Mi historia comienza como… Bueno, mi historia empieza como la de cualquier otro, en el vientre de mi madre, pero no voy a remontarme tanto en el pasado. En realidad, todo empezó en la primavera de 1953. Después de años dedicado al estudio de las leyes —deseo expreso de mi padre, que al fin y al cabo fue el que costeó mi educación—, llegó el momento de emplearme y utilizar todo lo que había aprendido. Pero no fue como esperaba; a pesar del esfuerzo que había hecho mi familia, las cosas nunca son tan fáciles en una ciudad como Londres, y solo conseguí un pequeño empleo de mecanógrafo en un bufete; eso sí, uno de los mejores de la ciudad.

Sin embargo, por mucho que me esforzara, no llegaría a ningún lugar. Tenía los conocimientos, pero no la experiencia, por lo que acabé convertido en algo parecido a un ayudante o un secretario, nada más. Yo, que iba para juez, terminé por saberme de memoria todos los códigos postales del país y parte del extranjero.

Mis padres me consolaban diciéndome: «Por algo se empieza», o «Ya verás como al final se fijan en ti». Yo no quería desanimarlos, pero me temía que si se fijaban en mí fuera para un puesto en el departamento de correos.

Como he dicho antes, todo cambió en la primavera de 1953, y fue cuando pude decir que mi vida había empezado de verdad.

Todo sucedió muy deprisa. Yo regresaba de una de las largas y tediosas jornadas de trabajo cuando mis padres me recibieron entusiasmados…, incluso más de lo normal. Era hijo único, por lo que siempre me sentía acogido en el seno familiar como si fuera una bendición, como mi madre solía decir. Aunque, en ese caso, el motivo de euforia resultó ser otro.

A sabiendas de que mi trabajo en el bufete no era lo que podría llamarse «perfecto», mi padre —hombre trabajador y con recursos, no económicos, sí de contactos— había empezado a sondear a sus conocidos en el mundo de las leyes por si alguno de ellos tenía o sabía de un buen empleo para su hijo…, es decir, para mí. Y, por cómo me habían recibido en casa, la jugada había tenido algún tipo de resultado, solo faltaba ver cuál.

—¿Qué sucede? —pregunté casi asustado por la actitud de mis padres.

—Tú padre ha conseguido un…

El carraspeo de mi progenitor hizo que mi madre callara. Cuando se emocionaba no podía cesar su verborrea.

—Tienes razón, cariño, cuéntaselo tú. —No fue la aceptación de una orden, sino la concesión de una prerrogativa materna: las noticias, buenas o malas, siempre las daba ella…, excepto en este caso.

—Verás, hijo… —empezó a decir mi padre.

Aquí tengo que explicar que mi padre era un hombre parco en palabras —lo que se compensaba con el exceso de las de mi madre—, pero todo cambiaba cuando tenía que decir algo importante, entonces la explicación se convertía casi en un comunicado oficial del gobierno.

—… cuando nos contaste que no eras feliz con tu trabajo —continuó diciendo—, no pude más que arrepentirme por haberte obligado a estudiar abogacía.

Fui a protestar, a decir que yo lo había escogido, pero mi padre me interrumpió antes de empezar con un simple gesto de su mano.

—Sé que me dirás que fue elección tuya, y, mira qué casualidad, tu elección coincidió con mi deseo… Y ya sabes lo que opino sobre las casualidades y las coincidencias.

Yo asentí; él no creía ni en una cosa ni en la otra.

—Por ese motivo empecé a contactar con mis amigos y conocidos, incluso con algún familiar… —eso sí que era algo extraordinario en mi padre, un hombre que creía que a todos aquellos que vivían más allá de su puerta, como mucho se les podría clasificar como conocidos, a pesar de los vínculos de sangre—, con la intención de encontrar un empleo en el que, aunque fuera muy elevado, tú pudieras sentirte a gusto y trabajar con placer…

La frase terminó en el aire, haciendo que mi madre y un servidor estuviéramos a punto de subirnos por las paredes de la tensión.

—Y… —apuntó mi madre para que su esposo siguiera con su discurso.

Mi padre la miró de reojo y después volvió a dirigir la mirada hacia mí.

—Y, si quieres…, solo si quieres, puedes aceptar un nuevo empleo como secretario personal.

Un escalofrío recorrió mi cuerpo. No había estudiado para ello, pero cualquier cosa sería mejor que seguir pulsando las teclas de una vieja máquina de escribir para una docena de abogados pretenciosos… De esta manera, tal vez, solo lo haría para uno.

—Claro que quiero, papá —exclamé mientras mi madre me abrazaba. Si yo era feliz, ella también lo era…; esto era un sentimiento de alegría compartida que esperaba descubrir cuando también llegara la hora de convertirme en padre.

—Todavía no conoces los inconvenientes de este empleo —dijo sin tapujos mi padre cortando de raíz la emoción del momento.

—¿Tiene problemas? —pregunté desanimado.

—No se lo digas así, querido —le reprochó mi madre.

—De acuerdo, no son problemas…, son «peculiaridades» —aclaró él.

Yo no dije nada, no hizo falta, solo clavé mis pupilas en mi padre para que comprendiera que las quería conocer.

—Tendrías que hablar francés con soltura.

—Sabes que lo hago —repliqué.

—Tendrías que viajar.

—Siempre he querido conocer mundo —me defendí.

—Deberías encargarte de todas las cuestiones de tu jefe, legales o no.

—Para las cuestiones legales he estudiado, para el resto puedo adaptarme.

Mi padre me miró, mejor dicho, me escrutó. Era como si existiera una «peculiaridad» que se guardaba para él, como si no se atreviera a decirla.

—Dime, papá, ¿qué más hay? —pregunté.

—Bueno…, y esto es lo que no me acaba de convencer…

—¡Suéltalo ya, papá! —exclamé alzando la voz.

Mi padre, sorprendido por mi actitud, habitualmente apocada, confesó:

—Trabajarías para un artista.

Al escuchar aquella revelación me quedé sin palabras. No sabía si era algo bueno o algo malo, aunque comprendía por qué no acababa de convencer a mi padre que aceptara aquel trabajo.

—Tienes miedo de que acabe por no pagarme…

—O, peor aún, que lo haga con obras «de arte» —dijo mi padre pronunciando las dos últimas palabras como si hubiera mencionado al mismísimo diablo.

No era que en mi casa fueran unos incultos, pero siempre habían creído que toda pieza de arte debía tener, al menos, cien años de antigüedad. Todos esos «artistas» de principios de siglo, para mis padres y muchos otros, no eran más que gente rica con mucho dinero y demasiado tiempo libre.

Por mi parte, aunque hubiera dedicado mis estudios a las leyes, el arte, como término general, siempre me había interesado. La pintura, la escultura, la arquitectura, la literatura, la música…, incluso la fotografía y el cine, siempre me habían llamado la atención. Pero el deseo de mi padre de que estudiara una carrera con futuro —para lo que después me había servido— y el hecho de que no nos sobrara el dinero para invertirlo en una supuesta carrera artística convirtieron el arte en poco más que una afición o un capricho de fin de semana en el museo.

—Y ¿para quién trabajaría? —pregunté sin más, aunque con aquella pregunta tal vez podía dar una réplica a mi padre sobre los posibles ingresos en mi cuenta corriente.

Antes de responder, pausadamente, mi padre se llevó la mano al bolsillo de su camisa y extrajo una pequeña nota.

—Frank Shawe —dijo leyendo a través de sus gafas para miopes.

—¿Frank Shawe? —pregunté casi perdiendo el aliento.

Mi padre asintió y, al ver mi expresión, preguntó:

—¿Lo conoces?

—Todo el mundo lo conoce, papá.

—Pues no debo ser como todo el mundo —replicó él.

—Y lo que te gusta eso, querido —añadió mi madre con cierto aire de ironía.

Yo no podía creerme que no conocieran a Frank Shawe.

—Frank Shawe es…

No sabía por dónde empezar. Frank Shawe había dedicado su vida al arte, no importaba cuál. Con estudios de ingeniería y arquitectura había diseñado edificios por medio mundo. Se había convertido en un reputado pintor y escultor, pero por ello no rechazaba escribir novelas y poesía, incluso algún que otro guion para el cine. Sin olvidar sus exposiciones de fotografía. Frank Shawe había sido comparado con los grandes…, con los más grandes… Incluso se le había llamado «el Da Vinci del siglo XX».

Con todo eso en mi cabeza miré a mis padres y volví a intentar describir a ese hombre:

—Frank Shawe es un artista universal.

Mi padre enarcó una ceja interrogativamente y mi madre frunció la nariz.

—Es decir, que sabe poco de mucho, y mucho de nada —espetó mi padre.

—Puede, pero sus obras están muy bien valoradas y las vende sin dificultad a gente con mucho dinero. Por lo que…

Dejé que mis progenitores concluyeran mis palabras:

—Por lo que no le debería costar demasiado pagarte un buen sueldo de secretario.

*   *   *

Frank Shawe era americano, pero había abandonado su patria siendo muy joven: era lo que tenía ser hijo de un diplomático. Y mientras el resto de su familia había regresado a Estados Unidos en cuanto pudo, él prefirió quedarse en Europa. Con el bagaje cultural que tenía por haber vivido en varios países asiáticos y de Sudamérica, un mundo de posibilidades se abrió cuando descubrió Londres, Viena, Barcelona, Florencia, Roma, Venecia y, por último, pero no por ello menos importante, París.

Gracias al dinero que su padre le facilitaba mes a mes a través de giros postales, Frank Shawe pudo establecerse en la Ciudad de la Luz —y el amor—, y mientras estudiaba algo útil para el futuro como era la Arquitectura y la Ingeniería de Caminos, se dejó llevar por la bohemia que se había apoderado de la ciudad, si es que no había nacido en ella.

Lo probó y lo hizo todo, en este sentido no hace falta entrar en más detalles, pero lo más importante de esos años previos a la Gran Guerra es que se hizo un nombre en el panorama cultural y artístico de París. Fue un nombre tan importante que lo salvó en las dos guerras, ya que nunca dejó muy clara su posición durante ellas. Siempre repetía: «Yo soy la Suiza de Montmartre».

Aunque la primera guerra lo pilló en París, la segunda ya lo encontró en la Provenza, donde siguió a los grandes de los siglos XIX y XX. Vivió en los mismos lugares, bebió en los mismos bares y comió en los mismos restaurantes. Por lo que, cuando llegó la década de los años cincuenta, se había convertido en una parte más del paisaje provenzal, como lo eran los viñedos y los campos de lavanda.

Concretamente, se afincó en un viejo château1 destartalado a las afueras de Saint-Rémy-de-Provence.2 Lo suficientemente lejos para que nadie lo molestara, y lo suficientemente cerca para poder llegar a casa tras sus habituales copas de vino. Pero no nos adelantemos…

Después de que mi padre me comunicara la oferta de trabajo que tenía para mí, todo fue muy deprisa. Abandoné el empleo de mecanógrafo, preparé la maleta —pequeña; el viaje era largo y no tenía demasiadas cosas— y me despedí de mis padres en Victoria solo tres días después de que se me ofreciera el empleo.

—No dejes de escribirnos —dijo mi madre.

—Sabes que puedes volver cuando quieras —añadió mi padre.

Claro que lo sabía, pero esta era una aventura nueva para mí, y lo que no quería era volver con el rabo entre las piernas. Si volvía, sería después de haber cumplido con mi trabajo y con otro mejor esperándome.

Con la mente puesta en mi futuro, subí al tren que partía hacia Dover, donde cogería un ferri hasta Calais, para después subir a otro tren que cruzaba Francia de norte a sur y rematar el viaje con un trayecto en un autobús de línea del que no tenía demasiada información, aunque ya averiguaría cómo subir a él cuando llegara a Aviñón.

Con mi pequeña maleta de piel en la mano derecha y una gabardina recién comprada en la izquierda me dispuse a cruzar dos países y ocupar el lugar que me correspondía como secretario personal de Frank Shawe.

El primer viaje en tren fue corto y tranquilo; no era la primera vez que viajaba hasta la costa. Fue como algún fin de semana con mis padres cuando era pequeño y aquello parecía una gran aventura, a pesar de que no era más que una escapada en familia.

No fue difícil bajar del tren, caminar unos minutos y llegar al puerto, donde me esperaba —no solo a mí, por supuesto— el ferri que me permitiría llegar a Calais.

El barco salió puntual y, aunque el viaje fue más largo y en apariencia más lento —los viajes por mar tienen eso: parece que no te mueves, pero en realidad avanzas más deprisa que la sensación que tienes—, sinceramente tengo que admitir que fue más placentero…, con seguridad fue la mejor etapa del viaje. Como buen hijo de Inglaterra, no era la primera vez que «navegaba», pero siempre había sido en pequeños barcos de recreo sin alejarme demasiado de la costa, estando junto a mi madre o algún amigo. Mi padre no confiaba en el mar. No era que le tuviera miedo, pero sus años en la Armada durante la guerra le habían obligado a ver el mar como un campo de batalla.

Para mí, al contrario que para mi padre, el mar siempre había sido un lugar amable y lleno de placer, tranquilo y ajeno a todo lo que a uno pudiera atormentarle. Apoyado en la barandilla, viendo cómo la costa de mi querida isla se iba difuminando en el horizonte, empecé a cavilar en qué era aquello que podía depararme el futuro, qué podía esperar de trabajar con Frank Shawe —o para Frank Shawe, según se mire—, y en que volvería algún día. Sin embargo, la pasividad de las aguas del canal me hipnotizó, y pronto mis pensamientos empezaron a recorrer otros caminos y otros lares, algunos, incluso, sin un sentido aparente.

Cinco minutos después de la hora prevista —nadie podía controlar el vaivén de las olas—, el ferri atracó en Calais, y, aunque todavía no había empezado mi aventura, estrictamente hablando, fue al pisar suelo francés cuando sentí que mi vida tomaba otro rumbo. El olor de la brisa era diferente, los ecos de las voces que se oían en el puerto, también —algo inevitable, teniendo en cuenta que hablaban en francés—, y, lo más importante, parecía que el ritmo al que giraba el mundo se había ralentizado… Era como si en Francia todo transcurriera con mayor tranquilidad que en la City.

Con mi francés de academia, acentuado por mi origen, conseguí que me indicaran dónde podía coger un tren hacia París. La capital francesa, por muy atractiva que me pudiera parecer por todo lo que uno podía vivir y descubrir en ella, no era más que una breve etapa en mi camino hacia Frank Shawe. Muy a mi pesar, había programado el viaje de tal manera que cogería un tren nocturno que partía de París a las ocho de la tarde y que, tras unas largas quince horas de viaje, llegaría a Aviñón.

Compré un billete para la capital y monté en el vagón de segunda que esperaba impaciente a que llegara la hora de partida. Desde mi asiento con ventanilla pude ver cómo los pasajeros se apresuraban a subir al tren y cómo el personal de la estación lo preparaba todo para que esa maravilla de la tecnología —de fabricación francesa, por supuesto— estuviera lista para viajar a una de las mayores ciudades del mundo… De entonces, de ahora y de siempre.

