Washington era una pequeña ciudad gobernada por personas que creían que vivían en el centro del universo. Y su propia ciudad, dentro de la ciudad, era Georgetown, un enclave de unos 2,5 kilómetros cuadrados de calles adoquinadas en las que abundaban las magnolias. En el corazón del barrio, en el número 3327 de la Calle P, se alzaba una magnífica casa de cuatro pisos construida en 1820, con un jardín inglés en la parte de atrás y un ceremonioso comedor con ventanas altas. Frank y Polly Wisner establecieron allí su hogar. En las veladas de los domingos del año 1947 se convertiría en la sede del naciente estamento de la seguridad nacional estadounidense; la política exterior de Estados Unidos se diseñaría en la mesa de los Wisner.
Estos iniciaron lo que se convertiría en una tradición en Georgetown: los refrigerios de los domingos por la noche. El plato principal era el licor, ya que todos los participantes habían atravesado la Segunda Guerra Mundial navegando sobre oleadas de alcohol. El hijo mayor de los Wisner, que se llamaba Frank como su padre, y que con el tiempo llegaría a alcanzar las más altas cumbres de la diplomacia estadounidense, consideraba que las cenas de los domingos por la noche constituían «acontecimientos de extraordinaria importancia. No eran meras reuniones donde se frivolizara sobre temas de sociedad, sino que se convirtieron en la verdadera savia que determinaba cómo los miembros del gobierno pensaban, combatían, trabajaban, comparaban notas, se forjaban su opinión y llegaban al consenso».[1] Tras la cena, y siguiendo la tradición británica, las damas se retiraban, los caballeros se quedaban, y las ideas audaces y las bromas alcohólicas se prodigaban hasta altas horas de la noche. En una velada cualquiera, entre los invitados se podía contar a David Bruce, un buen amigo de los Wisner, veterano de la OSS y futuro embajador estadounidense en París; Chip Bohlen, asesor jurídico del secretario de Estado y futuro embajador en Moscú; Robert Lovett, subsecretario de Estado; Dean Acheson, el futuro secretario de Estado, y George Kennan, el nuevo y eminente kremlinólogo. Aquellos hombres creían que tenían el poder de cambiar el curso de los acontecimientos en el mundo, y su gran debate versaba en torno al modo de impedir que los soviéticos se apoderaran de Europa. Stalin estaba consolidando su control de los Balcanes. Las guerrillas izquierdistas combatían a la monarquía de derechas en las montañas de Grecia. La escasez de alimentos habían provocado revueltas en Italia y Francia, donde los políticos comunistas llamaban a la huelga general. Los soldados y espías británicos estaban siendo retirados de sus puestos en todo el mundo, dejando amplias zonas del mapa al alcance de los comunistas. Se estaba poniendo el sol para el Imperio británico, ya que la Hacienda de aquel país no podía mantenerlo. Estados Unidos iba a tener que liderar por sí solo el mundo libre.
Wisner y sus invitados escuchaban atentamente a Kennan. Habían leído de arriba abajo su extenso telegrama desde Moscú y compartían su visión de la amenaza soviética. Entre ellos se encontraba el secretario de Marina y muy pronto primer secretario de Defensa James Forrestal, un joven prodigio de Wall Street que consideraba que el comunismo era una fe fanática a la que solo se podía combatir con una convicción aún más profunda. Forrestal se había convertido en el patrono político de Kennan, a quien había instalado en la mansión de un general en la Universidad Militar Nacional, haciendo además que su trabajo fuera lectura obligada para miles de oficiales del ejército. El director de la central de inteligencia, Vandenberg, discutió ampliamente con Kennan el modo de espiar los progresos de Moscú en lo relativo a las armas atómicas. El nuevo secretario de Estado, George C. Marshall, jefe del ejército estadounidense en la Segunda Guerra Mundial, determinó que el país necesitaba reformular su política exterior, y aquella primavera puso a Kennan al mando de la nueva Sección de Planificación Política del Departamento de Estado.
