Los ojos de Pablo Evans no podían acomodarse a Buenos Aires. En cada lugar que intentaba fijar la mirada, encontraba un obstáculo. Estaba acostumbrado a las superficies suavemente onduladas de San Pedro, el río sin olor a pescado muerto de hacía dos días, desacostumbrado al retrato de Rosas vigilando, severo, la vida en la ciudad. Y si nada había para detener su mirada, era entonces el miedo que respiraba a cada paso, entre el ruido de los carruajes, los negros que vendían comida, y los chiquitos que pasaban corriendo detrás del caballo robado a algún doctor que hacía una visita.
Le molestaba caminar por Buenos Aires, había demasiada gente, demasiados negocios, demasiado Rosas por todas partes. Parecía que uno no podía despegarse de su mirada, como no podía despegarse del olor repugnante que venía de los saladeros, la industria que florecía en los barrios del sur de la ciudad. Su mente solo iba hacia San Pedro, hacia el ruido tonto de las ovejas, hacia el color crudo de la lana, el olor a pasto, la figura atenta de Magdalena en la galería, vigilando todo, sus hermanas paseando en burro a los gritos, rodeadas de peones que se morían de risa al verlas tan asustadizas.
Suspiró profundo, tanto que se le hundió el pecho. Porque más allá de sus olores, sus obstáculos, su opresión, Buenos Aires tenía lo que él más deseaba, libros de contrabando, robados a la vigilancia de Rosas. Libros salvajes y unitarios.
La gente lo miraba con curiosidad. La ciudad era grande, pero no tanto. La gente de dinero se conocía entre sí y reconocían unas ropas bien hechas cuando las veían. También eso le molestaba. En Buenos Aires tenía que andar de chaqueta federal, vestido de algo que no era: un porteño ricachón.
O sí lo era. Ya no sabía qué era. En San Pedro todavía algunos lo miraban raro, en Buenos Aires muchos lo miraban de reojo. Era un porteño en San Pedro, un gaucho rubio e incómodo en Buenos Aires. Y en todos lados era un hombre que mentía, un hacendado que había querido ser un intelectual y pasar los días y sus noches escribiendo en lugar de contar ovejas, un hombre que trataba de escapar de un amor que no era posible.
Pensó con rabia que debería haber ido a la casa de los Aráoz a caballo, pero odiaba tanto montar por la ciudad, sucia y mal empedrada, que hacía un infierno cualquier trote de burro manso.
Todo esto le pasaba mientras caminaba hasta que un poste en una esquina se chocó contra él. Insultó en inglés, como había aprendido de su padre, para no horrorizar a los que pasaban al lado suyo. Sentados en la vereda, unos chiquitos que habían visto todo, se burlaban de él. Le dolía la nariz y la frente y un ojo se le cerraba de tanto lagrimear.
—Eso le pasó por irse a Buenos Aires —lo habría retado Magdalena.
La mulata se enojaba con él cada vez que iba a la ciudad.
—¿Y qué voy a hacer? —le contestó discutiendo con ella en su mente—. Tengo que casarme, ¿o no?
La imaginó desviando la mirada como siempre que discutían sobre el tema. Se llevó la mano al rostro para limpiarse los ojos de su recuerdo. Los dos sabían la respuesta y era afirmativa. Tenía que casarse. A los veinticuatro años, era su obligación formar una familia y tener hijos que se ocuparan de mantener la estancia y las ovejas de San Pedro. Quizá cuando crecieran, él finalmente podría sentarse a leer y escribir como deseaba cada noche, sin tener que volver a contar otra oveja en su vida.
Siguió caminando, después de echarle maldiciones al poste y al bosque del que había salido. Miró mal a los nenes, lo suficiente como para hacer que se asustaran y dejaran de reírse. Magdalena se habría puesto del lado de los chiquitos. Incluso se habría reído con ellos.
