I

EL DESCUBRIMIENTO DE LA NOVELA

Ninguno de los sucesos de mi vida hubiera adquirido significado de no haber descubierto la literatura. Un hecho que se me presentó de manera absoluta en una de sus mayores formas: la novela. Recuerdo con claridad el momento del hallazgo que para mí, imbuido todavía de un espíritu religioso, tuvo el carácter de una revelación y un anunciamiento. Recuerdo con tanta nitidez la ocasión que he estado tentado de empezar este texto de la siguiente manera: «Cierta tarde un muchacho próximo a cumplir catorce años, acosado de terrores nocturnos y martirizado por insomnios tenaces, entró a la biblioteca de su ciudad sin sospechar que allí encontraría el territorio que en adelante se convertiría en su más segura patria». Aparte de solemne y patético, un comienzo de esta índole le hubiera conferido al relato un inadecuado tono de ficción, y lo que aquí me propongo es redactar un testimonio. Pero fue verdad que entré una tarde a la Biblioteca Municipal de Piura, que por esos años funcionaba en un reducido local de la calle Lima, a dos o tres puertas de la comisaría y a una cuadra de la Corte Superior de Justicia, donde se acababa de juzgar a un homicida verdaderamente excepcional: un individuo que en adelante la ciudad recordaría como «el serrano Alberca» que poseído seguramente por alguna divinidad perversa, con una piedra de batán había asesinado a su propia madre.

Y justamente el libro que el muchacho pidió al bibliotecario había sido escrito por un autor que durante toda su vida estuvo obsesionado por la existencia de grandes pecadores que a menudo utilizaban el crimen –incluido el parricidio– como la más segura vía para acceder a la Gracia.

¿Por qué aquella tarde, después de escaparme del colegio, acudí a la biblioteca y sin pensarlo dos veces demandé por el ejemplar de Crimen y castigo? No fue, desde luego, una inspiración súbita. Como en la infancia el tiempo es prodigiosamente extenso, existía en mí una antigua nostalgia por una mítica biblioteca paterna que yo no alcancé a disfrutar, pero que había escuchado referirse, magnificándola hasta convertirla en una entidad fabulosa, a una querida tía desde el inicio mismo de mi memoria. Mi padre, un hombre de muy modestos recursos y carente de toda tradición cultural, había empezado, siendo poco más que un adolescente, a formar aquella biblioteca en la que había una enciclopedia, varios diccionarios, libros de divulgación científica, biografías de hombres célebres y, sobre todo, numerosas novelas. Mi padre rendía culto –y en ese culto formó a sus hijos– a todo lo que la razón y la fantasía a veces demencial de los hombres habían creado, de allí que admirase por igual a los sabios y artistas, pero no tanto a las grandes personalidades que habían actuado en la esfera del poder. En aquellos años –las décadas del veinte y el treinta del siglo XX– era posible adquirir por correspondencia libros a crédito. También existían instituciones en el extranjero que por precios módicos exportaban cursos de todo tipo, incluido el curso completo de esperanto. Mi padre, según me contaron, fue un entusiasta suscritor de estos cursos que recibía con puntualidad, ahora increíble. Cuando mi hermano mayor –un niño de notable inteligencia– cumplió los catorce años, mi padre le obsequió dos mini laboratorios, uno de física y otro de química, privilegio que seguramente ningún niño rico de la ciudad ni siquiera imaginó. Uno de mis recuerdos más lejanos fue ver a aquel pequeño alquimista operando la transmutación de los colores y haciendo maravillas con un creado campo magnético.

Pero mi padre no era el único lector en aquel barrio de extrema pobreza en el que todavía abundaba el analfabetismo. Recuerdo, por ejemplo, a don Meche, un peón de albañil poseedor de la ciencia de las letras, que por la noche, sentado a la puerta de su cabaña, y a la luz del candil, leía y comentaba diligentemente el periódico a hombres adultos y ancianos, entre los que se encontraba mi abuelo, que no tuvieron la posibilidad de asistir a ninguna escuela. También recuerdo que en la misma cuadra, en la covacha que le servía de taller, vivía el zapatero Moscol, de renombrada fama por la confección de calzado femenino de lujo, tanto que era el favorito de las damas de la alta sociedad que se disputaban sus servicios, de modo que sus manos conocían la forma y la textura de los piecesitos más bellos que caminaban por las calles céntricas de Piura. Don Moscol –cuyos libros se apilaban en un rincón junto a su camastro– era un lector apasionado y un irresistible conversador, pero a diferencia de mi padre, su interés se centraba exclusivamente en la vida de los grandes políticos y luchadores sociales. Y de sus labios escuché por primera vez nombres como los de Proudhon, Bakunin y Malatesta. Pero el lector más extraordinario del que yo tenía noticias no vivía en mi barrio, sino a unas cinco cuadras de mi casa, en la dirección norte de la ciudad. Era propietario de una honrada panadería donde él mismo trabajaba secretamente. Digo secretamente porque no solo no se dejaba ver en traje de faena, sino que permanecía oculto en el cuarto más remoto de su profunda vivienda. Sin embargo, después de muchos meses del más estricto encierro, cualquier día, el doctor Jonjolí –como se le conocía en Piura– salía a caminar por las calles principales y por la Plaza de Armas, vestido de grueso casimir inglés, con elegante sombrero y bastón con empuñadura de oro; y durante algunas semanas contaba a los niños y jóvenes que lo rodeaban acerca de su último viaje alrededor del mundo, dando detalles de los países y ciudades más lejanos y exóticos que había visitado. Contaba con pasmosa minuciosidad sobre lugares lejanísimos e inalcanzables para nosotros, como Tánger, Estambul o el reino de Nepal. Pero todos sabíamos que el doctor Jonjolí jamás había salido de su enclaustramiento donde permanecía entregado a la alucinante consulta y estudio de globos terráqueos, mapas, cartas de navegación, enciclopedias y libros de viajes que habían trastornado su mente en una locura maravillosa.