Kennan estaba elaborando un plan de batalla para la que recientemente se había bautizado como «guerra fría». En el plazo de seis meses, las ideas de aquel oscuro diplomático darían lugar a tres fuerzas que iban a configurar el mundo: la Doctrina Truman, una advertencia política a Moscú de que cesara en sus actividades de subversión en otros países; el Plan Marshall, un baluarte global de la influencia estadounidense contra el comunismo, y el servicio clandestino de la Agencia Central de Inteligencia.[2]
«EL MAYOR SERVICIO DE INTELIGENCIA DEL MUNDO»
En febrero de 1947, el embajador británico había advertido al secretario de Estado en funciones, Dean Acheson, de que la ayuda militar y económica de Inglaterra a Grecia y Turquía habría de interrumpirse en el plazo de seis semanas. Los griegos necesitarían alrededor de mil millones de dólares durante los cuatro años siguientes para combatir la amenaza del comunismo. Desde Moscú, Walter Bedell Smith transmitió su opinión de que las tropas británicas constituían la única fuerza que podía evitar que Grecia cayera en la órbita soviética.
Mientras tanto, en Estados Unidos, el denominado «temor rojo» iba en aumento. Por primera vez, desde antes de la Gran Depresión, los republicanos controlaban las dos cámaras del Congreso, al tiempo que hombres como el senador por Wisconsin Joseph McCarthy y el congresista por California Richard Nixon acumulaban un creciente poder. La popularidad de Truman caía en picado; según los sondeos, su nivel de aprobación entre la opinión pública había bajado 50 puntos desde el final de la guerra. Por otra parte, el presidente había cambiado de opinión con respecto a Stalin y los soviéticos: ahora estaba convencido de que eran diabólicos para el mundo.
Truman y Acheson se reunieron con el senador Arthur Vandenberg, republicano y presidente del Comité de Relaciones Exteriores (el mismo día en que los periódicos informaban de que el sobrino del senador, Hoyt, no tardaría en ser relevado como director de la central de inteligencia después de solo ocho meses en el cargo). Acheson explicó que una cabeza de puente comunista en Grecia representaría una amenaza para toda Europa occidental. Estados Unidos tenía que encontrar el modo de salvar al mundo libre, y el Congreso habría de pagar la factura. El senador Vandenberg se aclaró la garganta, se volvió hacia Truman y le dijo:
—Señor presidente, el único modo de que pueda lograr tal cosa es pronunciar un discurso y darle un susto de muerte a todo el país.[3]
El 12 de marzo de 1947 Truman pronunció el discurso, advirtiendo ante una sesión plenaria del Congreso de que el mundo se enfrentaba al desastre a menos que Estados Unidos combatiera al comunismo en el extranjero. Había que destinar cientos de millones de dólares a apoyar a Grecia, ahora «amenazada por las actividades terroristas de varios miles de hombres armados», según sus palabras. Sin la ayuda estadounidense, «podría extenderse el desorden por todo Oriente Medio», se agravaría la desesperación de los países europeos, y todo el mundo libre podría quedar sumido en las tinieblas. Su credo representaba algo nuevo: «Creo que la política de Estados Unidos debe consistir en apoyar a los pueblos libres que se resisten a los intentos de subyugación por parte de minorías armadas o de presiones extranjeras». Cualquier ataque de un enemigo de la nación estadounidense a cualquier país del mundo era un ataque a Estados Unidos. Era la que se conocería como Doctrina Truman. El Congreso en pleno se puso en pie y prorrumpió en una ovación.