No voy a aburrirle con lo que sucedió en el tren —tampoco es que sucediera nada remarcable—, solo diré que, durante el viaje, comprobé cómo estaban mis fondos —se suponía que cuando llegara a mi destino tendría sueldo, comida y cama asegurados— y decidí que, para mi largo viaje al sur, intentaría hacerme con un puesto en primera clase. Puede que no llegara para un compartimento privado, pero seguro que conseguiría un enorme y amplio butacón en el que el viaje se me hiciera más cómodo.

Bajé del tren en la Gare du Nord, más o menos a la hora —empezaba a olvidarme de que llevaba dos agujas y una esfera en mi muñeca—, y emprendí mi primera y breve visita a París. ¿Qué vería de la ciudad? Muy simple: todo aquello que estuviera a la vista en mi recorrido en metro entre la Gare du Nord y la Gare du Lyon, donde me esperaba el tren de larga distancia en el que cruzaría Francia, que viene a ser lo mismo que decir casi mil kilómetros, que era poca cosa.

En la Ciudad de la Luz, las primeras farolas se encendían al mismo tiempo que empezaba a anochecer. Aunque no pude ver la torre Eiffel ni visitar Montmartre, me aseguré de impregnarme de aquella ciudad en la que todo era diferente a Londres. A pesar de los pocos años que habían pasado desde la guerra —algo que en mi país todavía estaba muy presente—, los cafés y los restaurantes bullían con algarabía. Hombres y mujeres charlaban entre ellos como siempre lo habían hecho, con una sonrisa en los labios y una copa de buen vino francés en la mano.

Enseguida me enamoré de la ciudad. No me hizo falta más de una hora para comprender lo que la gente decía de ella. Era maravillosa, sobre todo el contraste presente en cada esquina. Al lado de un monumental edificio de estilo clásico, pequeñas construcciones albergaban alguna tienda o algún colmado. Si en un lado se veía el lujo más extremo, el otro tenía el aspecto de la pequeña ciudad que se niega a crecer. Incluso me enamoré de los carteles de estilo art nouveau3 que decoraban las estaciones de metro…, sobre todo porque fue lo que más vi, además de las estaciones de baldosas blancas.

«Una pena no poder quedarme», recuerdo que me dije apesadumbrado. Enseguida me animé pensando que no tardaría en visitarla, si bien no lo hice, ya que fue mi primera parada después de… Pero esto ya pertenece al futuro de mi relato; mejor que regrese al París de 1953.

Tras esta breve visita a París —breve pero satisfactoria—, en la Gare du Lyon me encaminé a la taquilla y con un francés bastante correcto —o eso creía yo— pedí una plaza en el tren de Marsella con parada en Aviñón.

Je suis désolé4 —me dijo un pequeño hombre con un bigote como el de Charles de Gaulle, haciendo que me temiera lo peor y tuviera que esperar al siguiente, que no sabía cuándo pasaba. Pero me equivocaba, como me aclaró el hombre—: Solo quedan plazas en primera clase, monsieur.

Al principio me alegré al oírlo, pero también me ofendí: aquel enano bigotudo creía que no era capaz de permitirme un asiento en primera. Cuando fui a protestar ante aquella supuesta insinuación, me vi reflejado en el cristal que me separaba de aquel hombre. Mi aspecto era desgarbado, iba mal afeitado, con la ropa arrugada y con el pelo pidiendo a gritos un peine.

—¿Me ha oído? —preguntó el hombre cuando yo me quedé con la boca abierta en posición de una protesta que nunca llegó a ser pronunciada.

—Perdone —me excusé—. Estoy cansado del viaje. ¿Qué precio tiene una plaza en primera?

El hombre me respondió, yo hice una conversión rápida entre el franco y la libra, pedí una butaca —como bien había supuesto, no pude permitirme un compartimento, ni tan solo uno compartido—, recogí mi billete y me encaminé al andén.

Cuando llegué a mi sitio, puse mi maleta en el espacio que tenía encima del asiento y me dejé caer en él. La butaca era mullida, se podía reclinar un poco y tenía una enorme ventana con la que poder entretenerme durante el viaje.

En un principio creí que, aunque no pudiera dormir en el asiento, por muy cómodo que fuera este, debería pasar las largas horas de viaje de algún modo, por lo que me aseguré de tener a mano un libro con el que pasar el rato. Pero, en cuanto el tren arrancó y el característico traqueteo empezó a sacudir los vagones, la modorra se apoderó de mí y ni tan siquiera llegué a abrirlo.

*   *   *

No abrí los ojos más que para darle al revisor mi billete cuando llegamos a Lyon. Y cuando por fin desperté eran las nueve de la mañana siguiente y el libro seguía donde lo había dejado, en mi regazo.

Cuando desperecé mi cuerpo y mi mente, fui al baño, me lavé como pude y busqué a un revisor para saber dónde estábamos. Una vez que hube logrado localizar a uno —que nunca supe si era el mismo que me había picado el billete durante la noche, algo que me dijo que, realmente, no llegué a abrir los ojos, o al menos no lo hice del todo—, le pregunté:

—¿Cuánto falta para llegar a Aviñón?

El hombre sacó un reloj de bolsillo que colgaba de una cadena del chaleco de su uniforme, miró la hora que marcaba y se frotó la barbilla, pensando.

—En menos de una hora estaremos en la estación —me anunció.

Le agradecí la información y, con la alegría en mi cuerpo, regresé a mi asiento y disfruté del paisaje que podía ver por la ventana. Hacía rato que Francia se había despertado. En los campos observé cómo la gente trabajaba.

Por un momento me imaginé entre ellos, usando las manos para cosechar… ¿Qué cosechaba aquella gente? No tenía ni la más remota idea, por lo que empezaba bien mi imaginada vida de campesino si no sabía ni lo que cosechaba. Reí para mis adentros con la broma y admití que, por mucho que me esforzara, nunca podría vivir en el campo…, al menos si lo hacía como campesino.

Pensando en esto y en aquello, lo que quedaba de viaje se me hizo corto y, cuando quise darme cuenta, el revisor anunció que la siguiente parada era la mía: Aviñón. Animado pero relajado, cogí mis cosas —es decir, puse el libro que no había leído en la maleta— y me preparé para el momento en el que el tren llegara a la estación.

Seguramente para el resto de pasajeros fue un día como cualquier otro y la entrada del tren a la estación fue de todo menos sublime. Pero para mí fue completamente diferente, mirando por la ventana como un chiquillo a medida que aquel monstruo mecánico reptaba por encima de las vías; fue algo prácticamente ceremonioso. Me sentía como un príncipe en su carruaje. Fue tal esta sensación que, al bajar del tren, me dispuse a saludar como un maharajá, incluso alcé la mano y la sacudí un poco cuando asomé la cabeza por la puerta del vagón…, con la mala suerte —o la buena, no lo sé— de que nadie me vio, y quien lo hizo me miró de lado, como si no existiera, evitando el contacto visual…, no fuera que yo estuviera loco.

Del mismo modo que me creí un rey en la estación, me comparé con un emperador romano al recorrer su paseo triunfal, aunque en este caso no había arco de triunfo, sino la marquesina de la estación de autobuses.

Bonjour —dije acercándome al puesto en el que se vendían los billetes—, uno para Saint-Rémy-de-Provence, por favor.

—¿Para hoy o para mañana? —preguntó la señora que estaba repantigada en su silla tras el cristal de la taquilla.

—Para hoy, por favor —respondí.

—¿Para qué hora? —me preguntó.

—¿Qué horas hay?

—Si no tenemos en cuenta los de las siete y las nueve, porque, como comprenderá, ya no le puedo vender billetes para esos…

—Lo comprendo, lo comprendo —le di la razón, aunque parecía que me estaba mofando de ella en su cara.

La mujer asintió antes de seguir:

—Pues puede coger el de las once, la una, las tres, las cinco y las siete.

—Por lo que veo, hay uno cada dos horas, ¿no? —pregunté con inocencia.

—No —respondió tajantemente la mujer.

—¿No?

—No —repitió ella—, ya que entre el de las siete de la noche y el de las siete de la mañana no pasa ninguno.

Alcé una ceja sorprendido por lo evidente de la reflexión.

—Es decir, que, cuando pasa, lo hace cada dos horas, ¿cierto?

La mujer me miró y pude ver que en su mente los engranajes funcionaban a pleno rendimiento para digerir aquella reflexión que, si bien lograba alcanzar, salía de su norma.

—Se podía decir que sí…, sí —respondió finalmente.

—En ese caso —dije mirando mi reloj de pulsera—, ¿puede darme uno para el de las once?

La mujer me miró durante unos segundos que se hicieron eternos antes de reaccionar.

—¿El de las once? —me preguntó.

—Exactamente ese, sí.

—¿Al que le faltan veinte minutos para salir? —insistió una vez más.

—Ese mismo —respondí yo por enésima vez con fingida exaltación.

Ella me miró descolocada, no podía comprender cómo alguien podía estar tan feliz de coger un autobús, y menos uno como aquel, como descubriría más tarde.

—Aquí tiene —dijo al fin antes de hacer el correspondiente intercambio de dinero.

Sin embargo, en su mirada pude leer qué pensaba de los extranjeros y, en concreto, de los ingleses: están todos locos.

Busqué el autobús de la línea que me interesaba y, tan solo con ver al conductor, comprendí que la versión de cosmopolita de Francia terminaba a la salida de París. Era un hombre grueso, con barriga y boina negra colocada con una naturalidad innata. Parecía a punto de caérsele de la cabeza, pero pondría la mano en el fuego al decir que, sin duda, nunca caería.

—¿Este es el autobús de Saint-Rémy?

Yes, gentleman —respondió con un horrible inglés, muy lejano de mi francés, pero no pude negarle una sonrisa por la simpatía.

—¿Se puede subir? —pregunté.

—Por supuesto, salimos dentro de media hora…, más o menos.

Aquello sonó como una amenaza.

—La señora de la taquilla me ha dicho que…

—Regina puede cantar misa. Este autobús sale a las once y cuarto…, más o menos —dijo repitiendo aquella fórmula final, que podía indicar cualquier cosa menos algo bueno…, más o menos, o según se mire.

—¿Más o menos? —pregunté.

—Exactamente eso, más o menos —afirmó el hombre con una sonrisa de oreja a oreja.

Mientras escogía un buen asiento en aquel autobús que, sin lugar a dudas, había sobrevivido a dos guerras, si no más, no podía dejar de pensar en la incongruencia que resultaba que las cosas sucedieran «exactamente a una hora en concreto, más o menos». Todavía no lo sabía, pero allí, lejos del mundanal ruido de las grandes ciudades, todo fluía a otro ritmo; eso sí, todo se hacía, pero más o menos a su hora. Lo que realmente me sorprendió fue que nadie lo encontraba extraño, solo yo y mis manías de la metrópolis.

Hubiera querido decir que con mis ensoñaciones no me di cuenta de que el autobús había arrancado: hubiera quedado mucho más poético, sin duda, pero estaría mintiendo. Con un agonizante quejido, el motor arrancó a la vez que el conductor, sonriendo con lo que parecía un gozoso sadismo contra las máquinas, nos gritó a los pasajeros:

—Vamos para allá, damas y caballeros. —Eso sí, siempre con educación.

Aquel viaje en autobús de no más de cuarenta y cinco minutos, que al principio se me antojó como la parte más fácil del viaje, se convirtió en su peor etapa. Hacía calor y se respiraba humedad, no solo del clima, sino también humana, y no era para menos. Allí íbamos treinta personas adultas, amén de unos cuantos niños y algún que otro animal, encerrados como si fuéramos sardinas en lata.

Además, el motor del vehículo desprendía un calor que subía la temperatura al menos diez grados y lo inundaba todo con una pestilente fragancia a gasolina quemada que no se me quitaría de la ropa al menos en una semana.

Fue en aquel preciso momento, mientras un niño me berreaba al oído y un perro me mordía el bajo de los pantalones, cuando me pregunté si no me habría equivocado al viajar al sur de Francia en busca de un empleo mejor. Tal vez aquello era algún tipo de castigo divino para hacerme ver que yo era un chico remilgado de ciudad y que no se me había perdido nada en el campo.

Por suerte, y aunque aquellos cuarenta y cinco minutos me parecieron tres semanas, el viaje terminó cuando bajé justo enfrente de una de las calles que conducía al casco antiguo de Saint-Rémy. El aire era fresco, el perfume a lavanda lo inundaba todo, y, después del agobio y el ajetreo del autobús, aquel pueblo parecía un remanso de paz, un paraíso…, mi paraíso.

Tal y como había acordado cuando acepté el trabajo, lo primero que hice fue llamar a casa de Frank Shawe… Aunque en realidad me apetecía cualquier cosa menos aquello. Puede que comenzara a pasear por las calles arboladas que rodeaban Saint-Rémy, que inspiraron a Van Gogh,5 para después perderme en el campo… Pero mis padres habían educado a un hijo responsable, así que me adentré en las callejuelas del centro en busca de un teléfono público o de un bar en el que me dejaran telefonear. Lo primero, como descubrí, era inexistente, por lo que solo me quedó la solución de buscar algún café, bar o restaurante en el que me permitieran hacerlo. Pero tampoco puse todas mis esperanzas en ello; yo era un desconocido y, además, extranjero, y mi aspecto tampoco era el mejor para que un amable camarero me dejara usar su teléfono privado.

Sin embargo, todo cambió cuando encontré algo con lo que no esperaba toparme. Frente a un pequeño bar, con la marquesina de madera carcomida y muy poca luz en su interior, había una pizarra apoyada junto a la puerta. Una de esas pizarras que sirven para escribir el menú o el plato del día. Pero en aquella había escrito algo completamente diferente.

Con una letra casi ilegible, con algún tachón y alguna borradura, se podía leer: «Las caricias del amor son las heridas de la pérdida». Y, justo al final, ponía la fecha del día anterior y el nombre del autor de la cita: Frank Shawe.

La frase no es que fuera una obra de arte, era banal y cargada de cursilería, pero solo la inconfundible firma de Frank Shawe le daba un valor casi incalculable a aquella pizarra.

No lo dudé ni por un momento y entré al bar.

—¿Lo que hay en la pizarra lo ha escrito Frank Shawe?

El hombre que había tras la barra, así como todos los clientes presentes, me miraron como el extraño que era.

—Sí —respondió secamente el camarero, que por el tamaño del bar seguro que también era el dueño del local.

—¿Puedo usar el teléfono? —pregunté.

—¿Para?

—Para llamar a casa de Frank Shawe.

Al escuchar mi respuesta, el hombre enarcó una ceja.

—¿Conoce a Frank Shawe?

—Todavía no, pero pronto lo haré, soy su nuevo secretario —expliqué esperando que con aquello consiguiera usar el teléfono.

—¿El inglés?

—Ese mismo —respondí extrañado de que en el pueblo ya tuvieran noticias de mí—. ¿Frank Shawe les ha hablado de mí?

El hombre dejó el vaso que estaba limpiando y se me acercó.

—Lo que me dijo Frank Shawe fue que hoy llegaría su nuevo ayudante, que era inglés y que pagaría su cuenta —soltó el hombre.

—¿Su cuenta?

—Sí.

Al principio dudé, pero después comprendí que, si a partir de entonces iba a ser el secretario de Frank Shawe, me tendría que hacer cargo de cosas como aquella. Además, seguro que me lo devolvería.