Mi padre no era en casa el único lector de los libros que con tanto celo y privaciones iba adquiriendo. El otro lector del hogar era una tía mía, hermana menor de mi madre que no había cursado más allá del tercero de primaria, pero que poseía una inteligencia despierta y una imaginación ardorosa. Recién ingresada a la pubertad, y con la aquiescencia de mi padre, ella devoraba las novelas apenas mi padre terminaba de leerlas, y mientras duraba la lectura, después del almuerzo y antes de la siesta –en las horas que en la actualidad las televisoras difunden telenovelas–, esta queridísima tía iba contando por capítulos a mi madre y a otra hermana menor suya lo que sucedía en novelas como Los miserables o El lirio en el valle.

Pero un día mi padre, debido a una terrible urgencia económica, en que estaba de por medio la vida de uno de mis hermanos mayores, se vio en la necesidad de vender en su integridad su ya respetable biblioteca. Según me han contado, si mi padre anduvo desolado durante varios meses, el hermanito aquel no pudo librarse de la muerte. Para mi tía también, la pérdida de su paraíso de libros significó una suerte de tragedia. Desde entonces se consagró a mantener en la memoria los títulos y los contenidos de las novelas que habían formado la biblioteca perdida. Sé, por eso, que hubo un tiempo feliz en que la modesta casa de mis padres estuvo iluminada y enaltecida por libros cuyos autores eran Cervantes, Víctor Hugo, Alejandro Dumas, Stendhal, Balzac, George Sand, Dickens, Flaubert, Daudet, Zola, Maupassant, Anatole France, Poe, Melville, Mark Twain, Gógol, Turguénev, Tolstói, Chéjov, Gorki y, sobre todo, Dostoievski. Lo extraño fue que de todo el codiciable patrimonio solo quedó en casa un libro cuyo nombre nunca he olvidado: Capítulos que se le olvidaron a Cervantes, escrito por el caballero ecuatoriano Juan Montalvo. ¿Por qué precisamente este libro escapó del sacrificio? En la necesidad de preservar por lo menos un libro que testimoniara y a la vez fuera el símbolo de la biblioteca, mi tía fijó la vista en el único volumen que aún no había leído. Y con esa lógica candorosa y definitiva que solo una tía de provincia puede tener, sentenció que el libro del señor Montalvo debía resumir y compendiar todos los libros, ya que dijo: «las cosas que se olvidaban eran siempre las más importantes». Muchos años después, en homenaje a mi inolvidable tía, leí Capítulos que se le olvidaron a Cervantes, y les puedo asegurar que es el libro más aburrido que se ha escrito sobre la tierra.

Mis recuerdos de esta tía son lejanos y sin embargo nítidos. Era pequeña, ligera y extrovertida. Para mí la más bella de las mujeres, que en las efemérides familiares siempre se las arreglaba de alguna manera para regalarnos con platos exóticos y contarnos historias que ella sacaba de las novelas que leía. Un día –tendría yo siete años– me reveló un gran secreto: su autor favorito era Dostoievski y la novela mejor jamás escrita era Crimen y castigo. Luego me confió aspectos inquietantes de la vida del autor: Dostoievski había padecido de epilepsia. Siendo joven estuvo a punto de ser ahorcado por la justicia del Zar, luego había sufrido condena en una cárcel de Siberia. Era un empedernido jugador de la ruleta. A su padre, un rico terrateniente libertino, lo habían asesinado sus siervos por las muchas maldades que cometió. Y por eso Dostoievski fue capaz de escribir tan grandes y desgarradoras novelas, dijo mi tía, porque conocía a fondo el sufrimiento y lo que anidaba en lo más secreto del corazón de los hombres. Desde entonces me convertí en un apasionado y rendido oyente de esas historias que ella no se cansaba de contar. Pero, de pronto, apareció en su vida un novio inverosímil y la boda se celebró a los pocos meses. Recuerdo que cuando su esposo se la llevó a vivir a Lima, fuimos con toda la familia a la agencia de ómnibus Línea Mora a despedirla, y yo me recuerdo corriendo detrás de la góndola (como le decíamos en Piura a los ómnibus) diciéndole adiós con mis manos. Dos años después, víctima de un cáncer, ella murió en una de las salas del hospital Dos de Mayo cuando aún le faltaban algunos años para cumplir los treinta.