Un río de millones de dólares empezó a fluir hacia Grecia, junto con barcos de guerra, soldados, cañones, munición, napalm y espías. Atenas no tardó en convertirse en una de las más importantes avanzadillas de la inteligencia estadounidense en el mundo. La decisión de Truman de combatir el comunismo en el extranjero fue la primera directriz clara que recibieron los espías norteamericanos por parte de la Casa Blanca. Pero carecían todavía de un comandante fuerte. El general Vandenberg contaba ya los días que le faltaban para hacerse cargo de la nueva fuerza aérea, pero en sus últimos tiempos como director de la central de inteligencia declaró en secreto ante un puñado de miembros del Congreso, afirmando que la nación se enfrentaba más que nunca a las amenazas extranjeras. «Los océanos se han encogido, hasta que hoy tanto Europa como Asia bordean los Estados Unidos casi como Canadá y México»,[4] dijo, utilizando una frase que luego repetiría de forma inquietante George Bush a partir del 11-S.
En la Segunda Guerra Mundial —afirmó Vandenberg—, «teníamos que depender ciega y confiadamente del sistema de inteligencia superior de los británicos». Pero «Estados Unidos no debería humillarse de ese modo, suplicando a algún gobierno extranjero que le proporcione los ojos —la inteligencia exterior— con los que ver», declaró (aunque lo cierto es que la CIA dependería siempre de los servicios de inteligencia extranjeros para informarse sobre los territorios y lenguas que no conocía). Vandenberg terminó diciendo que harían falta como mínimo otros cinco años para formar un cuadro profesional de espías estadounidenses. La advertencia se repetiría palabra por palabra medio siglo después, en 1997, por parte del entonces director de la central de inteligencia, George J. Tenet, quien volvería a repetirla de nuevo al dimitir en 2004. El caso es que siempre habría un gran servicio de espionaje en el horizonte a cinco años vista.
El sucesor de Vandenberg, el tercer hombre que ocuparía el puesto en el plazo de quince meses, fue el contraalmirante Roscoe Hillenkoetter, que juró su cargo el primero de mayo de 1947. «Hilly», como todo el mundo le llamaba, era un hombre muy poco apto para ejercer aquella función, ya que todo en él irradiaba insignificancia. Como sus predecesores, jamás tuvo el menor deseo de ser director de la central de inteligencia, «y probablemente jamás debería haberlo sido», como afirmaba una historia de la CIA en aquella época.[5]
El 27 de junio de 1947, una comisión parlamentaria celebró una serie de audiencias secretas que desembocaron en la creación oficial de la CIA a finales del verano. Resulta muy elocuente el hecho de que no se eligiera a Hillenkoetter, sino a Allen Dulles —un abogado en ejercicio—, para dirigir un seminario secreto sobre inteligencia destinado a unos cuantos miembros selectos del Congreso.
Allen Dulles tenía un sentido del deber patriótico digno de las cruzadas. Nacido en el seno de la mejor familia de Watertown, Nueva York, en 1893, su padre era el pastor presbiteriano de la ciudad, y tanto su abuelo como su tío habían ejercido el cargo de secretario de Estado. El presidente de su universidad, Princeton, era Woodrow Wilson, futuro presidente del país. Dulles había sido un joven diplomático después de la Primera Guerra Mundial, y durante la Depresión había ejercido de abogado en Wall Street. Gracias a su reputación como jefe de espías, meticulosamente cultivada cuando era director de la OSS en Suiza, los líderes republicanos le consideraban una especie de director de la central de inteligencia en el exilio, del mismo modo en que se veía a su hermano John Foster Dulles, principal portavoz del partido en política exterior, como a una especie de secretario de Estado en la sombra. Allen era extremadamente genial, tenía una mirada vivaz, reía a carcajadas y su ingenio rozaba la picaresca. Pero era también un hombre tramposo, adúltero crónico y de una ambición insaciable. No le importaba engañar al Congreso o a sus colegas, o incluso a su comandante en jefe.
La sala 1501 del Longworth Office Building (uno de los edificios que integran el complejo del Capitolio estadounidense) estaba protegida por guardias armados; dentro, todo el mundo había jurado mantener en secreto lo que allí se hablara.[6] Fumando su pipa, con la actitud de un maestro de escuela rural que instruyera a unos escolares rebeldes, Allen Dulles describió una CIA que sería «dirigida por un cuerpo de hombres relativamente reducido, pero de élite, con pasión por el anonimato». Su director habría de tener «un alto grado de temperamento judicial», con «larga experiencia y profundos conocimientos»; es decir, un hombre no muy distinto del propio Allen Dulles. Sus principales ayudantes, en el caso de que fueran militares, se verían «despojados de su rango de soldados, marinos o aviadores, y, por así decirlo, “adoptarían el uniforme” del servicio de inteligencia».
