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Inicios

Cuenta la tradición marinera de los siglos XVIII y XIX que, entre los oficiales a bordo de aquellos navíos, existía un pequeño privilegio después de las comidas. Todavía en nuestros días, en algunos barcos, se mantiene esta vieja costumbre que decía que si un marinero había cruzado el cabo de Hornos obtenía el derecho de poner una pierna encima de la mesa después de la cena. Era un gesto de respeto teniendo en cuenta la dureza de esos mares. La tradición no termina ahí, si el marinero había navegado además por las peligrosas aguas del océano Ártico, entonces podía colocar las dos piernas encima de la mesa después de cenar. 500 años de frío, la gran aventura del Ártico es una obra sobre la conquista polar que tiene como protagonistas a aquellos hombres que se ganaron el derecho a poner las dos piernas encima de la mesa.

El título hace referencia a la carrera, lenta y en ocasiones agónica, del ser humano en su conquista del lugar más inhóspito del planeta. En 1497, apenas cinco años después de que Cristóbal Colón arribase a las costas del Nuevo Mundo, ya podemos contar las aventuras de un pionero polar en las gélidas regiones árticas de Terranova. Aún necesitaríamos quinientos años más para poder dominar los inaccesibles 90° N.

Este es propiamente un libro de aventuras, una palabra tan frecuente en la actualidad que ha perdido gran parte de su verdadero significado. En 2014, durante la celebración de unas jornadas científicas en Tenerife, tuve la ocasión de conversar con Walter Cunningham, piloto del Apolo 7, la primera misión tripulada del programa lunar estadounidense. El astronauta enumeró los tres elementos que son necesarios para considerar cualquier empresa como una aventura:

  1. Debe suponer un avance en el conocimiento humano.
  2. Debe implicar un serio riesgo para la vida.
  3. Debe tener un final incierto.

En ese sentido, las historias relatadas en estas páginas son, por tanto, aventuras. En todas ellas se buscó adquirir conocimientos útiles para la época, los exploradores que partieron hacia el Ártico se jugaban verdaderamente el pellejo y en ningún caso sabían cuál sería el final de su odisea. Un ejemplo que ilustra a la perfección este concepto de aventura se encuentra en el título completo del relato que escribió uno de los primeros conquistadores polares, el holandés Gerrit de Veer, durante el invierno de 1596 y 1597. De Veer era un marinero, y carpintero, en la última expedición comandada por el gran explorador neerlandés Willem Barents, cuyos hallazgos le valieron el honor de bautizar todo un mar. Barents realizó tres viajes, y afortunadamente se ha conservado el relato que su carpintero y oficial Gerrit de Veer escribió durante el último de ellos. El título de aquel libro era el siguiente:

Descripción verídica y perfecta de los viajes, tan extraños y maravillosos como jamás se oyeran otros igual antes o después, realizados en cientos de años sucesivos por barcos de Holanda y Zelanda a las costas norte de Noruega, Moscovia y Tartaria hacia los reinos de India y China, dando cuenta de los descubrimientos de los estrechos de Wiegates, Nueva Zembla y del territorio situado bajo los 80° Norte, el cual se cree es Groenlandia, donde jamás estuvo hombre alguno. Con los hambrientos osos y otros monstruos del mar, y el frío insoportable y extremo que se encuentra en aquellos lugares. Y como en aquellos viajes los barcos quedaron aprisionados por los hielos, los hombres se vieron obligados a construir casas en el frío y desierto país de Nueva Zembla donde pasaron juntos extrema miseria, y como después de esto, para salvar sus vidas, hubieron de navegar por más de 350 millas holandesas, que son más de mil millas inglesas, en pequeños botes abiertos por los grandes mares con grandísimo peligro, extremo esfuerzo, indecibles dificultades y mucha hambre.