Con la muerte de mi tía perdí por segunda y definitiva vez la biblioteca que nunca alcancé a conocer. Y también perdí a mi guía providencial por el mundo de la maravilla. Entonces me vi forzado a convertirme en un fabulador introvertido y secreto, creador de universos imaginarios y alternativos donde eran posibles la felicidad y la aventura, pues debo reconocer que, por razones que aquí no me ocuparé, el mundo me parecía esencialmente feo, y la vida una trampa para la desdicha. Cuánto bien me hubiera hecho leer en esos años a autores como Dumas, Salgari, Verne y Stevenson (a quienes, con distinto placer, he leído siendo ya adulto) o a Homero y Las mil y una noches, pero por desgracia tuve que apelar a mi propia imaginación para poder conjurar las interminables noches de precoces insomnios. En mis mundos interiores encontraba tesoros fabulosos, exploraba cavernas profundas, visitaba islas paradisíacas y deshabitadas, pero mi aventura preferida eran mis viajes por la selva. Por eso, cuando muchos años después en mi intento de conocer el Perú, remonté en precarias embarcaciones el Apurímac, el Huallaga, el Ucayali y otros ríos tributarios, me decía que inconscientemente había sido empujado a esas insensatas y peligrosas travesías porque trataba de surcar en la realidad los ríos imaginarios de mi infancia.

Pero había otras fuentes para mis fantasías que provenían de los narradores orales del vecindario –hombres y mujeres ya entrados en años– que me cautivaban con sus historias de la vida real, a las cuales aludiré más adelante. Al cumplir los diez años, la situación económica de mi familia mejoró. Nos fuimos a vivir a un barrio de clase media, cercano a las mansiones de la gente rica de Piura. Esto me produjo un intenso desajuste social, y durante tres o cuatro años viví aislado, prácticamente sin amigos de mi edad. He dicho que fui un niño precoz en el descubrimiento de ciertos aspectos de la vida. Confesaré que tampoco era un niño inocente, y el intenso sentimiento religioso que por entonces me embargaba me hacía víctima de tormentosos análisis autopunitivos que, después lo comprendí, eran una especie de calumnias que yo creaba contra mí mismo. Entre tanto continuaba con mis fabulaciones secretas, pero ahora estas empezaban a basarse en la vida real, inspiradas en el destino de gentes solitarias de Piura.

Debo agregar que mi aislamiento de esos años hubiera sido quizá intolerable de no mediar esa maravilla de nuestro tiempo que es el cine. Una feliz circunstancia me permitía ingresar gratuitamente a la cazuela del Teatro Municipal y allí pude ver algunas películas que me estremecieron por la absoluta extrañeza de sus imágenes, y que muchos años después supe que eran obras maestras del cine, como Rashomon, Iván el terrible y Alemania, año cero; esta última, en particular, habría de dejar una permanente huella porque a través de las desoladoras imágenes de Berlín en ruinas me puse frente a la violencia de la historia en el mundo contemporáneo, un tema que yo he tratado de desarrollar desde mis primeras narraciones.

En este estado de ánimo ingresé a la pubertad, y aparte de construir en mi mente mundos imaginarios, absolutos pero fugaces como el placer solitario, debo reconocer que también carecía de un completo interés por la vida. Nada que fuera utilitario me atraía. Los estudios los cumplía como si pertenecieran a un yo distinto, practicaba los deportes no por placer o para alcanzar la perfección de un cuerpo que no amaba, sino por el deseo de ser admitido en un grupo de amigos, y mi fe en Dios empezaba a quebrantarse. Entonces resurgió, pero ahora con cuánta ansiedad mi nostalgia por la quimérica biblioteca y en el seno de la familia evoqué los nombres sagrados que mi tía hace tantos años atrás veneraba, aunque cuidé de mencionar a Dostoievski, como si temiera violar el más íntimo secreto que ella me hubiese confiado. Mi padre, que no era un hombre locuaz, me escuchó en silencio y pocos días después me regaló una novela de un autor peruano de la cual hablaré después, pues fue este otro libro que determinó mi vocación de novelista. En estas circunstancias fue que me escapé del colegio Salesiano e ingresé a la Biblioteca Municipal al encuentro de un territorio ilimitado y prodigioso, a cuya exploración merecía consagrar la vida.

Probablemente hubiera leído de un solo tirón Crimen y castigo si el horario de la biblioteca no me hubiera impedido continuar con la lectura durante la noche y el amanecer del día siguiente. Tuve que resignarme a volver dos días más, pero cuando concluí la novela supe que algo decisivo había ocurrido en mi vida. Y fue otro el muchacho que salió de aquel estrecho local a la calenturienta noche piurana. Yo ya no era más el muchachito frágil e inhibido de apenas tres días atrás. Ahora me sentía poderoso sobre la tierra que pisaba. A partir de entonces, hasta los diecinueve años, me leí prácticamente todas las novelas de Dostoievski, y las leí como solo se puede leer en la adolescencia: con la absoluta pasión de quien ha accedido a una nueva fe.

