LA MÁQUINA DE HACER HIJOS

La máquina reproductora sigue su curso incesante: despide hijos por montones. Y muere gente por montones también, pero por cada muerto, por cada desahuciado, hay dos-puntotres cuerpos vivos lanzados al mundo a probar suerte. Se rumorea por todas partes que la pulsión de los hijos es una respuesta instintiva contra la extinción que nos acecha. El llamado a sumar niños, que serán adolescentes, que se volverán algún día adultos, mantendría en marcha a la especie. Pero los hijos, lejos de ser los escudos biológicos del género humano, son parte del exceso consumista y contaminante que está acabando con el planeta.

He ahí una paradoja, no es la única.

La congoja por la aparente «crisis de fertilidad» no tiene sentido. Europa podrá afligirse por el envejecimiento de su población,1 podrá fantasear con el surgimiento de una tropa de futuros europeos que active la industria, que sustente con sus ingresos la hiperactividad de los mercados y que sostenga, con sus prestaciones, un número desproporcionado de viejos cada día más centenarios que los Estados poscapitalistas se niegan o se han vuelto incapaces de cuidar. Pero Europa, si la miramos bien, si le ponemos encima una lupa y un ojo abierto, es apenas un pedacito de tierra con un puñado de gente. Un trozo minúsculo del globo que podría, si quisiera, si se creyera su propio relato apocalíptico y abriera sus vigiladas fronteras, solucionar el problema haciéndole hueco a tanta persona apretujada en otros lugares de la geografía.

He ahí otra paradoja.

¡Son tantos los condenados por la guerra que huyen buscando asilo! ¡Tantos los que buscan trabajo fuera de sus países! ¡Tantos los hombres y mujeres del desborde poblacional! En la India y en China, donde tras cuatro décadas de la controvertida política del hijo único ahora las parejas pueden tener dos.2 Y son sin duda tantos los que se suman a los índices de procreación en las naciones menos industrializadas. Difícil no mencionar a algunos pueblos de América Latina. Imposible no pensar en África como un enorme país parturiento (aun cuando pensemos, igualmente, en su alta tasa de muertos). Y el exceso de hijos en esos lugares forma parte de sus aprietos: ese es otro sinsentido.

La máquina de hacer hijos es nuestra condena.

Que nadie se engañe, sin embargo. No abogaré, en estas páginas, por el cese absoluto de la industria filial. No suscribo la deprimente tesis malthusiana ni la idea de que sólo las plagas y la abstinencia pondrían freno a la multiplicación natalicia.3 No creo en el darwinismo poblacional ni proclamo en lo que sigue ningún sistema de eugenesia. ¿Soluciones finales? ¡De ninguna manera!

Y no es tampoco la intención de esta arenga defender el cruel arranque de un tal Herodes, ni el vengador filicidio de la tal Medea, que según dicen las malas lenguas del canon, habría asesinado a sus vástagos como lo han hecho, también, fuera del mito y desde la Antigüedad, tantas madres en los sufridos delirios del posparto y tantas otras en su sano juicio.

No escribo a favor del infanticidio por más que el recién nacido de al lado interrumpa mi sueño, por más que los menores de arriba zapateen mi techo y mi trabajo diurno.

No defiendo la eliminación de ninguna vida —aunque sí estoy a favor de todas las formas imaginables de anticoncepción que no pongan en riesgo la salud de las mujeres—. Y estoy en contra de la violencia que sufren tantos niños y niñas hoy. No estoy en contra de la niñez.

Escrito de otro modo:

Es contra los hijos que redacto estas páginas.

Contra el lugar que los hijos han ido ocupando en nuestro imaginario colectivo desde que se retiraron «oficialmente» de sus puestos de trabajo en la ciudad y en el campo4 e inauguraron una infancia de siglo XX vestida de inocencia pero investida de plenos poderes en el espacio doméstico.

