II

APACHES Y ESPAÑOLES

La creciente efectividad de las campañas militares españolas se reflejó en el número cada vez mayor de apaches en los registros bautismales de Sonora a partir del año 1785. La mayoría de estos conversos fueron, sin duda, cautivos capturados en expediciones punitivas, aunque quizás algunos de ellos vivían en las proximidades de los presidios como resultado de los cambios que introdujo Bernardo de Gálvez. Su política de conceder la paz a los apaches cuando estos la solicitasen, junto a los arduos esfuerzos para exterminarlos si se alzaban en pie de guerra, no tardó en dar sus frutos.

En 1786, una banda de chiricahuas pidió la paz en Sonora y aceptó vivir en un establecimiento de paz (precursor de las actuales reservas) próximo al presidio de Bacoachi. Otros chiricahuas, al ver que a sus parientes se les protegía y alimentaba con regularidad, se unieron a ellos. No obstante, después de haber estado en guerra con los españoles durante tantos años, los chiricahuas se mostraron comprensiblemente aprehensivos. Cuando las tropas del coronel Jacobo Ugarte y Loyola atravesaron Bacoachi camino de Arizpe, el jefe El Chiquito huyó con su banda. Los que se quedaron ofrecieron su ayuda para someter a los renegados y obligarles a regresar, pero Ugarte declinó la oferta. Dijo que los chiricahuas habían huido a causa del miedo, no por mala fe. Mandó a El Chiquito una invitación para que regresara en paz, pero le advirtió de las consecuencias de una negativa. El Chiquito ignoró tanto la oferta como la amenaza.1

El virrey Gálvez murió en 1786 y su sucesor, Manuel Antonio Flores, se declaró contrario a la política de firmar tratados de paz por separado con los apaches de las diversas provincias, y con buenas razones para ello. Pese a que habían firmado la paz con Sonora, los chiricahuas continuaron llevando a cabo incursiones en Nuevo México y en Chihuahua, del mismo modo que otras bandas consideraron conveniente permanecer en paz con una provincia al tiempo que seguían emprendiendo incursiones en otras zonas. Esta práctica no solo les proporcionaba un refugio seguro, sino también la oportunidad de comerciar con el fruto de sus saqueos. Pero al mismo tiempo otorgaba a los españoles de cada provincia la oportunidad de conseguir la paz a costa de las otras.2

El virrey Flores, a sabiendas de esta práctica apache, ordenó a Ugarte que declarase la guerra total a los gileños utilizando tropas de Sonora y Chihuahua y empleando a apaches lipan y chiricahuas como exploradores. Si estas bandas se negaban a ayudarle, Ugarte debía actuar también contra ellos. No se iba a firmar la paz con ninguna banda apache en Chihuahua, a pesar de que Ugarte había logrado convencer a los mimbreños y a los mescaleros de establecerse pacíficamente cerca de Janos y otros presidios. Flores ordenó a Ugarte que los expulsara de la provincia; debido a esto, los mescaleros retomaron sus incursiones y se convirtieron en un nuevo problema para Ugarte. Las maniobras contra ellos se intensificaron y, en la década de 1790, los mescaleros estaban de nuevo deseosos de retomar las negociaciones de paz, una paz que solo se mantendría hasta 1796.3

En otoño de 1787, los agobiados españoles de Nuevo México convencieron a algunos comanches para que se unieran a ellos en una expedición contra los apaches occidentales. Esta partida fue un fracaso, pero se reorganizó y se envió por segunda vez para demostrar a los aliados comanches que no era tan fácil vencer a los españoles. Aunque esta segunda campaña tuvo éxito, el coronel Joseph Antonio Rengel consideró que los comanches eran más un estorbo que una ventaja y acabó ordenándoles que en el futuro llevaran a cabo campañas contra los apaches por sí solos.

Tras la renuncia del virrey Flores en 1789, su sucesor relajó las órdenes relativas a los acuerdos de paz y permitió que entre ochocientos y novecientos mimbreños se establecieran en San Buenaventura. Pero cuando una compañía ópata de Bavispe atacó por error a una banda que iba a unirse a los mimbreños, la mayoría de estos, temiendo una traición, regresó a sus tierras.4

Entonces se organizó una campaña a gran escala contra los mimbreños. Tropas y comanches se encaminaron desde Nuevo México al sur para obligarles a interponerse en el camino de una fuerza de Chihuahua que les obligó a girar hacia el oeste, donde las tropas de Sonora, junto con aliados chiricahuas, les cerraron el paso. El plan funcionó razonablemente bien y murieron o fueron capturados sesenta y un mimbreños, pero la mayoría burló el cerco y lanzó varias incursiones rápidas en Chihuahua mientras las tropas españolas se hallaban en plena campaña y las guarniciones estaban debilitadas.

Los chiricahuas que seguían viviendo en Bacoachi temían sufrir ataques por parte de los miembros de su propia banda que no se habían rendido y, a principios de 1788, El Chiquito vio justificado su temor. En una incursión repentina, sus guerreros mataron al jefe Isosé, a quien se le conocía como el mejor amigo de los españoles. La posterior campaña contra El Chiquito fracasó a pesar de los chiricahuas que acompañaron a las tropas.5

Debido a las vastas distancias que había que cubrir y a la multitud de apaches asaltantes, las Provincias Internas se dividieron en dos mandos. Las Provincias Internas Occidentales, dominio de Ugarte, incluían las Californias, Sonora, Nuevo México y Chihuahua. Cuando Ugarte tomó posesión de su cargo, Chihuahua estaba siendo seriamente atacada por la sencilla razón de que no había tropas suficientes para defenderla de los gileños y los mescaleros expulsados anteriormente por orden del virrey Flores. El efecto acumulativo de los asaltos y las matanzas tuvo como consecuencia una gradual e irrevocable despoblación. Tras aterrorizar, robar o matar a sus propietarios o habitantes, ranchos, minas y pueblos quedaron abandonados.

Entre 1788 y 1795, hubo varios intentos de abrir una ruta comercial que atravesara el territorio apache entre Sonora y Nuevo México pasando por Tucson. El primer intento, en 1788, liderado por el capitán Manuel de Echegaray, del presidio de Santa Cruz, capturó a unos cuantos apaches en las riberas del Gila. Esto llevó a muchos otros jefes, incluyendo a Compá y El Chacho, a rendirse y ofrecerse a Echegaray para localizar otros campamentos apaches. El capitán los alistó como exploradores y con su ayuda fue capaz de sorprender muchas rancherías apaches. Esta fue la estrategia que más tarde conduciría a la victoria final angloamericana sobre los apaches. Se trató, sin embargo, de una política no autorizada.

El gobernador de Nuevo México, Juan Bautista de Anza, reprendió a Echegaray por alistar apaches como exploradores: sus órdenes eran matarlos o capturarlos, cuantos más mejor; los que estaban con el capitán podían entregarse como prisioneros de guerra. Pero el comandante general Ugarte aprobó la acción recordándole a Anza que Compá y los otros eran amigos o familiares de los chiricahuas y que sería peligroso ofenderlos. Los éxitos de la expedición fueron muy gratificantes para Ugarte (cincuenta y cuatro apaches muertos, ciento veinticinco capturados y cincuenta y cinco alistados como aliados) y un duro golpe para los gileños. El virrey envió a los prisioneros a Ciudad de México para su venta.

En 1793, había ocho establecimientos de paz o reservas con aproximadamente dos mil apaches en total. La misión de los comisionados indios o agentes era impedir que cualquiera de los españoles que vivían en la zona engañara o molestara a los indios. Los jefes de las bandas ejercían de jueces y se esperaba de ellos que castigaran a los infractores de sus respectivas tribus. Si algunos indios se escapaban, los que se quedaban en los establecimientos tenían que unirse a las tropas designadas para traerlos de vuelta. Los comisionados realizaban concilios con los jefes para recordarles las ventajas de mantener la paz.

A los apaches pacíficos se les permitía cazar fuera de las reservas y visitar a los familiares que vivían en otros lugares. Los que salían de la reserva tenían que llevar salvoconductos para evitar problemas con las tropas y mostrar sumisión y respeto por la autoridad española. A los reincidentes en su hostilidad se les mandaba a Chihuahua para encarcelarlos.

