Es evidente que este libro no pretende ser sistemático ni general, ni reunir los pasajes literarios más importantes y bellos acerca de la fascinación que siente la humanidad al contemplar la luna; simplemente reúne algunas asociaciones aleatorias. Cualquier buen lector («a veces creo que los buenos lectores son aún más escasos que los buenos autores», dice Borges, pero, en mi opinión, es demasiado pesimista aquí) podrá añadir algo durante la lectura de estos constructos de fantasía y recuerdo.
Borges es, por cierto, uno de los escritores que volvía a la luna una y otra vez; en una observación más detenida, es sorprendente comprobar que también volvían muchos otros. Dos de sus poemas son especialmente llamativos. En uno de ellos, titulado «La luna» (de El hacedor, 1960), se presenta al inicio a un hombre que emprende el ambicioso proyecto de reunir el mundo entero «en un libro» y, al terminar el último verso del «alto y arduo manuscrito», alza la cabeza dando gracias a la fortuna, ve «un bruñido disco en el aire» y comprende, aturdido, «que se había olvidado de la luna». Esto lleva al comentario moral, melancólico y desarmante, como ocurre siempre con Borges, de que en la literatura (el «intercambio de vida en palabras») siempre se pierde lo esencial. Entre otras muchas lunas, en este poema se menciona también «la luna sangrienta de Quevedo». Esa «luna sangrienta» es una cita de un famoso soneto del poeta barroco, dedicada al recuerdo de uno de sus mecenas, el duque de Osuna, que murió en la cárcel antes de que concluyera su juicio por alta traición, al haber caído en desgracia con la llegada al trono del nuevo rey, Felipe IV. De ese hombre Quevedo dice que «su tumba son de Flandes las campañas, / y su epitafio la sangrienta luna». A Borges debió de impresionarle el poema de forma especial, ya que utiliza el segundo de esos versos como clímax de su propio poema sobre Quevedo («A un viejo poeta»), que sigue a «La luna» algunas páginas después. La tragedia del viejo poeta cansado consiste en que, al levantar la vista y contemplar la luna escarlata, es incapaz de recordar ya su propio verso: «Sin recordar el verso que escribiste: / y su epitafio la sangrienta luna». Este olvido de la luna o, lo que es peor, del imponente verso sobre la luna por parte del poeta corrobora lo «esencial» de la luna que siempre se pierde.
Mi libro es, de alguna manera, como el nombre que otro autor argentino de comienzos del siglo XX dio a un poemario impregnado de asociaciones de la commedia dell’arte, un «lunario sentimental». «Lunario», ese bello neologismo de Leopoldo Lugones, solo podría designarse en alemán con el grave equivalente latino lunarium, ya que en lugar de formar un término a partir de la combinación de dos palabras —Mondbuch («libro de la luna»)—, das Mondende («lo lunar») debería generar una palabra propia. En caso de querer un término genuinamente alemán, se podría hablar (por un momento) de Monderei («lunario»). El principio del texto está claro: el collage o la superposición.
Con irónico orgullo, Lugones indica, a modo de introducción, que su familia tiene dos medias lunas en los campos 1 y 4 de su escudo de armas cuarteado y que, en el texto de un docto heraldista del siglo XVII, se encuentra la cita: «A Lugones, lunones». Por mi parte, no puedo ofrecer nada comparable, pero sí miro hacia la luna reflexivamente cuando camino por la calle o me asomo por la ventana. En mi caso, la sentimentalidad radica en la intimidad que me permito con la luna, como si siempre pudiera o debiera saludarla. Ya sé que se trata de una roca cósmica o, según la tradición de diversos pueblos, de un símbolo eternamente cambiante; sin embargo, no la comprendo, y la amo.