—¡Son... tan... adorables!
A Dawn casi se le salieron los ojos de las órbitas cuando descubrió las lucecitas con forma de estrellas en el carro de la compra. Ya habíamos llegado a la sección de cubrecamas, pero los estampados florales de colores chillones que veía por todas partes no me complacían lo más mínimo. Acaricié por última vez una de esas telas multicolores y me volví hacia mi nueva amiga.
Había conocido a Dawn justo antes de la charla de presentación de la universidad. Las dos habíamos llegado antes de tiempo y, mientras esperábamos a que se llenara el auditorio, habíamos empezado a hablar enseguida. Estaba bastante segura de que había sido cosa del destino. ¿Qué, si no? Después de todo, Dawn también era nueva en el lugar, aunque ella no se había mudado huyendo de su familia, sino de un exnovio que la había engañado después de seis años de relación. Simplemente había sentido la necesidad imperiosa de marcharse. El caso es que allí estábamos las dos, comprando todo lo necesario para decorar nuestras habitaciones. Nos lo habíamos pasado muy bien durante las dos horas que habíamos tardado en llegar a Portland, que de paso nos sirvieron para familiarizarnos con los alrededores de Woodshill.
—Quédate una de esas con flores —me dijo antes de desaparecer por el siguiente pasillo—. ¡O la rosa!
Su melena pelirroja apareció al cabo de un momento por encima del estante de las lámparas. Probablemente estaba de puntillas, o al menos eso parecía, por la forma en la que estiraba el cuello.
Les eché otro vistazo a los cubrecamas. Quería decorar mi habitación con una mezcla de estilos, pero los estampados floreados no acababan de convencerme. Aunque quería un estilo femenino, prefería los diseños un poco más sobrios.
Continué andando por el pasillo. Dawn levantó dos lámparas y me preguntó cuál me gustaba más. Al final de la estantería descubrí una colcha crema de punto grueso, con flecos, y pensé que haría juego con las cortinas que ya había metido en el carro.
—¿Qué te parece esta de aquí? —le pregunté sosteniendo la colcha en alto.
Dawn apareció por el extremo del pasillo para echarle un vistazo. Llevaba en la mano una lámpara de mesilla de noche con la pantalla de color rosa.
—Sencilla y bonita. Encaja con el resto de las cosas —dijo levantando la lámpara rosa—. ¿Y a ti qué te parece esto?
Incluso desde lejos pude percibir la purpurina de la pantalla.
—Parece que la hayas sacado de la sección infantil.
Dawn dejó la lámpara dentro del carro de la compra con una sonrisa de oreja a oreja.
—¡Bingo! —exclamó.
Sin duda, Kaden se volvería loco si me viera llegar a casa con algo parecido. Aunque, por otro lado, lo cierto es que no le incumbía lo más mínimo cómo decidiera decorar mi habitación.
Había tenido que pasar la semana anterior en el albergue ya que no me habían dado las llaves del apartamento, porque el inquilino anterior acabó tardando más de lo previsto en llevarse la cama. Kaden me las había entregado esa misma mañana, y su actitud recelosa me hizo pensar que ya se arrepentía de la decisión que había tomado. En cualquier caso, era su problema, no el mío.
Ya con las llaves en el bolsillo, Dawn y yo habíamos salido a comprar todo lo necesario para equipar y decorar la habitación a mi gusto. Llevaba ahorrando desde el instituto, reservando una parte del dinero que ganaba dando clases particulares o del que la familia me regalaba por mi cumpleaños y otras ocasiones por el estilo. Gracias a esa previsión, en esos momentos podía permitirme pagar todo lo que llenaba mi carro de la compra sin problemas. Además, tenía la cuenta corriente que mi madre había abierto para mí, aunque quería reservar ese dinero por si surgía algún imprevisto. O para cosas que eran absolutamente imprescindibles, como por ejemplo las tasas de la universidad. Al fin y al cabo, si me había ingresado todo ese dinero durante los últimos años era por algún motivo. Me ponía enferma pensar en el motivo que la había impulsado a hacerlo. ¿De verdad creía que conseguiría sobornarme de ese modo? ¿Que al ver un par de billetes olvidaría todo lo sucedido? Pues lo llevaba claro. No obstante, aunque yo no estuviera dispuesta a dejarme comprar de ese modo, consideraba que gastar parte de ese dinero era lo mínimo que podía hacer como acto de venganza.
Respiré hondo y aparté todos esos pensamientos desagradables de mi mente. Quería concentrarme al máximo en mis compras.
—¿Necesitas una mesa? —preguntó Dawn mientras empujábamos el carro hasta el pasillo siguiente.
Se detuvo junto a un modelo abatible y lo examinó con detenimiento. Agarró la estructura por debajo del tablero y la sacudió con fuerza intentando accionar el mecanismo de plegado para ver cómo funcionaba.