Estoy contra la secreta fuerza de los hijos-tiranos en estos tiempos que corren, veloces y desaforados como ellos —¡Sobre mi cabeza y por el pasillo. A grito pelado! Silencio, imploro, disimulando mi crispación: no hay quien trabaje en medio de semejante bochinche—. Y no es sólo contra esos hijos prepotentes que escribo sino también contra sus progenitores. Contra los cómodos cómplices del patriarcado que no asumieron su justa mitad en la histórica gesta de la procreación. Contra la nueva especie de padres dispuestos a colaborar dentro y fuera de la casa pero que parecen incapaces de pronunciar un educativo ¡no más!, un certero ¡basta! a sus hijos rebeldes; sin inmutarse les permiten pasar por sobre la paz de sus desesperados vecinos.

Y por qué no agregar a mi perorata que estoy en contra de muchas madres. No de todas. Sólo contra las que bajaron el moño y renunciaron angélicamente a todas sus otras aspiraciones, contra las que aceptaron procrear sin pedir nada a cambio, sin exigir el apoyo del marido-padre o del Estado. Contra las que se embarazaron creyendo que cazaban a algún despistado y se vieron atrapadas ellas por el hijo, solas con él. Contra las que, en un reciclaje actual de la madre-sirvienta, se han vuelto madres-totales y súper-madres dispuestas a cargar casa, profesión e hijos sobre sus hombros sin chistar. Y no me olvido de las madres prepotentes que además de engendrar (y de darse importancia haciendo rodar el cochecito sobre nuestros pies) nos obligan a asumir a sus hijos como nuestros.

Es mucha contrariedad la mía, es cierto, pero no es gratuita.

Observo con alarma que la cuestión de los hijos no ha prosperado.

Todo lo contrario, experimenta un grave retroceso.

¿Qué ha sucedido? ¿No nos habíamos liberado, las mujeres, de la condena o de la cadena de los hijos que nos imponía la sociedad? ¿No habíamos dejado de procrear con tanto ahínco? ¿No conseguimos estudiar carreras y oficios que nos hicieron independientes? ¿No logramos salir y entrar y salir del cerco doméstico dejando atrás las culpas? ¿No habíamos logrado que los progenitores asumieran una paternidad consecuente? ¿No dejamos de tolerar infelices arreglos de pareja? ¿Acaso no es cierto que son las mujeres quienes, en una aplastante mayoría, piden ahora el divorcio y lo consiguen? ¿No logramos la custodia compartida? ¿No pudimos decidir cómo criar a los hijos? ¿No les pusimos límites? ¿Cuándo fue que se volvieron nuestros impunes victimarios y los de sus padres? ¿Qué los transformó en los invencibles dictadores que ahora son? ¿En clientes a los que hay que satisfacer con una multitud de regalos? ¿En ejecutores enanos de un imperativo de servicio doméstico que continúa más vivo y coleando que nunca?

A tantas preguntas agrego una última.

¿No habíamos concluido que ya estaba passé el feminismo, que podíamos olvidarnos de sus lemas porque habíamos vencido en la lucha y podíamos dedicarnos a disfrutar lo conseguido?

Craso error, señoras y señoritas.

Presten atención: a cada logro feminista ha seguido un retroceso, a cada golpe femenino un contragolpe social destinado a domar los impulsos centrífugos de la liberación.

El viejo ideal del deber-ser-de-la-mujer no se bate fácilmente en retirada, solapadamente regresa o vuelve a reproducirse tomando nuevas formas: su encarnación contemporánea agita los pies entre pañales y chilla sin descanso junto a nosotras.

Mantengamos todavía en suspenso la corazonada que anima mis dedos beligerantes sobre el teclado y examinemos cómo la máquina de la fertilidad pone en sincronía el reloj biológico y las alarmas sociales para activar en nosotras la pulsión de procrear. No por nada las viejas feministas levantaron la idea, sin duda revolucionaria, de que la maternidad estaba bajo menos influencia de las hormonas —el «cuerpo como destino» defendido por don Sigmundo Freud— que de la construcción cultural de la maternidad.

