que ella se hartara de mí (casi siempre con buenos motivos), por mucho que yo enloqueciera ante la letal posibilidad de perderla, creo que nunca dejamos de saber que éramos cada uno el destino del otro. De cerca o de lejos, siempre éramos conscientes de nuestro vínculo, del lazo de fuego que nos hacía existir en la calma y en la borrasca. A veces, cuando más nos amenazaba el torbellino del mundo (¡y mira que nos tocaron esos malos tiempos en los que vivir que Borges reconocía obligatorios para todos los humanos que fueron, son y serán!), ella decía, entre guasona y pensativa: «Mientras nos tengamos el uno al otro...». Ya está, ya no la tengo, ya soy la rueda que gira loca en el vacío tras la rotura de su eje. Nunca me atreví a imaginar siquiera qué habría detrás de ese «mientras» del que he sido desterrado para siempre. No hago más que repetirme con desolación lo que antes era mi lema vigorizante: «Sin ella, no». ¡Sin ella! No.
Desde que la conocí, en los días embrollados y excepcionalmente dichosos de Zorroaga, siempre le fui estrictamente leal, sin proponérmelo, sin esforzarme. No hablo de fidelidad, que es una virtud que cedo gustoso a Lassie y Rin Tin Tin (me divierte ahora pensar que bastantes lectores jóvenes —si los tengo— no sabrán siquiera a qué actores de Hollywood me refiero). No, nunca he sido fiel en el terreno erótico; es más, no considero la fidelidad una virtud sino una triste y fea superstición, como decía Spinoza a otros respectos. Un puro fastidio, vaya, aunque a veces hay que disimular para no herir esa susceptibilidad amorosa que, aunque nos resulte risible en los demás, cada cual guarda a flor de piel. No fui fiel a Pelo Cohete, en los primeros tiempos de nuestra relación a sabiendas de ella, luego de manera secreta, discreta. Y, por tanto, tampoco fui del todo sincero, eso es lo que más me repugna al recordarlo aunque fuese indispensable, aunque fuesen sólo mentiras limpias y delicadas, mentiras para todos los públicos. Ella jamás dudó de cuanto le dije, de mis explicaciones legendarias: como nunca me mentía, no me relacionaba con la necesidad de mentir. Esta disposición facilitaba mucho mis manejos clandestinos, pero empeoraba la polución de mi conciencia. Mi único alivio, maldito hipócrita sincero a ratos, es que en todo caso, en todo momento, en toda circunstancia, siempre le fui leal; es decir, siempre estuve plenamente de su lado. Nunca dejé de preferirla, ni siquiera llegué jamás a plantearme mi incuestionable preferencia por ella. Jamás he dicho a otra mujer «te quiero» ni en el más histriónico engatusamiento para llevármela a la cama; hubiera sido una blasfemia contra la única divinidad respetable, el amor verdadero. Precisamente por eso no llegaba a ver incompatibilidad entre el amor que nos teníamos (cuando quieran, más adelante quizá, hablaremos del amor) y mis caprichos cochinos, mis vacaciones sensuales, los deliciosos complementos que resaltaban aún más desde las sombras el deleite profundo, incomparable, desgarrador a veces, de nuestro entendimiento leal y definitivo. Era la fuerza exultante que ella me daba —repitamos el dictum de Goethe: «Da más fuerza saberse amado que saberse fuerte»— lo que me permitía desbordar eróticamente en otras direcciones. Al perderla a ella, he perdido también a todas las demás.