—¿A cuánto asciende la cuenta del señor Shawe? —pregunté con toda la cortesía y educación del mundo; lo que no sabía era que aquello podría ser motivo de mofa por parte de todos los presentes.

—Mira el caballero que ha contratado el «señor» Shawe —dijo entre carcajadas el dueño del bar. Su tono cambió diametralmente cuando recordó lo que le debía—. Me debe doscientos cincuenta francos.

—¿Doscientos… cincuenta… francos? —balbuceé cuando ya tenía mi billetera en la mano.

El hombre miró el interior de la cartera y, con un rápido movimiento, cogió los últimos setenta francos que me quedaban.

—Con esto me sirve para tener un poco más de paciencia —dijo el dueño del bar y, con una amable sonrisa en los labios, añadió—: El teléfono está al final de la barra, tú mismo.

Todavía reponiéndome de la situación, me encaminé hacia el fondo del bar y, justo cuando descolgaba el teléfono y empezaba a marcar el número que había memorizado al aceptar el trabajo, el hombre del bar añadió:

—Cuando veas a Frank, dile que no se olvide de Louis, ¿de acuerdo?

Yo asentí mientras se establecía la línea y se empezaban a oír las señales, a la espera de que alguien, al otro lado, respondiera.

Durante el sonido por el auricular del teléfono no pude evitar pensar en que me encontraba en un sueño, pero no sabía si bueno o malo. Todo había cambiado tanto desde que había bajado del tren en Aviñón que me parecía irreal.

Pero no pude profundizar en aquel pensamiento, ya que la voz de una mujer me recordó que estaba llamando por teléfono.

Allô, allô! ¿Hay alguien?

—¡¿Eh?! Sí, sí, soy… Ian, el nuevo secretario del señor Shawe.

—¡Aaah! Ian, sí. ¿Ya has llegado al pueblo? —preguntó la mujer.

—Sí, ahora estoy en el bar de Louis, que me ha dejado llamar.

Casi como un coro, todos los presentes en el bar sonrieron y exclamaron:

—Saluda a Paulette de nuestra parte, y a ver cuándo viene, que la echamos de menos.

Repetí el mensaje y la mujer soltó la risa más agradable que jamás hubiera escuchado.

—Dile a Louis y a los chicos que no sean tan zalameros…, pero que no tardaré en ir.

Volví a hacer de mensajero y los del bar estallaron en vítores. Sinceramente, no sabía lo que estaba ocurriendo. Quise preguntar, pero preferí no hacerlo, por si acaso.

Con una amabilidad similar a la que tiene una madre con su hijo, Paulette me recomendó que preguntara en el bar si estaba Ernest, el lechero, que seguro que me acercaría al château; y que, si se quejaba, le recordara que le venía de camino.

Agradecí las indicaciones y me encaré al resto del bar, que parecía haber olvidado mi presencia.

—Perdonen, ¿está Ernest entre ustedes?

Todos se partieron de risa ante mi pregunta.

—Que yo sepa, no está muerto, ¿no? —bromeó Louis.

Un hombre completamente vestido de blanco se levantó, miró el reloj de la pared y se acercó a mí. Mientras lo hacía dijo:

—Por suerte, o por desgracia, sigo aquí. —Y cuando estuvo a mi lado, me preguntó—: Paulette te ha dicho que yo te llevaría, ¿cierto?

Asentí.

—Y que si me quejaba dijeras que me viene de camino, ¿cierto?

Volví a asentir.

—En ese caso, vamos, te acercaré al château de Frank, que a esta hora mi mujer ya se estará preguntando dónde estoy.

Al salir del bar, y siguiendo las instrucciones de Ernest, puse mi maleta en la parte trasera de su pequeña camioneta y me apretujé junto a él en la cabina.

—Agárrate, muchacho —me recomendó el lechero cuando emprendíamos la marcha en aquella camioneta que parecía de la misma generación que el autobús que me había llevado hasta Saint-Rémy-de-Provence.

*   *   *

Antes de llegar al château de Frank Shawe —que por lo que supe entonces no estaba muy lejos del pueblo, pero lo suficientemente oculto para no llegar a él si nadie te guiaba antes—, Ernest me deleitó con un agradable paseo por un camino antiguo, recientemente asfaltado, que, según me dijo, le facilitaba mucho el trabajo en sus repartos.

—Después de la guerra estos caminos quedaron destrozados de tanto tanque arriba y abajo. Por suerte, poco después se asfaltó y, por fin, tuvimos la carretera.

Lo dijo como si fuera un gran logro de la región, aunque simplemente era una carretera; no era yo el que iba a llevarle la contraria.

—Esta carretera unió los châteaux, los viñedos y los campos y las granjas, facilitando que su producto saliera de la región y llegara a las ciudades.

Aunque en cierta manera —o para algunos— las palabras de Ernest podían ser muy interesantes, personalmente, si bien no dejé de asentir como si siguiera la explicación, me interesaba más el paisaje. A ambos lados de la carretera había hileras con enormes plátanos, como si fueran los guardianes de los campos que se abrían a sus espaldas. La tierra debía ser fértil, porque se cosechaba de todo: tomates, peras, melocotones, manzanas, sandías, melones y, como no podía ser de otro modo, uvas. Y con ellas se conseguía uno de los néctares más apreciados por el hombre: el vino. Ahora debo haber parecido un gran entendido, además de todo un bohemio adorador de la comida, la bebida y, por lo tanto, de la vida; nada más lejos de la realidad: por aquel entonces era un buen chico —en todos los sentidos de la palabra— que, a excepción de algún sorbo de cerveza, no había probado ni una gota de alcohol.

Entonces la furgoneta Citroën de Ernest pegó un frenazo.

—Lo siento, chico, este viejo cacharro ya no funciona como antes —se excusó el lechero.

—No pasa nada —respondí mirando alrededor.

Nos encontrábamos en una curva, desde la que salía un camino de tierra que se introducía en una arboleda.

—¿Dónde estamos? —pregunté.

—Frente a la última etapa de tu odisea, joven Ulises —respondió Ernest—. Si sigues ese camino llegarás a casa de Frank Shawe.

Sin perder de vista el camino de tierra, bajé de la camioneta del lechero y cogí mi maleta de la parte trasera, en la que decenas de botellas vacías tintinearon con la sacudida. Como si fuera un perro abandonado, desde la cuneta observé cómo Ernest el lechero se alejaba de mí y me dejaba atrás, despidiéndose haciendo sonar el claxon a la vez que sacaba una mano para saludarme.

Cuando la furgoneta de Ernest desapareció al tomar una curva, yo giré sobre mí mismo y me encaré con el camino de tierra. No tenía nada especial: tierra y piedra en el suelo, y la anchura suficiente como para que un coche no tuviera problemas para pasar, siempre y cuando no viniera otro en sentido contrario. Sin embargo, por el estado de los árboles y las plantas que había a los lados, que apuntaban a selva amazónica, supuse que no circulaban demasiados coches por aquel camino.

Paso a paso recorrí el sendero sin poder evitar preocuparme por el lustre de mis zapatos, que se cubrían de polvo a medida que avanzaba. Ese era el último signo de civilización londinense que quedaba después del largo viaje que me había llevado hasta la casa de Frank Shawe.

«No hay mal que por bien no venga», me dije intentando animarme; al fin y al cabo, aquel viaje no era obligado, yo lo había escogido esperando que con él mejorase mi vida.

A pesar de los pensamientos positivos que me obligaba a tener, me preocupaba el aspecto de aquel camino. Parecía que llevaba a la nada. «¿Me habrá engañado Ernest?», me pregunté sacudiendo inmediatamente la cabeza, negando yo mismo aquella idea. El lechero no tenía motivos para engañarme, además, no parecía mala persona, más bien todo lo contrario.

Un soplido de brisa fresca me devolvió a la realidad. Olía a flores, no sabía a cuáles, pero estaba claro que ahí había un jardín cuyas flores de primavera lo estaban inundando todo con su agradable fragancia.

Levanté la cabeza esperanzado y la visión no me decepcionó ni un ápice. Frente a mí se alzaba un viejo caserón —para nada tenía aspecto de château— que parecía medio derruido por un lado y que por el otro brillaba con luz propia. Tenía todas las ventanas abiertas, así como los porticones. De una pequeña chimenea salía humo y, frente a él, una pequeña terraza con una mesa y media docena de sillas metálicas parecían esperarme a que me acomodara en ellas. Además, la situación estratégica de los muebles de jardín, a la sombra de aquel bosque que crecía alrededor de la casa y que parecía darle una pequeña tregua en forma de claro, permitían estar protegido del sol, que ya se alzaba en el horizonte.

A las doce en punto, más o menos, de aquel día de finales de mayo, llegué a casa de Frank Shawe. Primero conocí a alguien excepcional, Paulette.

De la puerta de la casa salió una mujer. Era alta, con rasgos finos, ojos azules y una melena rubia y rizada que le caía sobre la espalda. A pesar de ir vestida con una simple bata de trabajo y unas sandalias, me pareció la mujer más hermosa que había visto en mi vida.

—¿Ian? —preguntó con una brillante sonrisa.

Yo asentí a la vez que ella dejaba la regadera que llevaba en las manos sobre la mesa del jardín. Se acercó a mí y, como si fuera un viejo amigo o un familiar, me abrazó y me dio dos sonoros besos en las mejillas. Conocía las costumbres continentales, pero igualmente quedé abrumado con tanto contacto físico repentino.

—Por fin has llegado —dijo mirándome con unos ojos azules en los que uno podía perderse sin temor a sentirse solo.

Sonreí como respuesta, a la vez que seguí observando a aquella magnífica mujer. Debía tener diez o quince años más que yo, seguramente casi cuarenta años, más o menos, pero su forma de ser, jovial y alegre, la conservaba joven, e incluso la hacía más bella. Estaría mintiendo si dijera que no me sentí atraído por ella, e inmediatamente comprendí el deseo de verla por parte de Louis y sus parroquianos… Yo haría lo mismo.

—Venga, ven, voy a enseñarte la casa —dijo cogiendo mi maleta—. Veo que viajas ligero.

—Me conformo con poco —respondí con un hilo de voz. Paulette me intimidaba.

—Mejor, tardarás menos en instalarte.

—¿Hace mucho que me espera el señor Shawe? —pregunté preocupado por si llegaba tarde.

Paulette no respondió, simplemente soltó la risa más bella jamás oída por mis jóvenes oídos.

—No te preocupes, no llegas tarde…, sino, más o menos, a la hora.

Sin entretenernos más, Paulette me condujo al interior de aquellas gruesas paredes de piedra en las que se respiraba un ambiente fresco, solo al alcance de las viejas construcciones de paredes gruesas de piedra. A pesar del aspecto exterior, el interior de la casa estaba limpio y ordenado, lleno de objetos y curiosidades, pero con todo en su sitio y sin una mota de polvo.

—Como ya habrás supuesto, esto no es un château, por mucho que lo digan. En realidad se trata de un viejo granero reconstruido y habilitado como vivienda —explicó Paulette—. Frank se hizo con él hace años y lo ha convertido en su casa y, sobre todo, su estudio… —aclaró señalando hacia una puerta de doble hoja a nuestra derecha—. Ese es su lugar de trabajo; yo no entro en él sin invitación, y te recomiendo que hagas lo mismo. Por el resto de la casa puedes ir a cualquier sitio, de la piscina al jardín, y de la biblioteca al comedor.

¿Piscina? ¿Biblioteca? Aquello mejoraba por segundos. Solo había una cosa que se me escapaba: ¿quién era Paulette? Por su aspecto, la devoción y la confianza que parecía tener con Frank Shawe, supuse que era su esposa, o la versión equivalente de los artistas. Pero preferí no preguntar, ya lo descubriría con el tiempo.

—No entrar en el estudio, comprendido —respondí.

—Chico listo, me gustas —dijo ella y, cogiéndome de una mano, tiró de mí mientras me obligaba a subir las escaleras—. Arriba están las habitaciones. De las que hay libres, puedes escoger la que más te guste. A Frank no le importará, incluso no le importaría que ocuparas la suya…, la mayoría de las noches las pasa en el estudio.

—Trabajando —quise puntualizar, pero Paulette volvió a deleitarme con su risa.

—¡No! —exclamó—. Durmiendo.

Me sonrojé por la evidencia de su corrección.

—No te preocupes, Ian, pronto conocerás a Frank tanto como yo para saber que la palabra «trabajar» no está en su diccionario —me dijo acariciándome el brazo para consolarme. Aquella mujer ya me había tocado más que cualquier otra en mis tristes veinticinco años de existencia.

«¿Dónde había estado Paulette toda mi vida? ¿Me estaba enamorando de ella o era simple atracción?» Aquellos sentimientos se agolpaban en mi mente mientras intentaba administrarlos sin demasiado éxito.

Cuando llegamos al piso superior, seis puertas se abrían frente a mí, aparte de la del baño. Paulette me invitó a verlas todas, señalando cuáles eran las de Frank Shawe y cuál la suya, que se veían claramente ocupadas; aunque las demás estaban decoradas para que no parecieran vacías, tal y como ella me explicó.

Al principio mi espíritu práctico me recomendó escoger la primera, la que estuviera más a mano, pero enseguida otra parte de mí que no sabía que existiera me dijo que me quedara con la del final del pasillo. Era una habitación encarada al sur, con una cama, una estantería repleta de libros y un viejo escritorio con una máquina de escribir a juego.

—Buena elección —dijo Paulette cuando hube escogido—, y, por si te interesa, la máquina de escribir funciona, y tienes papel en los cajones del escritorio.

—Gracias —respondí con una sincera sonrisa.

Ella se quedó mirándome, examinándome de arriba abajo, haciendo que me sintiera como si estuviera desnudo.

—Acostumbra a sonreír así y no habrá chica que se te resista, pequeño —soltó de repente Paulette, y, sin dejar de mirarme con un gesto picarón en su rostro, añadió—: Y si Frank no te quiere, no te preocupes, que yo no pienso desaprovecharte.

Dejándome boquiabierto, Paulette desapareció y me dejó solo en la que, a partir de ese momento, sería mi habitación.

*   *   *

Tras quedarme solo y sin ninguna otra instrucción, decidí instalarme. Vacié mi maleta, añadí mi libro a la pequeña biblioteca que tenía la habitación, puse mi ropa en el armario y escogí un nuevo y elegante traje que había comprado para la ocasión. Como quería estar presentable cuando conociera a Frank Shawe, localicé el baño en la misma planta y me acicalé tanto como pude.

Una vez que estuve listo para buscar a Frank Shawe, me dispuse a bajar, pero fue entonces cuando me percaté de algo a lo que no había prestado atención cuando había llegado: las vistas de mi habitación. Con las ventanas abiertas pude ver cómo frente a mí se extendía el patio trasero de la casa, en la que había una enorme piscina de aguas cristalinas esperando a cualquier nadador. Más allá estaba el bosque que rodeaba la finca y, aún más lejos, se extendían los campos de lavanda en flor, meciéndose con la brisa del aire como si fueran un mar de color púrpura.

Aunque hubiera querido seguir contemplando aquel paisaje, algo me distrajo: un delicioso aroma a comida subía desde la planta baja, y mi estómago me recordó que no había comido nada desde la mañana anterior. Sin que hiciera falta que nadie me invitara, bajé las escaleras siguiendo el rastro de aquellos apetitosos efluvios que, sin duda, emanaban de la cocina.