—No, el anterior inquilino me ha dejado el escritorio y una estantería. Kaden me ha dicho que si no lo quiero tendré que deshacerme yo misma de ello —le expliqué poniendo los ojos en blanco—. Por suerte se ha llevado la cama, eso sí. Porque mira que daba asco.
Dawn arqueó las cejas.
—Ese tipo parece un verdadero encanto.
—Pues mira, no es precisamente la primera palabra que me viene a la cabeza cuando pienso en él —respondí.
Ay, Dios. Esperaba que las cosas salieran más o menos bien, no me apetecía tener que dejar la habitación a la primera de cambio. Encontrar un piso compartido había sido una verdadera odisea, no quería tener que pasar por un tormento parecido otra vez, por lo que me había propuesto ser una compañera de piso perfecta. Al menos, ésa era la intención. No quería que Kaden encontrara motivos para echarme del piso.
—Ojalá no me hubieran concedido una habitación en la residencia —dijo Dawn con un suspiro, apoyando las manos en la mesa baja que tenía detrás y que sólo resistió por una simple cuestión de tamaño: Dawn era menuda y más bien delgada, aunque tenía unas curvas muy femeninas que yo no podía más que envidiar—. Así podríamos haber buscado un piso para vivir juntas.
—Sí, una verdadera lástima —contesté, empujando de nuevo el carro.
A esas alturas ya lo habíamos llenado hasta los topes con varios cojines, la colcha, una alfombra mullida, las lucecitas de colores con forma de estrellas y varios artículos de decoración que habían quedado revueltos en el fondo. Sin embargo, a primera vista ya se distinguían con claridad los objetos que había elegido cada una de nosotras. A Dawn le gustaban los colores chillones, mientras que yo me inclinaba más bien por los tonos pastel y por un color básico que tendía al del helado de vainilla.
—Mi compañera de habitación es una zorra de cuidado —continuó Dawn—. Llevo dos semanas con ella y ya ha traído a tres tíos distintos. ¡Y cada vez pretendía que me largara sin más! A veces me pregunto si no podría simplemente quedarme allí sentada en señal de protesta. Aunque, claro, ¿a ti te gustaría ver a tu compañero de piso haciéndolo delante de ti?
Por un instante hice una mueca de asco. Aquella frase evocó imágenes en mi cabeza que habría preferido ahorrarme. De acuerdo, Kaden no estaba en mala forma, eso tenía que admitirlo. Con sólo verle los brazos podías llegar fácilmente a la conclusión de que hacía mucho deporte. Y luego estaban todas esas líneas negras que tenía tatuadas en los bíceps, y las letras...
Sacudí la cabeza con decisión para alejar de mi mente la imagen de su piel bronceada cubierta de sudor.
—No, no me gustaría. Aunque también es verdad que en mi caso es distinto —respondí al fin.
Seguramente la pausa que había hecho había sido demasiado larga y reveladora, porque mi amiga se me quedó mirando y en su rostro apareció una amplia sonrisa remarcada por dos hoyuelos.
—¿Ah, sí? ¿Cómo de distinto? —preguntó moviendo las cejas arriba y abajo.
Yo repetí su gesto pero dejé una de las cejas enarcada, bien arriba.
—Sí. Me refiero a que como mínimo no compartimos habitación y no tengo que presenciar ciertas cosas tan de cerca.
Dawn se hizo rápidamente con uno de los cojines del carro y empezó a atizarme con él mientras yo la rehuía tronchándome de risa.
—¡No tiene gracia! —exclamó dejando el cojín en el carro una vez más y hundiendo la cara entre las dos manos.
—La verdad es que no. Sobre todo viendo esa facilidad para encontrar siempre a un tío nuevo. Pero bueno, ¡estamos en Woodshill! ¿Quién iba a decir que habría tantos tíos buenos en una ciudad tan pequeña como ésta?
Y era cierto. Acababa de empezar el semestre y había chicos de nuestra edad por todas partes. Una de las ventajas de vivir en una ciudad universitaria era la cantidad espectacular de tíos guapos que llegabas a ver cada día.
—Podríamos hacer un pacto —propuse rodeando los hombros de Dawn con un brazo.
Ella entreabrió los dedos para mirarme y sus ojos color avellana brillaron con un interés sincero.
—Te escucho.
—Puedes venir a mi casa siempre que tengas problemas con tu compañera de habitación. Aunque tampoco es una solución óptima, ya conoces las reglas que ha impuesto mi fantástico compañero de piso —dije con una sonrisa, y Dawn reaccionó con un bufido de desprecio. Ya le había contado lo que había sucedido cuando había ido a visitar el piso y, por supuesto, no había obviado ni un solo detalle. Las reglas de Kaden le habían parecido tan ridículas como a mí—. En cualquier caso, podríamos encerrarnos en mi habitación, al menos hasta que vuelva a despejarse la situación.
