En este libro los llevaré por el recuerdo de mis viajes chamánicos, los aromas de las plantas aromáticas que me rodearon y les relataré parte de los cursos que he impartido en distintos lugares del mundo y a diferentes culturas, dándome la hermosa oportunidad de viajar y compartir con la naturaleza aromática nativa de muchos lugares del globo. He viajado con sus sueños, he oído sus experiencias, he conocido sus sanaciones a partir del encuentro entre el aroma y el viaje del alma y he sido también conducida por aquellos elixires aromáticos de las plantas que han acompañado por siglos a los participantes de la ruta de la aromaterapia chamánica: chinos, mongoles, vietnamitas, ingleses, brasileños, mexicanos, peruanos, bolivianos y tantos otros.
Mi bitácora viajera y chamánica empieza con viajes tangibles que realicé muchos años atrás. Ha sido un trayecto largo en que he recorrido las más remotas áreas del mundo en busca del espíritu de las plantas aromáticas.
Gracias al aroma de las plantas he estado en China, Alemania, Rumania, Marruecos, India, Mysore, Shangri-La (en la frontera del Tíbet), Indonesia, Cambodia, Vietnam, Estambul, Singapur, otros países de Europa y también del alto andino, como Bolivia y Perú. Por ahí he husmeado y olido el espíritu vegetal de cada país; seguido las huellas; inhalado en cada visita a sus mercados, granjas, comunidades y jardines; adentrado en los bosques; metido en sus templos; descendido a las cavernas; orillado los mares; subido las montañas hasta el lugar donde levitan las aves y las terrazas arroceras regaron y nutrieron mi espíritu. Estos viajes, sin saber que lo tenía en mí, me volvieron una aventurera, de sentidos siempre abiertos y una nariz inquieta como alas de mariposa o colibrí. Viajé para investigar, pero también para oler, percibir, escuchar vibraciones y murmullos de las distintas fragancias. Y por ellos conocí diversos ritos y saboreé e inhalé las almas de la naturaleza perfumada.
Por todo esto, agradecida, en cada nuevo destino que se cruza en mi camino busco conocer alguna nueva planta aromática, seguir el rastro de las plantas odoríferas, husmeando el terreno como un sabueso. He ido al valle du Dades, Marruecos, en busca de la rosa. A Cambodia siguiendo la huella del oud (agar). A Indonesia, la del ylang ylang; a la India por su sándalo y patchouli; y a Perú por su paizara, moena y muña. Es el alma aromática la que me ha instado a seguir el rastro de las plantas y sus olores, y siempre intento conocerlas como conozco a una amiga, sean nuevas compañeras o ancestrales: busco que me traspasen sus experiencias para poder luego yo traer sus elixires aromáticos del otro lado del mundo a mi país y enriquecer así las percepciones que se agudizan cada vez que una nueva planta —o amiga— pasa a formar parte de mi mundo aromático.
Ya desde el mismo inicio llamo a mis viajes como chamánicos, porque incluso al comenzar a empacar empiezo a conversar con el espíritu de los aromas y a distinguir el sello aromático que las identifica con el lugar donde proliferan. ¿Cómo es su tierra nativa?, ¿cuál es su historia?, son ejemplos de señales que palpo en mi propio cuerpo y dejo registradas en mi mente y en mi corazón para, al entrar en contacto con ellas, recibirlas como si fueran infusiones de sus almas, el alma de las plantas, tal como si se tratara de esas agüitas de hierbas fragantes que uno toma después de la comida. Y así, las absorbo con todos mis sentidos, abriéndolos para «leer» sus mensajes odoríferos que manan de las moléculas que componen el alma del olor.
Como pueden ver, he ido, venido y vuelto a partir, zigzagueando por caminos a la siga de las almas aromáticas vegetales y de las huellas invisibles que sus historias han dejado en mi persona. En este libro, pues, confío en poder expresar a terceros todo aquello que de ellas he aprendido al volver a trazar mis pasos por aquellas rutas en un intento de entreabrir para ti, lector, la puerta de ese mundo de viajes invisibles que configuran los aromas y conforma la aromaterapia chamánica.