Los estadounidenses contaban con «la materia prima para crear el mayor servicio de inteligencia del mundo —dijo Dulles—. El personal no tenía que ser muy numeroso»; bastarían unos centenares de hombres de valía. «La actividad del servicio no debe ser llamativa, ni tampoco verse excesivamente envuelta en todo ese misterio y abracadabra que tanto gusta a los detectives aficionados —añadió para tranquilizar a los miembros del Congreso—. Lo único que se requiere para el éxito es trabajo duro, juicio crítico y sentido común.»
Pero en ningún momento dijo lo que realmente quería: resucitar las operaciones encubiertas de la OSS durante la guerra.
La creación de un nuevo servicio clandestino estadounidense estaba a punto. El presidente Truman desveló la nueva arquitectura para la guerra fría cuando firmó la Ley de Seguridad Nacional del 26 de julio de 1947. Esta ley establecía la fuerza aérea como un servicio independiente, dirigido por el general Vandenberg, y habría un nuevo Consejo de Seguridad Nacional que actuaría como una especie de centralita de la Casa Blanca para las decisiones presidenciales. La ley creaba asimismo la oficina del secretario de Defensa, a cuyo primer ocupante, James Forrestal, se le dio la orden de unificar el ejército («Esta oficina —escribiría Forrestal unos días después— probablemente será el mayor cementerio de gatos muertos[*] de la historia»).[7]
Asimismo, en seis breves y lacónicos párrafos, la ley establecía la creación de la Agencia Central de Inteligencia el 18 de septiembre.
Pero la CIA nacía con importantes deficiencias. Desde el primer momento hubo de oponerse a una serie de fieros e implacables oponentes en el seno del Pentágono y el Departamento de Estado, los organismos cuyos informes se suponía que había de coordinar. La agencia no era su supervisora, sino su hijastra. Sus poderes estaban mal definidos. Durante casi dos años no contaría con un estatuto oficial ni con una financiación convenientemente asignada por vía parlamentaria. Hasta entonces, el cuartel general de la agencia sobreviviría solo gracias a unos fondos de subsistencia proporcionados por unos cuantos miembros del Congreso.
Por otro lado, su secretismo entraría constantemente en conflicto con el carácter abierto de la democracia estadounidense. «Yo tenía los más graves presentimientos en torno a la organización —escribía Dean Acheson, futuro secretario de Estado—, y advertí al presidente de que, una vez creada, ni él, ni el Consejo de Seguridad Nacional ni nadie estaría en condiciones de saber qué hacía o de controlarla.»[8]
La Ley de Seguridad Nacional no decía nada de operaciones secretas en el extranjero. Asignaba a la CIA la tarea de correlacionar, evaluar y difundir información de inteligencia, así como la realización de «otras funciones y deberes relacionados con la inteligencia que afecten a la seguridad nacional». Esas últimas catorce palabras contenían los poderes que el general Magruder había logrado preservar gracias a sus tácticas evasivas con el presidente dos años antes. En su momento, ese resquicio permitiría la realización de cientos de grandes operaciones encubiertas, ochenta y una de ellas durante el segundo mandato de Truman.[9]
La realización de la acción encubierta requería la autoridad directa o implícita del Consejo de Seguridad Nacional (National Security Council, NSC), que por entonces éste estaba integrado por el presidente Truman, el secretario de Defensa, el secretario de Estado y los jefes militares. Fue, no obstante, un organismo bastante fantasmagórico. Apenas se reunió, y cuando lo hizo, Truman raramente estaba presente.