Entretanto habíamos llegado a la sección de velas y marcos de fotos. En un gesto casi automático, cogí unas velas enormes que olían a vainilla y a coco. En casa nunca me habían dejado tener ese tipo de cosas. A mi madre le parecía que olían a barato. A mí, en cambio, me parecían divinas porque me permitían crear una atmósfera agradable en mi habitación.
—Mira que eres buena, Allie Harper —dijo Dawn, dándome unas palmaditas en el hombro y mirándome muy seria—. Gracias.
De repente me acaloré un poco y tuve que desviar la mirada. Nadie me había dicho jamás algo parecido. Siempre había sido Allie, la pija, o Allie, la guarrona. En ese momento no supe qué hacer con esas palabras tan cariñosas.
Dawn me miró con la frente arrugada. Parecía como si hubiera notado mi incomodidad y se apresuró a cambiar de tema para hablar de algo menos comprometido.
—Eso de ahí arriba parece guay, ¿no? —me preguntó señalando con el dedo hacia los marcos de fotos de color blanco y decoraciones barrocas. Aunque tuve que ponerme de puntillas, llegué con el brazo a la estantería superior.
—Realmente adorable —dije, perdida en mis pensamientos—, pero por desgracia no tengo ninguna foto para enmarcar.
Enseguida me di cuenta de lo miserables que habían sonado mis palabras, y temí que Dawn me tomara por una perdedora absoluta. Al fin y al cabo, lo había decidido yo: no había querido llevarme ningún recuerdo de Denver. La carga que se había instalado en mi interior ya me pesaba lo suficiente, no necesitaba fotos que me recordaran mi pasado cada día.
—Menuda tontería. Pues nos hacemos una y punto —propuso Dawn, que ya tenía el móvil en la mano. Se plantó delante de mí, de manera que mi cara quedó por encima de su hombro cuando activó la cámara frontal.
—¿Ahora? ¿Aquí? —exclamé, una octava por encima de mi tono habitual.
La gente pasaba por nuestro lado y noté cómo se me clavaban algunas miradas.
—¡Claro! ¿Por qué no? —replicó ella con despreocupación, dirigiendo una amplia sonrisa a la cámara—. Vamos, paaatataaa...
Yo sonreí con timidez. Mis ojos, entre grises y verdes, se veían borrosos en la pantalla del móvil.
—¡A la mierda la gente! —gritó Dawn, dándome un codazo en las costillas—. ¡Vamos, repite conmigo! Que lo oiga toda la tienda: ¡paaatataaa...! ¡Vamos, Allie!
No tenía elección. Sacudí la cabeza, sonreí tanto como pude y grité:
—¡Paaatataaaa!
Y, esa vez, la sonrisa que apareció en la pantalla del móvil fue de lo más genuina.
El marco fue el primer artículo de decoración que puse en mi cuarto. Durante el camino de vuelta nos habíamos detenido en un centro comercial para imprimir la fotografía, de manera que pude verme enmarcada en la pared, sonriendo al lado de Dawn. A decir verdad, no es que hubiéramos salido muy bien en esa foto, las dos con camisetas de Woodshill University y con el pelo recogido de cualquier manera. Especialmente yo, que todavía no me había acostumbrado a tenerlo tan corto y llevaba más mechones sueltos que sujetos por el moño. Y, aun así, esa foto me encantaba.
Dawn también se había comprado uno de esos marcos blancos para colgarse la foto en la habitación. No sé cómo se nos ocurrió la idea, pero ese día tuve la sensación de haber plantado los cimientos de una amistad maravillosa, y ella parecía sentir lo mismo. Pura amistad, nada más, sin que interviniera ningún otro factor que convirtiera la relación en interesada. Sin la presión de tener que competir continuamente con nadie.
Admito que me sentía bastante orgullosa. Habíamos comprado una estantería y una cómoda grande, y las dos acabaron encajando al milímetro en el espacio que quedaba detrás de la puerta. Puesto que había sido tan lista de olvidar medir la habitación, se puede decir que fue un golpe de suerte. Ya habíamos terminado de montar la cajonera y la segunda estantería blanca y sólo nos faltaba el sofá cama, pero el montaje se complicó un poco más de lo que habíamos previsto: al parecer, a una de las piezas le faltaban unos agujeros en la parte inferior, de manera que no encajaba con las demás, tal como estaba descrito en las instrucciones que venían dentro de la caja. Una parte era más larga que la otra, lo que con toda seguridad había sido un fallo de fabricación. En realidad debería haber vuelto a la tienda enseguida para reclamar que me cambiaran la pieza defectuosa, pero no me moría precisamente de ganas de volver a bajar las piezas por la escalera, meterlas en el coche y repetir el trayecto de nuevo sólo para eso. El caso era que ni Dawn ni yo teníamos herramientas, y sin un taladro no podíamos continuar.