Uno de los supuestos «consuelos» que suelen endilgarme los que aún consideran (bendita sea su buena intención) mi tristeza es la hermandad en la cofradía de la viudez. Algunos me dicen, con el tono tétrico digno del caso: «No hace falta que me lo cuentes, yo también he pasado por eso», y a continuación me informan de los detalles que acompañaron a la pérdida de su mujer. Luego suspiran y me miran con ojos comprensivos, pero también con un punto de reconvención, como si yo protestara exageradamente por tener que pagar un impuesto que tantos no inferiores a mí hubieron de saldar cuando les tocó. Implícitamente, parecen decirme: «¿Por qué tanta queja? ¿Qué te crees, que eres el único? También nos ha pasado a nosotros y ya ves, no aburrimos a nadie llorándole nuestras cuitas». Los más imbéciles incluso van más allá y, poniéndonos la mano en el hombro con una sonrisa de complicidad, proclaman: «¡Yo he rehecho mi vida!». Disimulo mi mueca de asco al escuchar a estos reciclados, sobre todo cuando insinúan que ahora debo seguir el mismo camino, que debo buscarme «novia» (uno llegó a decirme: «Ahora vuelves a estar en el mercado del amor», y no le estrangulé en el acto, lo que prueba que puedo controlar mi carácter mejor de lo que algunos dicen). Y ante los demás pongo cara de circunstancias, mientras pienso: «Venga, no me extraña que soportes tu pérdida con tanto estoicismo. Si a mí se me hubiera muerto tu mujer, probablemente me habría ido esa misma noche a celebrarlo». De acuerdo, puede que a veces sea injusto, pero no soporto que traten de convencerme de que todo el mundo es reemplazable, sobre todo cuando ha pasado suficiente tiempo para que uno no disimule ya sus ganas de reemplazarle. «Nadie es insustituible», dicen en los partidos políticos, cuando la jauría ha decidido defenestrar al líder que ya no muerde en la yugular como solía (véase el caso de Akela, el líder de la manada de lobos, en El libro de las tierras vírgenes). Pues claro, el político en decadencia o la cocinera o la asistenta o la compañía en la cama para echar un polvo, todos pueden ser sustituidos sin especial merma, a veces con una cierta incomodidad durante el período de reacomodo. Incluso podemos salir ganando, porque cuando se viene de lo que a fin de cuentas era mediocre es fácil mejorar. Pero nadie individualizado por el amor, que es lo que nos hace ser de veras únicos para los otros como lo somos para nosotros mismos, puede ser sustituido ni reemplazado. ¿Qué otra cosa es el amor sino lo que nos hace irreemplazables? Y ¿qué mayor, que más insoportable desolación que la de saber que seguiremos amando por siempre a quien hemos perdido y nada sustituirá? Y lo más paradójico es que se trata de una desolación a la que el verdadero amante no quisiera renunciar por nada del mundo.
No hace falta insistir más —ya se ha insistido demasiado, en todos los tonos, desde hace siglos— en el carácter inexplicable de la «cristalización» amorosa, por utilizar la célebre expresión de Stendhal. Uno puede describir con cierta precisión el tipo de mujeres o de hombres que nos atraen sexualmente; podemos encargarle a un amigo avispado que nos presente a una persona así, con razonables expectativas de que quedaremos satisfechos. Pero no sabemos de quién nos vamos a enamorar de veras (perdón por el pleonasmo, el uso vulgar ha trivializado intolerablemente la palabra) ni por qué. Quizá la única respuesta posible, tautología que nada explica pero al menos establece que no hay nada explicable, es la que ofreció Montaigne respecto a su amistad con De la Boétie: «Porque él era él, porque yo era yo». Pocas veces alcanza tanta profundidad lo más sencillo. Pese a ello, puede intentarse hacer una loa de las cualidades que más creemos apreciar en la persona amada. No necesitan ser obviamente positivas. Lo mismo que deseamos ser amados no por nuestros dones y buenas cualidades (en donde siempre puede haber otro que destaque más y, por tanto, resulte cualitativamente más «amable» que uno), sino a pesar de nuestros defectos y flaquezas, incluso a causa de tales deficiencias (el amor invencible de las madres, cuyo hijo preferido suele ser el menos agraciado o aquel al que aqueja alguna minusvalía), cuando recuerdo deliberadamente a Pelo Cohete —de modo involuntario la recuerdo sin cesar; juro que desde que la perdí no he pasado ni una hora sin pensar en ella— lo primero que me viene a la memoria es alguno de sus tiernos y deliciosos defectos. Eran lo más propio de su personalidad. ¡Ay, cómo echo de menos sus benditas imperfecciones! Daría todo lo que tengo, que en conjunto es nada, por volver a padecer algo de aquello que entonces, en la era de la felicidad, creía irritante. Pero también estaban sus cualidades solares, claro, a las que debo dedicar una reverencia en esta larga y confusa carta de amor que le estoy escribiendo.