Llegó a la calle Potosí. La casa de altos era tan pomposa como había visto en los días anteriores. Quería llevar a Guillermina, llevarla a la amplitud de “La Inglesa”, hablar con ella en medio del campo, en alguna lomada sobre el río, sintiendo el suave viento en la cara, el aroma de los tilos florecidos en noviembre y el agua del Paraná que corre despacio como el atardecer. Extrañaba dolorosamente el campo y su sencillez.
Se anunció en el portón de hierro forjado. Como en los días anteriores, la casa se alteró en un espasmo de movimientos ocultos tras las ventanas del piso superior. Había tanto pudor estudiado que lo fastidiaba. No estaba acostumbrado a esos volados sociales, prefería que todo fuera más simple. Pero hacer las cosas de modo simple hubiera espantado a Guillermina y a su madre, así que aceptó las convenciones y desde hacía un mes la cortejaba en silencio, preparando a la familia para la propuesta. El fingía que no estaba ansioso por casarse, ellos fingían que lo recibían con naturalidad y sin leer en sus visitas más razones que la amistad. Una criada negra, muy jovencita, lo hizo entrar. Ya lo había visto varias veces, pero esta vez le llamó la atención la mirada de la muchacha, entre la sorpresa y la diversión.
Entró a la casa y fue a la habitación donde siempre lo recibían la madre, realizando una labor de costura que se parecía mucho a un trapo arrugado, y la hija jugando con el abanico mirándolo con disimulo mientras él hablaba con doña Agustiana. Al entrar les vio hacer el movimiento de cortesía acostumbrado, pero en ambas se detuvo a la mitad. En Guillermina vio dibujada una sonrisa que se borró al instante. En la señora, vio una mirada de confusión y una pregunta que se reprimió en los labios apretados. Ninguno de los tres se movía, hasta que él empezó a reírse, sintiéndose ridículo.
—Díganme qué pasa, por favor.
Guillermina no se atrevió a hablar y escondió la mirada en el sillón que tenía a su lado. Su madre, en cambio, no pudo evadir la pregunta.
—Buenas tardes, Pablo… Es que tiene una línea blanca en el traje y la cara colorada de un lado… y…
El poste seguía en su cara. Pablo se movió buscando un espejo, de los tantos que había visto en la casa sin encontrar ninguno. Trató de explicarles lo que había pasado a las mujeres que lo veían dar vueltas.
—Venía caminando y me choqué con un poste. Evidentemente recién pintado a la cal.
—¿Se lastimó? —preguntó la señora entendiendo un poco más.
—Un poco, parece.
Se volvió hacia ellas.
—¿Qué piensan?
Las dos pegaron un salto que hizo que Pablo tuviera que retroceder un paso por la sorpresa. Al minuto siguiente estaba sentado en el sillón de la señora, rodeado de encajes y sedas que volaban mientras las dos mujeres se movían a su alrededor. Guillermina le sacudía delicadamente la chaqueta azul, dedicándose con esmero, para que no quedara nada de blanco. La señora le examinaba la frente con pericia de madre, evaluando cada partecita del moretón que ya se estaba volviendo color violeta. Un estanciero que tropezaba en la ciudad. Volvió a sentirse terriblemente ridículo. Magdalena lo habría mirado con tristeza.
Hasta que se dio cuenta, claro, de que la preciosa Guillermina estaba tan cerca de él que podía sentir el calor del hombro desnudo casi pegado al suyo, mientras le limpiaba la chaqueta. La miró de cerca, agradeciendo al poste por haberlo chocado.
Guillermina llevaba un vestido rosa liviano, hecho de una tela transparente, con un género de base en blanco, lo que le daba un aire de pimpollo de rosa. Tenía la piel blanca, los ojos oscuros de porteña. Había notado que casi nunca cerraba los labios, aun si permanecía en silencio los mantenía abiertos. Llevaba el cabello peinado con demasiados bucles que no parecían naturales y que le rozaban los hombros desnudos cada vez que movía la cabeza.
