PRÓLOGO

CUERPOS QUE RESISTEN EN LA CIUDAD PERDIDA

El tema de la droga recorre el país permeando la competencia política, los fantasmas citadinos y la solidez del tejido social. Frente a ello circulan discursos signados por el prejuicio, el miedo y el catastrofismo. Nada mejor que expurgar la paranoia propia de una sociedad en transformación acelerada, que acuñando un enemigo claro y colocarlo en la trinchera de enfrente, lejos del propio cuerpo. Para eso la droga se ofrece mansamente a la impugnación, en la misma medida que es chúcara en sus efectos. Todos contra la droga, tolerancia cero, duro a los que la hacen circular y, por qué no, a los que incitan a sus amigos, vecinos y hermanos a consumirla. El país, una vez más, construye un discurso público en el cual se demonizan traficantes y consumidores y, de paso, se mete a la categoría «joven»en el saco de los eternamente sospechosos de conductas anómicas.

Mientras tanto el problema sigue y su magnitud se hace difícil de conmensurar, precisamente porque el estigma está construido y entonces las encuestas de prevalencia enfrentan el muro del «error de sesgo». No es tan fácil reconocerse marihuanero o pastero frente a un encuestador, a sabiendas que la sanción social está a la vuelta de la esquina. El círculo vicioso se cierra: no sabemos qué discurso adoptar, porque el discurso dominante nos impide saber realmente cuántos son, quiénes, dónde y para qué.

En este contexto nada mejor que los estudios etnográficos sobre consumo de drogas. Las dificultades para aplicar categorías generales a grupos agregados nos devuelve a la sana modestia del antropólogo que troca cantidad por cualidad, y cambia deducción categorial por construcción de categorías a partir de la experiencia directa. El trabajo de Bernardo Guerrero es más que elocuente respecto de qué cabe hacer para recabar información real, sin prejuicios, o más bien con los prejuicios que el propio usuario tiene respecto de lo que consume.

El libro que aquí prologo cristaliza, precisamente, el trabajo del investigador con jóvenes que habitan la ciudad de Iquique y oscilan entre el consumo/uso de la marihuana y la pasta base; que asignan, además, a cada droga un universo de sentido específico; que ingresan al consumo por diversas puertas; que se proyectan hacia el futuro o dejan de hacerlo; que tienen enormes dificultades para conectar la memoria con ese futuro; y que en su mayoría comparten la sensación de un quiebre en sus biografías que los arroja a un espacio que es a medias propio y ajeno, discontinuo en el tiempo y enrarecido en el espacio. Allí empieza el cuento de la droga. Al menos esa parece ser la conclusión más fuerte de Guerrero.

La tesis del autor se nutre básicamente de la conocida idea planteada por Berger y Luckman, que se refiere al efecto disolutivo que la modernización ejerce sobre el tejido de las organizaciones intermedias.

En este sentido, Guerrero nos introduce de manera pormenorizada en las transformaciones del espacio urbano-institucional iquiqueño, en el cual diversos fenómenos concurren a erosionar una tremenda riqueza de tejido asociativo que, en las generaciones precedentes, fue el marco de socialización intermedia para los jóvenes de la ciudad de Iquique. La tesis central del libro es ésa: diluido el tejido asociativo que permitía mediar el paso de la edad infantil a la adulta, y mediar también entre el individuo y la ciudad, se dispara la vulnerabilidad de los jóvenes frente a la droga, o más bien frente a los efectos más dañinos del consumo de drogas.

Para fundamentar esta tesis el autor no escatima esfuerzos ni disgresiones. Conoce su ciudad y la abraza con pasión, eso me consta. Por lo mismo, lasobservaciones respecto a la ruptura entre el Iquique histórico y el postmoderno no son sólo producto de su pormenorizadareconstrucción analítica, sino también de su propia nostalgia. Allí pareciera que las porosidades afectivas del analista refuerzan su equipamiento intelectual y le agregan matices. En este sentido es mitad lector y mitad protagonista, cosa que creo útil en un estudio etnográfico de esta naturaleza. Puede ver a los pastabaseros desde la perspectiva de lo ido y vivido por el propio autor: el mundo de las estructuras intermedias, tales como los centros sociales, los clubes deportivos, los bailes religiosos y, sobre todo, la vida del barrio atravesada por esas estructuras. Eso que dio a Iquique su riqueza cultural y permitió enraizar la cotidianeidad en espacios nutritivos e inmediatos, ahora ha sido barrido por la historia de última generación.

Primero la dictadura militar que arrasó con toda estructura intermedia que pudiera ser percibida como amenaza o impugnación del orden impuesto. Al mismo tiempo la llegada de la Zofri, vale decir, del mall más grande de Chile que es la zona franca al interior de la ciudad (y por tanto, el descentramiento del barrio y el poblamiento de un nuevo espacio, sin identidad, ubicuo y clónico, como es el mall). Finalmente el descentramiento de una ciudad que se disgrega entre sus pedazos tradicionales (el norte y el centro) y la ciudad nueva (el sur), esta última signada por el edificio veraniego o el territorio sin memoria.