Para empezar, Pelo Cohete fue la persona más genuinamente inteligente que he conocido. No digo la «mujer», claro, sino la persona, el ser humano o el espíritu libre, como prefieran. Esta calificación no es un cumplido ni un piropo hacia la sombra amada. Intenta ser el comienzo de su descripción, empezando como se debe por arriba. Cuando digo «inteligencia», hagan el favor de concederme que sé lo que me estoy diciendo. Para ser franco («hablando a calzón quitado» es la picante expresión que emplean en el Cono Sur), no me tengo precisamente por tonto, sobre todo comparado con lo que corre por ahí y es admirado como una franquicia de los Siete Sabios de Grecia. Pero mi «sabiduría», perdonen que la llame así, se compone de cierta viveza natural y una gran parte de conservas tomadas de aquí y de allá, tras una vida de lecturas. Es de bote, vamos. La de Pelo Cohete no era así: aunque tenía una amplia cultura literaria, filosófica, artística y cinematográfica, su talento estaba formado espontáneamente de agilidad mental, integridad, imaginación y una buena dosis de realismo, que a mí siempre me ha faltado. Quiero insistir en la imaginación, porque es la cualidad que más falta a la mayoría de las mujeres, si mi experiencia no me engaña. Muy listas pero sin imaginación (sobre todo las soñadoras, las «poéticas»). Como yo soy sobre todo imaginativo, o por lo menos «fantaseador», encontrarme con Pelo Cohete fue como dar con la pila adecuada para poner mi reloj amoroso en marcha. Aunque no por eso estuve nunca a su altura. Cuando yo pienso sobre algo, suelo compararlo con situaciones intelectuales anteriores, tomadas de la literatura o la filosofía, sobre cuyo ilustre modelo intento tallar mi razonamiento; pero ella reflexionaba de manera abierta y decidida, sin dejarse condicionar por ningún precedente más o menos admirable o atinado. Me acostumbré a que fuese la primera lectora de mis escritos, sabiendo que nunca fingiría aprecio por lo que no le gustase y que me lo haría saber con pocos melindres. En ocasiones era ella la que me sugería el tema («Tienes que escribir sobre…», para luego rematar con el mejor argumento: «Si no lo dices tú, no lo va a decir nadie») y después me discutía el planteamiento, me refutaba, me confirmaba, hasta darme finalmente el visto bueno. El primer, principal y a veces único objetivo de cuanto he escrito en el último cuarto de siglo era ganarme su aprobación. Supongo que será difícil para quien no lleva a cabo una tarea intelectual o artística entender lo que supone contar con una vigilancia así, a la vez fiel y fiable, entusiasta pero sin embobamiento acrítico. Y lo que significa perder ese apoyo impagable. Desde que ella no me lee, cuanto hago me parece hueco, plano, sin fondo ni relieve; carente de finalidad. De eso adolecen principalmente estas mismas páginas, empeñadas con terquedad en el imposible de evocarla… para otros (para mí no hace falta, pues nunca está fuera de mi pensamiento ni de mi ánimo).
Su inteligencia no implicaba pedantería porque sus maneras eran cualquier cosa menos doctorales. Al contrario, se expresaba con toda llaneza, hasta desabrida, incluso abusando de palabrotas y giros populares. Siempre con la mayor claridad de argumentos, precisa y articulada aunque nunca redicha. A veces excesiva, se dejaba arrastrar por el vértigo placentero de las enormidades, pero sabiendo que se pasaba. Conmigo iba todo lo lejos que podía, resbalaba tan contenta por la pendiente de las exageraciones aunque nunca faltas de fundamento (le encantaba escandalizarme, lo que tampoco resulta fácil), pero con otros interlocutores sabía ser más comedida: le gustaba convencer y sabía cómo lograrlo. Por lo mismo era muy buena profesora: privarla de su plaza docente no sólo fue una injusta tropelía y una puñalada para ella, sino una real pérdida para la Universidad del País Vasco. Aunque, a estas alturas, que le den por culo a la UPV, claro.