Este extenso título del siglo XVI ofrece una visión certera y precisa de lo que ha significado toda la exploración polar hasta bien entrados nuestros días. Expediciones que quedaban atrapadas por el hielo durante años, que encaraban las condiciones climáticas más extremas del planeta con un material casi neolítico, sin apenas comida y con una ropa de abrigo ridícula. En la mayoría de las ocasiones se hundía el barco, y los marineros quedaban aislados, perdidos en la inmensidad blanca, flotando sobre una fina costra de hielo de apenas unos metros de grosor que sostenía, frágilmente bajo sus pies, un profundo océano gélido y aguas que matan a un hombre en minutos. El Ártico se ha tragado cientos de barcos, dejando a sus tripulantes en total oscuridad: el invierno en esas latitudes cubre de negro el mundo, durante seis meses, con temperaturas que a menudo superan los 60 °C bajo cero. En ocasiones conseguían levantar, a duras penas, un endeble refugio con lo que tenían a mano, recogiendo los escasos víveres, cuerdas y útiles del barco antes de que la imparable banquisa aplastara el endeble casco y se perdiera todo en el océano. Docenas de hombres, apelotonados y hacinados durante años, refugiados bajo las maderas y los botes salvavidas que habían sacado de cubierta antes de irse a pique. Por supuesto, tarde o temprano, se acababa la comida y se enfrentaban al desesperado recurso de utilizar botes o trineos, cargar dentro todo lo que podían salvar e iniciar una caminata interminable, tirando y empujando por un terreno infernal, con la esperanza de alcanzar algún punto que no estuviera congelado y donde acceder a mar abierto.

En otras ocasiones, sus desdichas empeoraban de tal modo que el propio suelo se derretía bajo sus pies y no quedaba otra opción que aferrarse a los botes y comenzar a remar, esperando la suerte de ser rescatados por algún barco ballenero o quizá, tras muchos esfuerzos, alcanzar la primera tierra firme en miles de kilómetros de océano helado. En el camino iban cayendo compañeros, por hambre, enfermos de escorbuto, congelados por el frío, exhaustos por el cansancio. Esos mares han devorado tripulaciones enteras sin dejar ni rastro de ellas durante siglos. Y todo ello en la más absoluta soledad. Los exploradores y marinos que se adentraron en aquellas latitudes se encontraban aislados del mundo y sin posibilidad de establecer contacto con la civilización. La radio no llegaría hasta bien entrado el siglo XX, por lo que, una vez que el Ártico los atrapaba en su inmenso desierto blanco, no había forma de pedir ayuda. Ni siquiera Cunningham, cuando tripulaba su nave espacial sobre la órbita terrestre, estuvo tan aislado. Al menos los astronautas podían llamar a Houston para pedir ayuda y explicar sus problemas a los ingenieros en Tierra.

La conquista polar ha sido así durante cinco siglos. Frío, oscuridad, peligros, monstruos, hambre y el aislamiento más desolador. El paso del tiempo apenas ha cambiado estas duras condiciones y, al igual que en el siglo XVI, exploradores modernos como Amundsen o Fiennes acabaron sufriendo las mismas penalidades que ya relataba De Veer en el extenso título de su libro de 1596. La conquista polar es la aventura colectiva más arriesgada y extraordinaria que ha vivido el ser humano en toda su historia.

PITEAS EL GRIEGO

¿Por dónde empezar esta gran aventura? ¿Dónde iniciar un camino de exploración que ha durado quinientos años y que en muchos casos aún continúa? Comenzar las historias por el principio tiene indudables ventajas. En cronologías que se extienden durante siglos, una línea temporal ordenada ayuda a entender mejor todo el proceso, pero en nuestro caso además cuenta con el aliciente de encontrarnos en sus orígenes con un personaje tan completo y adelantado a su tiempo que bien podría calificarse como «renacentista», un hombre que tiene el honor de ser el primer explorador polar del que se conservan registros. Su rastro nos traslada a la antigua Grecia, a los tiempos de Aristóteles y de Alejandro Magno. En el año 350 a. C., en la colonia griega de Masalia, lo que hoy se conoce como Marsella, nació una de las mentes más observadoras y curiosas de su época. Se llamó Piteas y fue geógrafo, pensador, escritor, matemático, astrónomo, comerciante y uno de los más intrépidos marinos que han existido.

Desafortunadamente se han perdido sus escritos, pero con lo que ha llegado hasta nuestros días, y con las referencias de historiadores posteriores, se pueden esbozar con bastante exactitud algunas de las hazañas de este griego. Piteas fue capaz de desarrollar un método para determinar la posición geográfica de manera muy precisa por medio del cálculo astronómico. De hecho, consiguió establecer la latitud de su propia ciudad, Marsella, con un error insignificante de apenas unos minutos respecto a las modernas tecnologías de GPS. Además, fue el primero en observar la relación entre la Luna y las mareas, un conocimiento que se perdió durante más de mil años, antes de conseguir recuperarlo nuevamente. Pero sobre todo fue un marinero asombroso para su época, el primer navegante griego del que tenemos noticia que logró atravesar el estrecho de Gibraltar, sobrepasar Finisterre y encaminarse hacia las frías aguas árticas.