Frustrada, me dejé caer en el suelo. Tenía la frente húmeda por el sudor y no me notaba ni un solo músculo. Empezaba a temer las agujetas que tendría al día siguiente. Gracias al pilates estaba en buena forma, pero no estaba nada acostumbrada a eso de transportar y montar muebles.
—¡Es imposible!
—No tengo ni idea de lo que ha podido fallar —constató Dawn con un lápiz en la boca. Al ver que me costaba comprenderla, se lo guardó detrás de la oreja.
—Me parece que no tendré más remedio que dormir aquí —exclamé malhumorada. Tiré de la alfombra enrollada hasta que la tuve sobre el regazo y empecé a acariciar la piel sintética de color claro como si fuera un animal doméstico. Ya puestos, un gato.
—Tonterías, de un modo u otro, lo arreglaremos —gruñó. En ese instante me recordó ligeramente a un chihuahua y no pude reprimir una carcajada.
Justo entonces oí cómo la puerta del piso se abría y unas voces amortiguadas avanzaban por el pasillo hacia nosotras. Genial, acababa de llegar mi compañero de piso.
Dawn abrió unos ojos como platos.
—¿Le preguntamos si tiene un taladro?
Se levantó tan deprisa y con tanta facilidad que me pareció un suricato. Una vez más, no pude evitar reírme.
—Tú lo que quieres es verlo.
—Tú dirás si quiero —replicó levantándose con ligereza. Se alisó la camiseta cubierta de virutas de madera y se enderezó el moño que le recogía el pelo—. ¿Qué tal estoy? —preguntó dando una vuelta sobre sí misma.
—Me parece que las dos necesitamos una ducha con urgencia —repuse levantándome yo también.
Nos acercamos a la puerta y aguzamos el oído durante unos momentos. La otra voz era masculina, de eso no había duda. O sea, que Kaden no había llegado con un ligue.
—¿Crees que preguntándole si tiene un taladro incumpliré alguna de las reglas? —susurré como si pudieran oírnos.
—Tonterías. No te dejes intimidar por un cabrón como ése —respondió Dawn, apartándose un poco de la puerta.
Empecé a juguetear con el dobladillo de mi camiseta mientras intentaba pensar con claridad. Por supuesto que no quería dejarme intimidar, pero aquella habitación era importante para mí. No quería poner de los nervios a aquel cabrón desde el primer día.
Sin embargo, antes de que pudiera seguir pensando un segundo más, mi amiga abrió la puerta de par en par y se plantó en la sala de estar.
—¡Dawn! —exclamé siguiéndola a toda prisa.
Kaden estaba en la cocina, sacando unas cervezas del frigorífico. Incluso desde atrás, o quizá debería decir especialmente desde atrás, se notaba lo fuerte que estaba. Llevaba puestos unos vaqueros de color rojo óxido que le resaltaban el trasero y una camiseta ajustada de color verde oscuro que le quedaba especialmente tensa en los hombros, de manera que no pude evitar fijarme en la musculatura de su espalda. Junto a él, apoyado en la barra de la cocina, había un chico con el pelo oscuro. Era bastante espigado y daba la impresión de que era bastante enclenque. Llevaba puesta una camisa de cuadros, holgada y arremangada de cualquier manera hasta los codos.
—¡Eh, tú debes de ser ese compañero de piso tan rarito del que me han hablado! —dijo Dawn, avanzando hacia el chico de pelo oscuro, que se volvió hacia ella sorprendido. La miró con curiosidad, pero también con una cordialidad sorprendente, todo lo contrario que Kaden—. Antes que nada, quería decirte que tus reglas me parecen una chorrada. Bueno, es que mírate, y ahora mírala a ella —prosiguió señalando hacia mí con desenfado.
En esos momentos, entre convertirme en humo y que se me tragara la tierra, no habría sabido qué elegir.
—No creo que le apetezca enrollarse contigo, precisamente. Además, ¡es que no acabo de creer que tengas una imagen de las mujeres tan cargada de clichés y que nos metas a todas en el mismo saco! ¿Qué te hace pensar que tienes la más mínima idea de lo que hacemos o dejamos de hacer en nuestro tiempo libre? O sea, ¿cómo sabes que no nos dedicamos a la lucha libre o si jugamos en la liga profesional de fútbol?
Kaden cerró la puerta del frigorífico y se volvió poco a poco. Se quedó mirando a Dawn con las cejas arqueadas, como si estuviera realmente interesado en ver cómo atosigaba a su amigo con aquella sarta de reproches. Casi parecía que estuviera a punto de esbozar una sonrisa de satisfacción. Casi.