La cifra de su encanto, tal como ahora se me ocurre (aunque el «encanto» en la personalidad, como en el estilo literario o en el toque artístico, pertenece a lo que nunca se puede exhaustivamente definir ni comprender… de oídas), fue conservar junto con su viveza mental una disposición espontánea hasta lo ingenuo. ¿Puede hablarse sin oxímoron de «sabia ingenuidad»? Es atributo de los niños que no son meramente bobitos, pánfilos, pero tampoco repipis. Pelo Cohete era así, sabiamente ingenua. Y, por tanto, graciosa sin proponérselo la mar de veces, ella que nunca contaba chistes ni se empeñaba en hacer reír. Era el contraste entre lo mucho que sabía y lo bien que razonaba con una candidez pueril en la que caía a veces. Más que humor, ponía un inconfundible sabor en cuanto hacía y decía, en gestos o palabras. Usaba una serie de términos que yo no oía a nadie más que a ella y que entonaba de un modo peculiar: el mal olor era «un pestorro», las cañerías atascadas estaban «tupidas», cuando algo parecía a punto de romperse o de acabarse «estaba pidiendo misericordia», cualquier recipiente para beber que le pareciera demasiado grande era un «cancarro»… Lo decía muy seria, no pretendía efectos jocosos, pero a mí —parte interesada, desde luego, en mi niebla de adoración por ella— me resultaba tiernamente divertida. Yo con nadie me he reído tanto, hasta las lágrimas, hasta las lágrimas. Sí, como ahora mismo. Una de sus muchas paradojas, como ser la más coqueta del mundo y comportarse a la vez como un chicazo (cuando la conocí jugaba a pala en el frontón y era capaz de vencer a cualquier varón que cometiese el error de enfrentarse a ella), tener la mayor libertad de pensamiento y ausencia de prejuicios, pero a la vez mostrar en ocasiones exquisitas y hasta melindrosas formas de pudor, apreciar la sofisticación femenina en indumentaria y cosmética (salvo los tacones: ni altos ni bajos; nunca la vi con zapatos de tacón), pero a la vez detestar parecer una señora, ni siquiera una señorita. No he conocido mujer más femenina y menos afeminada. Por eso tenía tanto coraje. Siempre me ha sorprendido el absurdo empeño de hablar de mí como alguien valeroso (por nuestro comportamiento frente al terrorismo etarra) cuando en verdad la valiente siempre fue ella y yo sólo un poco a su lado, de prestado. Fui héroe consorte. Después, durante su enfermedad, demostré cuán poco heroico o estoico soy. A veces, estrangulado por la angustia, me revolvía en la cama por la noche y pensaba que debía contarle lo que sufría para que me consolase como sólo ella sabía hacerlo: tenía la tentación miserable de refugiarme en ella para poder soportar su propia enfermedad.