La idea romántica de alcanzar el Polo Norte por el simple objetivo de llegar donde nadie ha llegado no aparecería hasta finales del siglo XIX. Durante todos los siglos anteriores nadie se planteaba ir al Polo Norte, las metas buscadas eran mucho más prácticas y rentables. Algunos comerciantes querían encontrar nuevas mercancías, otros zarpaban indagando rutas de navegación más cortas y pasos marítimos directos. Otros, como los vikingos, buscaban nuevas tierras donde asentarse. Pero la mayoría del tiempo la conquista polar se centró en encontrar una nueva ruta hacia lo que se conocía como las Indias. Se buscaba llegar lo antes posible a China, a Japón, a la India, un camino rápido para comerciar. El tratado de Tordesillas trazó una línea que dividió el mundo entre España y Portugal pero, y se olvida a menudo, también repartió las rutas marítimas, los pasos por los que alcanzar el comercio, de ahí que otros países intentaran buscar rutas alternativas. Los pasos del Noroeste y del Nordeste no fueron sino intentos por encontrar nuevos accesos al comercio y las exóticas materias primas de Oriente.

La motivación de Piteas, al igual que la de todos los primeros exploradores, no era otra que la de encontrar nuevas mercancías y comerciar. Se hizo a la mar con un puñado de marineros a bordo de un pequeño birreme, y en un principio quería llegar a la Galia, a Francia, porque en la actual región de Normandía existía un lugar, conocido hoy como Monte Saint-Michel, donde se podían adquirir estaño y otros metales. Se embarcó hacia el norte, atravesó Gibraltar, ascendió por la península ibérica hasta el cabo Finisterre, llegó a Francia y después cruzó el canal de la Mancha encontrando nuevas tierras, a las que bautizó como Pretanniká Nesiá, una denominación de la que posteriormente derivaría Britania y, finalmente, Gran Bretaña. Siglos antes de que la poderosa Roma alcanzara aquellas costas, un griego explorador las visitó, recorriendo sus verdes tierras y conociendo las costumbres de sus gentes. En sus diversos viajes por el interior descubrió que los habitantes de aquellos parajes sabían cultivar cebada y trigo, que elaboraban un vino con grano fermentado, que criaban animales domésticos y que incluso tenían utensilios y armas de hierro o que adornaban sus carros de madera con oro y bronce.

Piteas podría haber parado ahí, había encontrado el comercio de metales que iba buscando y bien podría haber regresado a Grecia con un buen cargamento. Pero entonces ocurrió algo inesperado, escuchó historias de tierras más al norte, unas islas desconocidas y exóticas, que se conocían como Thule, en las que la noche no existía durante el verano y donde el invierno no veía la luz del día. Piteas no pudo resistir la curiosidad, se volvió a embarcar y, después de seis días de navegación, llegó a un lugar cuyos habitantes le explicaron que, en ocasiones, se encontraban en el borde de un mar «helado» o «cuajado». Los documentos que han llegado hasta nosotros no permiten afirmar si esas tierras a las que se referían podrían ser las islas Feroe o, más posiblemente, la actual Islandia, pero lo que sí conocemos con certeza es que Piteas fue el primer navegante documentado en adentrarse en el círculo polar.

A su vuelta, convertido en un hombre rico gracias a los beneficios del comercio con estaño durante su viaje, el griego escribió El mar, una obra con las aventuras y descubrimientos de su travesía que no ha llegado hasta nuestros días, puesto que la última copia conocida desapareció en el trágico incendio de la Biblioteca de Alejandría. Lo que conservamos de sus aventuras se ha reconstruido mediante las referencias de otros autores posteriores, pero nos permiten afirmar que Piteas describió perfectamente lo que hoy conocemos como «sol de medianoche». Habló de las luces en el cielo de las auroras boreales y llegó lo más lejos que pudo, hasta un punto donde el mar se convertía en una gran barrera de hielo que rodeaba su barco y no le dejaba avanzar más. Se calcula que Piteas, con apenas un puñado de marinos y un solo navío, recorrió más de doce mil kilómetros en aquel viaje. De regreso llegó a las costas de Dinamarca, Inglaterra, Francia, volvió a cruzar las legendarias columnas de Hércules con las que conocemos a Gibraltar y finalmente arribó sano y salvo al puerto de Marsella, el lugar de donde partió.