Con ello quisiera ayudar a aprender a reencontrarse con el alma de las plantas, a comprender que no existe soledad en el mundo si es que existen plantas, árboles, musgo o una flor que nos acompañe. Las plantas nos recompensan con sus aromas, provenga este de la raíz de un arbusto, la resina de un tronco o la rama que se estira hasta formar la copa del árbol. Y al igual que en una de esas ramas, las hojas de este libro se irán sucediendo para que juntos entablemos una conversación con sus almas aromáticas y comprendamos el mensaje fragante de su interior que nos despertará la alegría y consolará la pena.
Como preámbulo, me gustaría contarles que durante mis viajes me he encontrado y/o enfrentado, más de una vez, con mis propios traumas, muchos de ellos bastante impactantes. Por ejemplo, lo que me sucedió con las serpientes, las que se me han aparecido en más de tres oportunidades. En Bali, mientras visitaba un templo, fue la primera vez. Una experiencia terrorífica, porque les tengo miedo. Al comentar este «encuentro», los balineses me dijeron que era de buena suerte, pero no era eso lo que buscaba. Es más, si para buscar la buena suerte tengo que enfrentarme a una serpiente, la verdad, prefiero abandonar la búsqueda. Pero... ahí estaba yo, caminando en medio de un templo silencioso, sola, bajo un calor abrasador, sin nadie cerca, cuando se me aparece una serpiente justo enfrente. Era delgada, larga, su piel brillante se mimetizaba con el color de la tierra seca. Veo cómo se detiene y me mira. Todos los pelos de mi cuerpo se erizaron de terror. Solo atiné a pensar: ¿Qué hago?, ¿me quedo quieta?, ¿me muevo?, ¿no me muevo? Quise seguir caminando... —no, esto no es verdad; en realidad quise correr y arrancar lo más lejos posible—, pero nada en mí se mueve. Estoy paralizada, aterrorizada, los minutos pasan lentos como horas y ella, la serpiente, sigue allí, mirándome. Decidí caminar por su lado sin mirarla, como si con ello ignorara su presencia, pero la adrenalina recorría furiosa mi cuerpo. Estaba sola.
El segundo encuentro ocurrió en Londres, mientras caminaba de vuelta a mi casa por Coldharbour Lane, un largo camino de tierra en Brixton, un área habitada principalmente por la comunidad afro-jamaicana. Como decía, ahí estaba yo, volviendo de comprar algo para la comida cuando de repente, atravesando todo el ancho de la calle, veo algo muy grueso, una especie de liana de más de cinco metros de largo, custodiado por dos hombres negros, uno a cada lado, y un niño que jugaba cerca. Al acercarme un poco más, recién ahí, me di cuenta de que era una serpiente. Y el trauma una vez más. ¿Qué hace una serpiente en Londres? ¿Estoy viendo visiones? ¿No debiera estar en la selva? Yo estoy en la ciudad, ¿qué hace ella aquí? Y, principalmente, ¿qué hago ahora?
Me vi en la misma situación que en Bali, pero esta vez sí retrocedí y lentamente volví sobre mis pasos. Lloraba y tiritaba mientras mi imaginación dibujaba escenas en que la serpiente, acechante, me tragaba entera si miraba para atrás. ¿Qué hacía una serpiente tan grande en la calle? ¿Qué me está pasando? ¿Estoy segura que era real o la habré imaginado? Aún hoy no sé si estaba en un estado no ordinario de conciencia o era la más pura realidad. Eran las una de la tarde y nadie puede insinuar que me encontrara bajo algún influjo, porque no uso drogas y mis experiencias con plantas alucinógenas fueron muchos años después de haber vivido esta traumática experiencia.