Asomé la cabeza por la puerta y vi cómo Paulette se movía con soltura por ella mientras servía tres platos con el contenido de una cazuela.

—¿Ya estás listo para tu primera comida provenzal? —preguntó la cocinera sin volverse; sabía que estaba ahí sin necesidad de mirarme.

—Supongo —titubeé.

—¿Supones? —preguntó Paulette mirándome de reojo.

—No…, sí… Quiero decir…, estoy listo…, más que listo.

—Estupendo. La mesa está preparada fuera; ve y siéntate, esto está casi a punto.

Sin pensármelo dos veces aceleré el paso y regresé a la entrada, a ese maravilloso jardín casi idílico, y ocupé una de las sillas para esperar, sin preocupaciones, a que Paulette llegara con la comida.

Distraído, seguí el vuelo de una mariposa naranja cuyo color resaltaba sobre el verde del bosque. Revoloteaba sin un destino fijo; sin embargo, en sus movimientos había algo que consiguió que me olvidara de todo y solo quisiera saber adónde iba aquella mariposa…

Súbitamente, alguien me dio unos golpecitos en la espalda que me asustaron y me hicieron saltar en la silla. Al principio creí que era Paulette, por lo que no dudé en exclamar:

—¡Qué susto! No me lo esperaba, ¿ya está lista la…? —Mis palabras se me atragantaron al ver quién tenía frente a mí. Era Frank Shawe en persona.

—Señor Shawe, disculpe mi comportamiento, yo…, yo… —empecé a decir entre balbuceos. Me puse de pie nervioso y me incliné frente al señor Shawe, esperando que el artista me disculpara. En lugar de eso, me miró desde detrás de su nariz de patata torcida con aquellos penetrantes ojos grises a través de unas pequeñas gafas y… se puso a reír.

—Tú…, tú…, tú creías que era la bella Paulette, ¿no? —me dijo sin dejar de mostrar su dentadura, sacudiendo todo su cuerpo, sobre todo su pelo blanco, que se alzaba como las plumas de un pavo real sobre su cabeza. Lucía una bata de color azul mecánico llena de manchas de todo tipo: pintura, barro, tinta, etcétera, etcétera.

En ese momento fue cuando Paulette salió al jardín con los tres platos y una sonrisa. Había escuchado lo que había ocurrido en el jardín, sin duda.

—¿Has oído, Paulette? Me ha confundido contigo —repitió Frank Shawe.

Paulette asintió.

Yo, que seguía de pie, no sabía cómo reaccionar ante aquella situación y solo pude decir:

—Señor Shawe, yo…

Pero Frank Shawe me cortó de nuevo con una carcajada.

—¿Señor Shawe? ¿Quién es el señor Shawe, joven?

Dudé ante lo absurdo de la pregunta, pero no hizo falta responder, ya lo hizo él por mí.

—Todos mis amigos me llaman Frank, y ya está —dijo palmeándome la espalda.

—Pero yo no soy su…

—Puede que no lo seas, todavía —me cortó de nuevo Frank—, pero lo serás.

Quise intervenir, aunque la actitud del artista me desconcertaba tanto como la belleza de Paulette. Siempre me lo había imaginado de otro modo, más centrado, más serio, más profesional; parecía cualquier cosa menos aquello.

—Y ahora sentémonos a disfrutar de la comida que nos ha preparado Paulette —concluyó ocupando su asiento.

—Exacto, si no, este estofado se va a enfriar.

No discutí más. Tanto ellos como mi estómago estaban de acuerdo; ya habría tiempo de intentar comprender qué relación tendría con Frank Shawe. De momento ya lo había conocido y había roto mis esquemas sobre él; ahora solo faltaba que rompiera todos los demás.

*   *   *

Tras la comida, yo creí que Frank Shawe me hablaría de mi trabajo, de mis funciones como su secretario y ayudante. En lugar de ello, me observó mientras sorbía el café que Paulette le había servido y, de golpe, como si me escupiera, dijo:

—Paulette me ha dicho que has escogido la habitación de la máquina de escribir. —Asentí—. Interesante. —Se terminó el café y se levantó; yo hice lo mismo y, cuando me dispuse a seguirlo, añadió con tono jocoso—: Por muy buen ayudante que puedas ser, creo que soy capaz de hacer la siesta por mi cuenta.

Sonreí. Había metido la pata, aunque su ocurrencia había sido muy buena, no podía negarlo.

—Ya te avisaré —concluyó antes de desaparecer en el interior de la casa.

Y ahí me quedé, solo y rey de mis actos y de aquel magnífico château —a excepción del estudio—, con una pregunta en mi mente: ¿por qué era interesante que hubiera escogido la habitación de la máquina de escribir? Además, Paulette la había calificado como «buena elección».

Atraído por mi curiosidad, subí al piso superior, pasando frente a la puerta del estudio en el que ya se oía roncar al artista, y, sin que nadie me diera permiso, me dispuse a examinar con detalle las cuatro habitaciones que me habían ofrecido para dormir.

Empezando por la mía, las recorrí todas, parando toda mi atención en cualquier detalle. Casi me sentía como un detective en la escena de un crimen en busca de pruebas que pudieran aportar luz a aquel enigma.

En mi habitación, además de mis cosas, había una cama —como en las otras—, una estantería repleta de libros y un escritorio con una máquina de escribir, así como centenares de folios, como ya había podido comprobar. Había tantos que incluso pasó por mi cabeza aprovecharlos y escribir alguna cosa, pero mi mente no parecía dispuesta a colaborar.

En la siguiente habitación, aparte de la cama, había un caballete con un lienzo a medio pintar —supuse que alguna obra inacabada de Frank Shawe—, varias pinturas colgando de las paredes con sendos marcos y un armarito bajo la ventana. Al abrirlo pude descubrir un tarro de cristal con pinceles y botes de pintura de múltiples colores.

En la tercera habitación se repitió la cama, pero el centro lo ocupaba un gran bloque de barro húmedo —como si alguien hubiera estado esculpiendo la noche anterior— y unas estanterías bajas con bloques de barro para moldear. Además, era la única que disponía de una pequeña pila para lavarse.

Cuando entré en la cuarta habitación empezaba a sospechar el motivo del interés por la cámara que había escogido. Esta, como la mía, estaba presidida por un escritorio, pero sin máquina de escribir; sobre él reposaban varias libretas con partituras vacías. Lo que más llamaba la atención era el enorme gramófono que estaba junto a la cama.

Por curiosidad entré en la habitación de Frank Shawe y me sorprendió que, a diferencia del resto de la casa, estaba casi vacía: solo un catre con las sábanas revueltas, un galán de noche cubierto de ropa y un armario entreabierto del que salían mangas de camisas desordenadas.

Hice lo mismo con la habitación de Paulette. Descubrí que era la más grande con diferencia. Estaba ordenada, todo en su sitio y nada fuera de él, lo único que parecía un poco desubicado, no por dejado, sino por estar en uso, fueron varios libros de cocina abiertos sobre la mesilla de noche.

—¿Ya has averiguado el interés de Frank por la habitación que habías escogido?

No me esperaba que nadie me hablara, y menos por la espalda, por lo que pegué un brinco con el que casi me agarro a las vigas del techo.

—¡¿Es que en esta casa nadie avisa cuando se acerca?! —pregunté entre exclamaciones.

Paulette soltó una dulce carcajada.

—Pues va a ser que no —respondió—. ¿Lo has averiguado?

—¿El qué?

—El porqué de las habitaciones.

Me froté la nuca mientras reflexionaba sobre ello a la vez que intentaba quitarme el susto de encima.

—Creo que tiene que ver con los gustos artísticos de sus inquilinos, ¿no?

Paulette asintió. Como ella misma me contó, y yo pude comprobar con el paso del tiempo, Frank Shawe defendía que, según la habitación que escogieran sus invitados, podía adivinar sus inclinaciones artísticas. Y, aunque en aquel momento me negara a aceptarlo, conmigo no fue desencaminado. Como él mismo dijo una vez: «Cualquier cosa que uno haga con amor puede ser considerada arte», y no se equivocaba, ya fuera la pintura, la escritura, la música o, incluso, la cocina, como Paulette.

—Bueno, ahora que ya has resuelto el enigma de las habitaciones, lo mejor será que te relajes. Frank está durmiendo la siesta, y hasta que termine tienes un buen rato —explicó Paulette—. Puedes aprovechar para darte un baño en la piscina.

—No he traído traje de baño —respondí cabizbajo.

—Puedes ir a cuerpo, nadie te molestará —replicó ella con aquella sonrisa pícara.

—Lo siento, pero esperaré a comprarme uno en el pueblo.

Paulette me miró con pena, como si le hubiera dicho la cosa más triste del mundo.

—En ese caso ve cambiándote, que ya te conseguiré uno… Alguna cosa tendrá que haber en este caserón, ¿no?

Minutos después me encontraba chapoteando en la piscina con un bañador con tirantes y a rayas azul marino horizontales de principios de siglo. Poco importaba mi aspecto, ya que no estaba solo: conmigo estaba Paulette con un traje de baño de los que en aquellos años empezaban a popularizarse, llamados «bikinis», y con el que mostraba mucho más de lo que ocultaba.

Así pasó la tarde, con zambullidas, ratos tomando el sol y, todo el tiempo, disfrutando de la compañía de Paulette… Es decir, que no tenía motivo de queja. Apenas llevaba unas horas allí y casi me sentía como en casa, si en casa hubiéramos tenido piscina.

En estas estaba yo, removiendo el agua en un vano intento de hacer un largo —algo además imposible en aquella piscina de forma irregular, en la que habían aprovechado el terreno para darle forma—, cuando Frank Shawe hizo acto de presencia.

—¡Eh, tú, reina de los mares! —exclamó mirándome—. Hora de trabajar.

Y desapareció en el interior de la casa.

Asustado, salí despavorido del agua, corriendo para seguirle, pero Paulette me detuvo.

—No te preocupes, en realidad no tiene prisa —me dijo.

—Pero…

—Sube, cámbiate tranquilo y ve al estudio —me aconsejó.

No discutí, hice caso a Paulette y fui a cambiarme. Fuera cual fuera la relación que había entre ella y Frank Shawe, lo conocía mucho más que yo y podía confiar en sus recomendaciones.

*   *   *

Cuando bajé encontré, por primera vez, las puertas del estudio abiertas, y se podía oír cómo Frank Shawe refunfuñaba solo —sabía que estaba solo porque había visto que Paulette seguía en la piscina desde mi ventana—, por lo que entré con discreción.

—Al fin llega la reina de Saba —protestó Frank. Yo quise disculparme, pero no me dio tiempo—. Este es mi estudio. No es que no puedas entrar en él…, pero no me gusta que la gente lo haga sin estar yo, por si me desordenan alguna cosa.

«Lo dudo», pensé al ver el lugar de trabajo de Frank Shawe. En el centro había un espacio con una mesa grande que parecía ser el lugar en el que tenía lo que fuera que estuviera haciendo, podía ser una novela, una pintura, el diseño de un edificio o cualquier otra cosa. Las paredes, tuvieran ventanas o no, estaban cubiertas por estanterías metálicas con un sinfín de cosas a medias: óleos, esculturas de piedra y de barro, varias máquinas de escribir con hojas en su interior con frases inacabadas, cámaras de hacer fotos amontonadas de cualquier forma, un par de violines sobre un piano de pared y… Podría seguir descubriendo aquel desorden. Para simplificarlo, era como si los genios de todas las artes se hubieran peleado y aquel estudio hubiera salido perdiendo.

—De acuerdo.

Frank Shawe asintió y prosiguió su discurso:

—En segundo lugar, aquí se está para trabajar. —Y señalando mi traje nuevo dijo—: No quiero que vistas como en una boda; has venido a trabajar, no a una cena de gala… Así que, a partir de mañana, te quiero vestido como es debido: ropa cómoda y desechable, que si te ensucias no pase nada.

—¿Ensuciarme?

—Por supuesto, trabajarás para un artista, no para un leguleyo cualquiera. Lo más probable es que acabes cubierto de pintura, barro…, o vete a saber qué.

—De… de acuerdo —respondí titubeante y asustado.

—Y, tercero, has venido para ser mi ayudante, o lo que es lo mismo, mi sombra, así que, a no ser que te diga lo contrario, te quiero siempre a mi lado.

—Si lo dice por lo de la piscina, no volverá a ocurrir y…

—¿La piscina? No, eso no. Si por mí fuera estaría todo el día contemplando cómo se baña Paulette, pero uno es responsable y tiene obligaciones. —Por un segundo pude ver cómo su mente revisaba las imágenes que pudiera tener de Paulette. Enseguida volvió a dirigirse a mí—: Como ahora: cámbiate y reúnete conmigo en la entrada, nos vamos al pueblo.

—¿Al pueblo? ¿No trabaja en el estudio? —pregunté inocentemente.

—En el pueblo trabajo, en el estudio creo.

Sin hacer más preguntas, subí corriendo, rebusqué entre mi ropa unos pantalones de trabajo viejos de color beis, una camisa blanca con un par de zurcidos y unas deportivas de tenis. Todo ello eran «porsiacasos» que mi madre me había obligado a meter en la maleta y, como todas las madres, nunca se equivocaba.

Con mi nueva indumentaria —entre comillas, ya que nada lo era—, bajé. Mi sorpresa fue encontrarme con Frank Shawe esperándome sujetando un tándem… Sí, una de esas bicicletas que sirven para que dos monten en el mismo cacharro. Y, por lo que tenía entendido, se tenía que saber montar muy bien si no querías pegarte un buen trompazo.

—¿Vamos a ir hasta el pueblo con esto? —pregunté incrédulo.

—¿Qué esperabas? ¿Una carroza con caballos? —replicó con ironía—. Venga, vámonos, que llegamos tarde. Ahora yo voy delante; al volver te tocará a ti, así que memoriza el camino y no bebas demasiado.

En ese momento no comprendí sus palabras, pero después no tardé en entender en qué consistía su trabajo.

A buen ritmo de pedaleo llegamos a Saint-Rémy en menos de media hora; debían ser las cinco y media de la tarde, más o menos. Aparcamos el tándem en una de las entradas del pueblo, diferente de por la que había llegado yo esa misma mañana, y seguimos a pie hacia el centro. En un primer momento creí que Frank se sentaría en un banco o en una esquina y, con un bloc de notas, tomaría apuntes para sus relatos o sus pinturas, o lo que fuera que en aquel momento ocupara su mente. Sin embargo, no fue así.

Empezando por el bar de Louis y terminando por el café de René, pasando por las bodegas de Cécil y las de Antoine, amén de otros muchos locales cuyo objetivo principal era vender bebidas alcohólicas, recorrimos un itinerario repleto de vino, de pastis y de otras cosas que no pude identificar. Cada etapa se caracterizaba por la forma del vaso o de la copa en la que se servía el correspondiente brebaje. Y Frank no dejó pasar ni uno sin vaciarlo.

Por mi parte me mantuve discreto, detrás del artista, no solo porque él me dijera que no bebiese —o que lo hiciera con moderación—, sino porque tampoco me gustaba ese tipo de bebidas, como ya he apuntado. No negaré que caté algún vino, pero poco más.