Mi fanatismo por Dostoievski llegó al extremo de sentirme personalmente ultrajado cuando el prologuista de una novela de Tolstói, La sonata a Kreutzer, se atrevía a poner en el mismo nivel a Tolstói y Dostoievski. La herejía me pareció de tanta gravedad –entonces tenía yo quince años– que pronuncié un juramento divinamente idiota: jamás en la vida leería a Tolstói, y abruptamente cerré el libro, a pesar de que la historia que allí se narraba había empezado a cautivarme. Y para resistir a cualquier otra tentación me leí otra novela estremecedora de Dostoievski, me refiero a Los hermanos Karamázov, que después releí dos veces más en su integridad y la erigí como mi preferida entre las obras escritas por este genio atormentado y sombrío. Todavía debía de transcurrir algún tiempo para que llegase a comprender que la novela, que construye universos imaginarios y autónomos, implicaba también búsqueda de formas, de lenguajes, de estrategia y técnicas narrativas. Por el momento la novela se me reveló –y esta es la primera lección que nunca he olvidado– como un hecho en el que lo humano esencial se manifiesta.

Por eso la influencia que Dostoievski ejerció en mí no tuvo carácter literario sino vital, pues alcanzaba a mi propio sentimiento y visión de la vida. Entonces evoqué con nuevos ojos mis experiencias vividas y lo que había observado en torno mío. Fue así como empecé a considerar a Piura no como la aldea grande que era por esos años, sino como un espacio privilegiado donde tenía lugar el drama universal de los hombres.

Leyendo a Dostoievski comprendí que corrientes subterráneas y en pugna entre sí agitan la conciencia y la mente de hombres y mujeres de todas las edades. Ahora sabía que, las personas, incluso las más honradas y respetables, escondían otras vidas y secretamente practicaban las ceremonias más extrañas. Entendí que el vicio y la virtud pudiesen convivir en un mismo corazón, y que la vida de ciertos hombres transcurriera entre la lujuria más desbordante y el ascetismo más riguroso. Los seres entregados al ejercicio del mal –como aquella temible bruja de mi barrio que, según se contaba, para obtener los favores del diablo había dado muerte a su propio padre– eran capaces de desplegar una conmovedora ternura para el objeto de sus amores y apetencias. Del mismo modo los seres más bondadosos cometían pequeñas pero hirientes perversidades con las personas que adoraban. La culpa era, por cierto, una terrible maldición, pero también una inagotable fuente de placer, como el que se alcanza en las más descarnadas autopuniciones. Leyendo a Dostoievski comprendí, como en la novela de Conrad, que una línea de sombra aureola la existencia humana.

Comprendí también que el universo dostoievskiano era, asimismo, el universo de las enfermedades, de los estigmas y de los seres marginales, o, como diría el propio Dostoievski, de los humillados y ofendidos. Con la tenebrosa luz que ahora estaban dotados mis ojos comencé a explorar Piura. Por haber nacido en un barrio pobre yo había convivido con la enfermedad (numerosas veces, como era la costumbre, junto a otros niños, portando las flores acompañé los ataúdes de párvulos y ancianos en las ceremonias de entierro), y que ahora me parecía una fatalidad que afectaba más al espíritu que al cuerpo, como el alarido de los tres epilépticos que vivían en la misma cuadra de mi casa. Había tuberculosos, ciegos y tullidos de por vida, y su sola existencia las consideraba una infamia irremediable cometida contra ellos. Entre los blancos –como se denominaba en la ciudad a las clases privilegiadas– existían unas cuantas familias que, según se afirmaba, afectadas por el mal gálico, o como un castigo por las relaciones incestuosas sostenidas por sus antepasados, engendraban progenies alucinadas y monstruosas. Había, por ejemplo, una casa habitada por seres de pequeña estatura y con deformaciones físicas. Otra familia era famosa por la belleza de sus mujeres, las mismas que al llegar a la plenitud de su hermosura se tornaban delirantes, concupiscentes y místicas. Uno de los descendientes de estas estirpes fatales era un joven de veinte años conocido con el apodo de «la Vieja Julio». Era alto, blanco y rubio. Tenía además unas prominentes ojeras. Siempre buscaba determinado tipo de amigos, hallándolos con facilidad entre niños menores de catorce años. Era afable, candoroso y manso como un cordero. Su carácter discurría entre los límites de la sensatez; pero, como en la inolvidable novela de Dostoievski, cuando le estallaba la risa el rostro de «la Vieja Julio» revelaba la marca del Idiota.

Un amigo mío me contó la historia desventurada de la prima Mariana, a la que de niño tuve oportunidad de conocer. Ella procedía de un pueblo del interior y era una joven de limpia y piadosa belleza. Mi amigo y todos sus hermanos estaban religiosamente enamorados de ella. Su esposo, un maestro que le triplicaba en edad, era bajo, rechoncho y feo, pero a la vez era un caballero muy correcto que además ejecutaba con sentida pericia la guitarra y cantaba los pasillos más tristes jamás escuchados. Después de intentarlo dos veces, me contó este amigo, la prima Mariana se había ahorcado en un lúgubre cuartucho de una pensión limeña. Con su muerte se supo que su esposo jamás la había tocado, los médicos confirmaron que ella murió virgen. Tiempo después se dio la noticia que su esposo era un pederasta del pueblo con el que muchos adolescentes solían iniciarse sexualmente.