La tercera experiencia la viví en Lima, en un congreso sobre plantas medicinales. Allí, una anciana peruana presentaba las plantas de su país y sostenía que uno podía viajar a otras realidades por otros medios, es decir sin tomar alucinógenos, e insistía en que comunicarse con el alma de las plantas era posible sin tomar ayahuasca u otra preparación en base a plantas enteógenas. Tras esto, invitó a un grupo, la mayoría franceses, a su casa, que era muy misteriosa, llena de huacas y parecía un mini museo. Nos llevó a una catacumba en el subterráneo de su casa y nos instó a sentarnos bien apretados en un círculo al tiempo que ella, desde el centro de este, se largaba a cantar para guiarnos a través de su propio canto y el sonido de la chapalkar (un ramo de plantas), no sin antes advertirnos que, cuando aparecieran, no permitiéramos a las serpientes subirse a nuestros pies. Y una vez más me vi enfrentada al trauma: poco a poco empecé a ver serpientes, grandes y chicas, que bajaban por el caminito que hicimos hasta la catacumba. Brotaban como el agua en un manantial al tiempo que yo me agitaba, pateaba y barría con mis manos el suelo intentando alejar cada serpiente que pretendía encaramarse por mis pies, brazos y espalda. Fue terrorífico, aun cuando todo respondiera a un viaje inducido por el canto de una abuela en un subsuelo en Lima, Perú.
Pero otros viajes me llevaron a lugares placenteros. Como esa vez en la India, en donde un canto sagrado que solo yo escuchaba en las noches me perseguía: era una planta la que cantaba. Dormía en la habitación de un hotel muy cerca de una laguna llena de flores de loto azules y blancas. Yo comenté lo que sentí y oí, pero nadie más había escuchado ese canto nocturno. Hoy pienso que era el alma aromática de aquellos lotos la que cantaba aquel himno tan reconfortante y encantador.
O esa vez en Shangri La, en el borde mismo entre China y el Tíbet, cuando me hospedé en una casa típica de la zona y en cuya entrada tenían una gallina amarrada de una pata a modo de guardián contra los espíritus. Y también allí, en medio de la plaza, ya de noche y con mucho frío, todas las tardes se realizaba un rito muy terapéutico y sanador: el baile al ocaso, en el cual se baila en círculos para marcar el paso del tiempo y, con él, finalizar el día.
En otra ocasión, esta vez durante mis enseñanzas en Fusion Maia, un resort en Da nang, Vietnam, cuando el diálogo aromático se llevó a cabo entre inglés, vietnamita y lenguaje de señas, adquirí para mi «banco o archivo» nuevos aromas chamánicos de las flores: las verdaderas protagonistas de esta aventura. Allí fui a enseñarles a viajar y a reconocer el espíritu aromático de las plantas, a oler y sentir su vibración y a que aprendieran a conversar con su alma aromática. Hicimos rituales, ceremonias y terapias creando mezclas alquímicas con el espíritu vegetal para cada momento, preparando un racimo selecto de aromas celestiales y cósmicos que, para poder encontrarlos, hube de viajar al mundo de arriba para luego, con la información recibida, preparar las mezclas inspirada en cada planeta y diseñadas especialmente para Fusion Maia. En esos días también enseñé el masaje neurofacial, una especie de mandala de halos que gira con danzantes aromas chamánicos mientras se toca la cara con las yemas de los dedos en círculos ondulantes, como el giro del mundo, al tiempo que las almas del agua pulsan rítmicamente la piel como las olas del mar que golpean la arena.
Estando en Vietnam, un monje local me invitó a participar en la ceremonia de celebración de la luna llena. Acepté y ahí estaba, en un templo incrustado en una montaña, una caverna con una serie de cuevas oscuras y húmedas llenas, repletas, de esculturas de dioses; fue una experiencia impresionante el encontrar este mundo espiritual en la profundidad de la tierra. Dioses reclinados y acostados, escuchando solo los ecos susurrantes de una oración, el sonido de una estalactita que caía y rebotaba con un eco de tono musical, sonidos retumbantes similares a los de un tambor. El olor a humedad entremezclado con aromas sagrados y un humo profundo y mohoso de papelitos e inciensos de plantas sagradas que ardían. También vi algunos «caballitos del cielo», algo así como grandes piñatas que representan caballos policromados, preciosos y adornados, llenos de brillos y colores, listos para «viajar» al cielo y cumplir su destino simbólico de comunicación celestial al ascender por un único hueco arriba de la bóveda de la caverna. Estaba también el tintineo espiritual del oud, la luz pequeñita del ámbar, la fortaleza de la fokienia y, en el fondo, el serio y húmedo enraizante del alma que es el vetiver, todos juntos, en plena conversación con sus raíces.