Una de las peores desdichas que le pueden suceder a un explorador que lo arriesga todo para descubrir algo nuevo no es morir en el intento, sino caer en el olvido o incluso ser acusado de mentiroso al conseguirlo. La historia de la conquista polar está plagada de nombres olvidados. Exploradores como Ross, Nordenskjöld, Larsen, Greely, Hall o Kane son mayoritariamente desconocidos para el público general. Otros, como Piteas, sufrieron ambos agravios: olvido y calumnias. Al morir el navegante griego, casi todos sus logros se marcharon con él. Su odisea ártica se desvaneció y cuando fortuitamente sus descripciones y vivencias fueron rescatadas del ostracismo por los romanos, fue acusado de mentir y de inventarse el viaje. Los historiadores y geógrafos posteriores, como Estrabón, aquel que fue también un gran viajero e historiador de su época, afirmaban que la excursión de Piteas al norte no era más que un revoltijo de invenciones y patrañas, y que las tierras y fenómenos que describía el griego no existían. El tiempo pasó, y al igual que se fue Grecia, también se fue Roma. Con la caída del imperio desaparecieron durante mucho tiempo la mayoría de los grandes logros de estos primeros exploradores. La idea griega de que la Tierra era redonda se terminó olvidando y muchos de los lugares descubiertos y explorados volvieron a ser terra incognita, tierra desconocida. Llegó la Edad Media y el mundo hizo borrón y cuenta nueva en sus conocimientos. Europa volvía a representarse en los mapas como una pequeña isla de espacio conocido rodeada de un vasto mar peligroso, lleno de monstruos, misterios y demonios. Volvíamos a estar rodeados por el vacío, por la ignorancia, por el miedo a lo desconocido.

Actualmente sabemos que lo que contó Piteas era cierto. Sus descripciones coinciden a la perfección con fenómenos que hoy conocemos bien, como el sol de medianoche, las auroras o las grandes barreras de hielo. Sin embargo, durante siglos y siglos, todo lo descubierto se olvidó y volvimos a estar en blanco. Regresamos a la casilla de salida y para coincidir de nuevo con otros exploradores polares, a los que valga la pena mencionar después de Piteas, tendría que pasar más de un milenio, hasta la llegada de los legendarios hombres del norte.

EL PRIMER SALTO

Los vikingos son un pueblo que despierta gran interés y fascinación, a la vez que ofrece numerosos tópicos y creencias erróneas. La imagen más extendida de ellos nos dibuja mentalmente un puñado de tipos fornidos, barbudos, con un casco adornado por dos cuernos, navegando con sus embarcaciones, llamadas drakkar, hasta las costas de algún desprevenido país para arrasar todo a su paso. Sin embargo, solo en esta imagen tan popular subyacen ya demasiados mitos. Los vikingos jamás llevaron cuernos en sus cascos y la palabra drakkar la inventó en el año 1843, en pleno Romanticismo, un autor francés llamado Auguste Jal. Existen tantos malentendidos y errores entorno a los vikingos que incluso su propio nombre lleva a confusión. Pensamos en el término «vikingo» como denominación para todos los pueblos nórdicos que tuvieron su esplendor del siglo VIII al siglo XII. Sin embargo, siendo realmente literales, esta palabra tan solo representa a aquellos que se hacían a la mar en expediciones de conquista o de comercio. El término fara í víking, de donde proviene esta voz, significa específicamente «irse de expedición», por lo que los vikingos eran solo aquellos escogidos que se iban de expedición. Con este concepto más ajustado, ahora sí podemos decir que los vikingos son los siguientes exploradores polares, aquellos que se marchaban de expedición a ver lo que encontraban para saquear, conquistar y rapiñar, pero también para descubrir y poblar nuevas tierras.

Los humanos nos adaptamos al terreno como ninguna otra especie del planeta. Los pueblos del norte tuvieron que aprender a vivir en un mar helado, atestado de pequeñas islas y fiordos, donde se vieron obligados a desarrollar tácticas novedosas de navegación. Desde tiempos inmemoriales los escandinavos han construido barcos, que fueron mejorando siglo tras siglo hasta que se sintieron capaces de navegar por aquellas peligrosas aguas. Se convirtieron en grandes navegantes, pero también en magníficos ingenieros. El sistema de aparejos y velas que desarrollaron era tan perfecto que, aún hoy, once siglos después, se sigue utilizando en muchas embarcaciones.

