Momentos antes de que el sol saliera en el horizonte, la llanura africana estaba en silencio. No cantaban los pájaros ni hacían ruido los animales. Los únicos sonidos eran el suave susurro de la brisa al soplar entre los largos pastos todavía verdes de principios de primavera, y el fragor distante del agua de las cataratas Victoria cayendo en las fosas espumosas. Pero a medida que la luz del sol comenzaba a iluminar la sabana, la vida empezó a agitarse.
Al principio era lento y apenas perceptible. Un suave maullido salía de la madriguera del suricato. Las plumas crujían conforme las cigüeñas levantaban sus largas alas negras y estiraban el cuello. De pronto y cada vez más rápido, los sonidos se volvieron más fuertes, fusionándose con la canción de la sabana. Con suaves empujones en los costados y lamidas de saludo, las madres guepardo persuadían a sus jóvenes cachorros de salir a la luz del sol. Un par de antílopes se saludaba haciendo chocar sus cuernos con suavidad para luego volver a los pastizales, ansiosos por hacer su primera comida del día. Sus cuerpos marrones, marcados con franjas negras, brillaban bajo el sol que ascendía cada vez más.
Sobre las amplias llanuras una manada de elefantes comenzaba su marcha hacia el abrevadero, columpiaban sus largas trompas y dejaban profundas huellas con sus enormes patas sobre la tierra seca. Cerca de la cima de una colina, apareció una madre jirafa con su bebé siguiéndola de cerca. Volteaba en todas direcciones en busca de amigos y depredadores. Abajo, en un llano cubierto todavía por una fina capa de niebla matutina, una manada de gacelas brincaba y jugaba; las más jóvenes saltaban despreocupadamente por encima de la maleza, para luego asustarse ante el paso de una manada de cebras aún mayor.
Incluso los más pequeños habían despertado. En las ramas de los árboles las hormigas empezaban a salir de sus agujeros y se dirigían a la superficie; procuraban mantenerse fuera del alcance de la hambrienta gallina de guinea. Pequeños pájaros volaban de rama en rama; los más atrevidos bajaban ocasionalmente para tomar un paseo sobre algún elefante.
Mientras todos los animales de la sabana continuaban despertando, el sonido iba in crescendo hasta finalmente interrumpirse por el fuerte barrito de un elefante. Pero debajo de la paz había una creciente emoción que sentía desde el más grande hasta el más pequeño de los animales. Por esto se encaminaban, en casi perfecta sincronía y completa armonía, a la Roca del Rey. Al ser el corazón de aquella parte de la sabana, la Roca del Rey era donde Mufasa, el león gigante que había liderado esas tierras durante años, vivía con su manada. En ese día él presentaría a su hijo al reino, honrando una tradición mantenida durante generaciones. La familia de Mufasa era muy respetada. Él era un león feroz y poderoso, pero amable, y reconocía la importancia de todos, desde las hormigas hasta el antílope. A cambio, se había ganado el respeto de las familias de todos los animales en las Tierras del Reino, las cuales ahora le mostrarían ese respeto saludando a su nuevo hijo.
El sol ya había alcanzado su punto más alto para cuando los animales llegaron a la Roca del Rey. Un gran silencio descendió sobre ellos conforme levantaban las cabezas para ver la gran roca que sobresalía en la sabana y dominaba el paisaje que cubría con su sombra a los que se acercaban. Por años había sido el símbolo de su reino, un anfiteatro natural y lugar de reunión. En épocas de lluvia proporcionaba refugio y durante la sequía era una protección contra el sol avasallador. Pero lo más importante era que ahí Mufasa y su reina, Sarabi, vivían con su manada. Ahora se había convertido en un escenario y todos estaban ansiosos de que comenzara la ceremonia.
Mientras esperaban dentro de la cueva escondida en la parte trasera de la Roca del Rey, Mufasa miraba a su reina. Junto a ella, su joven hijo, Simba, dormía en paz sin darse cuenta de lo que le esperaba. Su cuerpo marrón claro estaba relajado y sus flancos se alzaban uniformemente mientras respiraba. Bajando la cabeza, Sarabi acarició con suavidad al joven cachorro. Simba abrió los ojos despacio. Ante la reconfortante presencia de su madre y de su padre, dejó escapar un gran bostezo y luego se estiró. Mufasa, mirándolo, sonrió con orgullo. Había hecho muchas cosas importantes en su vida, pero de lo que estaba más orgulloso era de esto: su hijo, su reina y la vida que había creado para ellos.