Estas y muchas otras historias que yo había escuchado desde siempre adquirieron otro sentido, o mejor, su sentido emblemático, desde la tarde que entré a la Biblioteca Municipal y leí Crimen y castigo. Aparte de la conmoción moral que experimenté, la lectura significó el descubrimiento de la novela, cuya existencia me había anunciado años atrás aquella queridísima tía que tuvo una muerte temprana. Así, en este primer encuentro, la novela no se me presentó como una sucesión de historias maravillosas o de aventuras en busca de la misma maravilla, sino como un espacio destinado a la revelación de los universos ocultos que configuran la existencia de los seres humanos. Y si el espíritu de Dostoievski halló eco en el mío, fue porque también las tinieblas, que tantas veces prevalecen sobre la luz del mundo, me seducían con su perverso esplendor.

Pero del mismo modo que fortuna e infortunio forman la trama de nuestras vidas, el azar quiso que conociera a otro autor de manera simultánea que a Dostoievski. Otro autor menos poderoso pero genial indudablemente y que además poseía un espíritu solar, robusto y saludable, en relación fundamentalmente armoniosa con la vida y que me reveló otra dimensión que debía tener la novela: la dimensión social. En párrafos anteriores me he referido al libro que me obsequió mi padre luego de escuchar la confesión de mi nostalgia: la novela –porque se trataba de una novela– tenía por título Los perros hambrientos y su autor era un peruano del que entonces apenas si tenía noticias: Ciro Alegría.

Mi memoria pretende hacerme recordar que leí Los perros hambrientos al mismo tiempo que Crimen y castigo. De haber sido así, ¿cómo fue posible que esto ocurriera? Como he dicho antes, por razones de horario no podía continuar mi lectura del libro de Dostoievski en la biblioteca, de modo que para aplacar mi ansiedad, en mi casa y luego en el colegio, mientras fingía escuchar las clases o escondido en los retretes a la hora de la misa, y también durante los recreos, leería esta novela. Si leía durante las clases, los recreos y en los baños del colegio, no me cabe la menor duda, pero también es probable que esto sucediera unos días después de mi iniciación como lector de novela. En cualquier forma, la lectura de Los perros hambrientos y, enseguida, de los otros libros de Alegría significaron un doble aprendizaje en relación al conocimiento de la realidad y a las potencialidades de la novela como género literario.

Hasta entonces mi vida había transcurrido en Piura, o dicho en términos más estrictos, entre los linderos urbanos de una ciudad fogosa y polvorienta que se levantaba en medio de inmensos arenales. Atravesando en dirección sur estos arenales se podía llegar a caseríos como Coscomba y La Legua; y en la otra ribera del río, casi siempre seco, a Montero, Montesuyón, Simbilá, y Catacaos; y, siguiendo la misma dirección era posible alcanzar el remoto Sechura y de allí adentrarse en el ilimitado y misterioso desierto. Más familiares me resultaban los pueblos y caseríos que atravesaba el tren de Piura a Paita por la ribera izquierda del río Chira. En algunos de estos pueblos, además de Sullana, la ciudad rival de Piura, tenía familiares en La Huaca y Pueblo Nuevo de Colán, pero mi destino era casi siempre Paita, donde tenía dos extraordinarios tíos que nos invitaban a pasar la temporada de verano para disfrutar de las playas de la tranquila bahía paiteña. De los pueblos del alto Piura, entonces muy aislados, Morropón y Chulucanas, conocía este último por una excursión escolar; en cambio, de la serranía piurana, pese a que mi familia materna procedía de Ayabaca, lo ignoraba todo y participaba del cultivado prejuicio contra «los serranos», como llamaban en la ciudad a la gente que provenía de Huancabamba y Ayabaca, y de pueblos como Chalaco, Frías y Santo Domingo, sobre los cuales, además, pesaba una ominosa leyenda que aludía a la artera ferocidad de sus hombres y mujeres. Pero en su conjunto, los pueblos de todas estas regiones no eran más que la periferia de un universo autosuficiente y autónomo cuyo centro era Piura, contra el cual me defendía desde un huraño narcisismo.

La lectura de Los perros hambrientos echó por tierra las invisibles, pero poderosas murallas entre las cuales discurría mi vida. La novela de Dostoievski profundizó mi vida interior. Y con esta mirada emergía para atisbar la ciudad, y luego, como el subterráneo animalito de Kafka, volver a mi segura madriguera. Los perros hambrientos me ayudó a combatir mi recelo y temor por la vida de la superficie y a ir descubriendo paulatinamente, la belleza de la objetividad de las cosas. Frente a los malolientes sótanos del alma –cuya metáfora era la buhardilla desde la cual Raskólnikov concibe su crimen– existía el grato aroma de la tierra pródiga en colores, como los de la florecida chacra de Simón Robles. Es verdad que sobre la tierra podía abatirse la sequía, pero con todo su dramatismo se trataba de una desgracia temporal al fin de la cual, fortalecida por la resistencia humana, estallaría la plenitud de la vida. En cuanto a la injusticia social existente, esta no era resultado de una fatalidad de la naturaleza humana, sino de una situación histórica de carácter transitorio que incitaba a la rebelión y la resistencia permanente.