Pero hay algo intrigante en la súbita expansión de estas expediciones vikingas a partir del siglo VIII. Sabemos que existían incontables pueblos asentados en todos estos territorios del norte desde el siglo II, pero a partir del siglo VIII se lanzan masivamente a explorar nuevas tierras. ¿Cuál fue el hecho que empujó a estos pueblos a convertirse de repente en navegantes y conquistadores? Los expertos no han llegado a un acuerdo total. La teoría más aceptada, la que posee más rigor histórico, es que lo hicieron obligados por su propio éxito demográfico. Las pruebas invitan a muchos autores a hablar incluso de una etapa de superpoblación que empujó a estos pueblos a buscarse la vida para encontrar más recursos y más tierras donde asentarse.

Los vikingos no disponían de brújulas ni de instrumentos con los que calcular su posición. Se adentraban en aquel océano inmenso, desconocido, y lo hacían en embarcaciones de unos veinte metros de largo, unos cinco metros de ancho y poco más de un metro de fondo. Embarcaciones con poco calado que eran un juguete en manos de aquellas aguas bravas y plagadas de bloques de hielo tan grandes como catedrales. Por aquellos tiempos lo más seguro y eficaz, sobre todo para navegar por mares desconocidos, era hacer lo que se denomina «cabotaje». Este tipo de navegación consistía en desplazarse siguiendo la línea de costa y sin alejarse mucho de la vista de la tierra. Algunos la llaman así porque seguía los cabos o salientes de la costa, otros le otorgan cierto mérito a John Cabot, un pionero de la exploración ártica y buen conocedor de las artes del cabotaje. Pero lo más apasionante de los vikingos es que no navegaban, como era costumbre, siguiendo las costas. Se lanzaban al océano a cuerpo descubierto. Se adentraban en el mar y dejaban atrás la tierra firme hasta llegar a zonas donde solo se veía agua helada en todas direcciones. Su sistema para lograrlo era una mezcla de valentía, riesgo al límite (muchas de aquellas embarcaciones no lo conseguían y quedaban sepultadas para siempre en el fondo del océano) y, por supuesto, una gran dosis de ingenio con el que consiguieron desarrollar algunos trucos curiosos.

El uso de la brújula china no llegaría a Europa hasta bien entrado el siglo XII, por lo que los vikingos no conocían aún el magnetismo para poder guiar sus naves. Por otro lado, los nórdicos sí eran hábiles usando el Sol como referencia, a pesar de que en esas frías latitudes no podían contar con su ayuda durante demasiados días. Para contrarrestar el mal tiempo y las nubes tapando la estrella, los navegantes nórdicos utilizaban las sólarsteinn, piedras solares «mágicas», que eran capaces de indicarles la dirección de una fuente de luz incluso en las jornadas más nubladas. En realidad, las sólarsteinn eran cristales compuestos de espato de Islandia, un carbonato cálcico transparente dotado de una cualidad conocida hoy como «birrefringencia». Esto significa que puede desdoblar un haz de luz incidente y polarizarlo, facilitando así la localización de los rayos del Sol que los navegantes necesitaban, a pesar de los cielos cubiertos y nublados del Atlántico Norte.

De entre aquellos primeros vikingos destaca Hrafna-Flóki Vilgerðarson, también conocido como Flóki de los Cuervos, un astuto navegante del que se tiene constancia escrita como el primero que buscó asentamiento en las costas de Islandia. Sus hazañas se conservan documentadas en el Landnámabók, es decir, el Libro de los asentamientos, donde se relatan las sucesivas odiseas de los pueblos nórdicos para alcanzar y poblar Islandia. Hrafna-Flóki era el cabeza de un clan descendiente de una dinastía poderosa en Escandinavia. Su objetivo era la búsqueda de nuevas tierras para su pueblo, por lo que, a mediados del siglo IX, cargó a su familia, otros parientes y hasta ganado en su embarcación y se lanzó a la aventura mar adentro. Cuenta el pergamino Landnámabók, entre la leyenda y la realidad, que Flóki llevó consigo varios cuervos para que lo ayudaran a encontrar nuevas tierras.

Después de varios días navegando, Flóki soltó a uno de los cuervos y observó cuidadosamente hacia dónde se dirigía el pájaro. El ave, sin pensárselo demasiado, emprendió el vuelo en dirección a Rogaland, la costa desde donde zarparon. De esta manera Flóki entendió que aún no habían avanzado lo suficiente, puesto que la tierra que habían dejado atrás todavía estaba demasiado cerca. Continuó, pues, su ruta utilizando el Sol y la sólersteinn como referencia, y al cabo de un tiempo soltó el segundo cuervo. Cuentan que en esta ocasión el pájaro se puso a volar en círculos sobre el barco, indeciso entre regresar a su país o seguir hasta la tierra más cercana, pero al final se volvió hacia casa. Flóki calculó entonces que se encontraban aproximadamente en la mitad del camino hacia las nuevas tierras y continuó navegando. Volvieron a pasar varios días y Flóki puso en libertad al tercer cuervo. En esta ocasión y sin titubear ni un momento, el pájaro se lanzó hacia adelante. El vikingo se fijó bien en el vuelo que había tomado el cuervo y navegó en esa dirección, consiguiendo por fin llegar a las costas de lo que hoy conocemos como Islandia.