Los comisionados también seleccionaban a una serie de confidentes que les informaban de las acciones y los planes de los demás, y se esperaba que los intérpretes ejercieran de espías. Los agentes distribuían raciones semanales entre los que vivían en un radio de quince kilómetros en torno a la guarnición, y hacían el recuento de los habitantes una vez al mes. Con el objetivo de que los apaches alcanzaran la autosuficiencia, los agentes les asignaron parcelas de cultivo y recompensaron sus esfuerzos.6 Estas regulaciones para las reservas preludiaban las que adoptaría Estados Unidos en el siglo XIX.

El conde de Revillagigedo, que sucedió a Flores como virrey, ordenó que todos los indios capturados durante la guerra dentro de las Provincias Internas fuesen enviados a Ciudad de México para luego transbordarlos a Veracruz o a La Habana a trabajar en las fortalezas. Los prisioneros apaches que ya estuvieran en México también debían enviarse a La Habana, donde les pondrían grilletes en los pies para evitar su fuga. Aquellos a quienes se consideraban especialmente peligrosos fueron conducidos a las mazmorras de San Juan de Ulúa.

Como los apaches se escapaban a veces de sus centinelas, Revillagigedo ordenó imponer medidas de seguridad más estrictas, que, de algún modo, tenían que ir de la mano de un tratamiento humanitario y de intentos de convertir a los cautivos. En ocasiones, se deportaba a los apaches antes de que se hubiera probado que se habían alzado en pie de guerra contra los españoles. Uno de los hijos más jóvenes de Ojos Colorados, un importante jefe mimbreño, fue capturado cerca de Janos en 1788 y enviado a Ciudad de México. Dos años más tarde, al observar que su pueblo era pacífico, Revillagigedo ordenó que lo localizaran y lo llevaran de vuelta con su familia, pero no pudieron dar con él.

La mayoría de los prisioneros apaches eran mujeres y niños, pero a veces había también unos cuantos guerreros. Sin embargo, hasta las mujeres y los niños se las ingeniaban para escaparse. En 1799, por ejemplo, cincuenta y una mujeres apaches que estaban siendo escoltadas a Veracruz por dragones atacaron una noche con tanta furia a sus centinelas que la mayoría pudo darse a la fuga.

Como había habido estallidos de violencia por parte de los apaches adultos en La Habana, una orden real de 1800 declaró que a partir de aquel momento solo podría deportarse a niños indios. Sin embargo, como tantísimas órdenes reales, los funcionarios coloniales la ignoraron. Se continuó exiliando a los prisioneros apaches a La Habana hasta 1810, cuando estalló la guerra de Independencia de México.7

Los españoles obtuvieron una victoria diplomática cuando el gobernador Anza convenció al jefe navajo Antonio El Pinto para que atacara a sus amigos gileños después de que otros miembros de su tribu hubiesen dado ya el mismo paso. Los gileños reconocieron a El Pinto y juraron matarle; en 1793, una partida de guerra de apaches gileños entró en el territorio navajo y cumplió su amenaza. Los españoles se alegraron de que la alianza entre gileños y navajos se rompiera; la amenaza apache en Sonora y en Chihuahua se había agravado de un modo preocupante porque los navajos eran unos guerreros fieros y bastante numerosos.8

En 1796, el coronel Antonio Cordero, veterano de las campañas apaches, resumió los resultados de una década de guerra. Admitió que las guerras apaches podían haber sido provocadas por «las invasiones, los excesos y la avaricia de los mismos colonos». En su momento declaró que las «inteligentes previsiones de un Gobierno justo, activo y piadoso están conduciendo al fin [del conflicto]». También dijo que el Gobierno no tenía la intención ni de destruir ni de esclavizar a los apaches.9 Pero si bien es cierto que los deseos del Gobierno español con respecto a los apaches habían cambiado, los ciudadanos españoles, en cambio, seguían vendiendo cautivos como esclavos.

Cordero escribió que los apaches eran extraordinariamente robustos e insensibles a las temperaturas extremas. Debido a la escasez de alimentos estaban siempre en movimiento y, tanto en rapidez como en resistencia, se podían equiparar a sus propios caballos. En épocas de abundancia, ingerían enormes cantidades de comida; en tiempos de penuria, eran capaces de soportar una sed y un hambre increíbles sin quejarse. En general, vivían en las montañas más abruptas y eran extremadamente celosos de su libertad e independencia. Sus viviendas (o wickiups) eran circulares, hechas con ramas de árboles cubiertas de pieles. Se cubrían la cabeza con gorros o capuchas de cuero, a veces adornadas con plumas o cuernos, y algunos decoraban su vestimenta con flecos de púas de puercoespín.

Los apaches tonto, continuaba Cordero, eran los más occidentales y, por tanto, los más desconocidos. La mayor parte de ellos vivían en paz en sus propias tierras dedicados a la siembra, y se autoabastecían con la caza de burros y coyotes, «de los cuales —comentaba Cordero— hay tal abundancia en la zona que se les conoce igualmente con el nombre de coyoteros».10 El nombre tonto se aplicaba a los apaches, a los yavapais (o apaches mohave) y a los hualapais (o apaches yuma) que vivían en la cuenca del río Tonto y vagaban entre las montañas White y el río Colorado. Algunos apaches se habían establecido en las inmediaciones del presidio de Tucson, donde se les conocía como apaches mansos. Los apaches occidentales no habían estado expuestos a los rigores de las expediciones punitivas y eran los más numerosos de los grupos apaches. Los coyoteros ocupaban la región de las montañas White y, aunque algunos apaches comían coyotes, ellos no. Los que erraban por las montañas Pinal recibían el nombre de pinaleños.

Un apache con un gorro de plumas (Sociedad Histórica de Arizona).

Cordero señalaba que, en cierta ocasión, los chiricahuas incrementaron sus fuerzas uniéndose a los navajos y a algunos apaches occidentales. Pero a causa de las intensas campañas que se organizaron contra ellos, muchos chiricahuas se establecieron en las proximidades de los presidios de Sonora y Chihuahua. Sin embargo, la continua hostilidad apache limitó la ocupación española de Arizona a pequeñas comunidades cercanas a los presidios de Tubac y Tucson y a unos pocos ranchos en el valle de Santa Cruz. Las únicas misiones que sobrevivieron fueron San Javier del Bac y Tumacácori, en los alrededores de Tubac.

Cordero consideró a los gileños como los más «belicosos y sanguinarios» de todos los apaches. Habían asaltado con frecuencia Sonora y Chihuahua, pero las constantes campañas contra ellos habían reducido su número en tres cuartas partes. Los mimbreños, en su día, habían sido los más numerosos y audaces entre los gileños, pero la banda había sufrido muchas derrotas y se había establecido en Janos y en Carrizal después de que su número se hubiese visto reducido a la mitad. Las estimaciones de Cordero sobre las pérdidas apaches sonaban más ilusionadas que exactas, pues aquellas bandas presuntamente diezmadas ni sucumbieron ni desaparecieron.

Los faraones (de faraón), una banda probablemente de mescaleros, ocupaban las montañas que se alzaban entre el río Grande y el Pecos. Un pequeño grupo recibía sustento en el presidio de San Elizario, por debajo de El Paso, pero los demás se dedicaban a asaltar Nuevo México y Chihuahua. Los mescaleros habían sufrido graves daños causados por los españoles y los comanches, y también se habían visto reducidos gravemente en número. Cordero tenía a los jicarillas por una banda de mescaleros, aunque ambas bandas no estaban asociadas en absoluto.

Al hacer referencia a las señales de humo apaches, Cordero decía: «A pesar del movimiento continuo en que vive este pueblo, y de los inmensos desiertos de su territorio, se encuentran entre sí con suma facilidad cuando desean comunicarse. Comprender este sistema es una ciencia; pero ellos lo conocen tan bien que nunca se equivocan a la hora de interpretar los mensajes». Una señal de humo en la ladera de una montaña significaba que los apaches estaban dando caza a su propio pueblo. Una señal hecha en un lugar elevado y sofocada al instante significaba que todo el mundo había de prepararse para oponer resistencia a un enemigo que se acercaba. Había muchas señales universales que conocían todas las bandas, pero algunas tenían, además, las suyas específicas. Los apaches siempre llevaban consigo pedernal y acero, o dos palos preparados para hacer fuego, de tal manera que podían enviar mensajes en cualquier momento. Podían transmitir mensajes a trescientos o cuatrocientos cincuenta kilómetros en muy pocas horas; lo cual posibilitaba la reunión de sus campamentos dispersos. Los apaches también eran excelentes rastreadores y podían interpretar todo lo que necesitaban saber a partir de huellas animales o humanas. Sabían, por ejemplo, si las huellas se habían hecho durante el día o en el transcurso de la noche, si eran obra de un animal de carga o de un caballo montado, de animales en un rebaño o que simplemente estaban pastando, «y miles de detalles más».11

En 1800, los españoles ya conocían a la mayor parte de las diversas divisiones que habitaban al oeste del río Grande por sus nombres modernos. Las más orientales eran las bandas que ocupaban la cabecera del Gila y, más al sur, las orillas del río Mimbres. Durante dos siglos, habían recibido el nombre de gileños o apaches de Gila, pero, a partir de 1804, cuando los españoles descubrieron o empezaron a trabajar los yacimientos de cobre de Santa Rita del Cobre (cerca de la actual Silver City), estas bandas fueron bautizadas como mimbreños o apaches de las minas de cobre. Su principal jefe en esa época era Juan José Compá, un hombre que sabía leer y escribir en español. La banda mogollón ocupaba las montañas del mismo nombre cerca de la actual frontera entre Arizona y Nuevo México que habían sido bautizadas así en honor de uno de los primeros gobernadores de Nuevo México.