Me planté detrás de Dawn, le puse las manos en los hombros y me incliné un poco sobre ella para susurrarle al oído:
—No es éste.
Ella se quedó tiesa como un palo.
—¿Cómo? ¿Que no es éste?
En lugar de responder, me limité a señalar con la barbilla en dirección a Kaden.
—Te presento a Kaden, mi compañero de piso. Kaden, ésta es mi amiga Dawn.
Entretanto, el otro chico ya esbozaba una generosa sonrisa que hizo aparecer unos profundos hoyuelos en sus mejillas.
—Tío —exclamó dirigiéndose a Kaden—, ¿es posible que hayas sido un poco borde con la chica?
Kaden puso los ojos en blanco y se encogió de hombros mientras abría una cerveza. Se la pasó a su amigo deslizándola por encima de la barra y abrió otra que se llevó a los labios enseguida. Después de pegar un buen trago, se secó la boca con el dorso de la mano y me miró de arriba abajo. Al parecer, había algo que no acababa de gustarle de mi aspecto, porque arrugó la frente y luego desvió la mirada hacia el sofá antes de dejarse caer en él. A Dawn la ignoró por completo.
—Yo soy Spencer —dijo el amigo de Kaden, estrechándole la mano primero a Dawn y luego a mí—. Me alegro de conoceros.
—Hola —respondí—. Yo soy Allie.
—Sí, ya he oído hablar de ti —murmuró mientras le lanzaba una mirada fugaz a Kaden. A continuación, negó con la cabeza y amplió todavía más la sonrisa—. Y tú, por lo que veo, eres Dawn, la jugadora profesional de fútbol aficionada a la lucha libre.
—Lo siento, no pretendía dar tan mala impresión.
De golpe y porrazo había bajado el tono a un nivel más que comedido, y yo no pude contener una carcajada.
—Tranquila, no tienes de qué disculparte, créeme —le dijo Spencer con un guiño, y entonces me di cuenta de lo azules que eran sus ojos.
Mientras Dawn y Spencer hablaban, recordé el motivo que nos había impulsado a salir de la habitación. Si esa noche quería dormir bien, necesitaba terminar de montar mi sofá cama.
—Eh —dije acercándome al sofá en el que se había instalado mi compañero de piso. Kaden echó la cabeza atrás y me miró con el ceño fruncido—. Por casualidad no tendrás un taladro, ¿verdad?
—¿Y para qué quieres tú un taladro? —preguntó con curiosidad pero sin abandonar la mirada de recelo. Nada me habría gustado más que responder algo como «¿Y a ti qué te importa?», pero en el último segundo conseguí reprimir ese impulso. Al fin y al cabo, le estaba pidiendo un favor.
—A la estructura de mi sofá cama le faltan unos cuantos agujeros —le expliqué, obligándome a utilizar el tono más amable del que fui capaz—. Tendré que añadírselos yo.
Kaden asintió levemente con la cabeza y volvió la mirada hacia el frente una vez más.
—Ah, si es para eso, no tengo taladro, no.
Tardé unos segundos en darme cuenta de lo que había querido decir con eso.
—Entonces ¿por qué me has preguntado para qué lo quería?
—Sólo quería saber si lo necesitabas de verdad o si simplemente eres demasiado cortita y ni siquiera sabes seguir unas instrucciones de montaje —respondió encogiéndose de hombros. Acto seguido, cogió el mando a distancia y encendió el televisor.
Noté cómo un verdadero torrente de insultos trepaba por mi garganta, pero me obligué a tragármelos de nuevo.
—O sea, que tienes un taladro pero no te da la gana de prestármelo. Vendría a ser eso, ¿no? —pregunté con una calma forzada. Me ponía de los nervios verlo allí sentado, con la maldita cerveza en la mano, relajado y absolutamente despreocupado, como si no tuviera la más mínima inquietud en esta vida. Ni siquiera se tomó la molestia de apartar la mirada de la pantalla.
—Exacto —se limitó a decir.
Solté un gruñido de frustración, me di media vuelta con los puños apretados y volví a entrar en mi dormitorio pisando con rabia. Recogí las instrucciones de montaje y me acerqué de nuevo al sofá, aunque esta vez me coloqué justo delante de Kaden, de manera que no pudiera seguir viendo la pantalla. Comprobé con satisfacción cómo su indiferencia se convertía en indignación. Entornó los ojos y abrió la boca para quejarse, pero me adelanté antes de que pudiera decir nada.
—Mira —le solté plantándole las instrucciones frente a las narices. Seguramente se las acerqué demasiado, porque incluso tuvo que echar atrás la cabeza para poder verlo—. Paso 13b. Hemos colocado las cuñas, hemos montado las primeras piezas y en el lado derecho hemos colocado todos los tornillos. Mira —repetí dando unos toques furiosos a la imagen con la punta del dedo—. En realidad, aquí debería haber pretaladros, pero no hay ni uno. O sea, que sería muy amable por tu parte que te dignaras a prestarme un taladro de una puta vez.