La madre distinguió una herida imperceptible —quizá inexistente— sobre la ceja y fue derecho a un aparador en busca de una botellita de algún licor que tenía allí guardado para emergencias. Pablo y Guillermina quedaron solos un instante. Los dos se dieron cuenta. Él la miró disfrutando observarla sin control alguno, ella lo vio y le sonrió divertida, alegre, casi como si estuvieran jugando a las escondidas y esperara ser descubierta pronto.
La señora volvió y Guillermina dejó de sonreír tan alegre. Puso cara más seria, aunque todavía se adivinaba algo de lo que había ocurrido recién. Ella seguía limpiándole la chaqueta como si el futuro de la Confederación Argentina se definiera en la limpieza de la tela. El olor del brandy en la frente lo reanimó un poco, e incluso le hizo darse cuenta de que había estado un poco mareado.
—¿Quiere que le sirva un poquito, Pablo?
—Sí, gracias.
La cabeza le daba vueltas de tanto pensar. Estaba claro que llevaba varios días pensando en el asunto. Guillermina decidió que la chaqueta estaba suficientemente limpia y se alejó un poco de él. La siguió con la mirada, lamentando la distancia. Quería volver a ver esa sonrisa tan hermosa, como de manzanas tiñéndose de rojo al madurar. Ella se sentó en un banquito cerca de él, observando a su madre que le servía el brandy en una copa pequeñita de cristal verde. La mujer se volvió al aparador para guardar la botellita y Pablo se volvió a Guillermina.
Ella lo miraba otra vez con esa sonrisa de travesura a escondidas y él tuvo que sonreírle de la misma manera. Si tenía alguna duda sobre casarse o no con ella, se disipó en ese momento. Quería esa sonrisa para él, era una sonrisa que podía iluminar una noche áspera, una mañana nublada. Y esos ojos, que hasta entonces solo habían fingido pudor, le mostraban otro mundo posible, un mundo inocente de sangre, uno muy parecido al que soñaba mientras contaba ovejas en su escritorio.
—Bueno, ¿se siente mejor? —preguntó la señora al regresar.
—Sí, señora, muchas gracias.
—¿Tan distraído venía que no se dio cuenta del poste?
Pablo rió.
—En San Pedro los postes no nos chocan. Acá en Buenos Aires parecen tener vida propia. Voy a estar más atento, la ciudad siempre me sorprende con sus rarezas.
—¿Y qué otras cosas raras encuentra? —preguntó Guillermina examinando con atención las varillas de su abanico.
—La ausencia de árboles. Quizá sea eso. Acá no hay árboles, hay postes —los tres rieron. —Extraño los árboles de San Pedro.
—¿No le gusta la Alameda?
—La Alameda es… —dudó un momento. No quería ofenderla diciéndole que La Alameda le parecía un lugar falso y sin vida, hecho para aparentar. —¿Ha estado en un monte alguna vez? Uno de sauces junto al río. Con mis hermanas pasamos muchas horas del verano allí. Los sauces cantan a la hora de la siesta, eso dice mi hermana Valentina. En la Alameda los álamos no cantan…
—Usted debió ser poeta, Pablo —dijo la madre por la hija, que parecía sumida en un ensueño por las palabras de Pablo.
—Quise serlo, hace un tiempo, ¿sabe usted? La vida me llevó a San Pedro y ya no pude hacer otra cosa. A veces leo por las noches algo de poesía, lo poco que se puede conseguir… Pero los gallos me despiertan temprano y la lectura ha quedado como un lujo que puedo darme en Buenos Aires. ¡Qué tarde se levantan los porteños! No me acostumbro tampoco a estas horas. A las cinco de la mañana ya estoy despierto y empiezo a dar vueltas. Para colmo de males no traje criado, así que desayuno peor que un fraile.
—¡Ah, pero eso no puede ser! Desde mañana vendrá a desayunar a esta casa, se levante a la hora que se levante, se viene derechito. Le voy a dejar la orden a la cocinera, ¿qué le gusta a usted? ¿Fruta, café con leche, pan con manteca?
—Para empezar… —contestó riendo.