Y mientras deambulaba por el templo, noté de repente la llegada de un monje viejito y silencioso de más de 90 años que caminaba absorto por su santuario ancestral y a quien todos abrían paso saludándolo. Era día de luna llena. La ofrenda de comida fue un lujo humilde y sabroso. Todos los extranjeros presentes compartimos la cena, nuevamente a través de señas y sonrisas, con los monjes y los muchos ancianos y ancianas, sentados con ellos a fin de compartir en una mesa redonda la comida. No había más espacio en la mesa. Todos sonreían y nos observaban. Yo ya no podía más de tanto comer, pero no podía rechazar una muestra tal de generosidad. Los platos, aunque sus ingredientes fueran desconocidos e inexplicables y de lo único que puedo dar fe es que no tenían carne, eran deliciosos. Otra jornada memorable.
En Cambodia viví un encuentro con los principios elementales de la naturaleza más sagradamente que en ninguna otra parte mientras visitaba Angkor Wat y sus templos cubiertos de árboles sacros y milenarios que esparcían su perfume ahumado entre aromas de oud, lima kafir, ho wood y fokienia. O en este mismo país, cuando percibí lo invisible en un viaje a la montaña: caminaba en medio de un bosque tropical cuando unas luces danzarinas, como si fueran avisos luminosos, empezaron a aparecer frente a mí. Me restregué los ojos para quitarme esa sensación de estar despertando de un sueño. Pero seguían ahí. ¿Qué era eso que veía? Eran una especie de gusanitos que danzan, ¡y de mi color favorito: el azul! Y qué azul. Un buen augurio, pero el viaje era largo y debía continuar; había salido a las 6 am para poder llegar a destino. Finalmente, llegué a un lugar pobre y pelado, lleno de motos y jóvenes esperando turistas que quisieran explorar los senderos más arriba. Una mujer me indicó que la siguiera y, junto a mi grupo, nos metimos a un bosque cruzado por un riachuelo de aguas claras en el que se mezclaban los aromas del pasado de Lingams y Yonis (esculturas a Shiva y Parvati) enterrados en su lecho y gozando de su sonido transitorio. Era el monte Kulen, donde los Lingams, los Yonis y las diosas talladas, esculpidas en piedra yacían bajo el agua, bailando la danza de la fuente de la vida.
Hoy, reflexionando, pienso que aquellas luces que vi en el camino me anunciaban aquella danza de unión de la vida con la muerte, del nacimiento de la fuente de vida en un universo rodeado de agua y de miles de Lingams esculpidos y de mujeres que continuaban sus vidas lavando a sus bebés en esas aguas y niños y niñas que jugaban o aprendían su lección gracias a un libro de escuela.
Todo el lugar estaba sembrado de símbolos de vida. Visité un templo muy pobre y descuidado, con sus escaleras llenas de mendigos, una apabullante visión, porque no tenía nada que darles y solo podía mirar y tomar conciencia de que lo que me mostraban era el otro lado del mundo, aquello que no queremos ver por nuestra propia ceguera: el miedo a la vejez, la suciedad, el maltrato, la pobreza. Aun así, todos estos ancianos desvalidos y ancianas rapadas sonreían. Nadie estaba enojado, los niños corrían, los monos chicos eran sus juguetes, los monjes caminaban y oraban a su alrededor.
Luego fui a una cascada cercana. Pensé llevar traje de baño, pues hacía calor, pero lo único que veía era pobreza. Unas cuantas personas se bañaban, sí, pero en medio de una suciedad desagradable y abandono, botellas plásticas y basura entre las rocas. No eché de menos mi traje de baño y seguí mi ruta por las montañas.
En el tupido bosque que rodeaba el sendero vi de pronto unos árboles que destellaban hilos de colores fosforescentes y azules. Eran los colores de los espíritus. Yo ya caminaba de regreso, pero me paré a apreciarlos cuando percibí un aroma perfumado que se escondía en el bosque y que algunos de estos árboles crujían al pasar por su lado. Volví a detenerme, y con ello cesó el crujido; unos pasos más, una mirada a uno alto, de corteza blanquecina, doblado y viejo, y un nuevo crujir. Me quedo quieta. Quiero escuchar en pleno silencio. Espero y... nada. Le pregunto: ¿Me quieres decir algo? Silencio.