Algunos autores señalan que la isla había recibido visitas esporádicas de monjes ermitaños, procedentes de Irlanda, sin embargo las pruebas no permiten ser concluyentes. Lo que sí sabemos con seguridad es que en el año 870, la primera hornada de vikingos alcanzó Islandia, aunque los verdaderos colonizadores tardaron algo más en llegar. Se necesitó un nuevo elemento desestabilizador para que otros se animaran a seguir sus pasos. Ese momento clave fue la llegada al poder del rey Harold Haarfager, un monarca que, citando a la historiadora Jean Mirsky, «asesinó, quemó y exterminó de un modo u otro a todos los demás reyes que en aquel tiempo crecían en Noruega espesos como moras y después de consolidar sus dominios como un reino único procedió a suprimir los derechos de los terratenientes y doblegar a sus habitantes».

La aparición de este brutal rey hizo que muchos de los jarls, nobles y jefes de clanes de aquellas tierras, en lugar de resignarse y acatar su poder, se dispusieran a buscar una nueva patria. Los rumores de tierras libres al noroeste llegaban a los oídos de estos jefes, sometidos bajo el yugo de Harold al que tenían además que pagar altos tributos. Las migraciones empezaron a ser más frecuentes y en los barcos se montaban familias enteras en busca de un lugar donde escapar y asentarse. Islandia empezó a recibir a todos aquellos refugiados y poco a poco se convirtió en un nuevo hogar para los pueblos del norte.

Pero siempre hay gente inconformista, personas que quieren ir más allá, e incluso desde la remota Islandia volvieron a embarcarse para buscar más tierras y recursos aún desconocidos.

De entre todos aquellos vikingos que se hicieron nuevamente a la mar, sobresale un nombre, una figura que hace años sonaba a leyenda y mito, pero del que cada vez tenemos más datos y conocimientos históricos. Se llamaba Erik el Rojo y en la saga de Ara Frode se dice que «el territorio llamado Groenlandia fue descubierto y colonizado desde Islandia. Erik el Rojo fue el nombre del caudillo del fiordo Breidi que efectúo la travesía en barco y tomó tierra en el lugar desde entonces conocido como el fiordo Eirisk. Dio nombre al territorio, llamándolo Groenlandia —que significa Tierra Verde—, pues pensaba que lo agradable del nombre induciría a otros a trasladarse allí».

Es muy probable que otros vikingos llegaran antes a esas tierras, pero el nombre de Erik el Rojo es el que finalmente ha pasado a la historia gracias a las sagas escritas. Podemos añadir además que fue el responsable de una de las primeras campañas de publicidad engañosa que conocemos. Es una idea muy extendida que Groenlandia se llamó así, «Tierra Verde», porque en aquella época era fértil y con un clima muy agradable, pero esto no es del todo cierto. Las condiciones en aquel entonces, sobre todo en verano, podían ser un poco mejores que en la actualidad, pero aun así eran muy duras y, sin duda, no muy diferentes de las que ya poseían en Noruega o Dinamarca. Erik el Rojo eligió deliberadamente el nombre de Greenland para que el rumor se extendiera y otros se animaran a acompañarlo en aquellos territorios.

La figura de Erik el Rojo se conoce cada vez más y en la actualidad hemos conseguido reunir muchos detalles de lo que fue una vida bastante agitada y llena de aventuras. Nació en Noruega, aproximadamente en el año 950, y de joven, cuando apenas tenía veinte años, mató a otra persona en una reyerta y tuvo que huir, junto con su padre, porque fue acusado de asesinato. La familia se vio obligada a emigrar hacia Islandia, donde al poco tiempo murió su padre. En un principio, la idea de Erik era establecerse en aquella isla. Se casó, consiguió algunas tierras y llevó una vida tranquila durante varios años hasta que, nuevamente, su carácter pendenciero lo metió en otra pelea y volvió a matar a alguien. Aquello lo puso en una situación delicada: no podía volver a su Noruega natal, porque allí también tenía cargos, y tampoco podía quedarse mucho tiempo en Islandia después de ese nuevo asesinato.