—Por supuesto que lo tendrá. No se irá a San Pedro diciendo que las porteñas no son buenas anfitrionas. Es mi orgullo de porteña el que está en juego y no se atreverá a ofenderlo, ¿no?
—Claro que no. Vendré y me comeré todo lo que me pongan delante, así sea pan con manteca o un cabrito asado.
La señora Aráoz dijo con voz solemne:
—Si usted quiere cabrito asado, así será.
—Vendré con gusto. Quizá pueda acompañarlas a la iglesia luego. ¿Les gustaría?
Las dos asintieron. Pablo sonrió sintiéndose bien por primera vez en Buenos Aires. Quizá la perspectiva de un buen desayuno lo hacía sentir mejor. Vio que las mujeres se miraron de reojo. La señora carraspeó modestamente y le preguntó:
—¿Hasta cuándo piensa quedarse en Buenos Aires?
—Unas semanas más.
—Ah —se escuchó suspirar a Guillermina.
—Así es —explicó Pablo. —Vine a Buenos Aires a buscar nuevo exportador para las lanas, el que tengo no me convence. Pero no quiero aburrirlas con eso.
—¡No nos aburre! —dijo Guillermina entusiasmada—. Me gusta saber qué hace en San Pedro, parece que es muy feliz allí.
—Lo soy. Usted también lo sería si viviera allí. Se respira un aire tan limpio, los árboles, las hojas en otoño se escuchan caer, los animales están desparramados por el campo, uno se acostumbra a escucharlos. No hay gente como aquí, claro. Ni tantas fiestas, pero la vida es tanto más tranquila…
—Me gustaría conocer la estancia algún día.
—Cuando quiera está invitada —le sonrió galante.
—¡Tiene que prometernos un cabrito! —rió la señora.
Una criada entró por la puerta. Doña Agustiana la miró muy seria, como si no contara con esa interrupción.
—¿Qué necesitás, Paca?
La criada soltó sin respirar:
—Dice don Fulgencio si no le abre la tapa del aljibe.
Pablo sonrió al ver a la señora ponerse pálida y mirarlo a él con disimulo.
—¿La tapa del aljibe? ¿Y por qué está cerrada?
—Porque siempre la cerramos a la nochecita…
—¡Pero por favor! ¿Cómo que a la nochecita? Seguramente la mandé a cerrar por la tormenta, ¿sintió el chaparrón, don Pablo? Siempre se llena de hojas el aljibe si no cerramos la tapa con candado. Uno nunca sabe. Bueno, andá, Paca, decile a Mariano que le abra la tapa a don Fulgencio y al que quiera un balde de agua… No se vaya a decir que no permitimos que nuestros vecinos disfruten del aljibe. La gente es envidiosa, don Pablo. Si uno tiene comodidades, lo tildan de tacaño. Es difícil andar por la vida explicando todo. Pero así debe ser. ¿Usted tiene aljibe en la casa?
—No tenemos.
Guillermina lo miró de reojo. Pablo volvió a sonreír.
—La casa de Buenos Aires tiene pocas comodidades, simplemente porque pasamos tan poco tiempo ahí que no vale la pena. Alquilamos las habitaciones y poco más. La estancia, en cambio, tiene todas las comodidades que uno podría esperar para vivir bien. Nos hemos ocupado de hacerla un lugar confortable. Mi madre, en especial, disfruta mucho de pensar mejoras para el edificio. Según mi madre, usted llegó a conocer la estancia, doña Agustiana, en un viaje que hizo a San Nicolás, se detuvo unos días en San Pedro.
—Estuve hace muchos años, antes de que naciera Guillermina.
—¿Me vio usted en ese entonces?
—¡Claro que sí! El más hermoso niño de piel blanquita, con las mejillas más rojas que se pudiera pedir. Su mamá estaba tan orgullosa de usted. Su papá también, él estaba seguro de que seguiría en el campo, tal como él lo estaba planificando.
—Estoy tratando de hacer el mejor trabajo posible. Quiero creer que mi padre se sentiría orgulloso de ver lo que he hecho con la estancia.