Sin saberlo, descubrí una de las rutinas del gran artista —nótese el sarcasmo—, que consistía en beber todo lo que pudiera antes de la cena, si era posible sin pagar, a cambio de una obra de arte de su creación —como la cita en la pizarra del bar de Louis— o siendo fiado por el propietario, que confiaba en que, tarde o temprano, el artista saldara sus deudas.

Esa primera tarde, al no disponer de efectivo, en ningún caso pude pagar las deudas de Frank, y cuando le comenté que había adelantado setenta francos a Louis, él respondió:

—No te preocupes, ya lo encontraremos.

En ese momento confié en su palabra, pero después, cada vez que sacaba el tema de los setenta francos, él respondía con la misma fórmula: «Ya lo encontraremos». Algo que me llevó a pensar que no volvería a ver ese dinero…, por el momento.

Como era de esperar, cuando nos echaron —porque tengo que decir que lo hicieron, aunque fuera con delicadeza— del último bar del pueblo, Frank lo veía todo doble y no distinguía el norte del sur. Así que, sin más dilación, y por mucho que él insistió en seguir de bar en bar, aunque se tuviera que repetir, lo llevé hasta el tándem, lo ayudé a montarse y yo hice lo propio en el asiento delantero.

—No te preocupes, Ian, estoy bien para pedalear —me dijo con voz pegajosa.

—Y eso es lo que hará: usted pedalee, que yo dirijo —respondí poniendo en marcha aquel engendro de bicicleta para dos entre tambaleos.

Desde detrás noté cómo Frank me cogía del cuello de la camisa y acercaba a mí su apestoso aliento para decirme:

—De acuerdo, pero a partir de mañana quiero que no me trates de usted…, me hace viejo, y, aunque lo soy, yo me siento joven, como cuando empecé mi carrera.

Le di la razón y emprendimos una pesada y lenta marcha hacia el château, durante la cual me explicó el motivo del tándem: no sabía conducir. Y entre que no sabía y que siempre regresaba borracho, por lo que la policía lo podía detener, optó por comprar ese viejo cacharro a un brocanteur6 de la zona.

Llegamos pasadas las siete y media. Él casi dormido y pedaleando por inercia, y yo sudando a mares por el inesperado ejercicio…, de ahí el motivo de la ropa de trabajo.

En el jardín, iluminado por unas cuantas velas y la luz de la luna, nos esperaba Paulette tomando una copa de vino rosado.

—Recuerdos de… de… todos —concluí para no alargarme al repetir los mensajes de propietarios y parroquianos de Saint-Rémy.

Ella lo agradeció alzando su copa.

—Por cierto, ¿a qué viene tanto fervor? —pregunté curioso por cómo apreciaban en el pueblo a Paulette, sobre todo los hombres.

Ella sonrió y me respondió:

—Algún día te lo contaré, Ian, algún día.

Mientras yo dejaba el tándem a un lado del jardín, Frank se despidió de mí, dio las buenas noches a Paulette y entró en el château. Sorprendido por aquel comportamiento y tan cansado como nunca lo había estado, me dejé caer en una de las sillas del jardín, frente a la hermosa Paulette.

—No te preocupes, te acostumbrarás a sus rutinas… y a él —dijo ella al verme.

—¿Eso es normal? —pregunté; todavía no lo había descubierto por mi cuenta.

—A no ser que esté enfrascado creando, sí —respondió.

Me acaricié el pelo sin poder acabar de creérmelo.

—Y ¿no te preocupa, dada vuestra relación? —pregunté con sinceridad.

—¿Nuestra relación? —repitió ella extrañada antes de atar los cabos de mi insinuación y añadir—: ¿Qué relación crees que tenemos?

—Bueno…, esto…, no sé… ¿Novios? ¿Esposos? —Mi inocente cabeza no llegaba a más.

Ella soltó una carcajada.

—Pobre Ian —dijo acariciándome la mejilla por encima de la mesa—. Nada más lejos: simplemente soy algo así como su ama de llaves.

—¿Ama de llaves?

—Eso es.

—¿Ni tan siquiera eres su modelo? —pregunté sorprendido, ya que, si yo fuera artista, no querría a otra para ello.

—No, las modelos de Frank están en su mente; él crea realismo a partir de su imaginación.

Me froté la barbilla mientras asimilaba aquella descripción del arte de Frank Shawe.

—Yo limpio, cocino, ordeno, quito el polvo y cobro al final de cada mes, sin falta —explicó orgullosamente Paulette—. A cambio de ello, vivo en este château en el que hago lo que me apetece cuando me apetece.

—Me parece un buen trato…, al menos para ti —opiné.

—Pues si juegas bien tus cartas, puedes tener un trato igual para ti —sentenció Paulette antes de levantarse y ordenarme que fuera a lavarme las manos y la cara, que en cinco minutos serviría la cena… solo para los dos, ya que Frank pocas veces cenaba. Lo que sí hacía, y en cantidad, era desayunar, como no tardaría en saber.

*   *   *

Más o menos a eso de las ocho de la mañana, unas suaves caricias en mi rostro me despertaron. Era Paulette, que me anunciaba que había llegado la hora de desayunar. No es que fuera un comodón, al contrario, pero la noche anterior la propia Paulette me recomendó que no pusiera la alarma de mi despertador, que como ella siempre se levantaba antes, ya me despertaría cuando fuera la hora.

Aunque lo primero que hice fue abrir los ojos, el primer sentido que se me activó fue el del olfato. Toda la casa estaba inundada de olores dulces, de bizcocho y pastas, de chocolate y frutas, así como de café.

Después de desperezarme con una buena ducha matutina bajé. En el comedor descubrí una mesa repleta de croissants, brioches con pepitas de chocolate, fruta fresca, jarras de zumo de naranja y un largo e indescriptible etcétera.

Paulette, responsable de aquellos manjares, estaba desayunando y me invitó a sentarme con ella.

—¿Frank todavía no se ha despertado? —pregunté.

Ella negó con la cabeza mientras mordía con avidez la pata de un croissant… ¡Quién hubiera sido croissant en aquel instante!

—Frank ya ha desayunado y se ha ido, como cada mañana —me explicó.

A medida que fui conociendo las extrañas costumbres de Frank, supe que todos los días se levantaba casi al mismo tiempo que amanecía, desayunaba todo lo que no había cenado y desaparecía de la vista del resto de seres humanos. Como más tarde descubriría, en realidad, se ocultaba tras las puertas de su estudio o entre los campos que rodeaban el château. Pocos fueron los días que yo lo vi antes de la hora de comer, cuando reaparecía de su aislamiento.

—¿Y yo qué hago hasta entonces? —le pregunté a Paulette cuando ella me hubo explicado la costumbre de Frank.

Ella se encogió de hombros.

—Puedo ayudarte —propuse.

—No, tú aquí has venido a hacer otras cosas —dijo inmediatamente, negándose en redondo a que le echara una mano.

Valga decir que, con el tiempo y mucha insistencia, conseguí que, de vez en cuando, Paulette me dejara ayudarla recogiendo la mesa o lavando los platos, pero poco más: aquel era su territorio y lo defendía con uñas y dientes.

Debían ser las nueve, más o menos, cuando, habiendo desayunado, me encontré sin otra preocupación que matar el tiempo. No sabría decir si fue esa primera mañana en el château o fue un proceso más largo, al hallarme día tras día sin ocupación, cuando me planteé seriamente usar la máquina de escribir de mi habitación.

Es cierto que mi vida, hasta entonces, se había resumido en pulsar los botones de aquellas máquinas, pero nunca teniendo que pensar lo que mecanografiaba, siempre copiando lo que otros habían escrito previamente.

Al principio me decanté por escribir cartas a mis padres. Les explicaba mis vivencias, cómo era la vida en el sur de Francia y cómo era trabajar para Frank Shawe… En esto último me dejaba llevar más por la imaginación y por la musicalidad de las palabras —sobre todo de los adjetivos grandilocuentes— que por los hechos reales en sí.

Siempre les contaba que estaba muy ocupado, aunque nunca puntualizaba que era leyendo novelas y poesía en el jardín, escribiendo cartas —incluso llegué a escribirles dos en un mismo día—, bañándome en la piscina con Paulette o haciendo de chófer para Frank en esa especie de rickshaw7 particular que tenía el artista en su tándem.

Cualquiera hubiera pensado que, después de mis estudios y de haber abandonado mi vida en Londres para ser el secretario de Frank Shawe, aquello podía ser denigrante…, pero a mí nunca se me pasó por la cabeza. Vivía tranquilo, hacía lo que me apetecía, más o menos cuando me venía en gana, y, además, tonificaba mi cuerpo con el ejercicio cada tarde. Era como estar de vacaciones cobrando un sueldo.

Volviendo a la máquina de escribir, lo que al principio fue una excusa para pasar el rato, poco a poco se convirtió en una afición y me dedicaba a escribir rimas estúpidas, siguiendo mi amor por la sonoridad de las palabras que enlazaba, o breves relatos en los que narraba a mis padres lo que hacía Frank Shawe todas las mañanas cuando desaparecía: desde luchar con dragones a ir a verse con su amante secreta… Historias que nunca vieron la luz del día, ya que las guardaba celosamente en mi maleta, vacía hasta entonces, que tenía sobre el armario de la habitación, y que, estúpidamente, creía que nadie sabía que había escrito, cuando el sonido del teclear de la máquina resonaba por toda la casa durante toda la mañana.

*   *   *

De este modo pasó la primera semana en el château de Frank Shawe. Por las mañanas, después de desayunar copiosamente aquello que el artista había dejado, me dedicaba a escribir en mi habitación o a leer en el jardín mientras veía el sol despuntando en el cielo. Luego, cuando Frank regresaba de donde fuera que hubiera estado, comíamos las delicias que Paulette preparaba para nosotros… Si la cocina es un arte, ella era una maestra. Para después, durante la tarde, y hasta que llegaba el momento de ir a Saint-Rémy con el tándem, tumbarme a la bartola en las tumbonas, junto a la piscina, o bañarme con Paulette. Terminando el día con la cena de costumbre a solas con aquella peculiar ama de llaves, en la que hablábamos de todo y de nada a la vez.

Todo cambió al sexto día, un miércoles, cuando, después de pasarme toda la mañana dándole a la tecla —no recuerdo escribiendo qué, algo que comprenderéis a continuación—, bajé, más o menos a la hora de comer, y me sorprendí al ver que las puertas del estudio de Frank estaban abiertas. Aquello no era muy normal, aunque, pensándolo bien, tampoco lo era Frank, así que asomé la cabeza para descubrir el motivo de que no estuvieran cerradas, como de costumbre.

Sin embargo, en lugar de descubrir al artista «creando» en cualquier esquina de aquella sala, me topé de frente con la imagen más bella que jamás hubiera visto: una muchacha, más o menos de mi edad, que estaba sentada frente a un caballete dando pinceladas a un lienzo casi con una delicadeza angelical.

Tenía el cabello castaño, los ojos pardos, los labios fruncidos por la concentración y un perfil perfecto. Mi corazón dio un vuelco. Noté cómo mis mejillas se encendían y empezaban a sudarme las manos… Sin saber quién era aquella chica, me había enamorado de ella a primera vista.

Algunos creerán que soy un estúpido enamoradizo: primero Paulette y, después, esta chica, pero en mi defensa diré que nunca había sentido nada igual. Al ser tan responsable y estar tan dedicado al trabajo, nunca había tenido tiempo para estas cosas. Ahora que me sobraba el tiempo parecía que mi corazón se hubiera liberado… por fin.

—Veo que ya has conocido a Madeleine. —La voz de Frank a mi espalda me sobresaltó.

Asentí tembloroso.

—Es hija de unos importantes terratenientes, y cada semana le imparto clases de pintura —explicó el artista y, dirigiéndose a la chica, añadió—: Este es Ian, mi ayudante.

—Encantada —dijo ella con el hilo de voz más perfecto que mis oídos habían tenido el placer de escuchar.

Yo asentí como respuesta. Me había quedado mudo, sin palabras…, aparte de un poco atontado.

—Dile a Paulette que, en cuanto termine la clase con Madeleine, iré a comer.

Asentí por tercera vez y, sin poder resistirme a seguir mirando los ojos de la chica, me obligué a partir en busca de Paulette, a la que encontré en la cocina.

Solo fue mirarme y no pudo contener una sonora carcajada.

—Veo que ya has conocido a Madeleine.

Y como si mi cuerpo no supiera hacer nada más, como ya podéis suponer, asentí de nuevo.

—Supongo que Frank vendrá cuando termine, ¿no?

—Sí…, sí…, sí… —respondí entre balbuceos, lo que provocó que Paulette no pudiera controlar la risa mientras terminaba de preparar la comida.

*   *   *

Las horas sucedieron a los minutos, y los días a las horas, y de este modo pasaron las semanas; con la rutina de escribir, comer, bañarme y pedalear, solo interrumpida por las visitas semanales de Madeleine. Cada miércoles bajaba antes de la hora de comer, con la esperanza de poder hablar con ella, y, aunque solo fueron breves conversaciones informales, pude hacerlo, ya que, casualmente, Frank Shawe siempre estaba ausente cuando yo pasaba frente a la puerta del estudio los miércoles al mediodía.

Aparte de eso, la rutina se instaló en mi vida sin que yo me quejara por ello, más bien lo contrario, por lo que me molestó aún más el 17 de julio de 1953, el día en el que el Tour de Francia llegó al sur del país.

Aunque todavía no lo haya dicho, entre los vicios inconfesables de Frank —porque el del vino era, más que confesable, evidente— se encontraba el ciclismo, por lo que ese día se presentó diferente a los demás.

Todo empezó por la mañana. En lugar de despertarme como hasta entonces, con la suave voz de Paulette obligándome a abandonar el mundo de los sueños para levantarme en el paraíso, todo tipo de voces me desvelaron mucho antes de las ocho de la mañana. Era Frank, que parecía gritar órdenes a los cuatro vientos y con muy mal humor. No le hice demasiado caso. Aseado, bajé y me encontré con que Frank me esperaba a mí: aquellas órdenes iban dirigidas a un servidor.

—¡¿Dónde te habías metido, inglés impertinente?! —exclamó. Preferí no responder, y tan solo puse recta la espalda—. Vamos, Paulette nos espera fuera, en el coche —anunció a la vez que salía del château.

En el jardín, no muy lejos de donde aparcábamos el tándem, había un enorme coche negro, un Citroën Traction Avant8 en concreto, con chófer incluido.

—¿Adónde vamos? —pregunté al meterme en el coche.

—A Nimes —sentenció Frank.

No osé preguntar más, al menos al artista, y, mirando a mi compañera de viaje, le pregunté entre susurros:

—¿Y qué vamos a hacer en Nimes?

—Ver el Tour —respondió con desgana Paulette.

Como ya he dicho, el Tour era un vicio de Frank, casi una manía; estaba obsesionado con él. Pero no tanto por el deporte en sí o la competición, sino por lo que representaba: movimiento, esfuerzo, separación, espíritu de lucha, etcétera, etcétera, etcétera. Es decir, en el Tour, Frank veía una fuente de inspiración para cualquier cosa, desde una escultura a un relato.