A continuación, reinó un silencio tenso en el piso. Dawn y Spencer se habían quedado callados a media conversación y me miraban con unos ojos como platos.
—Vamos, no seas borde, tío —dijo Spencer al fin.
—Sí, eso. No seas borde, tío —convino Dawn.
En circunstancias normales, eso me habría arrancado una soberana carcajada. No obstante, lo único que hice fue soltar una tos furiosa a la que Kaden reaccionó con una mirada de ira y presionando con fuerza los labios de un modo que no dejaba lugar a dudas: la situación le hacía tan poca gracia como a mí.
Se me quedó mirando una vez más con aquella expresión de odio insoportable.
—Estás jugando con fuego —dijo de un modo casi inaudible, y se levantó tan de repente que yo no pude más que retroceder asustada.
Sin querer, le di un golpe a la mesita de centro con las piernas, y abrí mucho los ojos al ver que perdía el equilibrio, braceando frenéticamente para recuperar la estabilidad. Antes de que me diera cuenta, Kaden ya me había agarrado con firmeza por debajo de los brazos. Perpleja, me quedé mirando sus manos. Las noté frescas sobre mi piel sudorosa. Seguramente gracias a la cerveza que había estado sujetando hasta hacía un momento. Dejé que mi mirada pasara de sus dedos a sus fuertes brazos y, luego, a su cara. Por primera vez me fijé en lo gruesos que tenía los labios y en el hoyuelo de su barbilla, que hasta entonces no había podido apreciar porque quedaba oculto tras la barba de dos días.
Tuve la impresión de que Kaden se dedicaba a observarme con la misma intensidad con la que yo lo había examinado a él. Seguramente le llamaron la atención las pecas de mi nariz, puesto que lo tenía muy cerca. Tanto, que con el pecho pegado al suyo notaba cómo le latía el corazón.
Kaden pestañeó y ese instante de contemplación se esfumó de repente. En un abrir y cerrar de ojos, se apartó de mí y salió a toda prisa de la sala.
Intenté recuperar el aliento con la esperanza de que Dawn y Spencer no se hubieran dado cuenta. Cuando me volví hacia ellos, los vi con la cabeza vuelta hacia el pasillo, donde se oyó a Kaden revolviendo algo y montando bastante escándalo antes de que apareciera de nuevo por la puerta.
—Toma —se limitó a decirme, tendiendo hacia mí un maletín de color verde oscuro—. Pero más te vale tener cuidado con esto, ¿de acuerdo?
—Podrías echarle un cable en lugar de ser tan borde con ella —propuso Dawn con una sonrisa coqueta en los labios. Era evidente que podía llegar a ser una verdadera bruja cuando quería.
Eso me gustaba de ella, aunque, por otro lado, también decidí que sería una buena idea estrangularla con mis propias manos si no empezaba a mostrarse más amable con mi compañero de piso. La pose antipática de Kaden me molestaba tanto o más que a ella, de buena gana le habría soltado un insulto tras otro. Al fin y al cabo, alguien tenía que decirle las verdades a la cara. Sin embargo, lo cierto era que, por muy insoportable que fuera, tendría que pasar los meses siguientes conviviendo con él. Por eso no quería provocarlo de forma innecesaria, y menos aún tan pronto, cuando apenas empezábamos a vivir juntos y todavía no sabía cómo podían ir las cosas entre nosotros.
—Creo que podré hacerlo sola —me apresuré a decir, y me acerqué a él para recoger el maletín.
Resultó ser mucho más pesado de lo que yo había esperado, y estuvo a punto de caerme al suelo, pero enseguida lo cogí con las dos manos para evitarlo. Estaba claro que el chaval no se conformaba con un taladro normal y corriente, sino que aquel maletín debía de contener un equipo realmente completo, con todo tipo de accesorios, de esos que la mayoría de las personas no llegan a utilizar jamás.
—Yo te ayudo —anunció Spencer, cruzando la sala de estar hacia el dormitorio.
Me esforcé en ignorar la mirada furiosa de Kaden y seguí a su amigo hasta mi cuarto. La puerta estaba abierta, pero, antes de entrar, Spencer lanzó una mirada interrogante hacia atrás por encima del hombro. Yo asentí.
—¡Hostia! Esto ha cambiado mucho desde que Ethan se largó.
Spencer se fijó en las velas aromáticas y en las lucecitas con forma de estrella y luego echó un vistazo detrás de la puerta, donde vio la cómoda y la estantería, en la que ya había colocado unas cuantas cosas. Mis frascos de perfume estaban perfectamente alineados, igual que unos cuantos archivadores en los que guardaba papeles variados. Mis zapatos formaban una fila sobre la cajonera, y la guirnalda de luces estaba colgada encima del escritorio de forma provisional gracias a unos clavos que ya había encontrado en las paredes.