Wickiups apaches (Sociedad Histórica de Arizona).

En el valle de San Pedro de la zona oriental de Arizona se encontraban los formidables chiricahuas, parientes cercanos de los mimbreños. Sus territorios de caza se extendían a lo largo de algunas de las principales vías de pillaje hacia Sonora, y cuando se reanudaron las incursiones a gran escala, los chiricahuas volvieron a contarse entre los asaltantes más habituales y destructivos.

En el cañón Arivaipa vivía una pequeña banda, los arivaipas, junto a un arroyo que desembocaba en el San Pedro. Como la mayoría de las bandas apaches, los arivaipas recibieron el nombre de la región que ocupaban. Aunque se trataba de una banda pequeña, se contaba entre las que llevaban a cabo incursiones de manera más frecuente. De hecho, si los arivaipas perpetraron todas las devastadoras incursiones que se les acredita, fueron sin duda la banda más destructiva de Arizona. Fueron ellos quienes, en 1762, prácticamente forzaron a los sobaípuris que quedaban a abandonar el valle de San Pedro. Los arivaipas mantenían buenas relaciones con los pinaleños y se fusionaron con ellos cuando confinaron a ambas bandas en la reserva de San Carlos.

Los apaches tonto dan la impresión de haber sido un grupo heterogéneo de familias lingüísticas diferentes, unidas más por rasgos de una cultura común que por la lengua. En este grupo se incluían los hualapais, los yavapais y, posiblemente, algunos pinaleños. Los dos primeros hablaban la misma lengua que los yumas del área del río Colorado, pero se diferenciaban de aquellos parientes sedentarios en su modo de vida nómada por las montañas de Arizona. Estaban tan asociados a los apaches que, por lo general, se les denominaba y se les consideraba apaches. Eran físicamente poderosos y muy belicosos, y el odio que profesaban a los intrusos blancos no tenía igual. A lo largo del siglo XVII, los españoles denominaron a todos los indios belicosos localizados al norte de Ciudad de México como chichimecos. Del mismo modo, apache se convirtió en un término genérico para referirse a los indios enemigos, así que, en el caso de los tonto no atapascos, llamarles apaches suponía simplemente un retorno a la antigua práctica española. Los apaches, debe recordarse, no se llamaban a sí mismos de esta manera.

A comienzos del siglo XIX, había muchos asentamientos de apaches mansos en los diversos presidios a consecuencia de la política que había introducido Bernardo de Gálvez en 1786. En 1807, Zebulon M. Pike vio «a buen número» de ellos viviendo en torno al presidio de San Elizario en el río Grande.12 Los mansos, por lo común, deseaban servir como guías y tomar parte en batallas contra su propia gente. El resultado de la política de Gálvez fue una era de paz y prosperidad sin precedentes en Sonora y el sur de Arizona, que duró aproximadamente de 1790 a 1830. Sin embargo, no fue una época de paz absoluta, pues continuó habiendo bandas de apaches hostiles en las montañas que, ocasionalmente, causaban daños menores en los asentamientos y las misiones. Entre 1807 y 1812, por ejemplo, hubo trece expediciones desde el presidio de Tucson y quizás un número similar desde Santa Cruz y otros puestos del sur. Las campañas de Tucson se saldaron con la matanza o la captura de ciento treinta y siete apaches.

A principios de 1819, el capitán Antonio Narbona comandó un numeroso ejército desde Fronteras al territorio de los pinaleños para castigar a los asaltantes que habían hostigado Tucson. Se desconocen los pormenores de aquella importante expedición pero, al poco tiempo, el jefe pinaleño Chilitipage se presentó con doscientos treinta y seis miembros de su banda en Tucson para rendirse y establecerse entre los mansos que ya se dedicaban allí al cultivo. Esta había sido una de las bandas de pinaleños más destructivas y su deseo de firmar la paz fue bienvenido. Siempre resultaba mucho menos caro para los españoles alimentar a los apaches pacíficos que declararles la guerra. Poco después de la rendición de Chilitipage, otros diez jefes apaches llevaron sus bandas a Tucson para rendirse. Estos actos ocurrieron poco después de la campaña de Narbona, pero no se sabe con certeza lo que en realidad les indujo a entregarse. No hay duda de que algunos estaban hartos de la guerra y sinceramente ansiosos por vivir en paz cerca de los presidios, pues el hecho es que permanecerían allí muchos años.13

Aunque las pruebas documentales son, en el mejor de los casos, fragmentarias, durante el período que va de 1810 a 1821 (los años de la lucha de México por la independencia) parece que los apaches no retomaron los asaltos a gran escala en Arizona ni en Sonora. Sin embargo, estuvieron bastante activos durante esta década en Nuevo México y en Chihuahua. Como el suministro de los fondos para su racionamiento se volvió irregular y la moral militar declinó de un modo notable, parte de los que vivían en las proximidades de los presidios comenzaron a suplementar sus víveres con incursiones en asentamientos lejanos.

Cuando se declaró la independencia de México, en 1821, los presidios y los asentamientos de la frontera se vieron poco afectados por ello, aunque las fuerzas de algunas guarniciones quedaron reducidas o tuvieron que ser abandonadas temporalmente. En muchos presidios, las tropas se quedaron y siguieron patrullando y organizando expediciones punitivas. Seguían viviendo apaches cerca de los presidios, y en 1820 se bautizaron sesenta y siete de ellos en Tucson; con el tiempo, los mansos serían absorbidos por la población mexicana de Tucson.14 Cuatro años después, los apaches que vivían en Bacoachi participaron en campañas contra los miembros hostiles de su banda. En algún momento de la década de 1820, los mescaleros huyeron de los establecimientos de paz de Chihuahua y regresaron a Nuevo México, llevándose consigo rebaños de caballos y mulas.

Durante aquel interludio de paz relativa, los mineros y rancheros españoles del sur de Arizona disfrutaron de sus años más prósperos. Se otorgaron concesiones para grandes ranchos y la ganadería se convirtió en una de las principales ocupaciones de la región. El rancho más importante fue la concesión de San Bernardino, en el corazón del territorio chiricahua. En 1822, el teniente Ignacio Pérez adquirió la concesión y la surtió con ganado del rebaño de Tumacácori. En los diez años siguientes, su rebaño creció hasta alcanzar aproximadamente unas cien mil cabezas, pero la reanudación de las hostilidades apaches en la década de 1830 obligó a Pérez a abandonar el rancho.

Cuando en 1822 los mexicanos volvieron a explotar las minas de Santa Rita del Cobre, su propietario, Francisco Manuel Elguea, convenció al jefe Juan José para que mantuviera a sus mimbreños en son de paz con los mineros y permitiera el paso de los convoyes (conductas) de abastecimiento que venían desde Chihuahua y que regresaban después con los cargamentos de cobre. Más o menos a la mitad de los mimbreños que estaban bajo el liderazgo de Cuchillo Negro les pareció mal el acuerdo y trasladaron su campamento a Ojo Caliente (Warm Spring, más conocido como Warm Springs); estos continuaron con sus incursiones en México, pero no molestaron a los mineros. Estas dos divisiones se conocieron como apaches de la Mina de Cobre y apaches de Warm Springs.

