La estación estaba prácticamente vacía. El humo de la locomotora que resoplaba en un extremo del andén, como desentendiéndose, cargaba el aire de nubes de algodón sucio, pero Mercader no se fijó. Bastante esfuerzo le costaba ya acordarse de todas y cada una de las instrucciones. Apoyado en una columna de las que sostenían la marquesina del andén, había observado sin perder ripio a los pocos pasajeros que se disponían a subir a un vagón. Dio unos pasos a izquierda y derecha en actitud indiferente hasta asegurarse por completo de que no lo habían seguido. Cuando vio salir al jefe de estación con la bandera roja en dirección a la campana se puso en alerta, dispuesto a saltar. Sonaron las campanadas, el tren silbó con impaciencia y el jefe de estación se dirigió al exterior, donde estaba la locomotora. Mercader, que se había apostado cerca de allí, subió a la plataforma del segundo vagón. En ese momento notó el tirón de la puesta en marcha. Pasó de la plataforma al vagón. Curiosamente no había nadie; en el extremo opuesto se adivinaban un par de sombreros. Gente hablando. Se sentó en el sentido de la marcha, cerca de la puerta. Se frotó la barba y esos pelos ajenos le infundieron una sensación de ridículo, pero le dio tiempo a pensar que daba igual, que nadie lo reconocería con semejante matorral en la cara, así que nadie se reiría de él, ¿no?
Las pocas casas que había a la altura de la vía empezaron a desplazarse hacia atrás. El tren avanzaba arañando el paisaje como si le costara mucho embalarse. Era el momento de dejarse arrullar por el monótono chacachá y de pensar por qué narices lo obligaban a hacer esas cosas precisamente a él; seguramente querrían ponerlo a prueba antes de confiarle empresas más peligrosas.
Estaban ya en pleno trayecto, fuera de la ciudad. Lo único que tenía que hacer era esperar. Esperar a que, antes de llegar a Montcada, se le acercara alguien y le dijera: «Este humo es malo para los pulmones, ¿verdad, maestro?». Y él tenía que responder: «Por eso no fumo, señor». Qué tontería, qué sandez. Y después, seguir esperando hasta recibir instrucciones. ¿Acaso tendría que pasarse la vida recibiendo instrucciones, maldita sea? ¿Quién sería el contacto? ¿Tal vez los dos hombres del fondo del vagón?
La puerta se abrió y el estruendo de las ruedas contra los raíles aumentó. «¡Anda, será este!», se dijo Mercader al tiempo que se enderezaba en el asiento dispuesto a responder por eso no fumo, señor. El tal señor sudaba, era gordito y miró a Mercader con total indiferencia; llevaba una maleta en la mano izquierda y vestía de gris. Cerró la puerta con estrépito y tomó asiento cerca de él, en el otro lado del pasillo. «¿Por qué no me dirá nada?», se preguntó Mercader con extrañeza. Lo miró de reojo. El señor se puso la cartera encima de las piernas, tapándola con los brazos, y miró distraídamente por la ventanilla, como si los pocos pasajeros del vagón no le interesaran ni pizca.
La puerta se abrió de nuevo. «¿Será este otro?» Pero era el revisor. Mercader hizo el gesto de sacar el billete, pero el hombre pasó de largo. Todavía no quería los billetes. Oyó cerrarse la puerta del fondo, a su espalda, cuando salió el revisor. Con el juego de buscar a la persona y adivinar si era o no era no se había fijado en el paisaje, que se deslizaba con indiferencia y sin esfuerzo al otro lado de la ventanilla. En la siguiente estación entraron dos mujeres por la puerta que dominaba él. El vagón se llenó de risas: «campesinas que vienen o van», pensó. El hombre del otro lado del pasillo seguía absorto en el paisaje. La locomotora exhalaba un aliento espeso y Mercader se alarmó, porque cualquiera que tuviera ganas de charlar podía decirle lo del humo sin mayor intención que hablar del humo, y ¿cómo lo sabría él? Le entraron ganas de encender la pipa, pero se contuvo por si acaso.