Guillermina removió el bordado que tenía en las manos, fingiendo rematar un hilo. Sin levantar el rostro, pero mirándolo, le preguntó:
—¿Le gusta mucho la vida en el campo, don Pablo?
Pablo le sonrió comprensivamente:
—Creo que es la vida a la que me he acostumbrado. La soledad del desierto, el río de un lado y la pampa del otro. ¿Alguna vez estuvo en el verdadero campo, Guillermina? A solas, con el viento. No hay nada que se parezca a esa soledad. Ahí uno puede pensar sin preocuparse, sonreír porque sí, soñar porque nadie está cerca para decirle qué es lo que tiene que pensar.
—Me imagino que a usted nadie le dice qué pensar, don Pablo —susurró Guillermina, ruborizada.
Pablo le sonrió, admirando el brillo que le daba a sus ojos la inocencia.
—Pero, por supuesto —dijo alzando el mentón hacia ella, —estoy seguro de que también puede tentarme Buenos Aires y sus modernidades. O, por lo menos, estoy dispuesto a dejarme convencer.
Guillermina lució animada.
—¿Y qué hace falta para convencerlo?
—Unos ojos grandes y oscuros y unas manos delicadas. Verá, Guillermina, vengo a medio convencer —le dijo sonriéndole y mirándola a los ojos.
Doña Agustiana se removió en el sillón, haciendo ruido con la falda. Miraba hacia otro lado mientras se acomodaba la cinta roja que llevaba prendida en el brazo. Pablo sostenía la mirada pudorosa de Guillermina y se reía del disimulo de la madre. El movimiento de la cinta lo distrajo, pero pospuso cualquier reflexión para otro momento. Guillermina no merecía ser teñida por el color rojo de esa cinta.
Volvió a entrar Paca, más preocupada que antes.
—Doña Agustiana, ¿cerramos la tapa o no?
—Por supuesto que no, Paca.
—Pero dice Mariano que usted se va a enojar si no la cerramos y no me hace caso.
—Decile que yo te dije que la dejaran abierta.
—Dice Mariano que soy tonta y que no me cree.
La señora los miró ansiosa. Pablo se hizo el distraído, lo mismo hizo Guillermina.
—Vamos —le dijo a Paca y salió con ella.
Pablo se miró las manos sonriendo. ¿Habría sido planeada la salida de la señora? Por un instante le pareció que sí, pero al mirar a Guillermina y ver que ella parecía confundida por quedarse a solas de nuevo con él, pensó que quizá eso era obra de una nueva casualidad en ese día. No le gustó la expresión de confusión en su rostro y le sonrió.
—¿Ha estado usted en el campo?
—Solo en la quinta que tenemos en el pueblo de Flores.
—Entonces no conoce el campo todavía —le contestó sonriendo—. Creo que le va a gustar, si le gustan las cosas sencillas.
Ella volvió a mostrarse confundida y empezó a rascar con la uña una de las varillas del abanico.
—La casa de “La Inglesa” en particular es mi mayor orgullo. He tratado de darle a mi familia todas las comodidades que se puedan encontrar en una ciudad como Buenos Aires, pero sin sus molestias. Mi intención es hacerla una casa de altos. ¿Le gustan a usted las casas de altos?
—Me encantan. Mi tío tiene una, con mis primas subimos al mirador y vemos el río desde ahí. Y también vimos venir el malón, ¿le conté que vi una vez un malón? Estuvimos rezando hasta que avisaron que los indios se habían desviado. No quiero acordarme porque me dan ganas de llorar.
—No llore —susurró él.
Ella se pasó los dedos por una de las mejillas como limpiándose una lágrima.
—No lloro, no se preocupe. Tuvimos mucho miedo ese día. ¿Hay malones en San Pedro, don Pablo?
—No ha habido malones en quince años. Y si ocurren, estamos preparados para resistirlos. La casa tiene un mirador y mis gauchos saben qué hacer. No debe temer, en el campo también existe la civilización.