Aunque todavía no lo haya dicho, la locura del Tour se había apoderado del château desde el mismo 3 de julio, el día en el que se dio el pistoletazo de salida en la ciudad de Estrasburgo. Desde entonces se mantenía encendida la radio durante todas las horas durante las cuales se retransmitía el Tour. Las voces de los comentaristas casi se habían convertido en un habitante más de aquella casa, y, aunque Frank no estuviera, aquella radio tenía que seguir hablando, hablando y hablando, por si acaso.

Además, aquel año era la quincuagésima edición, y Frank estaba emocionado recordando a cada momento cómo había vivido y qué sentimientos le había despertado la victoria de Maurice Garin.9

Aunque para gustos los colores, me sorprendió —y aún lo hace— la pasión que un hombre entregado a las artes como Frank Shawe mostraba al hablar del Tour y del ciclismo en general.

Ese año 1953, aprovechando que pasaba tan cerca, Frank no dudó en invertir una gran cantidad de dinero para poder asistir al final de la etapa en Nimes. Sin embargo, como habitualmente hacía, lo había organizado todo en un absoluto secreto y nos había incluido a Paulette y a mí en el plan. Hubiésemos podido negarnos a ir, pero seguramente habríamos causado una crisis en el château…, sin hablar de que no habríamos podido prepararnos una buena excusa.

En apenas una hora bajábamos del coche en el centro de Nimes, frente al antiguo anfiteatro que gobernaba la ciudad. Siguiendo las indicaciones de Frank, Paulette y yo nos manteníamos a una distancia prudencial; literalmente, estábamos dejándolo correr como a un niño pequeño.

A pesar de las pocas ganas que teníamos de estar allí, empezamos a tomárnoslo con mejor ánimo cuando Frank nos invitó a tomar algo mientras esperábamos la hora de llegada de los ciclistas.

Fue entonces, al ver lo rebosante de billetes que estaba la cartera de Frank, cuando planteé, una vez más, el tema de los setenta francos, y, sin ningún tipo de sorpresa, él me respondió:

—Ya lo encontraremos.

Paulette, que sabía de mis «gastos imprevistos», se encogió de hombros para compadecerme. Ella ya me había dicho que aquel tema tendría que tomármelo con calma, porque Frank siempre posponía los asuntos de dinero… Por suerte, nunca se olvidaba de nuestros sueldos.

Al llegar la hora del gran evento deportivo, Frank nos condujo a una zona reservada para nosotros, no muy lejos de la línea de meta, y, cuando los primeros ciclistas llegaron encabezados por Bernard Quennehen10 y se dispusieron a hacer el sprint final, yo observé a Frank. Sin apenas parpadear, el artista miraba la escena como si pudiera ralentizar el momento y captar su esencia, y lo estaba haciendo garabateando como un loco en un bloc de notas que tenía sobre su regazo. De reojo miré el resultado de aquella experiencia creativa que estaba viviendo Frank Shawe. En las hojas en blanco se empezaron a distinguir los engranajes de las bicicletas, músculos en tensión, rostros contraídos por el esfuerzo, entremezclándose con palabras o rimas que recorrían los espacios vacíos entre los dibujos.

No vi la llegada a meta, pero contemplé algo aún más impresionante: la creación in situ de una obra de arte, ya que aquel papel lleno de trazos de carboncillo podía ser considerado como tal…, aunque para Frank no fuera más que un estudio para una serie de obras que jamás realizaría…, o sí, el tiempo lo diría.

Ese mismo día, al regresar al château, Frank se encerró en su estudio y, por primera vez desde que estaba en aquella casa, oí cómo trabajaba, aunque nunca supe exactamente en qué…, si era algo derivado de lo vivido aquel día o cualquier otro proyecto de los miles que tenía entre manos.

*   *   *

Después del episodio de Nimes, la presencia del Tour en el château se calmó, y solo se oía la radio cuando Frank estaba cerca. Para los demás terminó ese día en el que contemplé aquel orgasmo creativo…, algo que, después, pocas veces he podido volver a contemplar.

Enseguida volvimos a la rutina y, para mi sorpresa, mi costumbre de escribir y leer por las mañanas se vio interrumpida —aunque no muy abruptamente—. Una noche, cuando regresábamos de la ruta etílica de Saint-Rémy —aquí tengo que apuntar que esta visión del pueblo es por completo parcial y mínima, debido a las costumbres de Frank, como descubrí más adelante de la mano de otra persona—, el artista dijo:

—Pídele las cuentas a Paulette.

Fue como si vomitara las palabras, como si no quisiera decírmelo pero no tuviera más remedio que hacerlo. Y cuando Paulette me dio el libro lo comprendí: las finanzas de Frank eran un desastre. Aparte de los gastos habituales de todo hombre y los sueldos de sus empleados, había un sinfín de gastos excesivos y sin sentido…, como el costoso alquiler de un coche para ir a ver el Tour, por poner un ejemplo reciente.

A partir de ese día, aprovechando que tenía tiempo de sobra para dedicar unas horas a hacer mi trabajo —al fin y al cabo estaba allí para encargarme de los «asuntos» de Frank—, centré todos mis esfuerzos en sanear la economía del artista…, eso sin dejar de lado lo que, en ese momento, estaba escribiendo.

Todavía me encanta recordar la mañana que entré en el bar de Louis, cheque en mano, para saldar las deudas de Frank —algo que repetí en todos los locales que frecuentábamos—, y cómo la expresión del propietario cambió por completo: del enfado habitual, a contemplarme como si fuera un ángel acabado de descender del cielo. Desde ese momento, aunque a veces nos fuéramos con alguna copa sin pagar, todos nos miraban con otros ojos, incluso nos trataban mejor… Y no era para menos: ahora que pagábamos, éramos de sus mejores clientes.

Fue entonces cuando descubrí que el único ingreso regular que tenía Frank era el de las clases de Madeleine, que subían a una buena suma; normal, teniendo en cuenta quién era el maestro. Gracias a esto y a las ventas de sus obras, muy bien valoradas, así como de algún estudio o borrador que el artista aceptó vender, en pocas semanas la cuenta de Frank volvía a estar en positivo. No es que me tuviera por un genio de las finanzas, pero en este sentido era mucho más responsable que el artista en cuanto a temas de dinero.

A partir de entonces, todos los gastos pasaban por mis manos, desde la comida —que siempre aprobaba sin discusión para contentar a Paulette— al material que necesitaba Frank. Y al tener ese poder sentí la tentación de aprovechar la ocasión y devolverme yo mismo los setenta francos. Con la pluma suspendida sobre la hoja del libro de cuentas estuve pensando lo que podía conllevar aquel acto…, hasta que me arrepentí de pensar en aquello y decidí confiar plenamente en su palabra: ya lo encontraríamos… Después de todo, tan solo eran setenta francos.

*   *   *

A finales de julio llegó de golpe y sin aviso una ola de calor que afectó a todos los habitantes de la región, a todos menos a Frank, que seguía vistiendo de la misma forma que el primer día del mes, de la misma manera que se encerraba en su estudio a cal y canto.

Sin tener otra manera de refrescarme que bañarme a todas horas, decidí sacar la máquina de escribir al jardín trasero, meter una mesa en la parte menos profunda de la piscina y situar la máquina encima. Al principio Paulette se rio de mí, pero luego se arrepintió cuando vio que su arte, la cocina, no podía meterlo en la piscina… El resto del mes de agosto comimos todo tipo de ensaladas y sopas frías, no supe si por evitar el calor de los fogones o para castigarme por mi ingenio…, o ambas cosas.

La decisión de cambiar mi lugar de trabajo, aunque resultase cómico, fue un acierto, sobre todo cuando llegó el miércoles y me vi observado por Madeleine.

—Ho-Hola…, buenos días, Madeleine —dije sorprendido con medio cuerpo en remojo, luciendo un bañador a rayas… Debía ser toda una estampa.

—Buenos días —respondió, y por un instante creía que la conversación terminaría allí, pero ella siguió hablando—, pero llámame Madie.

—¿Madie?

—Un diminutivo.

—Sí, claro, pero Madeleine es muy bonito, tiene una sonoridad muy agradable —expliqué mientras ella me observaba con atención.

—Bueno, en ese caso, lo dejo a tu elección.

—De acuerdo, Madie —respondí con una sonrisa.

En aquel momento me sentí como un estúpido. Era incapaz de encontrar otro tema de conversación que no fuera su nombre y que me permitiera retener a Madeleine —o Madie— un rato más a mi lado.

—Hace calor, ¿no? —me preguntó ella señalando mi despacho improvisado en la piscina.

—¿Eh?… Sí, un poco, he tenido que ingeniármelas —respondí encogiéndome de hombros.

—Pero ¿se está cómodo? —me interrogó.

—Sí, bastante.

—¿Puedo acompañarte?

La pregunta me descolocó. ¿Quería meterse conmigo en el agua? A no ser que llevara un traje de baño bajo ese delicado vestido veraniego de tirantes finos, solo había una manera de meterse en la piscina: desnuda. Enseguida dejé de pensar en aquello. No conocía a Madie, pero algo me decía que no era de las que se desnudarían así como así. Sin embargo, solo respondí:

—Por supuesto. —No sería yo quien le negara que se desnudara. Me equivocaba.

Se descalzó, se arremangó unos centímetros el vestido y se sentó en el borde de la piscina poniendo los pies en remojo.

—Si lo hubiera sabido, habría traído el bañador —me dijo mostrándome una dulce sonrisa—. La próxima vez será.

—La piscina no va a moverse de sitio —dije creyendo que era algo ingenioso, pero inmediatamente ella me dio una réplica a la que no pude responder.

—¿Y tú?

¿Eso qué quería decir? ¿Que quería verme o que esperaría que no estuviera ahí? La duda me corroía por dentro.

—Siempre que tú quieras, aquí estaré…

Y sin darme cuenta ni hacerlo a propósito me hallé tonteando como un adolescente enamoradizo con la dulce Madeleine, y lo mejor de todo fue que nadie nos interrumpió, ni tan siquiera el maestro que le impartía clases y que era el motivo de su visita.

No sé exactamente cómo me atreví a hacer lo que hice a continuación. Cuando llegó la hora de comer y Frank reapareció por arte de magia, excusándose con su alumna y justificando unos deberes muy importantes —tan poco creíbles como reales—, Madeleine indicó que sus padres la esperaban. Asustado y temeroso de no poder volver a verla hasta la semana siguiente, le pregunté:

—¿Mañana querrás almorzar conmigo?

Al momento creí que estaba cometiendo una estupidez. Una chica como ella, hija de una poderosa familia, no estaría interesada en mí, que, aunque era de buena casta, formaba parte de esa clase media que está a mitad de la nada en la escala social.

—¿Mañana? —dijo ella fingiendo que se lo pensaba—. Sí, por qué no… A las diez en el ayuntamiento de Saint-Rémy, ¿te parece bien?

—Será perfecto —respondí emocionado.

Y así empezó un idílico romance de verano en la Provenza, no solo con Madeleine, sino con toda la región.

Hasta entonces había conocido poco o prácticamente nada, más allá de un Nimes oculto por el Tour —que estrictamente hablando no pertenecía a la misma región— y los bares de Saint-Rémy. Pero con Madeleine descubrí un entorno maravilloso y del que, sin quererlo, casi formaba parte.

A la mañana siguiente, mientras paseaba con timidez junto a Madeleine por las calles de Saint-Rémy, conocía un pueblecito pintoresco, con casitas bajas de porticones de colores y calles empedradas, con unas plazas a las sombras de los plátanos en los que compartimos nuestras primeras intimidades.

En esas calles descubrí que, a pesar de su forma de actuar, Madeleine era una chica muy inteligente e ingeniosa, gran amante del arte y, sobre todo, del cine, pero que sus padres no la dejaban estudiar por ser «una cosa de hombres». Sin embargo, se consolaba con que había conseguido recibir clases de pintura y, como ella misma decía, «lo del cine ya llegará».

Lo que más me gustó de Madeleine fue que siempre tenía una ocurrencia para cualquier situación, incluso se podía decir que tenía un sentido del humor muy directo…, y así se lo hice saber en una de nuestras citas.

—Gracias, eres el primero que lo expresa como un cumplido —me respondió—, porque lo dices como algo bueno, ¿no?

—Por supuesto.

—En ese caso, de nuevo, gracias. No todos opinan igual. Mis padres creen que «una señorita no debe decir esas cosas»… Los quiero, aunque a veces me atosigan un poco con eso de la «señorita» —confesó.

Yo asentí; quería darle la razón sin meter la pata.

Ella sacó un pequeño bloc de notas de su bolso y, mostrándomelo, me explicó:

—Aquí anoto todo lo que se me ocurre y que no es correcto que diga… Es como si esta libretita fuera mi confidente.

—¿Puedo? —pregunté señalando el bloc.

Ella no respondió, simplemente me lo entregó. En su interior descubrí un mundo de juegos de palabras, réplicas cargadas de ironía e ideas para todo tipo de historias.

—Has tenido una muy buena idea —afirmé.

—No fue mía, me lo recomendó Frank.

Aunque hubiera querido, no me habría podido sorprender aquella respuesta; solo Frank Shawe era capaz de saber cómo transgredir la autoridad, sea la que fuera, como la de los padres de Madeleine.

—Pero ahora ya no me hace falta —dijo ella de repente—, te tengo a ti como mi nuevo confesor.

Aquello me tocó el corazón de tal forma que no supe cómo reaccionar, y un impulso me llevó a intentar arrebatarle un beso, pero en mi torpeza no pude, me puse nervioso y no supe por dónde empezar. Madeleine tomó las riendas de la situación y me besó con avidez, con sus labios tiernos y húmedos… Todavía los siento en los míos como si los tuviera marcados a fuego.

—Perdona por mi atrevimiento —dijo ella al apartarse cuando creyó haber terminado.

—No…, no te preocupes…, perdona tú por el mío —respondí.

Ella me miró perpleja, no tímida como en nuestros primeros encuentros, sino plenamente consciente de lo que aquello significaba.

Aquel momento llegó diez días después de nuestra primera cita. A partir de entonces, mientras me descubría las maravillas de la Provenza, fuimos dando pequeños pasos en nuestra relación: darnos la mano, abrazarnos cuando nadie nos miraba, o perdernos el uno en los labios del otro en los campos de lavanda, en los que podíamos desaparecer a los ojos del mundo.

Jamás hubiera imaginado tener una historia de amor como aquella, y menos en un escenario como la Provenza… Era como estar viviendo el sueño de un escritor cautivado por el romanticismo más simple y a la vez más puro… Sin embargo, como en todas las historias de amor, no era todo tan sencillo como parecía.

*   *   *

El sofocante calor de finales de julio y primeros de agosto dejó paso a las inevitables tormentas que siempre cierran el verano en el sur de Europa. Las lluvias se apoderaron del horizonte día sí y día también, sobre todo durante las noches, en las que uno se veía despertado de repente por la luz de un rayo o el estruendo de un trueno.

Fue durante una de esas noches en las que no podía conciliar el sueño porque parecía que la naturaleza había decidido fastidiarme el descanso, cuando decidí ir al baño a refrescarme. No sabía la hora que era, no la había mirado en mi reloj de la mesita de noche —craso error, como veréis a continuación—, y me encaminé hacia el baño en calzoncillos… Antes de que me tildéis de exhibicionista, diré que había cogido la costumbre de dormir en ropa interior durante aquellos días de extremo calor y todavía no había recuperado el pijama, aunque no tardé en hacerlo.