El presidente asistió a la primera reunión el 26 de septiembre, como hizo también el extremadamente cauto Roscoe Hillenkoetter. El asesor jurídico de la CIA, Lawrence Houston, había advertido al director de las crecientes demandas de acción encubierta.[10] Decía que la agencia carecía de autoridad legal para llevarlas a cabo sin el consentimiento expreso del Congreso. Por su parte, Hilly pretendía limitar las misiones de la CIA en el extranjero a la mera recopilación de información de inteligencia. Pero fracasó. En secreto se estaban tomando decisiones trascendentales, a menudo en los desayunos de los miércoles en casa del secretario de Defensa, Forrestal.
El 27 de septiembre, Kennan envió a Forrestal un detallado documento en el que pedía la creación de un «cuerpo guerrillero». Kennan consideraba que, aunque probablemente el pueblo estadounidense jamás aprobaría tales métodos, «podría resultar esencial para nuestra seguridad combatir el fuego con fuego».[11] Forrestal se mostró muy entusiasmado ante la petición. Y entre los dos pusieron en marcha el servicio clandestino estadounidense.
«LA INAUGURACIÓN DE LA GUERRA POLÍTICA ORGANIZADA»
Forrestal llamó a Hillenkoetter al Pentágono para tratar de «la actual creencia generalizada de que nuestro Grupo de Inteligencia resulta del todo inepto». Y tenía buenas razones para hacerlo. La discrepancia entre las capacidades de la CIA y las misiones que estaba llamada a realizar resultaba pasmosa.
El nuevo comandante de la Oficina de Operaciones Especiales de la CIA, coronel Donald «Wrong-Day» Galloway, era un presuntuoso tirano que había alcanzado la cúspide de su talento como oficial de caballería de West Point enseñando etiqueta ecuestre a los cadetes. El segundo de a bordo, Stephen Penrose, que había dirigido la división del Medio Este de la OSS, dimitió decepcionado. En un agrio memorando dirigido a Forrestal, Penrose advertía de que «la CIA está perdiendo a sus profesionales, y no está contratando a nuevo personal competente», y ello en el mismo momento «en que, casi como nunca antes, el gobierno necesita contar con un servicio de inteligencia eficaz, profesional y en expansión».[12]
Pese a ello, el 14 de diciembre de 1947, el Consejo de Seguridad Nacional transmitió sus primeras órdenes de alto secreto a la CIA. La agencia había de ejecutar «operaciones psicológicas encubiertas destinadas a contrarrestar las actividades de los soviéticos y las inspiradas por ellos».[13] Con aquel redoble marcial, la CIA se dispuso a batir a los rojos en las elecciones italianas previstas para abril de 1948.
La agencia informó a la Casa Blanca de que Italia podía convertirse en un estado policial totalitario. Si los comunistas ganaban en las urnas, se apoderarían de «la más antigua cuna de la cultura occidental. En particular, los devotos católicos de todas partes se sentirían enormemente preocupados por la seguridad de la Santa Sede».[14] La perspectiva de un gobierno ateo rodeando al Papa a punta de pistola resultaba demasiado terrible de considerar. Kennan creía que era mejor una guerra declarada que permitir que los comunistas tomaran legalmente el poder, pero la segunda opción era la acción encubierta a imagen y semejanza de las propias tácticas de subversión de los comunistas.
F. Mark Wyatt, un agente de la CIA que se estrenó con esta operación, recordaría posteriormente que de hecho se había iniciado semanas antes de que el Consejo de Seguridad Nacional la autorizara oficialmente. Como es obvio, el Congreso jamás dio luz verde, y la misión fue ilegal desde el principio. «En la CIA, en el cuartel general, estábamos absolutamente aterrorizados, teníamos un susto de muerte —diría Wyatt, no sin razón—. Estábamos rebasando nuestros estatutos.»[15]
Haría falta un montón de dinero para ayudar a derrotar a los comunistas. La mejor estimación, realizada por el jefe de la base de Roma, James J. Angleton, era de 10 millones de dólares. Angleton, que había pasado parte de su infancia en Italia, luego había servido allí como miembro de la OSS y había decidido quedarse, informó a la sede de la agencia que había logrado penetrar tan profundamente en el servicio secreto italiano que prácticamente lo dirigía. Él podía utilizar a sus miembros como una cadena para distribuir el dinero. Pero ¿de dónde iban a sacarlo? La CIA todavía no tenía un presupuesto independiente, ni contaba con fondos reservados para operaciones encubiertas.