Otra forma, pues, de entender la diseminación de las drogas. No ya como mera cuestión de mercado (la oferta en el desplazamiento de pasta base desde su origen boliviano derramándose por la angostura chilena).

Tampoco como rasgo meramente etáreo. Fundamentalmente, se trata aquí de una interpretación del uso de la droga en el marco de las vulnerabilidades provocadas por la pérdida de identidad citadina, el descentramiento del espacio, la orfandad respecto del barrio y la pérdida de los canales clásicos de reconocimiento social.

Allí Guerrero hinca el diente, rasca sobre la herida para abrirla y mirar hacia adentro. Y ese adentro son las entrevistas a los consumidores de drogas, con las cuales el autor va construyendo el tema desde el discurso de los usuarios, con los huecos y las desconexiones que lo recorren.

En la tierra de campeones, los cuerpos resisten el vaivén de la disolución (todo lo sólido se desvanece en el aire, decía Marx). La droga y su consumo forman parte de esa resistencia, quizás la parte más visceral, prediscursiva, no elaborada. Pero también allí hay diferencias y especificidades. Las entrevistas, así como la interpretación que el autor hace de ellas, son elocuentes para distinguir entre el discurso que rodea el consumo de marihuana de aquél que procede de los consumidores de pasta base. El primero es el discurso artesanal, universitario, de quienes se proyectan hacia el futuro y asumen el camino de su integración a la sociedad adulta, pero a la vez se reservan un espacio irreductible donde expandir la subjetividad y dejar la sensibilidad en estado de dulce flotación. La marihuana no liquida el vínculo social sino que establece espacios de tregua en la carrera de la vida moderna.

Caso muy distinto es el discurso de los pasteros: más bien el no-discurso, la muda elocuencia de los que no tienen ya cómo nombrarse a sí mismos. Ellos mismos se perciben como sujetos vueltos hacia adentro, casi atorados en un solipsismo que los condena a la desintegración perpetua. El pastabasero es quien renuncia a la proyección social, al futuro entendido como movilidad e integración. Casi como quien quiere exacerbar su precariedad, o como quien a gritos callados habla de su tremenda dificultad para insertarse en un mundo donde el barrio ya no es el lugar de las mediaciones. En lugar del club deportivo, la pandilla. En lugar del viaje por las redes locales, el viaje solitario por las paredes del cráneo.

Los jóvenes que hablan a través del libro de Bernardo Guerrero son, como dice el autor, jóvenes que no se sienten identificados con las estructuras intermedias, que sus padres sí adhirieron. Hay, pues, un puente cortado entre la generación de los padres y los jóvenes que hoy consumen drogas muchos de ellos han cambiado en términos simbólicos el club deportivo por la pandilla. Y respecto de los pastabaseros: Son iquiqueños, pero de un modo posmoderno, sin arraigo al barrio. Pueden ser del Bronx o de Dublín, pero acuden a la fiesta de La Tirana, visten la camiseta del River Plate o del Inter de Milán construyen su futuro sobre un presente eterno y provisorio la posibilidad de calmarse está siempre vigente, pero la angustia de la droga siempre los acecha.

Curiosa semántica: angustia es el nombre con que los usuarios designan la pasta base. Angustia de no poder narrar su cuento, de navegar por la ciudad sin asidero. Angustia por una temporalidad hecha de hiatos y brechas, por una identidad fragmentada en el espacio y discontinua en el tiempo. Frente a esto, el autor culmina su reflexión preguntándose qué hacer. Hecho el análisis etnográfico que arroja conexiones tan fuertes entre las mutaciones de la ciudad y las pautas en el consumo de drogas, llega la complicada hora final de las políticas y los criterios para las políticas. La respuesta no es fácil.

En primer lugar, queda claro lo que no hay que hacer: nada de estigmatizar ni prejuzgar. Mucho cuidado con la marca penal y la marca sanitaria. Guerrero habla allí de desatanizar las relaciones. En segundo lugar, re-encantar el barrio, pero no como reconstrucción de un pasado que ya cerró sus puertas, ni tampoco en el sentido conservador de valores fuertes para espíritus erráticos. Más bien buscar precisamente en los nuevos códigos de referencia, repensando la Junta de Vecinos a la luz de los problemas que hoy enfrenta el vecindario. Dice Guerrero: Temas como la delincuencia, el tráfico de drogas, el aseo y la recreación deben hallar en esta estructura de participación su canal de canalización. Están también las opciones de identificación espiritual (el pentecostalismo aparece en seguida como la opción generalizada para combinar una adscripción religiosa con un refuerzo afectivo, social y valórico).

En fin, no es muy claro el camino y habrá que hacerlo al andar. Lo cierto es que después de leer el estudio de Bernardo Guerrero no hay modo de volver a la racionalidad administrativa y penal para pensar cómo abordar un problema que, como el de las drogas, se nutre de lasmutaciones socioculturales de la modernidad. Hablar de drogas es hablar de nuestros tiempos. Conversemos, pues, de drogas. Los invito a las páginas que siguen.



Martín Hopenhayn