El valle del río Grande, entre Valverde y El Paso, establecía el límite entre los territorios de caza de los mescaleros y los mimbreños, y quienes viajaban por aquella ruta se exponían a los ataques de ambas bandas. Los españoles bautizaron de un modo muy apropiado esta árida extensión como Jornada del Muerto. A los españoles, y más adelante a los mexicanos, siempre les resultó difícil mantener abierta esta parte del camino. En 1825, debido a los incesantes ataques de los apaches y los navajos, Valverde quedó abandonada a su suerte.

El Gobierno mexicano se mantenía bien informado de los problemas apaches en Nuevo México. En 1831, Antonio Barreiro, asesor legal de la provincia, redactó un informe sobre las condiciones del lugar. Se refirió a los apaches como «la más maligna y cruel» de todas las tribus salvajes de América, y a los gileños como «sin duda los más intrépidos». En sus incursiones organizaban emboscadas antes de apoderarse de los rebaños, lo cual constituía indudablemente la causa por la que a las tropas mexicanas no les entusiasmaba en absoluto emprender persecuciones a toda prisa de los asaltantes apaches. La velocidad con que regresaban a sus tierras con el ganado robado era extraordinaria. «Las montañas por las que ascienden son aterradoras, así como los desiertos sin agua que atraviesan para deshacerse de sus perseguidores y las estratagemas que utilizan para evitar los golpes de sus agraviados», escribió Barreiro. Siempre dejaban a dos o tres hombres, con los mejores caballos, vigilando a los perseguidores. Si se destacaba con rapidez una fuerza superior, los apaches mataban a todos los caballos y se quedaban solo con los que montaban para, acto seguido, dispersarse y convertir en inútil cualquier intento de darles alcance. Al atacar daban muestras del mayor de los corajes. «Nunca perdían la calma, ni siquiera cuando les cogían por sorpresa sin la menor posibilidad de defenderse; luchaban hasta que se quedaban sin aliento y, por lo general, preferían la muerte a la rendición.» Cuando los enemigos aparecían ante su vista, podían levantar el campamento y huir a una velocidad increíble. En tales ocasiones, eran capaces de viajar hasta ciento cincuenta kilómetros sin detenerse. «Sentían un pavor incontenible por la enfermedad y la muerte [...]. En cuanto se enteraban de que se había desatado cualquier tipo de enfermedad en las proximidades de sus rancherías, huían hacia los desiertos más distantes.»15

La época de relativa paz y prosperidad de Sonora llegó a su fin de un modo abrupto en la década de 1830, cuando, por razones que no están del todo claras, los apaches reanudaron sus incursiones a gran escala. Golpeados con dureza y conmocionados por la intensidad de la furia apache, los habitantes de Sonora y Chihuahua pidieron ayuda al Gobierno, pero este no se la facilitó.16

En un intento de recuperar la paz perdida, el comandante de Chihuahua negoció otro tratado con los mimbreños en Santa Rita del Cobre y dividió la Apachería occidental en tres zonas, asignando un jefe a cada una de ellas para mantener la paz. Sonora fue excluida específicamente de los beneficios del tratado. No obstante, a pesar de estos intentos, el fracaso a la hora de suministrar víveres de un modo regular condujo a la reanudación de las hostilidades. En 1833, Juan José y los suyos dejaron Janos para retomar sus habituales incursiones, seguidos por los coyoteros y los mogollón. Los mescaleros habían concentrado sus ataques en la parte oriental de Chihuahua, pero en 1831 derrotaron de un modo aplastante a las tropas y la milicia de Socorro, Nuevo México, y acabaron persiguiéndolas por las calles de la ciudad.

Chihuahua y Sonora se vieron de nuevo expuestas a frecuentes ataques apaches.17 El fracaso de los tratados de 1831 había desmoralizado al pueblo escasamente armado de Chihuahua, y los apaches occidentales penetraron sin miedo en los asentamientos del sur de Sonora y mataron a más de doscientas personas solo en 1833. Se temía más a los coyoteros y los pinaleños de Arizona, que se unían con frecuencia a los chiricahuas y mescaleros para llevar a cabo incursiones a gran escala. En semejantes ocasiones, los indios regresaban a sus campamentos sin prisas porque ninguna tropa se atrevía a darles caza. En 1834, mediante un gran esfuerzo, Sonora envió un pequeño escuadrón de campaña, pero sus logros fueron insignificantes en relación con su coste real, a pesar de la captura del renombrado jefe Tutije, a quien ejecutaron en Arizpe. Ese mismo año, Chihuahua negoció con los comanches para que les prestaran ayuda en la lucha contra los apaches, pero le sirvió de poco.

Sonora se hallaba desgarrada por un conflicto civil entre federalistas y centristas que no hizo sino agravar una situación ya de por sí bastante deplorable. Ignacio Zúñiga, al mando de los presidios del norte, informó que, entre 1820 y 1835, se habían abandonado cien asentamientos a lo largo de la frontera del norte y al menos cinco mil personas habían sido asesinadas. Y aproximadamente el mismo número de ellas se habían visto obligadas a dejar sus hogares. Poco quedaba, admitía Zúñiga con tristeza, para el saqueo de los apaches.

Los apaches occidentales tuvieron sus primeros contactos con los angloamericanos en la década de 1820, cuando los tramperos y los comerciantes penetraron en Arizona desde Taos y Santa Fe. En 1825, alrededor de cien angloamericanos blancos obtuvieron licencias para cazar castores en el cauce del Gila, y fue allí donde se toparon por primera vez con los apaches. Entre los tramperos estaban James O. Pattie y su padre. Tras varias escaramuzas con los apaches, arrendaron las minas de cobre de Santa Rita y, sabiamente, hicieron un trato con Juan José, que había quedado muy impresionado con la superioridad de las armas y la habilidad en la lucha de los angloamericanos blancos. El jefe apache concedió al mayor de los Pattie una extensión de tierra para el cultivo e incluso le prometió no molestar a los mexicanos que Pattie contrató para que la trabajaran.

Los pimas altos y los maricopas también entablaron sus primeros contactos con los angloamericanos en la década de 1820, cuando varios grupos de tramperos empezaron a buscar pieles de castor en la zona inferior del río Gila. Las relaciones entre estos indios y los angloamericanos fueron invariablemente amistosas; ambas tribus, gracias a los métodos de irrigación, producían un excedente de alimentos que intercambiaban gustosamente por herramientas de metal y otros instrumentos. Todos los que visitaron sus pueblos alabaron su honestidad y prosperidad, así como su amabilidad con los viajeros.

Los apaches, si bien recelosos con respecto a los angloamericanos, continuaron con sus asaltos a los mexicanos. En 1835, casi todo el norte de Sonora había quedado desierto a causa de sus destructivas incursiones. En la década de 1840, la población de Arizpe descendió desde cerca de siete mil habitantes a no más de mil quinientos debido a los ataques apaches y al traslado de la capital a Ures. Los apaches vagaban libremente por Sonora; entraban en el presidio de Fronteras cuando se les antojaba y hostigaban repetidamente la localidad de Tucson. No obstante, continuó habiendo rancherías de apaches mansos tanto en Tucson como en Tubac en la década de 1840.

Como las tropas de los presidios estaban mal abastecidas, a menudo sin paga, y muchos de sus componentes eran criminales que habían sido condenados a cumplir el servicio militar en vez de los habituales trabajos forzados, las guarniciones eran bastante menos efectivas de lo previsto. A menos que el Gobierno central proveyese los medios y la dirección para revitalizar los escuadrones, poco podía esperarse de ellos. La gente de Sonora y de Chihuahua se vio obligada a buscar otros medios para su protección. Los tratados y las expediciones punitivas habían demostrado ser igualmente ineficaces. Desesperada, la gente de ambos estados se decantó por una tercera vía: una guerra de exterminio promovida mediante el pago de recompensas por cada cabellera apache. Chihuahua, esperanzada, creó nuevas unidades militares que denominó defensoras del estado, y las empleó para reforzar Carrizal, Janos y Casas Grandes; sin embargo, Sonora dio un paso más drástico al ofrecer cien pesos por la cabellera de cada guerrero apache de catorce años en adelante. Un aliciente adicional para los cazadores de cabelleras fue que podían quedarse con todas las propiedades robadas que recuperasen. Más adelante, se ofrecieron recompensas de hasta cincuenta pesos por las cabelleras de mujeres y de veinticinco por las de los niños. Durante unos meses, esta política puso a los apaches a la defensiva; posteriormente las incursiones se reanudaron con redoblada furia. Una vez más, los desesperados habitantes de Sonora solicitaron al gobierno de Ciudad de México el envío de tropas.