El mundo representado en Crimen y castigo era un mundo urbano cuyos personajes, pese a la marginalidad y envilecimiento pertenecían a los sectores medios o aristocráticos de la sociedad rusa. Para mi asombro y feliz enseñanza, Los perros hambrientos me revelaba una realidad rural en la que los protagonistas eran indios y cholos, sometidos en calidad de colonos al poder de los grandes terratenientes blancos. O bien eran minifundistas, muy pobres aunque libres, como los habitantes de Calemar de La serpiente de oro. Fue, repito, otro deslumbramiento porque descubrí que el maravilloso ámbito de la novela, del espacio novelesco, podía estar dignificado por personajes del mundo popular, pero no en calidad de comparsas, ni como seres pintorescos, como sucede, por ejemplo, en los estupendos cuentos de cacería de Hemingway donde los negros cargadores africanos están colocados allí para darle mayor brillo a la apoteosis de los superhombres de caras pálidas.

Las novelas de Ciro Alegría me enseñaron a mirar con otros ojos a Piura, donde existían barreras casi infranqueables de carácter social y étnico. El legendario barrio de la Mangachería fue en sus orígenes barrio de negros, zambos y mulatos. El de las Gallinaceras, donde yo nací, de artesanos y peones cholos. Mientras Tacalá, refugio de rebeldes y marginales de la ley, pertenecía a la gran matriz indígena proveniente de las comunidades indias de San Juan de Catacaos, San Martín de Sechura y Santo Domingo de Olmos. Por otro lado, los hacendados se habían apoderado de las mejores tierras del bajo Piura y, desde la segunda fundación de la ciudad en 1535, en tierras que fueron del antiguo cacicazgo de Pabur, en Monte de los Padres o Piura la Vieja, se habían asentado los más antiguos linajes en desmedro de las grandes comunidades libres de comunidades como Chalaco, Santo Domingo y Frías, las cuales habían sostenido una lucha secular cuyo episodio más sangriento, y que en su versión señorial formaba parte de la mitología piurana, había tenido lugar el siglo anterior en los meses que precedieron a la firma del tratado de Ancón. Y todo este mundo social, lleno de rencores, desconfianza, envidia y desprecio subyacía como rescoldo de la conciencia ciudadana. Es decir, se había transformado en dimensión del ser cotidiano, escondido o conjurado a través del humor, del simulacro festivo, otro rasgo que caracterizaba el mundo piurano. Y ahora que yo había leído las novelas de Alegría, cuando en la Plaza de Armas asistía a las retretas de los jueves y domingos, pude percibir que en ese espacio los habitantes piuranos se ubicaban en inexpugnables límites de acuerdo a su rango social; y desde allí, llenos de deseos, lujuria y resentimiento, veían desfilar a las frescas y radiantes herederas, probablemente las mujeres más bellas del mundo.

Pero he dicho que las novelas de Alegría trasuntaban el alma de un autor en fundamental armonía con el ser, con la belleza del mundo. Leyendo Los perros hambrientos, La serpiente de oro y El mundo es ancho y ajeno (fue en este orden que leí sus novelas) comprendí dos cosas: primero, que Piura no era el Perú y, segundo, que el Perú aunque torturado, complejo y sublevante era una patria grande, de variada y distinta belleza.

Uno de los placeres más puros que pude experimentar (placer que gusto imaginar como de la misma naturaleza al que siente el anciano alcalde Rosendo Maqui cuando desde la cima del Rumi se hace la pregunta fundamental de su vida: «¿Es mejor la tierra o la mujer?») al leer las novelas de Alegría fue recorrer las jalcas y punas, bajar a las cálidas quebradas de la ceja de montaña o navegar los ríos de la inextricable Amazonía, donde el buen Augusto Maqui se queda ciego y perdido, pero no sin encontrar el amor y el afecto solidario. Lo que ha sido aún más importante para el desarrollo de mi narrativa es que la apertura vital y celebratoria de Alegría hacia el paisaje y la objetividad del mundo me permitió descubrir o redescubrir los contrastantes paisajes de mi región, los que he recorrido una y otra vez, en especial los extraños tablazos, el sobrecogedor despoblado y el vertiginoso desierto, todo ello en medio de suntuosos arenales y el misterio de los médanos errantes, peregrinajes que me permitían muchos años después describir en La violencia del tiempo la ficticia geografía física del doctor González, con la cual el candoroso y triste médico rural pretendió aprehender una ínfima parcela de la infinita sustancia spinozista.