—Esto huele como si alguien se hubiera pegado un atracón de helado de vainilla y hubiera vomitado en el suelo —dijo la voz grave de Kaden justo detrás de mí.
Me volví y lo vi contemplando con una expresión de fastidio el caos que había desplegado en el suelo, luego me apartó para abrirse paso y se agachó frente a las piezas del sofá que habían salido defectuosas.
—Ahí faltan agujeros —expliqué—. Ya hemos intentado montar las piezas al revés, pero tampoco ha servido para nada. Entonces he pensado —continué, dejando el maletín del taladro en el suelo, acercándome a Kaden y señalando por encima de su hombro hacia una pieza de madera— que haciendo unos agujeros allí lo podemos solucionar. Creo que eso nos permitiría montarlo. En cualquier caso, también hay una pieza más larga de lo normal.
—Tal vez podríamos aserrarla —propuso Dawn.
Yo negué con la cabeza.
—No creo que sirva de nada. La madera quedará astillada y se acabará rompiendo. Esto tiene que aguantar mientras yo esté encima durmiendo, por no hablar de si estoy haciendo cualquier otra cosa.
Kaden levantó la mirada hacia mí. A través de sus densas pestañas vi un brillo malicioso en su mirada.
—Claro, eso sería una verdadera lástima.
Puse los ojos en blanco y, al ver que Spencer se reía en voz baja también, le lancé una mirada llena de odio. Quedaba claro que lo mejor que podía hacer era empezar a acostumbrarme a ese tipo de humor, si tenía que vivir rodeada de hombres.
—Creo que no quiero sentirme responsable de que Allie tema hacer ciertas cosas en su cama —dijo Spencer, fingiendo un tono solemne mientras se llevaba una mano al pecho—. Creo que nuestro deber es evitarlo, amigo mío.
Ésa fue la primerísima vez que vi sonreír a Kaden. Y la verdad es que valió la pena, porque no sólo sonrió con la boca, sino también con la mirada. Alrededor de sus ojos aparecieron un montón de diminutas arrugas, además de un brillo pícaro en el iris color caramelo.
—Tienes razón —convino—, no podríamos vivir con esa responsabilidad sobre nuestros hombros.
Dicho esto, se acercó al maletín, lo abrió y sacó el taladro.
—Dios, estoy molida —gemí antes de desplomarme sobre el sofá de la sala de estar.
Dawn se unió a mí poco después y apoyó la cabeza sobre mi hombro.
—Yo igual. Creo que no voy a poder moverme nunca más —se quejó, y levantó un poco la cabeza como si quisiera comprobar lo que acababa de decir. Enseguida la dejó caer de nuevo—. ¿Lo ves?
—Pues creo que no es el mejor momento —constató Spencer desde el otro extremo del sofá—. Si no me equivoco, Kaden espera invitados dentro de un rato.
—Oh —exclamé.
Enseguida me puse a pensar lo que eso podía suponer para mí. ¿Tendría que encerrarme en mi habitación? ¿O eso de que «espera invitados» era un código y mi compañero de piso se proponía celebrar una fiesta esa misma noche? Eso era lo que solíamos decir en Denver en esas ocasiones.
—No te preocupes, creo que no tiene previsto que acabe en orgía —dijo Spencer guiñándome un ojo, y tuve la impresión de que repetía ese gesto con demasiada frecuencia. Lo que no acababa de comprender era por qué se tomaba tantas molestias para que en el piso reinara un buen ambiente. En ciertos momentos, su amabilidad me había parecido incluso algo forzada. Aun así, no me había caído nada mal.
—De hecho, creo que me acostaría ahora mismo —dije con aire pensativo—. ¿A ti no te apetece?
—¡Claro que me apetece! —respondió Spencer con una amplia sonrisa.
Dawn y yo nos miramos arqueando las cejas y él levantó las manos a modo de disculpa.
—Lo siento, pero si me lo pones tan a tiro...
Correspondí a su sonrisa negando con la cabeza.
Dawn bostezó de un modo espectacular.
—Yo debería marcharme enseguida. Hoy tengo toda la habitación para mí, y además quería llamar a mi padre.
—Claro, no hay problema. ¿Quieres que te lleve en coche?
—No, qué va. Son sólo diez minutos. Tú dúchate y disfruta de tu habitación, que no nos hemos pasado el día currando para nada —dijo enderezando la espalda y estirando los brazos por encima de la cabeza—. Mañana tendré agujetas en todo el cuerpo.