El sistema de recompensas por cabelleras atrajo tanto a angloamericanos como a mexicanos. En abril de 1837, James Johnson, que se había ganado la amistad del jefe mimbreño Juan José Compá, firmó un contrato con el gobernador de Sonora después de que el estado estableciese el sistema de recompensas por cabelleras en 1835. Johnson condujo a una trampa a Juan José invitándole a asistir con su banda a una fiesta en la sierra de las Ánimas (el actual condado de Hidalgo, en Nuevo México). Cuando estuvieron reunidos varios cientos de apaches, Johnson apuntó al centro del grupo desde un cañón oculto, y mató e hirió a casi todos los presentes. Antes de que los desconcertados supervivientes pudieran organizar su defensa o huir, Johnson y sus hombres irrumpieron en la escena con pistolas, cuchillos y porras. El propio Johnson acabó con la vida de su «amigo» Juan José. Fue este brutal episodio el que convirtió a Mangas Coloradas en el más implacable enemigo de los angloamericanos. Unió a todo su pueblo de Mina de Cobre con la banda de Warm Springs y aniquiló a un grupo de tramperos en el río Gila. Al cortar el paso de los convoyes de suministros procedentes de Chihuahua, los furibundos mimbreños obligaron a los mexicanos a abandonar las minas de cobre. La masacre de Johnson hizo estallar un período de guerra mortífera entre apaches y angloamericanos, además de agravar las ya por entonces bastante maltrechas relaciones entre apaches y mexicanos.

El éxito instantáneo de Johnson como cazador de cabelleras le hizo ganar fama y ser objeto de envidia, al tiempo que indujo a Chihuahua a ofrecer una recompensa similar. El principal efecto del sistema de recompensas, sin embargo, fue la intensificación del odio de los apaches hacia los mexicanos; esta acción no sirvió para nada a la hora de resolver el problema apache, ni en Sonora ni en Chihuahua. Mientras tuvieron fuerzas, los apaches no cesaron en su empeño de declarar una guerra implacable y despiadada contra los mexicanos, que ofrecían recompensas, y los angloamericanos, que se dedicaban a conseguirlas.

El cazador de cabelleras más reputado no fue Johnson sino James (Don Santiago) Kirker, a quien en lo más alto de su carrera de cortador de cabelleras se le conoció como «el rey de Nuevo México». En 1838, al entrar en el negocio de las recompensas por las cabelleras, reclutó una partida compuesta por delawares, shawnees, mexicanos y angloamericanos. De caza en el territorio superior del Gila, sorprendieron una ranchería apache y mataron a cincuenta y cinco individuos para recuperar en el proceso cerca de cuatrocientas cabezas de ganado y caballos. El gobernador de Chihuahua ya había negociado otro tratado con los mimbreños, pero cuando se enteró de la proeza de Kirker lo invitó a la ciudad de Chihuahua para firmar un contrato. Kirker incrementó su ejército de cazadores de cabelleras hasta los doscientos hombres y prometió al gobernador que por unos honorarios de cien mil pesos obligaría a los apaches a aceptar un tratado permanente. Kirker pagó a cada hombre un peso al día y la mitad de cualquier botín que encontrase. En aquel entonces el valor de un peso equivalía al de un dólar.

En septiembre de 1839, Kirker y sus hombres dieron con una banda de apaches en Taos que, presumiblemente, se encontraba allí para vender el botín que habían conseguido de otras comunidades mexicanas, y mataron a cuarenta de ellos. El año siguiente, en Chihuahua, capturó a veinte prisioneros en una incursión. La fama de Kirker se extendió por el norte de México, lo cual disgustó mucho a los oficiales del Ejército mexicano. Cuando el general Francisco García Conde se convirtió en gobernador de Chihuahua, rechazó a partir de entonces la petición de Kirker para firmar otro contrato y continuar cortando cabelleras. En un intento de recuperar el respeto por el ejército, el comandante de El Paso tomó a varios cautivos mescaleros, incluida la mujer de un jefe. Cuando este se presentó con sesenta guerreros para pedir la liberación de los prisioneros, el comandante los acorraló a traición en la guarnición y sus hombres, ocultos, les cosieron a tiros. Sin embargo, el comandante no sacó ningún beneficio personal de aquella treta, pues, al inicio del tiroteo, el jefe lo apuñaló hasta matarlo.

El año 1840 fue desastroso para el norte de México. No solo había apaches asaltando Sonora, sino que también se sucedieron alzamientos pápagos en las cuencas de los ríos Gila y Sonoita y muchos mineros fueron masacrados. Más al este, los comanches mataron a cerca de setecientas personas en Coahuila y puede que incluso un número superior en Nuevo León. Mientras los comanches saqueaban San Luis Potosí y Tamaulipas y luego se dirigían hacia el norte con dieciocho mil cabezas de ganado y cien prisioneros, los apaches no se mostraron menos destructivos en Chihuahua y Sonora. El río Conchos constituía la frontera entre las zonas de asalto de los apaches y los comanches; los primeros, por lo general, permanecían al oeste del río, mientras que los segundo se dedicaban a saquear todo lo que quedaba al este del mismo. Los apaches y los comanches se enfrentaban de vez en cuando: por ejemplo, Santa Anna, el jefe de los mescaleros, advirtió al comandante de la guarnición de San Carlos de que los comanches se estaban aproximando. La alianza de las tropas con los mescaleros consiguió vencer a los mucho mejor armados comanches.

La práctica de las incursiones apaches consistía por aquella época en atacar con todas sus fuerzas; acto seguido, mientras los aterrorizados habitantes se dedicaban a buscar refugio, se dispersaban en pequeños grupos para rodear el ganado y los caballos. En noviembre de 1840, por ejemplo, cuatrocientos apaches mogollón, junto a otros tantos gileños, descendieron de Sierra Madre, asaltaron unos cuantos asentamientos y luego se dividieron en pequeños grupos.

Los cazadores de cabelleras angloamericanos concentraron sus esfuerzos en los apaches gileños, pero las diversas bandas, en apariencia, aún no estaban dañadas de gravedad. En 1841 afirmaron que la única razón por la que no habían matado a todos los mexicanos del norte era porque criaban ganado para los apaches. Sus incursiones continuaron siendo tan dañinas que el gobernador García Conde se vio en la obligación de tragarse su orgullo y negociar con Kirker. Como era bien sabido que Don Santiago adquiría de vez en cuando cabelleras apaches de las cabezas de los peones mexicanos, el gobernador trató de proteger a su gente ofreciéndole a Kirker un rotundo contrato per diem (de un peso al día). Pero al «rey de Nuevo México» no se le podía comprar por una miseria y se retiró a la zona oeste de Chihuahua, mientras los asaltantes apaches y comanches expulsaban a cada vez más gente de sus ranchos y pueblos.

Kirker operaba ahora con los apaches, vivía entre ellos y les ayudaba a obtener beneficios del ganado robado. Uno de sus hombres declaró que Don Santiago era ahora el «jefe de la nación apache», una denominación no mucho más extravagante que la de «rey de Nuevo México». Debido a la actividad de los cazadores de cabelleras, las incursiones apaches se habían intensificado: la destrucción de la vida y la propiedad fue, probablemente, mayor en la década de 1840 que en cualquier otro decenio del siglo.

Entre 1830 y 1841, Josiah Gregg emprendió una serie de expediciones comerciales desde Independence a Chihuahua. Observó la práctica apache de mantener la paz con ciertas ciudades para contar con lugares donde vender el botín y los cautivos capturados en México. Esta práctica siguió ignorando la que debía de haber sido la política oficial del estado hacia los apaches, pues los ciudadanos siempre estaban impacientes por obtener la paz con ellos, incluso a costa de sus propios vecinos. En 1840, Gregg identificó una enorme partida comercial que salía de Santa Fe para intercambiar whisky y armas por las mulas y los caballos que los asaltantes apaches traían desde México. Gregg comentó que este comercio con los apaches se promovía por parte de los funcionarios civiles, entre los que se encontraba el propio gobernador.