Acaso por disentir un poco de las posturas antitéticas, defenderé una hipótesis que las combina. Y puesto que nadie me lo impide —mal que me pese, yo firmo esta diatriba— lanzo mi conjetura como cierta: en el tener-hijos no sólo persiste el llamado biológico (el proverbial reloj haciendo saltar su insoportable tictac) sino que a éste se añade la insistente alarma del dictado social: se suman las hormonas y los discursos de la reproducción haciendo que el mandato materno se vuelva difícil de esquivar. Es como si de fondo, más allá de nosotras mismas, de nuestra posible resistencia, estuviera sonando un rayado disco demográfico, exigiendo o estimulando, en cada vuelta, de manera extrañamente acompasada, el seguir haciendo hijos.

Este doble mecanismo explica la ininterrumpida proeza de engendrar, parir, acunar y para siempre estar ligada a un hijo o a varios hijos (tener sólo uno está mal visto). La compleja maquinaria se echa a andar en la infancia, con la muñeca de trapo, con los enseres domésticos en su versión juguete-de-plástico, con los relatos que enaltecen de manera precoz la procreación. Y la muñeca en los brazos no es nada inocente: «Si a una niña se le regala una muñeca se le está regalando por añadidura su maternidad», advierte la escritora chilena Diamela Eltit. «Si a un niño se le da un autito lo que se le regala es la capacidad de manejar. La capacidad de seguir un camino y encabezarlo.» Quien no pueda conducir deberá ser conducido, y las mujeres son empujadas a su destino materno. Tan poderosa (tan normalizada, dirían las señoras académicas) es esa imagen de la niña revolviendo la olla con su muñeca en los brazos que algunas mujeres adultas no alcanzan siquiera a plantearse si desean o no una muñeca de piel y carne.5 A muchas no llega a cruzárseles por la cabeza esta pregunta. Otras la evitan porque intuyen que pudieran concluir que ese es un querer prestado o impuesto al que fueron conducidas. Un querer ajeno pero invencible.

Y no digo que sea fácil abstenerse.

A partir de los veinte la pregunta materna que se le lanza a toda mujer (rara vez a un hombre) no es si va a tener hijos o no, porque un no sería inconcebible, sino cuándo piensa tenerlos. Y si falló el reloj biológico que antes sonaba a los veintitantos y esa mujer pasa de los treinta, la fatídica pregunta adquiere un volumen categórico: se activa el despertador social intentando fijar una fecha. A medida que el cuerpo-sin-hijos de una mujer avanza imperturbable hacia los treinta y cinco, los comentarios se vuelven sin duda impertinentes. Caen como martillos.

¿Y?

¿Cuándo te vas a decidir?

¿Cómo que no?

Es un egoísmo no tenerlos.

Nada peor que la vanidad en una mujer.

Ya cambiarás de opinión.

Entre el presionante cuándo y el vas y el tener y el hijos ronda el fantasma de un arraigado temor. Que una mujer quede para siempre incompleta (como si los hijos fueran una extensión de su cuerpo, un pedazo de su identidad, el modo de perfeccionar a ese ser informe y deficitario que sería la mujer). Pero hay otro pensamiento aún más angustioso: que esa mujer haya meditado un convincente por-qué-no-tener-hijos o que esté respondiendo a su nulo deseo de tenerlos. Que esté conforme e incluso celebre la idea de que no toda mujer debe ser madre y que ella se declare socia permanente de ese club.

No resulta socialmente aceptable ese razonamiento por más que carezca de lógica que todas las mujeres tengan hijos y que sea evidente que nuestro sobrecargado planeta agradecería una merma en la fertilidad. Pero no piensa así ni agradece este pensamiento la legión de las madres-militantes. Ellas (no todas, sólo las que militan, que ya son bastantes), ellas, repito, suelen reaccionar con virulencia ante la negativa. Se sienten juzgadas, algunas, sobre todo aquellas que en más de un momento se cuestionaron en secreto lo que tener hijos les significaba y todavía les impide; esas o aquellas han debido hacer un enorme esfuerzo de racionalización para aceptar sus vidas post-hijos. Enfrentar la apacible o exultante certidumbre de las mujeres-sin-hijos representa una contrariedad para las madres que dudan o se arrepienten sin atreverse a decirlo (a decírselo a sí mismas y a los demás). Hace reventar una resignación arduamente construida.