Cuando la perdí, creí tener la certeza, entre desolada y consoladora, si semejante absurdo es posible, de que no la sobreviviría mucho tiempo. Esta paradoja se me presentaba algo así como esos chistes que comienzan: «Tengo una buena y una mala noticia…». Como había perdido la razón de mi vida (malísima noticia), no podría durar mucho (buena noticia comparada con la anterior), de modo que el agudo sufrimiento que padecía sería al menos breve. O eso quería yo creer. Pero las cosas no eran tan simples, como descubrí pronto. Lo primero que aprendí, como ya he dicho, es que uno puede perder las ganas de vivir sin por ello adquirir ni mucho menos el apetito de morir. Para vivir no hacen falta propiamente ganas, basta la inercia: el alma (o sea, lo que supuestamente no puede morir) decide que ya no quiere continuar sufriendo, pero el cuerpo (que es lo que aparentemente muere y maldita la gracia que le hace) gruñe entre dientes: «Bueno, tú haz lo que quieras, pero yo seguiré mientras pueda». Elias Canetti, que tanto y con frecuencia tan perspicazmente ha escrito sobre los efectos espirituales de la muerte, anota que nadie muere de tristeza; al contrario, de tristeza se vive. En vista de que el supuestamente cercano final se hace esperar, el alma inventa una excusa para no sentirse tan culpable por su indecente supervivencia más allá de lo amado: «Si yo muero, ¿quién la recordará? ¿Quién celebrará sus gestos perdidos, su voz ya inaudible, su temple de fuego y miel, sus defectos que tanto echo de menos, sus virtudes que salvaron y alumbraron mi vida?». Aparece otra razón para vivir: amarla con toda la fuerza y todo el dolor del recuerdo que desafía su pérdida. En ello estoy, y ya han pasado más de cuatro años.
Más de cuatro años de sufrimiento, queda dicho, pero también de constante miedo, porque ahora su amor es ausencia y ya no me protege como cuando estaba presente. Durante mucho tiempo mi tarea principal fue tratar de protegerla de todo (también de mí, claro) y la desempeñé con celo —puedo jurarlo—, pero también con inmensa torpeza. No la salvé cuando llegó la amenaza definitiva, ni siquiera estoy seguro de no haber aumentado sus pesares y dolores con mis inútiles aspavientos. Al final estaba ya harta de mí, harta de que buscase su consuelo más que darle efectivamente el mío. En cambio, ella me protegió siempre durante toda nuestra vida juntos (mi verdadera vida, treinta y cinco años), me insufló ánimo, vitalidad y alegría con perfecta destreza, probablemente sin intentarlo siquiera. Quien no ha amado y ha sido amado no puede saber el brío y la coraza que brinda el amor. «Da más fuerza saberse amado que saberse fuerte», recordemos de nuevo a Goethe. Gran verdad, terrible verdad. Haber tenido esa fuerza, haberla perdido… John Stuart Mill, autor de Sobre la libertad (el libro que siempre recomiendo a quienes se me acercan con la acostumbrada cantinela: «No he leído nada de filosofía. ¿Por dónde empiezo?»), conoció también el amor fortificante de una mujer extraordinaria y después la sensación de desvalimiento cuando le faltó: la pérdida como perdición. El 9 de enero de 1854, cuando aún contaba con su Harriet, anota en su diario: «¡Qué sentido de protección nos es dado cuando se tiene conciencia de que se nos ama, y qué sentido adicional, además y por encima de éste, cuando estamos cerca del ser por el que más desearíamos ser amados! En el presente tengo experiencia de ambas cosas. Pues siento como si ninguna enfermedad peligrosa pudiera afectarme mientras la tenga a ella para que me cuide; y al apartarme de su lado siento como si hubiera abandonado una especie de talismán y estuviera más expuesto a los ataques del enemigo que cuando estaba con ella». Ahora yo soy la ciudad asediada que ha perdido sus murallas y ha sido abandonada por su guarnición. Nunca fui hipocondríaco, pero ahora todo me asusta, en cualquier síntoma trivial veo asomar la bestia aciaga que va a devorarme. Se diría que no creí de veras en la perenne proximidad atroz de la muerte hasta que la vi morir a ella, la indestructible, la necesaria… ¡Y cómo la vi morir! Ahora me sé más mortal que nunca, tengo a la muerte pegada a mi carne como una camiseta mojada… La túnica de Neso. Precisamente cuando menos amo la vida es cuando más temo morir.