Alguien me pregunta si pasa algo, que por qué me detuve. Le digo que sentí al árbol crujir, sólo eso, y continúo mi caminar. Los pájaros cantan ahora una melodía, están alegres, y yo sigo atenta hasta toparme con los cálidos aromas, en Kampot, montaña arriba, de la Pimienta.
Y un último ejemplo inolvidable, aquel vivido en un viaje a Australia para reencontrarme con mi hermano, a quien no veía desde hacía más de 13 años, y quien me recibió en su casa situada en medio de un jardín encantado. Mi hermano Manuel es un jardinero nato, un don que adquirió de mi madre: toda semilla que se posa en su palma, brota con el tiempo como una mariposa que embellece el entorno. Pues bien, Manuel junto a su compañera, Judith Sunshine, tienen un verdadero vergel de plantas aromáticas, aromas que cada mañana se asomaban por mi ventana frescos, profundos, ensoñadores. Era un oasis tropical con hojas de banana tan grandes que parecían un abrazo de bienvenida y tan altas que sobrepasaban el techo de su casa. Todo era exuberante, de un verde intenso mezclado con las nocturnas gardenias blancas y su fragancia de diosas que se elevan para establecer un contacto íntimo con la luna llena por las noches, rodeadas por un sinfín de coloridas flores y los más cautivantes aromas. Era mi primer contacto con el alma de las plantas aromáticas asiáticas y oceánicas.
Mi imaginación se desdobló con las plumerias o frangipanis, fueron mi regalo. ¡Es que nos llevamos tan bien! Con sus grandes hojas como guantes que parecen querer dar la mano, me sentí acogida. Ellas florecieron todo el tiempo que estuve allá. Tienen unas flores blancas y el centro amarillo, son unas verdaderas ampolletas que alumbran con un aroma dulce, cálido y amoroso, un néctar para mis sentidos. Y había también unas rosadas con amarillo, esas le entregaban alegría a mi corazón y, en retorno, yo les hablaba y decía: «Hola frangipanis, qué bien huelen hoy día».
En Australia preparé mi primera bruma chamánica, un viaje para el que seguí las instrucciones de la planta al pie de la letra, escuchando todo aquello que el espíritu de la planta me indicaba, a fin de preparar mi primera Agua de frangipanis. Tenía conmigo mi cultrún y todo, cada paso, lo hice con el previo permiso de la planta. La flor se entregó de inmediato. Sus flores flotaron como pompas de jabón o volantines esparciéndose por el suelo. Para ellas fue un juego, una ronda que bailamos juntas; las florcitas blancas, amarillas o rosadas, de aroma dulce, semejaban estrellas que descendían del firmamento a medida que llenaban con sus flores todo el jardín. Las flores cubrieron el agua de la vasija recolectora con extrema delicadeza y taparon la superficie del agua cual si fueran el manto del sol y la luna.
Todavía en Australia, participé también en la ceremonia de los tres ancestros, un lindo rito guiado por un aborigen australiano a partir de tres plantas aromáticas nativas: watar, eucalipto y buddawood. Y unos días después recibí un precioso regalo de manos del mejor amigo de mi hermano, un cultivador de rosas que, al enterarse de mi interés, destiló los pétalos de las distintas variedades que tenía y me envío su líquido separando cada cual en su respectiva botella, un obsequio de diosas fragantes a mi alma. Decidí beberlas y, como una catadora, degustar el refrescante espíritu de las rosas. Luego las apliqué como brumas en mis mejillas y ojos y con ello recibí sus mensajeras vibraciones aromáticas en mi sangre y en mi piel hasta alcanzar mi mente y permitirme soñar y viajar con sus aromas. Fueron una regadera para mis sueños y emociones.
Pero aun con todos estos viajes, es en las alturas de los países montañosos en donde más respuestas he encontrado en relación a cómo ser un intermediario energético aromático. Por ello, creo que la respuesta está en lo alto, en el acercamiento a las montañas. Y tanto caminar de aquí para allá y de allá para acá, buscando, perdiendo, encontrando caminos y respuestas, al final del viaje me hizo notar que mis maletas estaban llenas de testimonios, de experiencias. Que era, por tanto, tiempo de volver a nuestra propia montaña, a mi Mundo del Medio, a mi casa en el cielo. A Chile.