Por eso es crucial importunar a las sin-hijos. Por eso: señalarlas, cuestionarlas, interrogarlas, censurarlas. Por eso reprenderlas, mover las cabezas de un lado a otro y reiterar las ya gastadas admoniciones sumando una sonrisa de suficiencia.

Te arrepentirás cuando ya sea tarde, querida.

Y tal vez por eso no se haya abierto todavía la lengua castellana para una palabra que describa sucintamente su desobediente deseo. No es que el término no exista: childfree apareció en los años setenta en el mundo anglo, donde hasta entonces las pocas mujeres-sin-hijos decían «no puedo» en vez de decir, como dirían a partir de entonces, más numerosas, más libres, más legítimamente: «no quiero, ni ahora ni nunca». El matiz había cambiado, childfree (libre-de-hijos) distinguía una no-maternidad elegida o asumida de otra situación, sufrida, carente, estigmatizada, de no tener hijos porque no se pudo: childless.6

Y la mujer-sin-hijos, la todavía-sin, la que se pensó madre-en-pareja pero no se ha emparejado, la profesional que lo pensó pero no encuentra el minuto, la que levanta los hombros cuando le preguntan y rara vez responde. Se queda meditando, intrigada y vagamente aterrada por la idea de que el tiempo se le está echando encima: la anticuada estela del tren que ya parte dejándola sola en el andén con un coro de insistentes susurros que se aúnan alrededor suyo empujándola a tomar la decisión. Son las voces de las mujeres-madre y de las suegras que desean ser abuelas, o de las abuelas que sueñan con llegar a ser bis, o tátara, en la cantata de la procreación. Las voces de tantas que temen ver truncada la gesta reproductiva, que buscan confirmar su sacrificio pasado en el cuerpo presente de la sin-hijos. Unas voces que a menudo se mezclan con las insistentes y hasta vociferantes consignas provenientes de altas esferas de poder.

Así es: todo un coro de sopranos, barítonos, tenores, bajos: el potente vibrato del patriarcado. Se alzan precisamente ahora que por primera vez en la historia reproducirse no puede darse por sentado; ahora que empieza a hablarse de la revolución-de-los-sin-hijos.

Es esto lo que pregonan, todas juntas, las voces. Con ton y son.

¡Hijos!: el vetusto pero enérgico llamado de la religión (no importa el credo, el evangelio de la procreación es siempre el mismo) promulgando, como ventrílocuo de alguna divinidad masculina, el crecer, el multiplicarse, el llenar la tierra de sucesores y seguidores, prohibiendo, en latín o en las lenguas que se estimen necesarias, y de espaldas a todo razonamiento, cualquier método seguro de anticoncepción.

¡Hijos, hijos!: el sistema capitalista finge otra crisis productiva y exagera un asfixiado suspiro conminando a los cuerpos femeninos a hacer su gestión privada, privatizada, desasistida, mientras el Estado da señales de un inminente colapso.

¡Hijos!, repiten sin cautela los portavoces de ideologías reaccionarias. Piden hijos que sin reparo mandarán a las catacumbas si les salen rebeldes, y por supuesto piden hijas poco voluntariosas y en extremo fértiles que colaboren con la tradición de la-vida-a-cualquier-precio, incluido, no lo olvidemos, el de sus propias existencias.

Esto escribo y no digo nada nuevo todavía: sólo recojo los ecos que saturan las páginas de tantas mujeres que nos preceden. Entre tantas elijo una por detallada y díscola, y porque viene de una esquina del planeta en la letra de Marta Brunet, escritora chilena sin descendencia: «¡Tanto chiquillo!», se pregunta el narrador de su última novela, Amasijo. «¿Para qué?»