Crucé el pasillo y crucé la puerta del baño entreabierta, me miré al espejo en la oscuridad y, al verme apenas con la luz exterior, pulsé el interruptor de la luz. No funcionaba. En ese momento no me importó; abrí el grifo del agua y me remojé el rostro bajándolo hasta la pila. Pero, al incorporarme de nuevo, me quedé de piedra y no pude evitar abrir los ojos como platos.

A mi espalda, reflejada en el espejo, vi la figura perfecta de Paulette en el interior de la ducha. Su cuerpo brillaba con la poca luz que cruzaba la ventana: la fina capa de agua la hacía brillar. Sus formas resplandecían tan perfectas como eran. Sus pechos turgentes y sus caderas contorneadas me hipnotizaron, como hubieran hecho con cualquiera, hombre o mujer. Paulette era el ejemplo perfecto de la belleza hecha carne, desde la punta de los pies hasta las pupilas de sus ojos, que me observaban en silencio…

Al sentirme descubierto me quedé paralizado, más aún de lo que estaba hasta entonces. Ella, en cambio, con un suave movimiento de su cuerpo, salió con elegancia de la bañera y se acercó a mí sin la menor intención de secarse antes.

Fue entonces cuando me di cuenta de que se trataba de una mujer verdaderamente alta. No me tengo, ni me tenía, por un gigante; con mi metro ochenta estaba en la media de los hombres, pero ella me pasaba tres o cuatro dedos.

Se situó frente a mí sin dejar de mirarme, sin apenas parpadear, como una leona observaría a su presa…, tal y como yo me sentía en aquel preciso instante. Sentí cómo sus generosos pechos me empapaban el torso desnudo, haciéndome sentir un extraño escalofrío que me recorrió el cuerpo de arriba abajo.

No sabía qué hacer ni cómo actuar. Por un lado quería esfumarme, desaparecer y hacer como si nunca hubiera estado ahí. Por otro, todo mi cuerpo deseaba quedarse para ver lo que sucedía a continuación.

Fui a decir algo. Paulette me silenció antes de que empezara, poniendo su dedo índice sobre mis labios. No hizo falta que me lo dijera: por cómo me miró en ese momento estaba claro que era ella la que estaba al mando de la situación.

Se acercó aún más a mí, presionando su cuerpo contra el mío, y empezó a besarme con suavidad el cuello, a la vez que yo no podía evitar sentirme tenso en la zona entre la cintura y las rodillas. En aquel tipo de situaciones era tan inexperto como negado. Por suerte, Paulette no lo era, y gozaba con su superioridad, en todos los sentidos de la palabra.

—No voy a hacer nada que no quieras que haga —me susurró al oído mientras que sus manos me acariciaban el cuerpo, descendiendo lentamente hacia la cintura.

—Y ¿co-cómo vas a… a…?

Mi pregunta se vio interrumpida cuando noté que Paulette empezaba a bajarme la ropa interior, dejándome absolutamente desnudo…, como ella.

—¿Cómo voy a saber lo que quieres? —concluyó por mí, y después de que yo asintiera nervioso, añadió—: Porque ya lo sé.

Tragué saliva, me sentía indefenso, nunca había estado en una situación como aquella… Bueno, en realidad, nunca había estado en ninguna situación con una mujer, si exceptuaba las muestras de cariño mutuo que tenía con Madeleine. Entonces un sentimiento de culpa llenó mi pecho. «¿Aquello era ser infiel a Madeleine?», me pregunté inquieto. No pude responderme porque la presencia de Paulette en ese momento era demasiado contundente como para pasarla por alto y sumergirme en mis pensamientos; y más cuando, sin dejar de besarme el cuello y el pecho, se apoderó de la parte más privada de mi anatomía y la sacudió con la dureza suficiente como para que mi mente quedara en blanco y fuera incapaz de pensar en nada más que no fuera el contacto físico con el ardiente cuerpo de Paulette.

Tras unos minutos —no sabría decir cuántos— cerró la puerta del baño y me guio al interior de la bañera, se metió conmigo y abrió el agua caliente. Sin soltarme ni un momento, prosiguió con aquellos movimientos acompasados y rítmicos que me hacían perder las fuerzas.

Sin detenerse ni un instante me obligó a hundir el rostro entre sus pechos. Yo me dejé llevar mientras ella aceleraba el ritmo de las sacudidas y me llevaba al paraíso del placer.

No sé cómo lo supo, pero cuando estaba a punto de alcanzar el cenit, me levantó el rostro cogiéndome por la barbilla y me ordenó:

—Mírame.

Fue pronunciar aquella palabra y estallé liberando toda la tensión acumulada, así como un gemido que ella silenció tapándome la boca con su otra mano. Por un segundo pensé que aquella aventura había terminado, pero sin soltarme siguió moviendo su mano, evitando que me relajara, hasta que, minutos después, repetí la sensación de placer y volví a gemir. Esta vez me acalló con un ardiente beso en el que nuestras lenguas se encontraron con pasión.

Como si estuviera aún soñando, era incapaz de actuar con normalidad. Paulette me lavó con el cariño de… —no sé por qué, pero soy incapaz de decir «con el cariño de una madre»—, y me acompañó a mi cuarto, donde se despidió de mí con un suave beso en los labios y unas tiernas palabras:

—Si alguna vez crees que te han roto el corazón, piensa que siempre encontrarás un refugio en mí.

Mientras mi mente intentaba captar todos los significados ocultos de aquella frase, ella me deleitó con la visión de su cuerpo desnudo alejándose de mí y saliendo de mi dormitorio.

Después de aquello no recuerdo nada, solo que a la mañana siguiente me desperté sin tener muy claro si había sido un sueño o había ocurrido en realidad. En cualquier caso, había sido una de las mejores experiencias de mi corta e inexperta vida.

*   *   *

A partir de aquel encontronazo nocturno, mi relación con Paulette se estrechó. No quiero decir que fuera tan íntima como la que sentía que tenía con Madeleine, pero sí era como la de dos buenos amigos. Hacíamos muchas bromas, nos reíamos mucho, y también nos tocábamos mucho —no penséis mal—: me refiero a abrazos, a apoyar la cabeza en el hombro del otro y cosas por el estilo. En Paulette había encontrado una maestra en otro tipo de arte, el de las relaciones personales. Aquella noche con ella había liberado algo más que tensión —qué bonito eufemismo—: también el espíritu; no me sentía tan amarrado por las estrictas costumbres de mi tierra. Poco a poco, mi carácter fue dejando lo anglosajón para acercarse al europeo, concretamente al del sur de Europa. Esto no significó que a partir de entonces fuera un libertino, pero al menos me sentía más relajado, sin tener sobre mí la lupa de los convencionalismos sociales.

Sin embargo, y aunque no me sentía culpable por haber compartido aquella experiencia con Paulette, ya que en realidad no había sido infiel a Madeleine, porque tampoco tenía una relación seria con ella —si es que en aquel momento sabía lo que significaba aquello—, había cierto sentimiento de incomodidad en mi interior y… Vale, de acuerdo, era culpabilidad pura y dura. Creía que había traicionado la confianza de la dulce Madeleine por una noche de fantasía sexual con la bella Paulette.

A pesar de que quisiera negarlo, en mi interior todavía quedaba algo del caballero inglés que habían educado mis padres, por lo que no dudé demasiado en contarle la verdad a Madeleine. Lo hice entre titubeos y con muchos y, seguramente, demasiados rodeos, pero poco importó, ya que el resultado habría sido el mismo que si lo hubiera hecho con firmeza.

—Me has decepcionado, Ian —me dijo con una frialdad que nunca antes había sentido en ella antes de irse y dejarme solo en un pequeño banco de una plazuela de Saint-Rémy.

Nuestras citas diarias —a excepción de los miércoles, que ocupaba con sus clases de pintura con Frank— se terminaron de golpe, y creí que no volverían jamás.

Consternado por la pérdida de Madeleine, regresé al château antes de hora y me encontré con Paulette, a la que no pude evitar contarle lo sucedido con Madeleine… Como podéis ver, mi relación con Paulette era muy particular, como si fuera mi conciencia, ahora que habíamos roto los barrotes que las costumbres nos habían impuesto.

—No te preocupes, cariño, aunque ahora no te lo parezca, has hecho lo correcto —dijo para consolarme.

—Pero…

—Pero nada, pequeño. Si realmente siente lo mismo que tú por ella, volverá… Aunque quiera castigarte por ello —afirmó Paulette—. Y, si te sirve de consuelo, recuerda que siempre me tendrás a mí.

Sonreí con tristeza. Si por un lado me calmé, por el otro una idea cruzó mi mente: ¿y si Paulette ocupara realmente el vacío que había dejado Madeleine? No lo tenía claro. Como aprendemos todos con el tiempo, en cuestiones de corazón, la lógica y el cerebro poco tienen que decir.

Después de ese día, y a pesar de que quisiera ocultarlo, mi comportamiento se vio ofuscado por la separación de Madeleine y las dudas que me inundaban sobre Paulette.

El ama de llaves de Frank era muy especial para mí, pero no podía verla a mi lado, no por ella, que era perfecta, sino por mí. Era más joven e inexperto, y no me creía a su altura. Quisiera o no, Paulette se parecía a una hermana mayor que sirve como ejemplo, pero a la que no puedes seguir.

Mientras que Madeleine, la dulce Madeleine, era perfecta en otro sentido, aunque mis estúpidos actos la habían alejado de mí para siempre.

Como he dicho, esta situación confusa que tenía en mi interior cambió mi comportamiento, algo que no pasó desapercibido para aquellos que me eran más cercanos.

Por un lado, aunque Paulette no cesaba en el intento de levantar mi ánimo con cualquier broma, en mi cabeza no había espacio para estas cosas, y terminaba nuestras conversaciones con una mueca en lugar de una sonrisa.

Por otro lado, y para mi sorpresa, Frank también se percató de que había algo extraño en mí. Además, no podía negarlo, a partir de mi ruptura con Madeleine, todos los miércoles y los viernes —sí, para más inri, los padres de Madie habían decidido ampliar las clases de pintura, ahora que su hija parecía haber recuperado el tiempo libre— me escondía en mi cuarto o desaparecía del château con la excusa de querer conocer los alrededores.

En esas mañanas de finales de agosto, gracias a una vieja bicicleta —no al tándem— que había encontrado y reparado, recorrí todo lo que rodeaba a Saint-Rémy. Regresé a Aviñón, contemplé los restos romanos de Orange, así como los pintorescos pueblos de L’Isle-sur-la-Sorgue o Uzès, entre otros muchos de los que pueblan el paisaje de la Provenza y sus cercanías.

Todo cambió la noche de un viernes cuando Frank Shawe y yo regresábamos de la habitual y diaria visita a los bares y cafés de Saint-Rémy.

Algo extraño vi que sucedía cuando el bueno de Frank no bebió tanto como yo esperaba —ni tanto como él acostumbraba—, y al volver con el tándem al château me pidió que me detuviera frente a un campo de melocotoneros y me invitó a sentarme en la cuneta.

—Tenemos que hablar —afirmó.

Con la cara dura que lo caracterizaba, saltó la valla del campo, palpó algunos melocotones y arrancó dos para ofrecerme uno a la vez que se sentaba a mi lado.

—No he podido evitar ver que tu espíritu está perturbado —planteó antes de dar un mordisco a la fruta.

Yo me encogí de hombros.

—No me engañes, Ian, te conozco, algo te sucede.

—Puede…

—¿Y puede que tenga que ver con mi alumna, Madeleine? —preguntó con perspicacia.

Lo observé de reojo mientras me comía el melocotón.

—No hace falta que me preguntes cómo puedo saberlo; es muy sencillo, los dos estáis de morros desde el mismo día.

«Así que a Madeleine también le afectaba la ruptura», pensé preocupado a la vez que satisfecho… Aquello significaba que seguía sintiendo algo por mí.

Frank se acercó a mí y, cuando estuvimos hombro con hombro, me dijo:

—Cuéntale a tu maestro lo que ha sucedido.

Aunque fue la primera vez que se catalogó como tal respecto a mí —yo no me percaté; en la cabeza tenía otras cosas más importantes— y quise evitarlo haciéndome el remolón, al final confesé todo lo sucedido con Madeleine… y Paulette. Quisiera o no, una iba unida a la otra en ese asunto.

—Ahora lo entiendo todo —dijo en cuanto hube terminado—, estamos ante un grave caso de mal de amores.

Superado por la situación, bajé la cabeza.

—Escucha bien lo que te diré, porque puede solucionar tu problema y tu vida —me dijo, y, tras una pausa en la que se aclaró la garganta, añadió—: Paulette no está a tu alcance… Bueno, no está al alcance de nadie. Por mucho que ahora te lo parezca, realmente estás muy lejos de ella. Su belleza es pura atracción, es una diosa entre los hombres, y lo sabe. ¿Acaso crees que eres el primero en sucumbir a los encantos de una noche de placer? —me preguntó como si supiera de lo que hablaba. Por mi parte, solo me encogí de hombros, así que fue él quien se respondió—: Pues no, no eres más que un número en su lista de conquistas.

—Yo creí que era mi amiga —dije sin tener claro lo que sentía por Paulette.

—Y lo es, no lo dudes, mucho más de lo que crees, solo hasta ahí. Incluso te recomiendo que lo que viviste con ella permanezca como un sueño, como una fantasía en tu joven memoria.

Asentí compungido, aceptando el consejo de Frank.

—En cambio, la dulce Madeleine tiene otro tipo de belleza, algo más sentimental e intangible. De ella puedes enamorarte, ser feliz cada día a su lado el resto de tu vida… Ella puede ser tu alma gemela.

Lentamente alcé la cabeza y miré a aquel hombre que, sin ningún tipo de duda, era mucho más sabio que yo en todos los sentidos.

—Entonces, ¿debo recuperar a Madeleine? —insinué no muy convencido.

—Puede que no haga falta… —respondió enigmáticamente Frank mientras mordisqueaba el hueso del melocotón antes de devolverlo de nuevo al campo. Y, acercándose al tándem, añadió—: Venga, espabila, que conduzco yo.

No supe si era una afirmación o una amenaza. Por si acaso, corrí a ocupar el asiento delantero de aquella bicicleta para dos… Si se trataba de recuperar a Madeleine, lo quería hacer de una pieza.

Aunque no podía negar que me moría de ganas de verla, no quise precipitarme, así que a la mañana siguiente, un sábado de los más soleados que había visto en los últimos y lluviosos días, cogí mi bicicleta y me perdí por los caminos de los agricultores, entre campos de…, ¿aquellos eran manzanos? Dudé un instante, pero no importaba, lo esencial era que podía meditar y plantearme cómo pedir disculpas a la dulce Madeleine.

Como todo en casa de Frank Shawe, no tuve en cuenta que el artista era cualquier cosa menos paciente. Yo había elaborado un plan de disculpa a largo plazo, con la escritura de cartas, el envío de presentes, intentar volver a hablar con ella en sus días de clase… En resumen, mi plan consistía en volver a empezar de cero y suplicar perdón. En cambio, el plan de Frank era completamente diferente.