James Forrestal y su buen amigo Allen Dulles se lo pidieron a sus amigos y colegas de Wall Street y de Washington —empresarios, banqueros y políticos—, pero no había suficiente. Entonces Forrestal acudió a un viejo amigo, John W. Snyder, por entonces secretario del Tesoro y uno de los más estrechos aliados de Harry Truman. Forrestal convenció a Snyder de que echara mano del Fondo de Estabilización Bursátil, creado en la época de la Depresión para sostener el valor del dólar en el extranjero mediante intercambios monetarios a corto plazo, y convertido durante la Segunda Guerra Mundial en un depósito para almacenar el botín capturado al Eje. El fondo disponía de 200 millones de dólares destinados en principio a la reconstrucción de Europa. Se transfirieron entonces varios millones a las cuentas bancarias de diversos estadounidenses ricos, muchos de ellos italoamericanos, quienes a continuación enviaron el dinero a las recién creadas tapaderas políticas creadas por la CIA. Se dio instrucciones a los donantes de que insertaran un código especial en sus declaraciones de impuestos, consignando las cantidades como «donaciones benéficas». Los millones fueron entregados a diversos políticos italianos y a los sacerdotes de Acción Católica, un brazo político del Vaticano. Los maletines llenos de dinero cambiaron de manos en un hotel de cuatro estrellas, el Hotel Hassler. «Nos habría gustado hacerlo de una manera más sofisticada —diría Wyatt—. Pasar maletines negros para influir en unas elecciones políticas no resulta precisamente algo muy atractivo.» Pero el caso es que funcionó; los democratacristianos italianos ganaron por un cómodo margen y formaron un gobierno que excluyó a los comunistas. Se inició así un largo romance entre la agencia y ese partido, y en Italia —como en muchos otros países— la práctica de la CIA de comprar elecciones y políticos con maletines llenos de dinero se repetiría durante los veinticinco años siguientes.
Sin embargo, en las semanas anteriores a las elecciones los comunistas se anotaron otra victoria. Se apoderaron de Checoslovaquia, iniciando una brutal cadena de arrestos y ejecuciones que se prolongaría durante casi cinco años. El jefe de la base de la CIA en Praga, Charles Katek, se las arregló para que unos treinta checos —sus agentes y las familias de estos— cruzaran la frontera rumbo a Múnich.[16] Entre ellos ocupaba un lugar destacado el jefe de la inteligencia checa, al que Katek logró sacar clandestinamente del país oculto entre el radiador y la rejilla de un descapotable.
El 5 de marzo de 1948, mientras estallaba la crisis checa, llegó al Pentágono un cable aterrador del general Lucius D. Clay, jefe de las fuerzas de ocupación estadounidenses en Berlín. El general decía que tenía el presentimiento de que en cualquier momento podía producirse un ataque soviético. El Pentágono filtró el cable, y Washington se vio inundado de temor. Aunque la base de la CIA en Berlín envió un informe tranquilizador al presidente, en el que le aseguraba que no había signo alguno de ningún ataque inminente, nadie hizo caso. Al día siguiente Truman compareció ante una sesión plenaria del Congreso en la que advirtió de que la Unión Soviética y sus agentes amenazaban con un cataclismo. Luego pidió, y obtuvo, la inmediata aprobación de la gran empresa que pasaría a conocerse con el nombre de Plan Marshall.[17]
El plan ofrecía miles de millones de dólares al mundo libre para reparar los daños producidos por la guerra y crear una barricada política y económica estadounidense frente a los soviéticos. En diecinueve capitales del mundo —dieciséis en Europa y tres en Asia—, Estados Unidos ayudaría a reconstruir la civilización, aunque con la impronta norteamericana. George Kennan y James Forrestal se hallaban entre los principales autores del plan; Allen Dulles colaboró como asesor.