Así exclama y ampliamente se responde:

«Para el trabajo, la miseria, el sufrimiento, para la muerte. Y la humanidad enloquecida procreando. Tenga hijos... Los felices padres de una prole numerosa... La asignación familiar... El Presidente será padrino del séptimo hijo varón... Premio a la mejor madre... Viaje ofrecido a la pareja más prolífera... Han nacido trillizos... El país cuenta con dos parejas de cuatrillizos... La población infantil ha aumentado en un porcentaje satisfactorio, merced a los desvelos de sus gobernantes.»

Pero la narración contiene su propio contrapunto:

«Faltan maternidades [hospitales maternos]... Una mujer dio a luz en un retén de policía... No hay matrículas... Los escolares están subalimentados... Un tercio de los niños lactantes muere antes de cumplir un año... No hay leche... Falta calcio en los alimentos... Escasean las habitaciones... Los ranchos callampas cunden... Hay cesantía.»

Y Brunet no habla de la fatiga de las mujeres ni de la muerte durante el parto, ni menciona las bocas desdentadas de las madres de entonces que perdían sus dientes por la mala alimentación y la lactancia. Esa pobreza que el Estado no corrige mientras continúa su frenética y contradictoria propaganda procreativa:

«Pero no importa... Necesitamos niños, criaturas... Tenga un hijo... Tenga dos hijos... Cásese... O no se case... Viva con una mujer... No viva con una mujer... No ame a una mujer... Pero acuéstese con una mujer y fecunde sus entrañas, porque necesitamos hijos... El país necesita hijos, la humanidad necesita hijos... No importa que parte de esos hijos mueran. Alguno suyo o del otro, o de la otra, sobrevivirá y se educará o no se educará, tendrá trabajo o no tendrá trabajo, tendrá un hogar o no lo tendrá, será feliz o no será feliz, pero no importa. [...] Hijos, sí, hijos, para el sufrimiento, para el hambre, para la angustia, para la destrucción. Todo para la muerte, para la muerte, para ese fin.»

En esta marea de voces discordantes algunas mujeres, sin quererlo, acaban por aceptar el llamado. Acaso no fueran anti-hijos convencidas o acaso sólo han sido fugaces militantes de la anticoncepción. Estaban simplemente aplazando la decisión contra el rugido de la platea. La veintena no era un momento óptimo para lanzarse. Había otros malabares que realizar. Acrobacias educativas, laborales, creativas, cuya interrupción podría lanzarlas al vacío. Equilibrios emocionales y económicos que alcanzar, antes. Y la ciencia ha colaborado con estas mujeres abriendo la ventana temporal de la fertilidad: desde que los plazos se extendieron, por obra y milagro de la biotecnología, muchas mujeres (las que pueden asumir su costo discriminatorio) han tomado la decisión rondando o pasados ya los cuarenta.

Esas mujeres todavía-sin-hijos no se han dejado asustar por la cantinela del «pobres hijos de madres-viejas» (¡ancianas que desoyeron la pregunta por el cuándo!). Han podido desentenderse de la veterana aversión de ciertos médicos que todavía hablan, no sin desprecio, de «primíparas añosas»,7 para optar por ginecólogos más avezados en las clínicas de la fertilidad.

Solas o acompañadas, por hombres o mujeres, esas madres-tardías han cerrado los ojos y se han tragado un montón de hormonas para concebir los hijos que a esas alturas la remolona naturaleza se resiste a mandarles: milagro de la ciencia es que con tanto entusiasmo a veces se preñan de dos o tres retoños en vez de uno solo. Y las otras, las madres-milagrosas (madres-post-menopausia) logran cumplir también su propósito ante la mirada atónita y asqueada de muchos que se niegan a aceptar la posibilidad de una anciana embarazada.8 No falta el premio de consuelo si ese plan de última hora fracasa: sobran los vientres de alquiler (y hay algunos vientres voluntarios de mujeres adictas al embarazo) y sobran niños abandonados en busca de un hogar.

Y esto me inquieta: ¿No será que estas madres, las tardías, las milagrosas, han creído completarse con un hijo para descubrir que en la aparente suma mujer+madre se va restando la parte mujer? ¿No se les habrá tendido una trampa a estas madres-de-último-minuto?