Cuando los apaches acordaban treguas con los funcionarios de Chihuahua lo hacían siempre en sus propios términos e incluían el derecho de quedarse el ganado robado. El Gobierno incluso marcaba el ganado robado con un hierro de venta o de cesión en un humillante intento de asegurar la paz. En sus viajes, Gregg descubrió haciendas y ciudades abandonadas a lo largo de todo el camino que iba desde Nuevo México al norte de Durango. La gente se arracimaba en pueblos y ciudades porque no era seguro vivir lejos de ellos. Los apaches eran hasta tal punto los amos de Chihuahua que grupos de no más de tres o cuatro se atrevían a atacar de vez en cuando a pastores a plena vista de la ciudad de Chihuahua y se llevaban su ganado sin miedo a posibles represalias. Según Gregg, los periódicos estaban llenos de crónicas sobre las valerosas hazañas del ejército en sus persecuciones de los apaches y acerca de la extraordinaria combinación de circunstancias que siempre les obligaba, a regañadientes, a «renunciar a la persecución».18

Los apaches occidentales entraron en Sonora y en Chihuahua por una serie de trilladas rutas de pillaje. La que estaba más al oeste, «el gran sendero del robo» de los coyoteros, originado en las montañas White y Pinal de Arizona, cruzaba el Gila cerca del actual lago de San Carlos, seguía el arroyo Arivaipa, atravesaba el valle de San Pedro, dejaba atrás la futura ubicación de Bispee y penetraba en Sonora por el noroeste de Fronteras. Allí, el camino se dividía en tres ramales: uno iba por el sudoeste hasta las minas y los ranchos de las regiones de los ríos Magdalena y Alisos; otro se dirigía por el sur hacia Hermosillo, Arizpe y Ures, y el tercero seguía el curso del río Nacozari hacia el sudeste.

La ruta chiricahua o gileño la utilizaban los chiricahuas, los mimbreños, los mogollón y los tonto, que vivían en las montañas al sur del río Verde y al este del Santa Cruz. La ruta cruzaba el Gila, seguía el arroyo San Simón y atravesaba el rancho abandonado de San Bernardino (cerca del lugar donde se encuentran los límites de Arizona, Nuevo México y México) hasta las estribaciones de las montañas que se alzaban a lo largo de la frontera entre Sonora y Chihuahua. Otra ruta iba desde la región de Santa Rita del Cobre hasta Janos, en Chihuahua, con una desviación que penetraba en Sonora por el pico de las Ánimas. Ninguna región escapaba a la atención de los apaches, pues las incursiones se habían convertido en su modo de vida. A menudo solían reunirse varias bandas en el rancho Chile Cerro, en el río Carmel, al oeste del actual Ricardo Flores Magón, pues era uno de los lugares de encuentro favoritos de los mimbreños, los mescaleros y otras bandas.19 Aun cuando los apaches nunca fueron demasiado numerosos, sus métodos sistemáticos de asalto les capacitaban para causar enormes daños. Entrenaban a los niños desde la más tierna infancia y para cuando cumplían catorce años ya estaban listos para asumir el papel de guerreros. Las mujeres también tenían asignados los deberes de cuidado y conducción del ganado robado en manada, a fin de dejar libres a los hombres para que pudieran enfrentarse a los perseguidores que cometieran la imprudencia de acercarse demasiado. Y cuando era necesario, las mujeres luchaban mano a mano con los hombres.

Debido a que los comanches, más numerosos, también intensificaron sus saqueos durante aquel período, el norte de México sufrió una devastación generalizada y acabó recibiendo el nombre de la tierra despoblada. Los apaches mataban mexicanos siempre que podían, quemaban sus construcciones y se llevaban a sus mujeres y niños para adoptarlos en la tribu o solicitar rescates en Nuevo México. Muchos de los que fueron adoptados por los apaches se negarían luego a abandonarlos cuando tuvieron la oportunidad de hacerlo, y algunos niños mexicanos llegarían a convertirse en auténticos guerreros apaches. Los problemas de Sonora se agravaron aún más en 1842 pues, mientras los apaches seguían activos, los yaquis se rebelaron. Los mayos, los ópatas y los pimas dejaron de luchar contra los apaches y se incorporaron al alzamiento en apoyo de los yaquis, pero la revuelta fue sofocada.

Los oficiales de los estados del norte buscaban desesperadamente algún modo de traer la paz a sus turbulentos territorios. El gobernador de Chihuahua volvió a negociar con los mimbreños, los mogollón y los mescaleros, con la promesa de proporcionarles víveres si le entregaban sus prisioneros y luchaban contra los comanches al este de Chihuahua. Otros funcionarios mexicanos llevaron a cabo tratos similares con los comanches prometiéndoles recompensas a cambio de cabelleras apaches.

A causa de estos tratados con Chihuahua, los apaches mogollón y los mimbreños concentraron sus incursiones en Sonora; Chihuahua les suministraba ahora refugio y provisiones, además de darles la oportunidad de disponer libremente de su botín. Aunque Chihuahua disfrutó de un breve interludio de relativa paz, los funcionarios de Sonora se mostraban comprensiblemente escandalizados. Después de que los apaches hubieran acampado cerca de Janos, mataron en Chihuahua a veintiocho soldados de Sonora y se apoderaron de la manada de caballos del presidio de Fronteras. El coronel Antonio Narbona formó una fuerza de trescientos hombres y tomó por sorpresa tres rancherías apaches en las proximidades de Janos; acabaron con la vida de más de ochenta indios. Los funcionarios de la ciudad de Chihuahua estaban furiosos, pero poco podían hacer aparte de protestar y aguardar las represalias de los gileños. Pero esta vez el problema se manifestó por parte de los comanches, que de nuevo arrasaron el norte de México en la incursión más destructiva de las guerras indias. En 1845, una fuerza de un millar de comanches penetró audazmente hacia el sur hasta la altura de Zacatecas, a poco más de cuatrocientos sesenta kilómetros de la capital de la nación.

Desesperados, los gobernadores de Chihuahua y Sonora restablecieron las recompensas por cabelleras: ninguna otra solución ofrecía esperanza. El gobernador de Chihuahua, Ángel Trías, ofreció también nueve mil pesos por la cabellera de Don Santiago Kirker, el antaño «jefe de la nación apache». A través de un agente, Kirker le hizo a Trías una contraoferta para conseguir cabelleras apaches por el precio rebajado de cincuenta pesos la pieza que el gobernador aceptó. Entonces, Kirker convocó una fuerza de ciento cincuenta hombres y atacó a los apaches con los que había estado conviviendo y regresó a la ciudad de Chihuahua con ciento ochenta y dos cabelleras, fruto de su traición. No lo mencionó, pero una de esas cabelleras pertenecía a su guía, que se había interpuesto en el camino de una flecha apache. Además de las cabelleras, Kirker se presentó con los prisioneros de los apaches, un buen número de mujeres y niños mexicanos, y mucho ganado robado. En otra ocasión, sus hombres persiguieron a unos asaltantes apaches hasta Sierra Madre Occidental, de los cuales mataron a doscientos y capturaron a diecinueve.

En 1846, en el momento en que estalló la guerra entre Estados Unidos y México, las condiciones en el norte eran espantosas; los apaches y los comanches habían debilitado considerablemente la capacidad mexicana para defender la región. En el transcurso de la guerra, los apaches destruyeron un montón de pueblos en Sonora y forzaron a las tropas mexicanas a abandonar el presidio de Tubac. Kirker y otros cazadores de cabelleras no contribuyeron a mejorar la situación, pues se dedicaron a matar peones mexicanos para arrancarles el cuero cabelludo; aunque los desesperados gobernadores hicieron la vista gorda ante tales transgresiones, que consideraron menores, y continuaron pagando por todas las cabelleras que les presentaban, pues temían que, en caso contrario, los apaches invadirían el norte de México. Mientras las fuerzas mexicanas se trasladaban al río Grande para toparse con la amenaza estadounidense, Kirker estaba muy ocupado. Un día, en el mes de julio, sus hombres mataron al jefe apache Reyes y a ciento cuarenta y ocho miembros de su pueblo.