Al escuchar pasos, Mufasa volteó y su sonrisa se hizo más grande. Su viejo amigo y confidente, Rafiki, había llegado. Aunque el mandril estaba canoso y encorvado, sus ojos seguían siendo brillantes. Se apoyaba en su bastón de madera un poco más que de costumbre, pero sus pasos eran todavía ligeros. Rafiki era quien había presentado a Mufasa al reino cuando este era solo un cachorro, tal como lo haría ahora con Simba. Acercándose el uno al otro, los dos viejos amigos intercambiaron un abrazo y luego Mufasa se apartó. Era hora de que comenzara la trascendental ceremonia.
Simba miró con curiosidad mientras el mandril se colocaba frente a él. Al ver su bastón de madera, el cachorro, juguetonamente, intentó golpearlo sin éxito, provocando que los adultos a su alrededor se rieran. Rafiki asintió, complacido. Era una buena señal para todos en la Roca del Rey que Simba fuera curioso y que estuviera alerta. Levantando el bastón sobre Simba, Rafiki lo sacudió, dejando caer arcilla roja sobre la cabeza del cachorro y haciéndolo estornudar.
Satisfecho, Rafiki se inclinó y cuidadosamente levantó a Simba, acunándolo en un brazo. Dio vuelta y con lentitud empezó a salir de la cueva. Detrás de él, Mufasa y Sarabi caminaban con sus cuerpos apretados uno contra otro. Conforme ellos salían sobre la roca, el sol se ocultaba detrás de una nube, como si no quisiera robarles atención. Abajo, los animales se inclinaron hacia adelante con anticipación. Paso a paso, Rafiki marchó hacia el borde de la Roca del Rey hasta que por fin se detuvo, a escasos centímetros del precipicio. Mientras los animales que se habían reunido observaban desde abajo, Rafiki levantó a Simba tan alto como le fue posible, de modo que todos lo pudieran ver.
Al instante, los animales ahí congregados hicieron todo tipo de ruidos: los elefantes barritaron, las cebras patearon la tierra, las cigüeñas batieron sus alas y los guepardos rugieron. Entonces el sol salió a través de las nubes, arrojando un rayo de luz directamente sobre la cabeza de Simba, el futuro rey.
Los animales bajaron sus cabezas, inclinándose con respeto.
Simba, todavía colgando de los brazos de Rafiki, veía todo sin darse cuenta de la grandeza del momento. Esta era la forma de vivir en la Roca del Rey. Era como siempre había sido y como debería ser siempre. Era el ciclo de la vida, la ley de la sabana. Tanto en las buenas como en las malas, los animales se apoyaban entre sí y en el orden vital para seguir adelante. Ahora era el turno de Simba de unirse a este ciclo.
Y aunque todavía no lo sabía, algún día dependería de él tomar el lugar de su padre para completar el ciclo, cuando él fuera rey.
Mientras que casi todos los animales en la sabana habían acudido para saludar a su futuro rey, alguien faltaba sin que su ausencia fuese notada, excepto por Mufasa, quien la había sentido profundamente. Su hermano, Skar, se había perdido el evento.
Mirando hacia el lugar que habían guardado para él, Mufasa suspiró. Una vez más, su hermano lo decepcionaba. Había esperado que, por lo menos en esta ocasión, Skar se esforzara por demostrar que estaba por encima de los celos mezquinos. Pero sus esperanzas habían sido en vano. Skar había actuado como siempre: con amargura y resentimiento, enojado hasta la médula.
Mientras Mufasa seguía a Rafiki y a Sarabi de regreso a la cueva, sus ojos recorrieron las sombras bajo la Roca del Rey, donde Skar tenía su hogar. El enojo empezó a tomar el lugar de la desilusión. Sí, Skar había sido el segundo en nacer y no era su culpa. Sin embargo, de alguna forma, Skar había convertido a Mufasa en el villano de su vida. Mufasa sabía que lo culpaba por su posición más baja. Skar era un león tonto y amargado, que se conformaba con escabullirse entre los más jóvenes para generar descontento, burlándose de su hermano y faltándole al respeto cada vez que podía, como acababa de hacerlo.
Asintiendo hacia su mayordomo, un ave de pico rojo llamado Zazú, Mufasa le hizo señas. Cerciorándose de no molestar a Sarabi o a Simba, quienes estaban bañándose, Mufasa susurró sus instrucciones a Zazú.
—Ve y dile a Skar que no estoy contento —dijo con voz profunda y autoritaria, incluso al susurrar—. Bajaré en breve para oír cuál es su excusa esta vez.
Habiendo dado órdenes, puso de nuevo su atención en su familia. Quería pasar algunos minutos más disfrutándolos, no como rey, sino como padre. Después iría a hablar con Skar, no como su hermano, sino como su rey.