Aunque Dostoievski era sin duda un maestro del suspenso y las acciones que arrastraban a los protagonistas a la catástrofe, podían desarrollarse a un ritmo avasallante solo comparable al agón trágico que impulsa a los personajes de Sófocles y Shakespeare. La exploración dostoievskiana de los universos interiores tenía tanta carga y densidad, que el relato y el poder de fabulación, consustanciales al mundo épico, quedaban relegados en un segundo plano.

Fue Alegría –un novelista, lo comprendería años después, de estirpe tolstóiana, como de linaje dostoievskiano lo es Arguedas– quien me puso frente al placer puro de contar una historia y al placer también absoluto que depara el escuchar una historia muy bien contada. Y digo escuchar porque desde mi más lejana infancia era yo un vicioso o un impenitente escuchador de historias y relatos. De modo que cuando leí –o debiera decir «oí»– la vida de Simón Robles, y las charlas de bohío de los habitantes de Calemar, y el caudal de relatos que discurre por la páginas de El mundo es ancho y ajeno, además del asombro que me procuraban las historias mismas, me cautivaba la voz humana, como un instrumento de narratividad, las historias habladas por los personajes.

Por otro lado, me gustaba imaginar a aquellos fabuladores con los grandes contadores de sucedidos, todos hombres y mujeres modestos de mi primer barrio, que tenían la virtud de arrebatarme de un mundo en el que no era feliz. Yo soy absolutamente incapaz de memorizar un poema completo, sin embargo, en aquel tiempo del que les vengo hablando, me sabía de memoria páginas y páginas de la novela de Alegría. Cosa que me ocurrió también en mis primeros años de estudiante universitario con la Ilíada cuando era capaz de recitar cantos enteros, costumbre banal que he conservado después, pero ya con el espíritu de la ironía, con ciertos pasajes de las novelas de mis contemporáneos favoritos.

Al leer las novelas de Alegría volví a recordar las viejas historias que escuchara en mi infancia y, sobre todo, irrumpió el mundo de voces generando un relato incesante y sin término. Con el tiempo me fui dando cuenta que estos relatos conformaban conjuntos, gestas, series y verdaderos ciclos. El más remoto en mi memoria era el ciclo que versaba sobre el mundo mágico piurano, con la particularidad de que lo maravilloso se fusionaba con lo social, como ocurrió con la tormentosa y casi infinita agonía del primer obispo de Piura, (que lleno de temor yo escuchaba) víctima de un implacable maleficio que perpetraron contra él los brujos de mi tierra. Había el ciclo de la gesta de la resistencia popular y del trabajo. Otras de ellas aludían a la vida cotidiana de Piura, después estaba el ciclo conformado por sagas y dramas familiares. Y también, por cierto, como lo comprobé después de ir a vivir a un barrio cerca de la gente acomodada, existía el prestigioso ciclo de lo que podría llamarse la épica señorial, de exaltación y apología de los valores del patriciado piurano.

Pero había una serie de historias que tuvieron una influencia decisiva en mi formación, pues de manera precoz, aunque rudimentaria me hicieron reflexionar acerca del Perú como problema, en una patria que distaba de ser la morada que todo hombre anhela. La primera serie tenía como tema la guerra con Chile, que afectó directamente a la generación de mi abuelo y enturbió la infancia de los hombres y mujeres de la generación de mi padre. La segunda, versaba sobre la reciente guerra con el Ecuador, donde habían participado en calidad de soldados numerosos hombres de mi barrio que ahora contaban alrededor de los treinta años. La primera serie constituían el testimonio colectivo acerca de una derrota y lo que yo escuchaba por boca de mi abuelo y de otros hombres mayores que él; mi abuelo y los otros desmentían el discurso oficial imperante, pues según estos relatos había sido una guerra perdida con escaso honor; y más que las atrocidades cometidas por el ejército invasor –que a fin de cuentas respondía a cierta psicología de la guerra y a la primitiva lógica de los vencedores– me laceraba el comportamiento de los sectores dominantes responsables del desastre del país, por lo demás de reprobable conducta durante los años de la ocupación. Es verdad que estos sentimientos de amargura y bochorno eran aplacados por los relatos de la resistencia popular en los Andes y por la existencia de individualidades heroicas, entre las que destacaba la figura ejemplar y redentora de un héroe ciudadano de Piura; pero también la vida de este hombre probo y valiente me hacía reflexionar en las paradojas de los destinos humanos, pues era parte de la memoria colectiva que además de ser hijo ilegítimo de unos de los linajes más encumbrados de Piura había sido un niño repudiado, tanto –y esta era una de las historias que más me conmovía–, que además de ser hijo ilegítimo de unos de los linajes más encumbrados de nuestra ciudad, había sido un niño repudiado, tanto que estaba condenado a usar la puerta de servicio para ingresar a la casa materna.