Los tres contribuyeron a diseñar un codicilo secreto que otorgaba a la CIA la capacidad de hacer la guerra política, y que permitía que muchos millones de dólares del plan se desviaran a la agencia.
La mecánica resultaba sorprendentemente simple. Una vez que el Congreso hubo aprobado el Plan Marshall, le asignó unos 13.700 millones de dólares en cinco años. Cualquier país que recibiera ayuda del plan había de apartar una suma equivalente en su propia moneda. El 5 por ciento de esos fondos —685 millones de dólares en total— se ponía a disposición de la CIA a través de las oficinas extranjeras del plan.
Se trataba de una operación de blanqueo de dinero a escala global que se mantendría en secreto hasta mucho después de que terminara la guerra fría. Allí donde floreció el plan, tanto en Europa como en Asia, también lo hicieron los espías estadounidenses. «Nosotros teníamos que hacer la vista gorda y ayudarles un poco —diría el coronel R. Allen Griffin, que dirigió la división de Extremo Oriente del Plan Marshall—. Decirles que nos metieran la mano en el bolsillo.»[18]
Los fondos secretos eran la clave de las operaciones secretas. La CIA contaba ahora con una fuente inagotable de dinero imposible de rastrear.
El 4 de mayo de 1948, en un comunicado de alto secreto enviado probablemente a unas dos docenas de personas del Departamento de Estado, la Casa Blanca y el Pentágono, Kennan proclamaba «la inauguración de la guerra política organizada»,[19] y propugnaba la creación de un nuevo servicio clandestino para realizar operaciones encubiertas en todo el mundo. Declaraba sin rodeos que el Plan Marshall, la Doctrina Truman y las operaciones encubiertas de la CIA constituían las diversas partes entrelazadas de una gran estrategia contra Stalin.
El dinero que la CIA extraía del Plan Marshall financiaría toda una red de tapaderas, una fachada de comités y consejos públicos dirigidos por ciudadanos distinguidos. También los comunistas tenían tapaderas por toda Europa: editoriales, periódicos, agrupaciones estudiantiles, sindicatos... Ahora la CIA crearía las suyas propias. Para dichas tapaderas se reclutaría a agentes extranjeros: emigrados de la Europa del Este y refugiados de Rusia. Dichos extranjeros, bajo el control de la CIA, crearían grupos políticos clandestinos en las naciones libres de Europa. Y luego esos movimientos clandestinos pasarían el testigo a «movimientos de liberación total» detrás del telón de acero. Si la guerra fría se calentaba, Estados Unidos contaría entonces con una fuerza de combate en primera línea.
Las ideas de Kennan arraigaron con rapidez. Sus planes fueron aprobados en una orden secreta del Consejo de Seguridad Nacional el 18 de junio de 1948. La directiva 10/2 de dicho organismo abogaba por las operaciones encubiertas para atacar a los soviéticos en todo el mundo.[20]
La fuerza de choque que Kennan concibió para llevar a cabo aquella guerra secreta recibió el nombre más insulso que cabía imaginar: Oficina de Coordinación Política (Office of Policy Coordination, OPC). Se trataba de una fachada para ocultar las actividades del grupo. Se enmarcó dentro de la CIA, pero su jefe estaba bajo las órdenes directas de los secretarios de Defensa y de Estado debido a la debilidad del director de la central de inteligencia. El Departamento de Estado quería que se dedicara a «la propagación de rumores, los sobornos y la organización de tapaderas no comunistas»,[21] según un informe del Consejo de Seguridad Nacional desclasificado en 2003. Forrestal y el Pentágono, por su parte, querían «movimientos guerrilleros ... ejércitos clandestinos ... sabotajes y asesinatos».