Que me disculpe la multitud de mujeres-madre (y el creciente aunque todavía insuficiente número de padres comprometidos) por poner en cuestión su imperiosa necesidad de hijos. Dirán que nadie me ha dado permiso para referirme, tan enfática, tan drástica, tan severa yo, a un asunto del que desistí temprano y de cuya renuncia nunca me he arrepentido. Dirán, para refutar mis dichos, que no haber sentido ese clamor no me da derecho a llamarles la atención. Dirán que no sé de qué hablo, que exagero mi truco retórico, que distorsiono la realidad. Que engendrar es, en la vasta mayoría de los casos, un acto voluntario originado en el amor, el gesto gratuito y generoso de traer al mundo un ser vivo y auspiciar su existencia. Que hay en la crianza el sentimiento de lo gregario, el placer de compartir la vida con otros, de imaginar la vejez acompañada. Y dirán que la maternidad no es una obligación estipulada en el contrato matrimonial: ninguna mujer está forzada a concebir, agregarán, porque existen, es cierto, múltiples maneras de evitar la gestación o de cancelarla a medio camino. (A un cuarto del camino, y no es tan sencillo.)

Yo no creo desafinar ni una nota cuando digo que la melodía del gramófono social se ha intensificado. Su aguja no pasa nunca por una educación sexual que entregue opciones o una planificación social que acepte la abstención reproductiva; la aguja del disco más bien repite la línea que llama a aceptar todos los retoños que asomen entre las piernas de sus madres. Rasca, la aguja —aprovecho de exprimir la metáfora—, en la manida manipulación de verdades anticonceptivas: la exaltación del equívoco conteo de los días fértiles, el énfasis en los contados fallos del condón, la animada defensa del embrión como ser humano (¡ya pensante!, dicen algunos, ¡premunido de alma!, alegan otros) al que una mujer asesina a base de fármacos; la criminalización del aborto total o parcial al que se añade su alto riesgo en la ilegalidad y su alto costo en marcos legítimos.9 Completemos el cuadro materno-musical con un hecho más común y por ello menos evidente: la implacable repetición de exhortaciones al embarazo pendiente al hilo de la celebración de maternidades cumplidas, destinadas, ambas, a avivar en las mujeres-no-madres, o no-madres-todavía, una enorme ansiedad.

Para agravar la situación, lo que no se esperaban las mujeres que aceptaron el rechinante reclamo de lo materno era encontrarse, sin preverlo, con un aumento en los requisitos de la buena-madre. A ella ahora se le recomienda el retorno al parto sin anestesia, al alargue de la lactancia, al pañal de tela, al perpetuo acarreo de los niños a sus numerosas citas médicas, pedagógicas y sociales (porque a nada pueden ir por cuenta propia); y se le suma el nuevo tiempo de calidad que reduce su independencia.

No debería abundar en estos refunfuños aquí —ya lo haré, en extenso, más adelante—, simplemente señalo que todo este exceso de obligaciones no lo experimentaron nuestras madres (y menos nuestros padres, que no movían un dedo). No lo vivieron ni las madres-dueñas-de-casa ni las madres-profesionales, aun cuando éstas sí experimentaran un culposo desasosiego. A todas les tocaba pesado y les tocaban recriminaciones, pero supieron soslayar algunas y confiaron en el futuro esperando que sus hijos fueran más colaboradores que sus padres, y que sus hijas ya no tuvieran que esforzarse tanto. Aun cuando algunas lo lograron, y nos dejaron compañeros y compañeras más entusiastas en los rigores de la casa, estos, los trabajos, no han hecho sino aumentar y multiplicarse a medida que desciende el número de hijos. Y así las mujeres-madre tienen más derechos pero también más deberes, y más presencia pública mientras en el ámbito privado se les exige también más que nunca.

Una nueva coartada se ha lanzado contra las mujeres para atraerlas de vuelta a sus casas.

El instrumento de este contragolpe tiene un viejo apelativo:

¡Hijos!