Los amigos, los simples conocidos también, suelen comenzar cualquier conversación conmigo con un «¿cómo estás?». Sé a qué se refieren, no es la simple fórmula rutinaria de cortesía. También sé que incluye cierta dosis de impaciencia, algo así como «venga, ¿has dejado de quejarte ya?». He probado muchas respuestas, a veces una simple mueca de sonrisa dolorida (¡pche!), otras un resignado y falsamente heroico «voy tirando». Si tengo el día sádico, gruño «muy mal» y pongo cara de ir a hacer una crónica detallada de mis sufrimientos; el sobresalto incómodo de mi interlocutor vuelve a ponerme de buen humor. Para explicar mínimamente lo que siento tendría que intrincarme en un buceo psicológico del que ni yo mismo estoy seguro de salir con bien y que sin duda desconcertaría y aburriría a partes iguales a mi interlocutor. Debería decirle: «Mira, para empezar, ya no soy aquel que conociste. Me he convertido en otra persona, como ocurre en esas novelas o películas de ciencia ficción en las que un personaje es invadido por un alienígena que se apodera de su interior sin cambiar su aspecto externo. En esas narraciones el cambio de carácter del poseído estriba en que pierde sus sentimientos y se reviste de una impasibilidad antihumana; en mi caso, menos espectacular pero no menos decisivo, consiste en que la música de fondo de mi alma ha dejado de ser una sorda alegría y se ha convertido en una opaca tristeza. El tam-tam ha cambiado de mensaje, ya no hace sonar el redoble del triunfo sino el de la derrota. Ahora veo las cosas desde otra perspectiva: es cierto que no he vuelto a estar alegre, pero ahora la tristeza no me resulta algo tan ajeno y ofensivo como antaño. Me duele, claro, pero por nada del mundo renunciaría a ella. Nada sería para mí más triste que dejar de estar triste». Evidentemente, no es cosa de asestar este intrincado sermón al bienintencionado que se interesa por cómo estoy, de modo que me limito a contestar: «Parece que voy mejor, gracias», y pasamos a otros asuntos que se prestan con más facilidad a ser tratados con palabras. Los demás siguen esperando verme «mejorar», pero yo sé que mi situación anímica actual es definitiva, que sólo podría agravarse, con la desesperación de los años que se acumulan y degradan los aspectos mecánicos de la vida, los únicos que me quedan. Puestas así las cosas, ya que su acerbo recuerdo nunca va a dejarme, gracias a Dios, ¿por qué no intentar darle forma por escrito, que después de todo se supone que es mi campo? Lo que nadie recuerda es como si nunca hubiera existido, de acuerdo. ¿Por qué no intentar ampliar esa limitada supervivencia dejando testimonio literario de ella? En uno de los capítulos iniciales de sus Memorias de ultratumba, Chateaubriand menciona a dos ancianas parientes o vecinas suyas que vivían modestas y retiradas en una residencia campestre; en una página conmovedora, como tantas de ese libro magistral, describe esa existencia de insignificante placidez y melancolía, para concluir: «Cuando yo desaparezca, nadie recordará a estas mujeres y se borrarán para siempre». Pero precisamente esta mención inolvidable en su libro les asegura una sostenida memoria en todos los lectores: esas damas poco notables compartirán la inmortalidad parcial aunque no desdeñable (tan larga al menos como la perduración de la lengua francesa) del propio vizconde.
Pero Chateaubriand es Chateaubriand. «¡Ser Chateaubriand o nada!», exclamaba el joven Victor Hugo, que podía permitírselo. Yo desde luego no me atrevo a imitarle. Puedo asegurar sinceramente que nunca me ha inquietado ser un escritor menor, incluso un escritor menor… de segunda fila. Como me gusta mucho más leer que escribir, celebro que los demás lo hagan mejor que yo. Así tengo asegurado mi goce. Soy de los que suponen que el espectador que disfruta con Shakespeare es más afortunado que el propio Shakespeare. Me contento con haber tenido suficiente destreza en el manejo de las letras para haber podido ganarme decentemente la vida haciendo algo que rentabiliza laboralmente mis lecturas, pero que no se puede en verdad considerar un trabajo, en el sentido forzado y sudoroso de la palabra. Como ya he dicho, la más alta recompensa narcisista a la que he aspirado fue el reconocimiento de Pelo Cohete: «Qué bueno, ¿no?». Sin embargo ahora, por primera y última vez, quisiera ser un escritor realmente bueno para hablar de ella. Sólo un gran autor encuentra el acento debido, el tono exacto para contar esos sentimientos de júbilo amoroso o desesperación por la pérdida de tal modo que dejen de sonar a cosa ya sabida, sobada y resobada, para recuperar la magia de la revelación inédita que marca al lector. Ella se merece un talento mucho mayor que el mío para ser contada y cantada. Pero, por otra parte, si yo no lo intento con todas mis limitaciones, nadie lo hará. Ésa es la consideración que me excusa y me obliga a esta tarea.
