El tiempo transcurrió como lo hace en la sabana: el ciclo de la vida continuó su marcha conforme la tierra árida se tornaba fértil. Los lagos se evaporaban y se volvían a llenar. Las manadas crecían y disminuían. El sol cocía la tierra y la lluvia la inundaba. Mientras tanto, los leones de la Roca del Rey observaban a su príncipe volverse más grande y audaz.
Las siestas sobre las patas de su madre habían terminado. Su pelaje se había oscurecido de tanto jugar bajo el sol y su vientre había perdido la gordura y se había vuelto magro por tanta actividad. Sus ojos, brillantes e inquisitivos, no dejaban de moverse y él rara vez dejaba de hablar. Solo el sueño lo vencía, pero aun dormido movía sus patas como si estuviera soñando que perseguía antílopes en la sabana.
Al despertar de un gran sueño en el que ayudaba a su padre a salvar a una familia de antílopes de una inundación, Simba estiró las patas y arqueó la espalda. Levantó su cabeza y dejó escapar un fuerte bostezo. Cerca, otro de los cachorros se agitaba dormido solo para volverse a acurrucar junto a su madre. Simba esperó un segundo más, deseaba tener un compañero de juegos, pero después de otro bostezo —más fuerte e intencional esta vez— se dio cuenta de que tendría que encontrar a alguien más. De pronto, sus ojos se agrandaron. No necesitaba a nadie más para jugar. Había olvidado por completo qué día era. Se suponía que hoy pasaría tiempo con su papá, igual que en el sueño.
Levantándose, empezó a saltar y a rebotar sobre las leonas dormidas y sus cachorros, hasta llegar al frente de la guarida, donde dormían su madre y su padre. Aferrándose a la cola de Mufasa, Simba subió y comenzó a arrastrarse sobre la enorme espalda del león dormido. Aunque Simba había crecido mucho desde su ceremonia de presentación, encima de su padre aún lucía diminuto. Alcanzando la cabeza de Mufasa, se dejó caer sobre ella y comenzó a golpear la oreja del gran león.
—Papá, ¿estás despierto? —preguntó—. Papá…
En respuesta, Mufasa dejó escapar un fuerte ronquido.
«Entonces, ¿crees que fingir que roncas me engañará?», pensó Simba. Sus ojos se entrecerraron traviesamente. «Bueno, ya lo veremos». Inclinándose más para colocar su boca directamente en el oído de Mufasa, empezó a gritar.
—¡Papá! ¡DESPIERTA, PAPÁ! ¡PAPÁ! ¡PAPÁÁÁ!
Sarabi abrió un ojo y miró a su hijo. Viendo que no estaba sangrando, herido o necesitado de algo urgente, lo cerró de nuevo.
—Tu hijo está despierto —dijo con voz somnolienta.
Junto a ella, Mufasa movió la cabeza y sacudió a Simba también.
—¡Antes del amanecer es tu hijo! —exclamó, sin molestarse en abrir los ojos. Esta no era la primera vez que lo habían despertado los gritos, o dientes, de su hijo precoz.
—Vamos, papá —lloriqueó Simba—. ¡Vámonos! ¡Dijiste que hoy podría patrullar contigo! Y hoy ya empezó. ¡Tú lo prometiste! —Arremetiendo contra la melena de su padre, Simba quedó colgado de sus gruesos mechones con sus pequeñas garras—. ¿Ya despertaste? —preguntó sonriente y sin quejarse, pues podía ver que, aunque a su padre no le gustara, ya estaba completamente despierto.
Despacio, el rey se levantó. Después dejó escapar también un bostezo. Pero, a diferencia del bostezo minúsculo de Simba, el suyo rebotó por todas las paredes de la guarida, sobresaltando y despertando a más de una docena de leones dormidos.
—Hagámoslo —dijo, sacudiéndose el sueño y dándole a Sarabi una rápida caricia con el hocico. Después, él y Simba salieron de la guarida hacia la luz de la mañana. Detrás de ellos, Sarabi observaba con una sonrisa en los labios. Sabía que la vacilación de Mufasa era solo una actuación; no había nada que le gustara más que estar con Simba. Y si quedarse sola le daba a ella unos momentos más de paz y calma, le parecía todavía más dulce.
—Entonces, ¿qué es lo primero? —preguntó Simba, mirando la sabana que se extendía ante ellos—. ¿Dar órdenes para cazar? ¿Ahuyentar intrusos malvados?