La decisión parecía clara, tenía treinta y tres años, había formado una familia, así que los subió a todos en un barco y se lanzó a buscar otro lugar. Aquel viaje de Erik el Rojo se conserva bien documentado, gracias a que los pueblos nórdicos tenían una extendida tradición de recoger sus sagas y hazañas, en las que nos cuentan cómo también embarcó a su mujer e hijos, junto a sus pocas posesiones y provisiones para el camino y se adentró con ellos en el círculo glacial hasta alcanzar las costas de Groenlandia. Allí permaneció tres años, explorando el territorio, recorriendo las costas a lo largo de la ribera suroeste, y se percató de que, durante el verano, algunas zonas de esas tierras heladas mostraban una buena vegetación, con sauces enanos, abedules aquí y allá, con zarzamoras que daban bayas, incluso con algunas extensiones de pasto que podrían servir para el ganado. Fue entonces cuando se decidió a llamar a aquellas tierras Greenland y empezó a elaborar su plan de colonización.

Gracias a la ayuda de un amigo influyente, consiguió regresar a Islandia para convencer a varias familias para que lo acompañasen en su nuevo asentamiento. Les habló de las bondades de aquellos parajes y, aunque seguramente obvió muchos detalles que no le convenían tanto, lo cierto es que consiguió extender la idea de unas tierras verdes al oeste de Islandia. Al final, consiguió su propósito, y en esta ocasión ya hablamos de una verdadera bandada de naves. Erik el Rojo volvía a ser un cabecilla importante, convirtiéndose en el caudillo de su nueva tierra.

El tiempo pasó lentamente, los años transcurrieron, la gente seguía llegando, la colonia aumentaba y los hijos de Erik el Rojo serían los encargados de tomar el relevo explorador de su padre. Sobre todo, destacó el nombre de uno de ellos: Leif Erickson, es decir, Leif hijo de Erik. Junto con sus otros dos hermanos varones, Thorvald y Thorsteinn, se iban a convertir en otra pieza clave de estos inicios de la conquista y descubrimiento del Ártico.

Pero también eran tiempos de cambios. Erik el Rojo fue un profundo creyente en los dioses nórdicos, la mitología pagana de los pueblos del norte. Sin embargo, su hijo Leif iba a ser el primero de la saga en convertirse al cristianismo, una doctrina que empezaba a ser popular entre los vikingos gracias a la labor evangelizadora de los monjes más atrevidos que se desplazaban a estas remotas regiones. Aun así, al igual que su padre, los tres hijos varones de Erik el Rojo, Leif, Thorval y Thorsteinn, quisieron ser vikingos, quisieron ser marinos. Sus expediciones los llevaron a explorar una buena parte de la costa de aquella inmensa Groenlandia e incluso más allá... el salto al continente americano, cuatro siglos antes de que Colón arribara con sus tres carabelas. Las evidencias físicas encontradas durante las últimas décadas en diferentes yacimientos del norte de Canadá, Terranova y la isla de Baffin han zanjado un asunto que, hasta hace unas décadas, era motivo de debate, pero que en la actualidad parece ya innegable a la luz de las pruebas.

La llamaron Vinlandia la Buena y hoy se correspondería con la costa oriental de la actual Terranova, en Canadá. La bautizaron así, por su abundancia de recursos, buena caza, pastos, y fácil pesca. Incluso hoy los bancos de Terranova siguen siendo una de las regiones más frecuentadas por los pescadores. Al observar el periplo de expediciones vikingas y su dirección a lo largo de aquellas latitudes, resulta lógico vislumbrar que América era el siguiente paso natural de su expansión. De Noruega a Islandia, de allí a Groenlandia y finalmente, apenas un tramo marítimo más, hacia la isla de Baffin, las tierras de Labrador y Terranova.

Mientras tanto, los colonos seguían llegando y asentándose en Groenlandia. En el año 1055, la colonia de Byggd Oriental se había extendido hasta llegar cada vez más al norte, formando nuevos establecimientos como Vestribyd o Byggd Occidental.