Oyó un ruido detrás. Alguien entró por la puerta del fondo. Percibió con toda claridad el chasquido de la maquinita taladradora del revisor. Preparó el billete y pensó que, si el contacto era el hombrecillo del otro lado del pasillo, estaría esperando a que pasara el revisor y los dejara tranquilos para empezar a hablar del humo y toda la pesca. A pesar de los pocos pasajeros que había en el vagón, el revisor avanzaba con mucha calma y se entretuvo charlando un poco con las campesinas. «Las conocerá porque cogen este tren a menudo.» Como no tenía nada que hacer y además el revisor estaba cerca, se entretuvo escuchando lo que decían. Nada, en realidad: «¿Qué ha pasado hoy?», dijeron ellas, y el revisor: «Dicen que la cosa está fatal, sobre todo en Barcelona». «Vaya —se dijo Mercader—, todo el mundo habla de lo mismo. No hay más tema de conversación. Hasta las campesinas estas, aunque a ellas les da igual. Si los rumores son ciertos, en menos de tres días medio mundo cogerá carretera y manta camino de África, quién sabe; por ejemplo, el pobre Ramon, porque a él le va a tocar, como a otros muchos.»
Se pasó la mano por la cara, absorto en estas reflexiones. El revisor llegó a su altura y empezó por el hombrecillo de la maleta. Cogió el billete y se saludaron. Por lo visto el buen señor —seguía sudando, ¿sería el enlace?— era hombre de pocas palabras. Entretanto, Mercader volvió a distraerse pensando en sus cosas. El revisor se dirigió a él.
—Este humo es malo para los pulmones, ¿verdad, maestro?
—¿Cómo? ¿Qué dice usted? —dijo, enseñándole el billete.
El revisor lo cogió y lo perforó y, al devolvérselo, repitió:
—Este humo es malo para los pulmones, ¿verdad, maestro?
Mercader recogió el billete y lo miró sin terminar de creérselo. Después levantó la vista hacia el revisor, le extrañaba que siguiera a su lado. Reaccionó:
—Por eso; no. Sí: digo que por eso no fumo, maestro. Digo, señor.
Lo dijo un poco demasiado alto y pensó que lo habría oído todo el vagón. El revisor hizo una mueca de preocupación como dando a entender que con algunas personas no se puede ir por la vida. Con un gesto le indicó que saliera a la plataforma.
—Dentro de cinco minutos, ¿estamos?
Mercader asintió; no podía hacer otra cosa. El revisor se fue por la puerta que daba a la plataforma y Mercader esperó un tiempo prudencial antes de levantarse y decir con desgana: me voy a estirar las piernas; comprobó que nadie le prestaba atención, tal vez ni siquiera lo habían oído. Se encogió de hombros y abrió la puerta que daba a la plataforma. El revisor lo esperaba de pie en la otra, la del siguiente vagón. Le indicó que entrara en el vagón y así lo hizo. Al oído, chillando para que lo oyera bien, le dijo:
—En los lavabos de este vagón hay una espuerta: ojo, que pesa. No vuelvas al otro vagón, quédate en este. ¿Entendido?
Dijo que sí con un movimiento de cabeza y el revisor desapareció sin darle tiempo a reaccionar.
En el lavabo se quedó embobado mirando el agujero del retrete por el que se veían pasar las vías inagotablemente. La espuerta estaba en el suelo. La cogió y salió del cubículo con paso vacilante. Entró en el vagón que le había indicado el revisor. También había poca gente. Se sentó al lado de la puerta y esperó hasta que el tren se detuvo. Estaban en Sabadell. Mercader nunca había ido allí en tren, y lo que es más, solo había cogido el tren tres o cuatro veces, y siempre en el sentido contrario. Salió de la estación mezclado con los demás pasajeros, esperó fuera unos segundos y volvió a entrar. Compró un billete y salió al andén. El tren que lo devolvería a casa ya estaba en la estación, a punto de arrancar. Se subió sin pérdida de tiempo, sin fijarse en si lo seguía alguien. «Y, si llego a perderlo, ¿qué?» El tren arrancó y Mercader seguía sin acordarse de que, antes de sentarse, tenía que comprobar que no lo seguía nadie y que nadie se había fijado en el extraño movimiento de salir de la estación y volver a entrar. La espuerta pesaba lo suyo: «Como me pillen con esto en las manos lo tengo claro, supongo». Pensó en la posibilidad de tirarla a la vía en caso de que las cosas se torcieran.
Tanta precaución y ni siquiera se había tomado la molestia de proceder discretamente al cambiar de tren; estaba tan pendiente de no perderlo que no se había fijado en el hombre del banco del andén que se protegía con un Brusi abierto que no leía y que observaba con gran detenimiento sus evoluciones con la espuerta a cuestas. Pero ese hombre no se levantó para coger el tren. Cuando por fin la locomotora arrancó con gemidos de dolor, pasó la página para reforzar el disimulo. «Buen viaje», murmuró entre dientes.