A causa de la guerra, el gobernador estaba en apuros porque no disponía de fondos para pagar las cabelleras apaches; cuando Kirker se negó a aceptar el rango de coronel en el Ejército mexicano a modo de pago, fue declarado enemigo. Con una recompensa de diez mil pesos por su cabeza, Kirker huyó hacia el río Grande para toparse con las tropas del coronel Doniphan que se dirigían a tomar la ciudad de Chihuahua.20

En octubre de 1846, el general Stephen W. Kearny, que marchaba camino de California, se encontró con Mangas Coloradas y otros mimbreños cerca de las minas de cobre de Santa Rita. Los apaches se mostraron amistosos y deseosos de llevarse bien con los angloamericanos. Al comerciar con sus mulas, los angloamericanos los encontraron «más astutos» de lo esperado. El capitán A. R. Johnson, que estuvo presente en el encuentro, describió la vestimenta y las armas de los apaches:

En parte van vestidos como los españoles, con calzones anchos, mocasines y polainas hasta las rodillas; llevan con frecuencia un cuchillo atado por fuera a la polaina derecha; sus mocasines ponen al descubierto los dedos cuadrados; su pelo es largo y en su mayor parte no llevan tocado; algunos se ponen sombrero, otros tienen fantásticos cascos; portan algunas armas de fuego pero la mayoría de ellos llevan lanzas, arcos y flechas [...]. Cuando nos disponíamos a abandonar el campamento [...] un anciano jefe apache se acercó a nosotros y arengó al general de esta manera: «Os habéis apoderado de Santa Fe, vayamos ahora a por Chihuahua y Sonora; iremos con vosotros. Vosotros lucháis por la tierra, nosotros por el botín; así que nos entenderemos perfectamente».21

Cerca del río Grande, las tropas se cruzaron con dos mexicanos que regresaban de una expedición comercial con los apaches.

Aunque los apaches se mostraron, en un primer momento, cordiales con los invasores angloamericanos, pronto tuvieron motivos para preguntarse si esa cortesía había sido inteligente. Los angloamericanos habían venido a luchar contra los mexicanos, como llevaban haciendo los apaches desde que tenían uso de memoria. Razonaron que quienes tenían un enemigo común debían aliarse. Por eso les cogió totalmente por sorpresa que los angloamericanos les pidieran que dejasen de realizar incursiones en los asentamientos de México y de Nuevo México. Era increíble; esto sencillamente no tenía sentido, pues, hasta donde alcanzaba la memoria de los hombres, los apaches no conocían otro medio de vida que los saqueos. ¿Deseaban los angloamericanos que se murieran de hambre? Tanto los angloamericanos blancos como los mexicanos que vivían en Nuevo México estaban deseosos de adquirir el ganado, los caballos, las mulas y los cautivos que los apaches se traían de sus incursiones a Chihuahua y Sonora. ¿Por qué iban a parar ahora?

Cuando los angloamericanos conquistaron Nuevo México, no sabían demasiado de los apaches. En noviembre de 1846, el gobernador Charles Bent, que había pasado la mayor parte de su vida en la región, puso al tanto al comisionado indio William Medill sobre los apaches. Los jicarillas, una banda con unas cien viviendas y unos quinientos miembros, erraban por el norte de Nuevo México. Como la caza ya escaseaba en la región, los jicarillas vivían principalmente del robo de ganado. Fabricaban cerámica que utilizaban generalmente para cocinar, pero no producían la suficiente para poder vivir de ello. Los «mismos apaches» actuaban por la zona sur del territorio, escribió Bent, por el río Grande y sus afluentes en dirección oeste, hacia la cabecera del Gila. Estimaba su número entre cinco y seis mil. «Durante muchos años han mantenido el hábito de causar estragos en las vidas y propiedades de los habitantes de estas provincias y sus colindantes, a las que han arrebatado una increíble cantidad de toda suerte de ganado.» Mencionaba que varias bandas estaban siendo alimentadas por el estado de Chihuahua para inducirlas a cesar sus incursiones, «pero sin obtener el efecto deseado».22

El ejército que combatía contra los indios estadounidenses nunca había emprendido una campaña contra nativos tan escurridizos como los apaches, y no estaba en absoluto preparado para los veloces movimientos que se precisaban para acorralarles. De vez en cuando, como en 1848, varios destacamentos del Primero de Dragones perseguían a los asaltantes apaches, pero no conseguían darles caza. Durante el año siguiente, se organizaron muchas expediciones punitivas, pero pocas se saldaron, siquiera moderadamente, con éxito. Las incursiones continuaron sin interrupción y, entre agosto de 1846 y octubre de 1850, los apaches y los navajos se apoderaron de más de doce mil mulas, siete mil caballos, cerca de treinta y una mil cabezas de ganado y por encima de cuatrocientas cincuenta mil ovejas en Nuevo México.

Cuando James S. Calhoun llegó a Nuevo México en 1849 como agente indio, comprendió el peligro que entrañaba viajar a más de quince kilómetros de Santa Fe. «Los indios salvajes de esta tierra —informó— han tenido tanto éxito en sus asaltos desde que el general Kearny tomó posesión del territorio, que no se creen que tengamos el suficiente poder para castigarlos.» Recomendó alimentar a las bandas errantes para que dejaran de realizar incursiones. En el pasado se «habían mantenido solo gracias al fruto de sus expolios. Este es el único trabajo que conocen. El público americano no puede tomar en consideración la idea de aniquilar a estos indios, ni ellos pueden abandonar sus incursiones depredadoras [...] pues ningún poder terrenal será capaz de evitar los robos y los asesinatos a no ser que se cubran las necesidades alimentarias de estas gentes [...]». Calhoun era totalmente consciente de los problemas potenciales que se le presentarían en el futuro si no hacía algo para proveer de lo que necesitaban a los apaches. Cuando escribió al comisionado de Asuntos Indios, puso un énfasis especial en que una acción decisiva era imperiosa. «Desembolse un millón ahora, si es necesario —recomendó Calhoun— para evitar los gastos de muchos más millones en el futuro [...]. El número de indios descontentos de este territorio no es pequeño; y lamento tener que añadir que no son la única gente malvada que hay por aquí. Todo el territorio necesita una purga completa.» Calhoun también se quejó de los comerciantes que visitaban a los apaches sin peligro porque traficaban con armas y municiones, y mencionó lugares de encuentro habituales en que los comerciantes aguardaban a los apaches que regresaban de sus incursiones en México. A no ser que se adoptase una nueva política, advirtió, los problemas con los indios tardarían mucho en resolverse.23 Las proféticas advertencias de Calhoun fueron desatendidas. En 1850, el agente de los apaches gila J. C. Hays renunció al cargo tras solo un año debido a su incapacidad para desarrollar una solución «con los medios que le habían facilitado».24

Durante los dos años siguientes a 1846, las tropas estadounidenses mantuvieron ocupados en el norte de México a los apaches y los comanches, y dieron a la región el respiro que tanto necesitaba. En 1848, sin embargo, los pinaleños que habían firmado la paz con Tucson forzaron el abandono de Tubac y se apoderaron de Fronteras durante dos años. Cuando se firmó el tratado de Guadalupe Hidalgo entre México y Estados Unidos que puso fin a la guerra, las fuerzas estadounidenses se retiraron del país azteca y los asaltantes apaches volvieron a frecuentar las rutas de saqueo del sur de Sonora y Chihuahua. Según los términos del tratado, Estados Unidos se responsabilizaría de evitar que los apaches y otras tribus cruzaran la frontera, pero enseguida se demostró que esa era una tarea imposible, al menos sin un enorme esfuerzo. El Gobierno mexicano creó una serie de colonias militares en el norte como parte de su defensa contra los indios procedentes de Estados Unidos. Los estados mexicanos del norte también reanudaron el sistema de recompensas por cabelleras. Chihuahua ofreció ciento cincuenta pesos por una mujer o un niño vivos, doscientos cincuenta por un guerrero vivo y doscientos por la cabellera de un guerrero de catorce años en adelante. El transporte de guerreros vivos era mucho más peligroso que el de los fardos de cabelleras, por lo que esta recompensa rara vez llegó a cobrarse. Otros estados establecieron leyes similares y partidas de entusiastas cazadores de cabelleras regresaron a las montañas y desiertos de ambos lados de la frontera; de nuevo, cualquiera que tuviera el pelo largo y negro corría un serio peligro. Se decía que sorprender un campamento indio era como descubrir una mina de oro. La mejor temporada para la caza de cabelleras era de agosto a enero, cuando los comanches acampaban en el Bolsón de Mapimí y los apaches gileños hibernaban en los valles del río Conchos y sus afluentes.