«UN HOMBRE HA DE SER EL JEFE»
El principal campo de batalla era Berlín. Frank Wisner, que trabajaba sin descanso para configurar la política estadounidense en la ciudad ocupada, instó a sus superiores del Departamento de Estado a elaborar una estratagema dirigida a subvertir a los soviéticos introduciendo una nueva moneda alemana. Era seguro que Moscú rechazaría la idea, de modo que los acuerdos de reparto del poder realizados en la posguerra en Berlín se irían a pique. La nueva dinámica política serviría para hacer retroceder a los rusos.
El 23 de junio, las potencias occidentales instituyeron la nueva moneda. En una respuesta inmediata, los soviéticos bloquearon Berlín. Mientras Estados Unidos organizaba un corredor aéreo para romper el bloqueo, Kennan hubo de pasar largas horas en la sala de crisis, el centro de comunicaciones extranjeras cerrado a cal y canto situado en el quinto piso del Departamento de Estado, luchando con los cables y télex que no dejaban de llegar de Berlín.
La base berlinesa de la CIA llevaba más de un año tratando sin éxito de obtener información de inteligencia sobre el Ejército Rojo en la Alemania ocupada y en Rusia, a fin de determinar los progresos de Moscú en armamento nuclear, aviones de combate, misiles y armas biológicas.[22] Aun así, contaba con agentes infiltrados en la policía y la política berlinesas, y lo que es más importante: tenía línea directa con el cuartel general de la inteligencia soviética en Karlshorst, Berlín Este. El artífice de ello era Tom Polgar, un refugiado húngaro que estaba revelándose como uno de los mejores agentes de la CIA. Polgar tenía un mayordomo, y su mayordomo tenía un hermano que trabajaba para un oficial del ejército soviético en Karlshorst. Diversos bienes materiales, tales como cacahuetes salados, fluían de Polgar a Karlshorst, mientras que la información fluía en sentido contrario. Pero Polgar tenía también a un segundo agente, un teletipista que trabajaba en la sección de enlace soviética del cuartel de la policía berlinesa y cuya hermana era la querida de un teniente de la policía muy cercano a los rusos; los amantes se encontraban en el piso de Polgar. «Aquello me reportó fama y gloria», recordaría Polgar, que pudo proporcionar una información de inteligencia crucial que llegó hasta la Casa Blanca. «Yo estaba completamente seguro, durante el bloqueo de Berlín, de que los soviéticos no se moverían», diría. Los informes de la CIA tampoco desmentían tal afirmación; ni el ejército soviético ni sus recientes aliados germanoorientales estaban preparados para la batalla. En aquellos meses, la base de Berlín hizo su parte para lograr que la guerra fría siguiera siendo fría.
Wisner, en cambio, sí estaba listo para una guerra caliente. Afirmaba que Estados Unidos debía luchar por Berlín con tanques y artillería. Sus ideas fueron rechazadas, pero su espíritu combativo logró prevalecer.
Kennan había insistido en que las operaciones encubiertas no podían ser dirigidas por un comité. Necesitaban un comandante supremo que contara con el pleno respaldo del Pentágono y el Departamento de Estado. «Un hombre ha de ser el jefe», escribió. Forrestal, Marshall y Kennan estuvieron de acuerdo en que aquel hombre fuera Wisner.
Wisner estaba a punto de cumplir los cuarenta y tenía una apariencia engañosamente cortés. De joven había sido un hombre apuesto, pero su cabello empezaba a escasear, y su rostro y su torso empezaban a hincharse por culpa de su afición al alcohol. Tenía en su haber menos de tres años de experiencia como espía y criptodiplomático durante la guerra. Y ahora tenía que crear un servicio clandestino de la nada.
Richard Helms observaba que Wisner ardía de un «celo y vehemencia que le imponían, incuestionablemente, una tensión anormal».[23] Su pasión por la acción encubierta alteraría para siempre el lugar que ocuparía Estados Unidos en el mundo.