En lugar de contestar, Mufasa comenzó a caminar, pero no por las rocas en dirección a las tierras bajas, sino hacia arriba, hasta la parte más alta de la Roca del Rey. Simba corría tratando de alcanzarlo, saltando y cayendo mientras luchaba contra la empinada superficie de la roca.
—¡Papá! —gritó—, ¡vas por el camino equivocado!
Mufasa siguió sin responder. Escaló lenta y tenazmente. Momentos más tarde, Simba llegó sin aliento y muy confundido. Mirando a su alrededor, vio a su padre sentado con su espalda contra la roca, su mirada fija en el horizonte conforme el sol seguía elevándose. Simba se acercó y se sentó en la planicie junto a él. Esperó un minuto que le pareció una eternidad y finalmente, sin poder aguantar más, dijo:
—¿Qué estamos haciendo? ¡No hay nada acá arriba!
Mufasa sacudió la cabeza.
—Mira, Simba —dijo con voz grave—. Todo lo que la luz ilumina es nuestro reino.
Siguiendo la mirada de su padre, Simba contempló toda la tierra que se extendía al horizonte. Sus ojos se agrandaron.
—Guau —expresó con suavidad—. ¿Tú reinas en todo esto?
—Sí —contestó Mufasa asintiendo—. Pero el tiempo de un rey para gobernar se eleva y desciende como el sol. Algún día, Simba, el sol descenderá en mi reinado y se elevará en el tuyo, como el nuevo rey.
Simba asintió, oyendo lo que su padre decía, pero sin entender. Había algo tan serio, tan triste en su tono, que lo hacía temblar inesperadamente. Nunca habían conversado así. Y aunque no podía explicarlo, lo entristecía oír a Mufasa hablar de su propio final. Pero tan rápido como la tristeza llegó, se fue, reemplazada por un entendimiento repentino.
—Espera —dijo Simba, animándose—. ¿Estás diciendo que todo esto será mío?
—Esto no le pertenece a nadie —corrigió Mufasa, moviendo su gran cabeza—, pero deberás protegerlo. Es una gran responsabilidad.
Dejó de mirar al horizonte y bajó la vista a donde estaba Simba. El joven cachorro no sabía nada de responsabilidades, pero aprendería muy pronto. Los leones crecían rápido en las Tierras del Reino, y Mufasa necesitaba que su hijo entendiera lo que estaba en juego.
Por un momento, Simba se quedó mirando fijamente la sabana con la boca abierta de asombro.
—No es cierto —dijo al fin—. ¿Estás seguro? ¿Hasta donde llega la luz? Aquellos árboles y el abrevadero y aquella montaña y… —se detuvo a explorar más en el horizonte— ¿más allá de aquellas sombras?
Mufasa siguió la mirada de su hijo hasta el punto más lejano en el horizonte, donde el sol apenas llegaba y las tierras parecían estar en permanente oscuridad. Sacudió la cabeza advirtiéndole:
—Por ahora no debes ir allá.
—Pensé que un rey podía hacer lo que quisiera —meditó Simba confundido—. Tomar cualquier territorio.
Mufasa suspiró.
—Mientras otros buscan lo que pueden llevarse, un verdadero rey busca lo que puede dar.
Dando la vuelta, Mufasa emprendió el regreso a la Roca del Rey. Simba se detuvo para ver cómo su padre maniobraba con facilidad sobre las afiladas rocas. «Algún día voy a ser como él», pensó, «y entonces podré ir a donde quiera y nada me espantará. Ni siquiera la tierra de las sombras».
Asintiendo con decisión, Simba empezó a seguir a Mufasa. Por un rato, padre e hijo caminaron en silencio, cada uno perdido en sus propios pensamientos. Mientras atravesaban las Tierras del Reino, Mufasa señalaba las pequeñas y casi secretas vistas del reino: las cavernas talladas en roca antigua, hogar de toros de cuernos largos; la arboleda que daba alimento a una manada de elefantes. Simba observaba todo con los ojos bien abiertos. Al ver a un par de toros peleando y oír el sonido de los cuernos al chocar, y que rebotaba en las paredes de la caverna, se acercó más a su padre. Iba a ser valiente y nada lo espantaría, algún día. Por ahora, todavía le gustaba tener a su padre junto a él.
A medida que avanzaban hacia una de las partes más extensas de la sabana, Simba vio una manada de antílopes saltar y correr hacia ellos. Su corazón empezó a latir con fuerza y volteó hacia su padre, esperando una divertida persecución. Pero Mufasa negó con la cabeza.
—Todo lo que ves existe en un delicado balance —dijo—. Como rey necesitas entender ese balance y respetar a todas las criaturas, desde la hormiga rastrera hasta el antílope saltarín.