—¡Yo igual! —exclamé, y solté un gemido mientras me masajeaba un hombro que notaba especialmente contracturado—. Por suerte, mañana no tenemos nada que hacer hasta después de comer. Si tuviéramos que ir a clase por la mañana, seguro que llegaría andando como un robot.
Dawn se rio, y las dos fuimos hacia el pasillo. Cuando llegamos a la puerta, le di un abrazo.
—Gracias, me has salvado la vida. Sola no lo habría conseguido jamás.
—Vamos, seguro que sí. Eres una mujer fuerte e independiente —replicó ella con una seriedad exagerada que me obligó a sonreír de nuevo—. Mándame un mensaje el lunes. Seguro que encontramos un rato para tomar un café antes de las clases.
Dawn también estudiaba inglés como materia principal, pero nuestras especialidades eran distintas. Tenía muchas ganas de coincidir con ella en clase. Al menos, así no me pasaría el tiempo sola vagando por ese campus tan enorme.
—Claro, lo haré. Y mi oferta sigue en pie: cuando tu compañera de habitación te saque de tus casillas, puedes venir a refugiarte aquí.
—Lo haré —prometió Dawn. Antes de salir del piso, se inclinó hacia el pasillo—. ¡Adiós, chicos! —gritó.
Oí un murmullo y no tuve la menor duda de que era Spencer el que había respondido, y no Kaden. Con una mirada elocuente, Dawn me repitió que no me dejara avasallar y cerró la puerta tras ella.
Regresé a mi habitación, reuní todos mis productos cosméticos y me dispuse a encerrarme en el baño. Por fin pude verlo con calma: era extraordinariamente luminoso, probablemente debido a los azulejos y a la pequeña ventana que quedaba justo encima del inodoro. Sin embargo, cuando me di la vuelta para cerrar la puerta con llave, me llevé una sorpresa.
«¿Qué demonios...?»
La abrí y me planté de nuevo en la sala de estar.
Sólo encontré a Spencer sentado en el sofá, jugando con una consola que parecía el último modelo de PlayStation.
—¡¿Kaden?! —grité por todo el piso, en vano.
—Creo que está en su habitación —dijo Spencer, sin apartar los ojos de la pantalla pero asintiendo en dirección a la única puerta cerrada de todo el piso.
Después de dudar un poco, crucé la sala y llamé a su puerta sin mucha decisión. Nada. Llamé otra vez.
Esperé un momento, algo dubitativa, pero al ver que no obtenía respuesta decidí abrir sin más.
—Oye, ¿puedes decirme dónde está la llave del baño? —pregunté echando un vistazo hacia el interior. Pude divisar unos estantes llenos de periódicos, un escritorio enorme con dos pantallas de ordenador mostrando programas de diseño gráfico y las paredes de color café con leche. Una estructura de cama gigantesca de madera de ébano y unas cuantas camisas colgadas, así como varios lápices sobre la mesilla de noche. Sin embargo, antes de que pudiera distinguir algún detalle más, Kaden se plantó frente a mí, impidiéndome ver nada.
—Una cosa es que me obligues a montar tu mierda de muebles —gruñó—, pero esto de entrar en mi habitación mientras estoy trabajando no vuelvas a hacerlo nunca más.
Furiosa, levanté la cabeza para mirarlo. Tenía una mirada tenebrosa.
—Lo siento, sólo quería saber dónde...
—Ya te he oído. De hecho, era imposible no oírte —me soltó pasándose la mano por la frente—. Oye, ya he llegado a mi límite por hoy.
—¿Tu límite? —pregunté con incredulidad.
Me había pasado el día entero montando muebles para dejar lista mi habitación. Estaba absolutamente agotada y sólo quería ducharme. Lo único que pedía era poder cerrar la puerta con llave para evitar que Kaden entrara en cualquier momento para soltarme alguno de sus improperios.
Me llevé las manos a la cintura.
—¡Que queden claras unas cuantas cosas! —exclamé—. Primero: yo no te he obligado a montar mis muebles. Te has limitado a hacer unos agujeros en la estructura de madera, ¡todo el resto lo hemos hecho Dawn y yo! Y segundo: sólo te pedía la llave del baño, Kaden. Tampoco es para ponerse así. Me dices que no te dé el coñazo con mis chorradas, ¡pero tus cambios de humor son peores que los de cualquier tía con síndrome premenstrual!
Él ni siquiera pestañeó.
—Yo no tengo cambios de humor, cielo. Yo soy siempre así de insoportable.
Dicho esto, me agarró por los hombros con fuerza. El hormigueo que sentí en la piel bajo la camiseta me hizo pensar en lo mucho que mi cuerpo ansiaba recibir un buen masaje, pero lo que hizo fue darme un empujón para apartarme del umbral.
—Y ahora, vete a la mierda —me soltó justo antes de cerrarme la puerta en las narices.