Lo que yo quisiera contar no es el dolor de su ausencia como he hecho hasta aquí, la crónica de mi caída en desgracia. Necesito hablar de ella, no de mí, aunque después de tantos años juntos tendré forzosamente que aparecer junto a ella en la narración. De su vida antes de conocernos sólo puedo referir lo que ella me reveló, junto a leves conjeturas que he hecho por mi cuenta, no siempre fiables. Pero lo demás ya no puede ser su vida ni la mía, sino nuestra vida, la vida verdadera; es decir, juntos. Nuestras batallas, el coraje que ella me insuflaba, el calibre de nuestro increíble amor. Y trataré de describir su vitalidad y su fuerza, para aliviarme un poco del lacerante recuerdo de sus últimos meses. De los momentos atroces de su tortura clínica, cuya memoria —aún más que su ausencia— es lo que me ha destrozado por dentro. Porque la verdad es que luché por salvarla, pero hubo un momento en que me convencí de que era imposible y entonces, maldito sea por ello para siempre, lo que pretendí fue salvarme de ella. No hay nada más atroz que el abrazo del agonizante que quiere arrastrarnos consigo a las últimas profundidades porque eso es lo que prometió el amor en sus momentos verdaderamente serios: no abandonarte jamás. Llega un momento en que debemos elegir entre acompañar hasta el fondo a la persona amada que ya gira en el maelström vertiginoso de lo irremediable o sobrevivir. Y yo he sobrevivido. Es lo que Imre Kertész, que pasó por un trance semejante al mío, llama con exactitud «la infamia conocida e insuperable de la autoconservación». Y lo explica con ese talento que ahora tanto quisiera para mí: «Tarde o temprano, el ser humano se encuentra en la situación de librar una lucha a muerte por su conservación, sobre la que se cierne la amenaza de ser devorada por un moribundo» (Yo, otro). Mi castigo ha sido y es recordarla siempre en sus momentos de implacable e indómita agonía, que me asfixiaba de espanto y compasión impotente. Pero ahora necesito tratar de contar lo que fue, lo que fuimos cuando aún triunfaba contra todo y contra todos la realeza de nuestro amor. Me parece tan difícil, tan difícil, y a la vez tan necesario…
Seguramente me llevará demasiadas palabras: aunque objetivamente no sean muchas (suelo ser más bien minimalista en cuanto escribo, no por afán de perfección sino por simple pereza), sé que serán demasiadas por el sufrimiento que van a costarme. Y sin embargo, si me conformara con las de otro de mayor talento, podrían bastar pocas líneas. Por ejemplo, éstas, escritas por W. H. Auden en abril de 1936:
Que los aviones den vueltas allá arriba
garabateando en el cielo el mensaje: «Ha muerto».
Pon crespones en los blancos cuellos de las palomas públicas,
que los guardias de tráfico lleven guantes negros de algodón.
Era mi norte, mi sur, mi este y oeste,
mi semana de trabajo y mi descanso dominical,
mi mediodía, mi medianoche, mi canción, mi charla;
creía que el amor duraría por siempre: era una equivocación.
Ahora las estrellas no son bienvenidas: apágalas todas;
recoge la luna y desmantela el sol;
desagua el océano y barre el bosque;
pues ahora ya nada tiene solución.