Simba ladeó la cabeza.
—Pero, papá, ¿no comemos antílope?
—Sí, Simba —dijo Mufasa. Simba comenzó a asentir orgullosamente, pero se detuvo cuando vio que su padre no había terminado—. Déjame explicarte. Cuando morimos, nuestro cuerpo se vuelve hierba y eso es lo que come el antílope; por lo tanto, todos estamos conectados al gran ciclo de la vida.
—¡Señor!
Al oír la voz inconfundible de Zazú, padre e hijo voltearon y miraron en dirección a la Roca del Rey. Zazú volaba hacia ellos. Su pico colorido parecía brillar aún más en el sol.
—Buenos días —lo saludó Mufasa cuando el ave aterrizó enfrente de ellos—. ¿Tienes el reporte matutino?
Zazú asintió bruscamente.
—¡Sí, señor! —dijo. Después, hinchando el pecho, comenzó—: Diez flamencos están tomando posición. Dos jirafas fueron atrapadas acariciándose…
A medida que Zazú continuaba con su reporte, dio la espalda a Mufasa. Mirando a Simba a los ojos, Mufasa se agachó y le indicó que hiciera lo mismo.
—¿Listo para un poco de diversión? —le susurró señalando con los ojos a Zazú—. Quédate cerca del suelo.
Rozando la punta de la hierba con la barriga, Simba asintió emocionado. Miró a su objetivo y dijo suavemente:
—Lo tengo.
—Presta atención al viento. —Mufasa siguió ayudando a su hijo. Pero el cachorro lo tenía en la sangre: Simba iba un paso adelante de los consejos de Mufasa. Levantó su nariz y revisó que su sombra no lo delatara, todo esto sin mover un solo músculo, conforme se preparaba para saltar.
Zazú, completamente ajeno a su papel en la cacería, divagaba.
—El zumbido de las abejas es porque los leopardos están en apuros. Las aves-garrapata han estado comunicándose otra vez a medianoche, no pueden dejar de hacerlo.
Mientras Zazú continuaba, Simba se acercaba un poco más. Su cola se ondulaba ligeramente y la nariz se le crispaba. El viento estaba a su favor. Sin embargo, esperó y dejó que Zazú terminara.
—¡Los guepardos se robaron la cena de los babuinos y ahora los babuinos se han puesto como simios! Por supuesto, ¡siempre dije que los guepardos nunca prosperan!
El pájaro empezó a reírse de sus propios chistes, pero se detuvo al ser atacado por detrás.
Dando vueltas, levantó la vista y se encontró pico a nariz con Simba.
Mufasa soltó una carcajada mientras Simba se levantaba orgulloso sobre su presa. Vacilante, Zazú voló sacudiéndose las plumas. Parecía totalmente ofendido y a punto de aclarar que él era ayudante del rey y no juguete del príncipe, cuando divisó algo a la distancia. Entrecerró los ojos, queriendo estar seguro de lo que veía antes de hacer sonar la alarma. Pero no había duda de lo que era.
—¡Señor! —gritó—. ¡Hienas en las Tierras del Reino! ¡Están de cacería!
De inmediato, Mufasa se puso en alerta. Su risa desapareció y su expresión se volvió feroz. Viendo la transformación, Simba dio un paso atrás nerviosamente.
—¿Puedes ver a Sarabi? —preguntó Mufasa a Zazú.
El ave asintió.
—Ella y las leonas las están persiguiendo.
Satisfecho con la respuesta, Mufasa comenzó a correr. Sarabi y las otras leonas mantendrían alejadas a las hienas el tiempo suficiente para que él llegara. Entonces dependería de él recordarle a las hienas, de una forma no muy gentil, el acuerdo que tenían de no poner ni una pata en las Tierras del Reino. Había corrido apenas unos metros cuando de pronto se detuvo. Regresó y llamó a Zazú.
—¡Lleva a Simba a casa! —ordenó. —¡Papá! —protestó Simba—. ¡Déjame ir, yo puedo ayudar!
—No, hijo —replicó moviendo la cabeza—. Quédate con los otros cachorros donde están seguros.
Habiendo dicho esto, corrió hacia la sabana. Un instante después, ya era tan solo un punto en la distancia.
Al verlo irse, Simba golpeó el suelo con su pata. Su padre estaba equivocado, él no era un cachorro, él era casi un león adulto y debería ayudar a su padre a proteger las Tierras del Reino. Ese era su deber. Pero no, ahora tenía que volver a la Roca del Rey y pasar el rato con los bebés y con Zazú. Simplemente no era justo.