Los colonos habían creado asentamientos lo bastante grandes y prósperos como para tener un obispo propio. En su momento cumbre, Groenlandia contó con 280 familias y más de dos mil habitantes que, con la plena expansión del cristianismo, podían sostener incluso diecisiete iglesias. Su vida en aquellas latitudes no fue fácil, pero se adaptaron y disfrutaron de periodos de verdadera prosperidad. Poseían establos con caballos, vacas, ovejas; la caza y la pesca eran buenas, no solo por sus jugosos bancos de peces, sino por la abundancia de focas, morsas y ballenas. Durante los meses con condiciones meteorológicas más benévolas se permitían también el lujo de importar objetos y comerciar con otros países y pueblos. Nada parecía presagiar el desastre que se avecinaba sobre ellos.

Su expansión fue impresionante, llegando incluso a zonas del Ártico, lo que hoy en día aún supone toda una sorpresa. En 1834, en la estación ballenera más al norte de la época, en la bahía de la isla de Disko, se encontró una inscripción que decía: «Erling Sigvasson, Bjarne Tortarsson y Eindrid Odsson, el séptimo día antes del Día de la Victoria, erigieron estas piedras en el año de 1135». Esta anotación representa una evidencia sólida de que en el siglo XII las expediciones vikingas alcanzaron, solo en Groenlandia, latitudes más allá de los 72° N. El Día de la Victoria es una festividad escandinava que se celebra el 28 de abril, así que el séptimo día antes de esta festividad, es decir, el 21 de abril del año 1135, ya había vikingos en lugares que incluso en pleno siglo XX eran accesibles solo para los aislados puestos balleneros más al norte del mundo.

Durante los siguientes 250 años, las colonias en Groenlandia siguieron prosperando. Alrededor del siglo XII incluso empezaron a tener vecinos, pueblos inuits que, después de la catástrofe que se acercaba, serían finalmente los únicos que quedarían en pie. Desde la llegada a Groenlandia de los primeros colonos, los asentamientos nórdicos habían florecido y se habían extendido. Los siglos XI, XII y XIII vieron prosperar aquellos pueblos, pero esta situación pronto se iba a terminar y, además, de una manera radical. El clima, que había sido relativamente favorable durante aquellos siglos, se volvió más crudo, mucho más exigente. El frío se hizo fuerte en aquellas zonas. La tierra y el mar se cubrieron de sólidas masas de hielo. Mientras tanto, Noruega empezó a declinar como potencia marítima por efecto de la devastadora competencia de los puertos del norte pertenecientes a la Liga Hanseática, que empezaban a despuntar. Se perdió la conexión con otros puertos, se desvaneció el comercio y el frío se apoderó de aquellas colonias. Oprimidos por las duras condiciones naturales, privados de la ayuda y recursos de la metrópoli, los granjeros de Groenlandia estaban pasando tantas penurias que incluso el papa Clemente VI perdonó sus tributos a la Iglesia en el año 1345. Los rumores que empezaron a llegar al continente eran terribles. Familias enteras fallecían por el frío y el hambre. El declive de lo que una vez fueran unos asentamientos prósperos y bien abastecidos llegó tan rápido que en apenas unos años ya no quedó ni rastro de aquellos pobladores.

En la actualidad, las excavaciones científicas realizadas en el cementerio escandinavo de Herjolfness, al sur de Groenlandia, dan buena cuenta de las penalidades que tuvieron que sufrir aquellos colonos. Los cuerpos analizados, bien conservados por el hielo, muestran claros síntomas de las hambrunas que soportaron. Además, los análisis genéticos han revelado que existían deformaciones por las frecuentes uniones matrimoniales entre miembros de la misma familia. Al frío, al hambre, a la endogamia y a la pérdida de contacto con el resto del mundo, tenemos que sumar los ataques de los pueblos esquimales. En muchos cuerpos se han encontrado heridas y fracturas de objetos contundentes... Los inuits también vieron esa fragilidad y, en ataques rápidos y violentos, se hicieron con el control de la zona y de sus escasos recursos.

Las conquistas árticas de los siglos pasados cayeron otra vez en el olvido. Las expediciones vikingas se convirtieron en leyendas que tan solo se contaban entre el resto de pueblos en Escandinavia. Al igual que Piteas el griego y muchos otros durante estos siglos, los primeros exploradores del frío también se olvidaron. El mundo volvía a estar en blanco. Pizarra limpia, borrón y cuenta nueva. La historia ya no recordaba lo que se había descubierto en aquellas latitudes, y los mares de hielo volvieron a ser desconocidos, se llenaron nuevamente de monstruos mitológicos y pasaron, una vez más, a ser huecos en blanco en los mapas. Tendríamos que esperar hasta finales del siglo XV para empezar de nuevo. Se llamaba Cristóbal Colón y, sin saberlo, iba a abrir un nuevo camino hacia el Ártico.