—¿Y tienen bailes y fiestas?
—Claro que sí, y se hacen reuniones de todo tipo. Quizá la sociedad no sea tan refinada pero… —Pablo suspiró tratando de encontrar las palabras— hay un aire menos asfixiante que en Buenos Aires.
—Me encantaría visitar su estancia y pasar unos días con usted —murmuró ella ruborizándose y mirando hacia la puerta.
Pablo siguió su mirada y vio a doña Agustiana muy seria en la puerta. La señora no parecía enojada, solo tenía una mirada confusa, como si le molestara haber sido descubierta por ellos dos.
Apareció detrás de ella don Andrés Aráoz para salvarla de explicaciones incómodas.
—Buenas tardes, Evans. ¿Entretiene a las mujeres? —dijo el hombre haciendo pasar a su mujer a la sala para poder saludarlo con un apretón de manos.
—Me estuvieron mimando un rato, debo confesarlo, no llegué en las mejores condiciones.
—Llegó un poco lleno de cal —bromeó Guillermina con timidez y casi sin mirar a su padre.
—Y mareado —agregó su madre.
—¿Y ya lo recuperaron?
—Parece que ya se siente mejor, Tatita.
—Entonces van a prestármelo que tengo que hablar de negocios con él.
Las mujeres aceptaron con una sonrisa. Antes de que salieran la señora les dijo:
—En una hora estará la cena. Espero que los negocios no hagan que se enfríe.
—Por supuesto que no —le contestó Pablo con una reverencia.
Aráoz lo llevó a través de los pasillos hacia una habitación más pequeña, oscura y llena de libros que le servía de escritorio y de oficina de negocios de exportación e importación. El hombre, unos veinte años mayor que él, todavía joven, con el cabello castaño, sin canas, era muy parecido a Guillermina. Lo hizo sentar después de ofrecerle un poco de aguardiente.
—¿Vino o no vino a hacer negocios, Evans?
Le gustó que fuera al grano. En general, los financistas solían dar vueltas para todo, como si tuvieran que encontrar la manera de convencerlo.
—Vine a casarme con su hija —le dijo ya seguro de lo que quería.
—Ah, bien. Era lo que todos pensábamos. Incluso me informaron desde Palermo que apreciaban el matrimonio.
—¿Así que Palermo ya dio la aprobación?
—Llegó con una felicitación de Manuelita y un “así que va a criar ovejitas” del Restaurador.
—Es bueno saber que lo aprueba.
—Su familia siempre tuvo la aprobación de Rosas.
—Siempre fuimos afortunados en tener a nuestro favor la magnanimidad del Restaurador —Pablo hablaba como siempre que hablaba de estos temas: con palabras largas, la boca pastosa, un nudo en la garganta que no se desenroscaba.
—Mi familia va a apreciar mucho la conexión. Mi esposa y mi hija son muy asiduas a Palermo.
—Ya me hablaron de eso varias veces. Manuela parece que la trata muy bien. ¿Se dice algo sobre Terrero?
—Poco y nada.
—Pero viviendo él en Palermo, ¿no sería lo más decente que se casara con ella? ¿Qué es lo que pretende Rosas con todo esto?
—Nadie lo sabe. Seguir sus caprichos, supongo. ¿Qué debe ser más divertido para alguien como él prohibirle a su propia hija que se case con el hombre que ama y hacer vivir a ese hombre en su propia casa? La humillación es solo una forma más de poder, Evans. Por mi parte —dijo Aráoz después de tomarse un trago rápido de aguardiente— quiero que mi hija se case. ¿Piensa llevarla a San Pedro?
—Al menos, por el momento sí. No soy útil a ninguna oveja en Buenos Aires.
—Es una niña porteña, conoce las quintas, pero no la vida de estancia. Trátela bien.
—Mi madre y mis hermanas la tratarán bien, no estará sola. Y San Pedro no es solo un rejunte de gauchos, hay varias familias de bien y nos reunimos seguido. Usted conoce a Beláustegui. Somos buenos vecinos. Tendrá sociedad si la desea.