Los relatos que yo escuchaba relativos a la guerra con el Ecuador pertenecían a la picaresca antes que a la épica. Recuerdo que en las noches sofocantes aquellos jóvenes veteranos de una conflagración, descalzos y con el torso desnudo, gustaban evocar el paso victorioso a través de la frontera en una campaña no desprovista, seguramente, de rigores y de actos de honor y coraje. Pero si bien no faltaban alusiones a encuentros y escaramuzas bélicas, a desplazamientos de tropa, a marchas y contramarchas, las festivas evocaciones se centraban en los componentes erótico-violatorios que todo conflicto armado supone. Por ejemplo: no hacía mucho que un ex cabo, para reparar un acto que su conciencia juzgaba impugnable, había viajado a la zona del conflicto, y vuelto desposado con una atractiva mujer del campo enemigo que fue víctima de las apetencias de los vencedores.

He dicho que mi antiguo barrio era de gente pobre, muy pobre, y por esos años sus casas no tenían alumbrado eléctrico, por lo tanto ningún vecino podía permitirse el lujo de poseer ni siquiera una radio. Sin embargo, en aquella cuadra uno de los vecinos, que había alcanzado el rango de sargento durante el conflicto, y ahora un esforzado aunque huraño hojalatero, era propietario de una hermosa y codiciable vitrola RCA Víctor de manivela y de una surtida colección de discos de pasillos y arias de operáticas que nos hacía escuchar cada vez que se embriagaba, mientras nos refería la manera en que se hizo de estos objetos como parte de un botín de guerra.

Al hablarles de Dostoievski les he revelado el tremendo juramento que me hice. Ahora bien. La lectura y relectura de las novelas de Alegría me llevaron a hacer una promesa, a mí mismo -como muestra de gratitud por todo el bien recibido-, de emprender, apenas contara con algo de dinero como fruto de mi trabajo un peregrinaje por los escenarios donde transcurren sus novelas, peregrinaje que debía concluir en el bello pueblo de Calemar. Dos años después de llegar a Lima, conté con los recursos mínimos para cumplir con la deuda contraída, aunque ya había empezado mi distanciamiento crítico de la obra de Alegría. Y así durante más de un mes viajé por la sierra de La Libertad y Cajamarca. Solo mi absoluto desconocimiento de la geografía peruana me impidió llegar al mismo Calemar, pues me extravié dichosamente por otros caminos y pueblos, que también se hallaban dentro del mundo que Alegría recreaba en sus novelas. Y así fue como pude constatar, como por lo demás lo reconoce el propio autor en sus memorias, que todas las historias que él contaba, y todos los personajes que había evocado, pertenecían a la leyenda e historia de esas regiones. Fue de este modo que durante mis andanzas escuché de los labios de caminantes y campesinos las historias que yo antes había leído, a las que se agregaban muchas otras, sobre todo las que aludían a las aventuras y desventuras del Fiero Vásquez.

En cuanto al primer juramento, permanecí fiel a él durante ocho años. Pero formular un juramento implica un canon oneroso, aunque siempre la tentación de la infidelidad nos esperará en el futuro. Y fue aquí, en Arequipa a comienzos de l963, después de un largo y maravilloso viaje de siete meses por la sierra central y sur del Perú -eran años felices cuando se podía viajar libremente por los caminos de nuestra patria- en que se produjo la gran infidelidad. Como una apetecible tentación, en el cuarto que me había dejado pagado mi hermano –pues al descender del ómnibus que me traía de Juliaca solo tenía cincuenta centavos en el bolsillo y varios días de una sola comida–, me encontré con una excelente edición de Guerra y paz de cuatro tomos. Entonces tomé conciencia de la dureza de mi juramento, solo comparable a los votos de castidad que formulan los sacerdotes y monjas honestos al momento de ser ordenados. Resistí la tentación durante tres días, paseándome angustiado y lleno de deseo como si me encontrara ante el cuerpo de una bella mujer desnuda. Por fin cedí a la tentación, y durante cuatro o cinco días, con el placer punitivo que deparan las transgresiones sagradas, devoré aquellos cuatro tomos que habrían de tener tanta influencia en mi creación narrativa.

Pero esto sucedió tiempo después a los años que yo estoy aquí evocando. Repito: ningún suceso de mi vida habría tenido la menor importancia de no haber mediado mi encuentro con la novela. Insistiré: yo no habría descubierto mi vocación de novelista si no hubiera leído a Dostoievski y a Alegría. De ambos recibí la enseñanza que por siempre estará presente en todo lo que escriba, es decir, teniendo en cuenta que la novela es un hecho humano y social. En Dostoievski descubrí la dimensión trágica de los destinos humanos, y con Alegría se me reveló la apertura épica hacia la totalidad de los hombres y las cosas. Asimismo, es verdad que de manera incipiente e intuitiva comprendí que aunque de diferente nivel artístico, ambos novelistas encarnaban dos tipos diferentes de escritores, o para decirlo con repudiable énfasis, constituían dos paradigmas. Mientras el genial escritor ruso pertenecía a la estirpe de los artistas en relación fundamentalmente conflictiva con el ser, el notable narrador peruano pertenecía al linaje más feliz de los artistas en relación fundamentalmente armónica con el ser, con la totalidad de la existencia. Y comprendí que si por temperamento y por sentimiento de la vida me hallaba cercano a la constelación dostoievskiana, el día que yo escribiera debería aplacar la nostalgia por la belleza del mundo que las novelas de Alegría me habían enseñado a amar.