Algunos exploradores y tramperos blancos no se mostraban más humanitarios con los indios que los cazadores de cabelleras. Pauline Weaver, que sirvió de guía a las tropas de Philip St. George Cooke en la marcha a California de 1846, identificó una cadena montañosa donde vivían los apaches tonto. «Cuando pasé por allí una vez desde los Pimos —dijo—, me topé con unas viviendas y se armó cierto revuelo.» Cuando Cooke le preguntó qué clase de revuelo, Weaver le respondió: «Oh, matamos a dos o tres y quemamos sus casas, nos llevamos a todas sus mujeres y niños y los vendimos». Cooke no podía dar crédito a sus oídos, pero Weaver, sin la menor señal de remordimiento, admitió que había vendido muy a menudo mujeres indias y niños en Nuevo México y Sonora. «A cien dólares por cabeza.»25

Apenas pasaba un día en el que no llegaran informes de matanzas perpetradas por los apaches y los comanches en Chihuahua y Sonora, y los funcionarios de estos estados continuaban buscando remedio a esto.26 Un gobernador convenció a los comanches para hacerse con cabelleras de los mescaleros. Otro contrató a seminolas, bajo el mando de Coacoochee (que había huido del Territorio Indio de Estados Unidos), y a esclavos fugitivos, bajo el mando de John Horse, para conseguir cabelleras apaches. Los apaches sabían que había recompensas por ellos, pues cuando el gobernador Trías tasó en mil pesos por la cabellera del jefe mescalero Gómez, este respondió ofreciendo la misma cantidad por la cabellera de cualquier estadounidense o mexicano. Los mescaleros se mostraron particularmente activos en el saqueo de las caravanas que iban de El Paso a la ciudad de Chihuahua.

Muchos angloamericanos hicieron una fortuna considerable con el tráfico de cabelleras, pero no hay modo de cuantificar cuántas de las que se obtuvieron pertenecieron realmente a apaches. A finales de 1849, la ciudad de Chihuahua, la «capital de las cabelleras de América», había pagado sumas sustanciales por el pelo de los apaches, pero estos seguían matando gente a las afueras de la ciudad. El año más próspero para los abastecedores de cabelleras fue 1849-50. A partir de entonces, Kirker, John Joel Glanton y otros profesionales de aquel tráfico horripilante, al encontrar que cada vez resultaba más difícil conseguir cabelleras apaches, se dedicaron abiertamente a arrancársela a los indios amistosos. Alarmado por esta práctica, el gobernador Trías ofreció una recompensa por la cabellera de Glanton. Convencido de que la eclosión de estos trofeos había terminado, Glanton se apresuró a encaminarse hacia Sonora, donde recibió seis mil quinientos pesos por el cabello de todos los indios y mexicanos que desafortunadamente se habían interpuesto en su camino.

La mayor parte de los mercaderes de cabelleras angloamericanos, incluidos Kirker y Glanton, no tardaron en dirigirse a California en busca de intereses más prosaicos. Sin embargo, ha de anotarse que hubo al menos un caso en el que una especie de justicia poética se pudo cebar con uno de aquellos cazadores de cabelleras: los indios yumas aniquilaron a Glanton y a todo su equipo. Se siguieron ofreciendo recompensas por las cabelleras, pero a partir de 1850 solo podían cobrarlas los ciudadanos mexicanos. Kirker declaró que él y sus hombres habían matado a cuatrocientos ochenta y siete apaches, pero habría sido más exacto decir que habían cobrado recompensas por ese número de cabelleras.

El sistema de recompensas por cabelleras, aunque llevó a la muerte o captura de un buen número de apaches, no ayudó a resolver el problema de los apaches. En 1850, estos saqueaban áreas más extensas que nunca. Tucson y otras muchas ciudades eran víctimas constantes de sus ataques, y los asaltantes se apoderaban con descaro de los rebaños que pastaban junto a los muros de los presidios. Otros apaches penetraban al este de Santa Cruz en las tierras desérticas de los pápagos, donde antes rara vez habían actuado.

Algunas bandas se habían visto considerablemente reducidas en número por la matanza indiscriminada de mujeres y niños para obtener cabelleras. En la banda de Warm Springs que había aceptado los suministros de los funcionarios mexicanos de Janos solo había unos doscientos guerreros en 1850. El total de la banda se estimaba en unos cuatrocientos indios; en 1787, habían sido más del doble. Otras bandas de gileños también habían sufrido un descenso importante en el número de sus componentes.

En 1850, se envió al coronel George Archibald McCall a Nuevo México para llevar a cabo un reconocimiento, especialmente de la milicia estadounidense y de los problemas con los que tenía que lidiar. McCall informó que había ocho tribus salvajes en el territorio y que los navajos y los apaches eran los enemigos más temibles.27 Los asaltos que perpetraban contra los mexicanos estaban motivados por el hecho de que no poseían nada y tenían que robar para sobrevivir. Los mescaleros, al regresar de sus incursiones en México, se citaban en el Pecos, anotaba McCall, con comerciantes de Santa Fe que intercambiaban armas de fuego y munición por mulas. McCall predijo que los apaches, que contaban con más mujeres y niños cautivos, serían más difíciles de someter que cualquiera de las tribus. Los jicarillas, al Norte, eran una de las bandas apaches más pequeñas pero, al mismo tiempo, una de las más fastidiosas, pues habían matado a más angloamericanos que cualquier otra. McCall estaba convencido de que, aunque no eran más de cien guerreros y su número total de integrantes no superaba los cuatrocientos, tenían que ser exterminados. «No conozco medio alguno —manifestó— que pueda emplearse para recuperarlos.»28

McCall, según parece, consideraba un error separar las bandas de Sierra Blanca y de Sacramento de los mescaleros. Cada una contaba, por su parte, con solo unos ciento cincuenta guerreros. Los que él consideraba mescaleros eran las dos bandas sureñas que operaban desde las montañas Guadalupe hasta El Paso. Estas, lideradas por los jefes Marco y Gómez, tenían doscientos y cuatrocientos guerreros respectivamente y eran las más poderosas, pero rara vez realizaban asaltos al norte de El Paso. Se mostraron amistosos con los angloamericanos hasta 1849, cuando fueron atacados por los cazadores de cabelleras de Glanton.

Como otros apaches, los mescaleros no podían entender la actitud angloamericana frente a sus incursiones en México. Francis X. Aubrey, que estaba al frente de un convoy, se topó con la banda de Marco cerca del riachuelo Lympia, en la zona occidental de Texas. Aubrey le dijo a Marco que los angloamericanos querían ser amigos, pero que los mescaleros tenían que dejar de hacer incursiones en México. Marco se quedó atónito. «Supuse que mi Hermano era un hombre razonable —dijo—. ¿Acaso ha visto entre el Pecos y el Lympia caza suficiente para alimentar a tres mil personas? Durante mucho tiempo no hemos tenido más alimento que llevarnos a la boca que la carne del ganado mexicano y sus mulas, y aún tendremos que seguir recurriendo a ella si no queremos perecer. Si tú nos proporcionas ganado para alimentar a nuestras familias, dejaremos de arrebatárselo a los mexicanos.»29

Un motivo (en principio, quizás el principal) por el que las tropas estadounidenses fueron incapaces de arreglárselas con los apaches fue que los caballos de los dragones no podían mantener el ritmo de los caballos apaches. En numerosas ocasiones, los apaches escapaban en el último momento porque sus monturas eran más veloces y resistentes. Después de inspeccionar el puesto militar de Rayado, en territorio jicarilla, McCall informó que todos los caballos, cualquiera que fuese su condición, se considerarían utilizables de forma rutinaria, pues sencillamente no podían obtenerse otros mejores. También parte del problema era que los dragones acarreaban unos treinta y seis kilos en armas y equipamiento, mientras que los apaches llevaban solo arcos, flechas y lanzas. A los caballos que se traían de los estados del norte, continuaba McCall, les costaba un año o más aclimatarse y estar listos para afrontar su duro deber. Recomendaba adquirir caballos de tres o cuatro años en Tennessee y mantenerlos en granjas gubernamentales en Nuevo México durante doce o dieciocho meses antes de destinarlos a cumplir su servicio.

La llegada de los angloamericanos en masa tras la guerra con México significó el fin de una época y el comienzo de una nueva para los apaches. Como ambos habían luchado contra los mexicanos, los apaches presumieron que los angloamericanos serían amigos y aliados. Para ellos era del todo incomprensible que les ordenaran poner fin a sus incursiones en los ranchos y asentamientos mexicanos. Contra estos, que en el mejor de los casos estaban pobremente armados, los apaches nada tenían que temer. Ahora les decían que debían dejar sus saqueos o de lo contrario las tropas estadounidenses, fuertemente armadas, les darían caza. Este dilema pudo ser la causa por la que la banda de Warm Springs aceptó la oferta de provisiones de Chihuahua, y con toda certeza hizo que los apaches dudasen del valor de la amistad angloamericana. Pero esto fue solo el principio.