—¿Y Magdalena?
Pablo pestañeó. No esperaba que la nombrara, quizá porque estaba convencido de que no había nada que decir sobre ella en esa conversación.
—¿Qué pasa con Magdalena?
—Se sabe que no es una mulata cualquiera en “La Inglesa”.
Pablo habló con voz pausada.
—Por supuesto. Fue entregada en custodia a mi padre como muestra de confianza y afecto. Mi madre la tomó como a una hija más y así es tratada por nosotros. Cuando mi padre murió, Magdalena pasó a estar bajo mi cuidado y responsabilidad. Ocupa una posición privilegiada, sí. La que le da el amor de mi madre.
—¿Y usted?
—No entiendo.
—Usted se quiere casar con mi hija, Evans. Palermo ya lo aceptó. Incluso cuando usted no ha ido a presentarle los respetos a su padrino. Hágalo mañana, es su obligación de buen federal. Mi hija va a ser señora de “La Inglesa”, quiero que me garantice que lo será.
—Para eso me caso con ella.
—Y si usted tiene hijos con Magdalena…
—No los tengo.
—Déjeme hablar —dijo Aráoz alzando una mano. —Yo sé bien quién es Magdalena. Guillermina no lo sabe. No quiero que exista ningún problema entre mi hija y ella, no quiero que exista la menor posibilidad de rencor o sufrimiento o violencia… o venganza. Si tiene hijos con ella, que vivan fuera de la casa. No humille a mi hija.
Pablo lo dejó terminar, tratando de calmarse a sí mismo. No era la primera vez que escuchaba esas cosas sobre Magdalena, y probablemente tampoco la última. Respiró profundo antes de responder:
—Sé que se dicen cosas sobre Magdalena y sobre mí. Nada de eso es cierto. Mi madre la ha cuidado como a su propia hija y así es tratada en la estancia. Aún así, es una agregada. Ella conoce su lugar, nunca ha intentado ocupar otro. Mi familia espera ansiosa encontrar un buen marido para ella, darle la buena vida que mi padre deseó para su futuro. Seguramente habrá escuchado que ella es mi amante, o cosas por el estilo. No es cierto, lo repito. ¿Piensa usted que lo haría en la propia casa de mi madre? ¿Delante de mis hermanas? No sé qué clase de personas se ven en Buenos Aires, pero en “La Inglesa” se mantiene el respeto y el honor de las mujeres, cualquiera sea su condición. Así será tratada Guillermina.
—Me alegra escuchar eso. Tiene mi bendición. No quise ser tan directo ni juzgarlo demasiado. Sé que cualquier hombre tiene sus debilidades, he visto a Magdalena y no es una locura suponerla su amante. Confío en su palabra. Su padre fue un hombre de honor, usted también lo es. Así que como dice Rosas, ahora criaré ovejitas como nietos. Parece que el negocio de la lana está funcionando.
—Aumentar las cabezas es mi prioridad. Y mejorar la calidad de la lana.
—Me dijeron que le recomendaron a Villafañe.
—Don Gervasio me lo recomendó.
—Es un gaucho, no espere un caballero. Pero no puede conseguir alguien más experimentado.
—Eso es lo que necesito. Últimamente la estancia se ha llenado de visitantes inesperados. Hay gente moviéndose por la campaña. Necesito alguien que mantenga a raya a la peonada.
—Está bien. Villafañe sabe de mandar. Estuvo un tiempo en la frontera. Volvió hecho un indio, aunque se le pasó un poco. Es rebelde y mayor que usted. No se deje dominar.
—No pienso hacerlo.
—Y parece que le gustan los líos de polleras. Tenga cuidado con las mujeres de la estancia.
—Lo tendré.
—Más allá de eso, lo que le han dicho es la pura verdad. Es un salvaje unitario, tal como usted y yo. Se arriesga a todo lo que le pida. Parece que no tuviera miedo a nada. No va a encontrar mejor aliado para nuestros negocios en Entre Ríos.