Al llegar a casa dejé la bicicleta junto al tándem y me encaminé, sin prestar demasiada atención, a la casa —tenía mi mente atando los cabos finales de mi plan—. Para mi sorpresa, descubrí a Paulette sentada en el jardín, conversando animadamente con Madeleine, hasta que se percataron de mi presencia, momento en el que callaron y me miraron con cara de póquer.

—Ho-hola… —balbuceé.

Viéndolas juntas, me temí lo peor. No sé por qué, pero en mi interior algo me dijo que tenía que preocuparme…, aunque solo fuera por precaución y para avanzar faena.

—Hola, Ian —Madeleine me saludó con frialdad.

Paulette solo agitó la mano.

—Hola… —repetí como un imbécil.

—Eso ya lo has dicho…, creo que te gusta repetir —dijo con malicia Madeleine, que ya no parecía tan dulce.

Al principio no capté la indirecta, pero después comprendí que Paulette había detallado nuestro encuentro a Madeleine… Y cuando digo «detallar», es que no se dejó ni el más pequeño ni ínfimo detalle, valga la redundancia.

—Por lo que Paulette me ha contado, no fue cosa tuya…, aunque lo disfrutaste tú, principalmente —siguió diciendo Madeleine—. Además, no es que estuvieras muy activo tampoco, ¿no?

Debo decir que, llegados a este punto, no sabía dónde meterme para evitar las pullas de Madeleine, pero mi honor y el deseo de recuperarla, al precio que fuera, me hizo quedarme ahí estoicamente.

—Veo que no dices nada… Por lo que me ha dicho un pajarito, las matas a la chita callando…

Tras los comentarios punzantes y reiterados de Madeleine, Paulette ya no pudo más y estalló en carcajadas. Comprendí que, a pesar de ser más humillante, el plan que había elaborado Frank —con la ayuda de Paulette, evidentemente— fue mucho más efectivo que el mío, además de simple. Consistía en provocar que Madeleine diera rienda suelta a su odio contra mí hasta que se desahogara.

Después de un buen rato recibiendo todo tipo de golpes bajos, Madeleine se quedó en silencio y me observó con detenimiento. Lentamente, su rostro fue cambiando de expresión; de la dureza pasó a la dulzura, recuperando el aspecto de costumbre: una perfecta sonrisa.

Se levantó y se acercó a mí, mostrando unos movimientos graciosos, acentuados por la manera en que el borde de su vestido volaba a su alrededor.

—Hoy no puedo porque comeré con mis padres, pero a partir de mañana te quiero ver todos los días como hasta ahora…, y más vale que valga la pena.

Me sonrió y me besó en la mejilla, y justo en ese instante supe que haría todo lo posible para no volver a perderla jamás.

Cuando Madeleine desapareció no supe cómo actuar. Quería agradecer su intervención al artista y a su bella ama de llaves, ya que gracias a ese macabro plan —contar los detalles más escabrosos de una infidelidad, porque, por pequeña que fuera, siempre es arriesgado, sobre todo para el protagonista, en este caso yo— estaba en el camino de recuperar a Madeleine. Sin embargo, aunque penséis que esto ya no puede ir a más, ese verano aún me quedaba por vivir una última locura del gran artista que era Frank Shawe.

*   *   *

Después de haber resuelto mi relación con Madeleine —o de al menos haber obtenido su perdón y una segunda oportunidad—, la última semana del mes de agosto empezó recuperando la normalidad y la rutina. Tras el desayuno, estaba entre dos y tres horas escribiendo, dependiendo de la inspiración o de la hora en la que me había citado con Madeleine. Pasaba el resto de la mañana con ella, comía en el château con Paulette y Frank, y por la tarde descansaba hasta la hora de ir a Saint-Rémy…, la única cita ineludible del artista y, por lo tanto, mía.

Todo cambió —como era de esperar, teniendo en cuenta los precedentes— un jueves por la mañana. Estaba yo tomando mi ducha matutina y oí cómo la puerta del cuarto de baño se abría y alguien entraba. Al principio pensé que sería Paulette. Me asusté al imaginar cómo podía acabar aquello y las consecuencias que podía conllevar… No quería cometer ningún error de nuevo.

Con el miedo en el cuerpo, asomé la cabeza por detrás de la cortina de la bañera y vi una imagen que, aún hoy, intento borrar cada vez que regresa a mi mente. Sentado en la taza del váter, con los pantalones bajados y leyendo el periódico de la mañana, estaba Frank Shawe intentando hacer sus necesidades, y digo intentando porque las contorsiones de su rostro hablaban por sí mismas.

—¡Frank! —exclamé—. ¡¿Qué narices haces?!

Creo que fue la primera vez que levanté la voz al artista, que, en cualquier caso, me gustara o no, era mi jefe.

—¿No crees que es evidente? Crear arte abstracto —respondió entre carcajadas mientras no dejaba de apretar.

—¿Y no podrías haber esperado a que saliera? —pregunté ocultándome tras la cortina, asustado por lo que podía ver al otro lado.

—Puede…, pero también quería hablar contigo —dijo tranquilamente sin moverse de su trono.

Mojado y perplejo, y sin posibilidades de salir sin vivir una de las situaciones más absurdas y repugnantes de mi vida —si es que esa no era ya la mayor—, me quedé tras la cortina y busqué la manera de terminar la conversación lo antes posible.

—¿Y de qué querías hablar?

—Necesito crear algo grande, algo memorable, algo que deje huella.

—Creo que eso ya lo has hecho: eres uno de los artistas más reconocidos de la historia del arte…, de toda la historia del arte —contesté yo citando muchas de las páginas que se habían llegado a escribir sobre Frank Shawe.

—Ya, pero precisamente es eso lo que quiero cambiar: no quiero ser recordado como un loco que tocó todas las artes sin destacar en ninguna, sino por ser el hombre que consiguió combinarlas todas.

Volví a sacar la cabeza de detrás de la cortina de la bañera, sorprendido por las palabras del artista.

—¿Qué? ¿Cómo pretendes hacer algo así? —pregunté desconcertado.

Fue entonces el primer momento en toda la conversación en que Frank me miró directamente a los ojos y respondió:

—Eso, precisamente, es lo que quiero hablar contigo.

Y, sin más, se levantó de la taza, se subió los pantalones y se dispuso a abandonar el baño, por lo que solo tuve tiempo de preguntarle:

—¿No te limpias las posaderas? —No sé por qué lo hice, pero me salió del alma.

—Esta vez la pistola se ha quedado sin munición —respondió con una sonrisa en los labios mientras disfrutaba de lo soez de sus palabras y toda la situación—. No tardes, te espero abajo.

Terminé deprisa y bajé, y, por primera vez en todo el tiempo que llevaba en el château, desayuné con Frank, y eso solo quería decir una cosa: lo que me había dicho en el baño iba en serio. Contemplé cómo engulló el desayuno como si fuera un pato, y cuando yo todavía untaba la mantequilla en la primera rebanada de pan, él ya se levantaba.

—Eres un lento, Ian —me soltó al verme comer—. Cuando termines, ven al estudio, que tenemos que trabajar.

—¿A estas horas ya te pones a beber? —bromeé intentando no parecer débil ante él.

Frank me devolvió una mirada seria y contestó:

—No tardes.

Comí tan rápido como pude y, diez minutos después, me personé en el estudio, dejando a Paulette atónita ante el comportamiento del artista… y el mío.

—¿Tienes alguna idea? —preguntó en cuanto crucé el umbral de la puerta de doble hoja.

—¿Para tu obra?

Asintió.

—No sé, Frank, acabo de levantarme y hace apenas media hora que me has puesto al corriente —respondí encogiéndome de hombros.

—¿Para eso te pago? ¿Para que no tengas respuestas a mis preguntas? —protestó Frank.

—Además, yo soy abogado, no artista —quise puntualizar.

—Todos llevamos un artista en nuestro interior, alguien que quiere crear —contestó con brusquedad—. Si no, ¿qué crees que has estado haciendo todas las mañanas? ¿Matar moscas a golpe de máquina de escribir? No me tomes por idiota, anda.

—Eso son tonterías, algo que hago para pasar el rato…

—¡No! —me cortó con un ladrido—. ¡Eso es arte!

Acongojado por ese comportamiento tan dominante, preferí no ahondar en el tema e intentar tener una idea para el gran artista…, aunque no valiera nada.

Me froté las manos en los pantalones para secarme el sudor, me remangué la camisa y me pasé, nervioso, las manos por el cabello. De repente, se me ocurrió.

—Puede que tenga algo… —anuncié recordando lo que había visto nacer a mediados de julio, durante aquel final de la etapa del Tour—. ¿Dónde tienes el bloc que usaste en Nimes para tomar notas?

—Ni idea, puede estar en cualquier lugar, incluso que lo haya perdido. ¿Por?

—Cuando estuvimos en Nimes, vi cómo en ese bloc combinaste el dibujo con la poesía y la literatura… Puede que eso sea un buen punto de partida para tu proyecto, ¿no?

Frank se acercó a mí, me cogió de los brazos y, gritándome a la cara, me dijo:

—¡Eres un jodido genio!

Y me besó en los labios con pasión… ¿Aquello sería una infidelidad para Madeleine? No quise darle demasiadas vueltas, al fin y al cabo ella también conocía a Frank Shawe y de lo que era capaz.

—¡Debemos encontrar ese bloc! —exclamó a la vez que salía del estudio—. Necesitamos toda la ayuda que sea posible… —Y, ya en el pasillo, vociferó—: ¡Paulette! Deja lo que estés haciendo, necesitamos tu ayuda… ¡Inmediatamente!

Ese día todo cambió. Se rompieron todas las costumbres, todas las rutinas. No comimos, no fuimos a Saint-Rémy, no cenamos, simplemente nos dedicamos a rebuscar entre el montón de «arte» a medias que había en el estudio de Frank Shawe. Objetos acumulados durante años a la espera de que la inspiración llegase a la mente del genio para ser recuperados y convertidos en arte con mayúsculas.

Sinceramente, no sé cuál es el proceso creativo de otros artistas; el de Frank Shawe era, por lo menos, caótico, si no completamente apocalíptico. En ese estudio hallamos todo tipo de cosas, la mayoría indescriptibles, e incluso algunas que el propio Frank admitió que no eran suyas… Lo dicho, un caos.

Pero lo más grave de todo no fue el caos al que tuvimos que enfrentarnos, sino que el maldito bloc de notas no apareció por ningún lugar cuando nos detuvimos a descansar, a eso de las dos de la mañana.

—¿Y no puedes repetirlo? —pregunté inocentemente.

—No puedo, no puedo —respondió Frank—, eso ocurre de forma espontánea, cuando pierdo la consciencia de quién soy y, simplemente, creo, sin más artificio que eso.

—¿Y no puedes provocar la situación? —insinuó Paulette.

—Sí, pero el resultado no sería el mismo, sería falso, carente de la pasión de la creación original —explicó Shawe y, con una sonrisa estúpida, añadió—: Además, no recuerdo lo que hice.

Paulette y yo lanzamos un suspiro de desesperación y nos llevamos las manos a la cabeza.

Todo parecía perdido: él no podía repetirlo, y el bloc no apareció por ningún sitio; incluso llegamos a registrar la casa entera, poniéndola patas arriba, que fue como se la encontró Madeleine cuando llegó al château para sus clases de pintura.

—Ayer no te presentaste a tu cita —me soltó al verme. Cuando comprobó mi aspecto, su actitud beligerante cambió súbitamente—. ¿Qué te ha pasado?

—Pregúntaselo a Frank.

Decidida a saber lo que había trastocado la tranquilidad del château, Madeleine se dirigió al interior de la casa, desde donde profirió un grito de exclamación.

Un segundo después la joven aprendiz de Frank salía acompañada por este y por Paulette. Una vez sentada en el jardín, el artista aclaró todas las dudas de Madeleine, que parecía muy preocupada por la situación, catalogándola de locura, y eso que todavía no conocía el plan de Frank.

En cuanto Madeleine fue partícipe de la idea de crear una obra de arte universal, la joven se calmó un poco e hizo la pregunta definitiva:

—¿Y por qué está patas arriba el château?

Una pregunta que cualquiera que no hubiera participado en la búsqueda del día anterior se hubiera hecho.

—Hemos estado buscando un bloc de notas con unos apuntes que tomé —explicó Frank— y que Ian cree que podrían ser un buen punto de partida.

—¿Unos apuntes? —se interesó Madeleine.

—Sí, de cuando estuvimos en Nimes para ver el Tour.

—Por casualidad, ¿esos apuntes eran dibujos de piernas y ruedas, con palabras escritas alrededor y…?

—¿Cómo lo sabes? —dije cortando las palabras de Madie.

La chica no respondió. Cogió su bolso, que era un cesto de la compra —típico de Saint-Rémy— reconvertido en complemento femenino, y se puso a rebuscar en su interior. Segundos después, extrajo el bloc de notas.

—¿No será este? —preguntó mostrando el bloc. Frank fue el más rápido, se lo arrebató de las manos y se puso a revisar todas sus páginas.

Mientras lo hacía, le pregunté a Madeleine:

—¿Cómo es que lo tenías?

—Si ya sabías que lo tenía…, incluso lo has hojeado —respondió ella sorprendida.

—¿Cómo?

—Claro, este el bloc que me dio Frank hace unas semanas para que apuntara mis ocurrencias y mis pensamientos, aunque también lo he aprovechado para hacer algún boceto al carboncillo.

Frank, que estaba escuchando, alzó los ojos y se encontró las miradas asesinas de Paulette y de un servidor.

—Esta vez te has superado, Frank —le reprochó Paulette, y, levantándose, añadió—: Voy a preparar algo para comer, que nos hace falta.

El artista no se atrevió a articular ni una palabra y prefirió seguir revisando aquel cuadernillo, hasta que, por su gesto, pude comprender que había encontrado lo que yo recordaba haber visto en Nimes.

—No quiero parecer pretencioso, pero es realmente bueno… —me alegré al oírlo, pero no me gustó tanto cuando dijo—: … para una obra mediocre.

—¡¿Qué?! —exclamé—. ¿Cómo que una obra mediocre si ayer parecías entusiasmado?

—Lo sé, lo sé, lo admito…, pero ahora, al ver el boceto, me resulta banal. Su interpretación me parece muy simple, no es más que un «corta, pega y empalma»…, un collage barato —contestó Frank—. Ya te digo que no es malo, pero necesito trabajar en él… Me voy al estudio.

Y, sin más, se fue, dejándonos a Madeleine y a mí a solas.

—Si no lo conociera, diría que está loco —apuntó Madie.

—Conociéndolo, sé que lo está —sentencié yo arrancando una sonrisa a la dulce Madeleine.

Poco después, Paulette reapareció con comida para cuatro, que al final fue para tres. Aunque Madeleine se llenó rápidamente, Paulette y yo estábamos hambrientos después de habernos saltado varias comidas.

Tras un día escarbando en las entrañas del château como arqueólogos empedernidos, estaba molido, por lo que necesité darme un baño y relajarme. Madeleine quiso compartirlo. En un rápido viaje de ida y vuelta a su casa, fue a buscar su traje de baño y se reunió conmigo y con Paulette en la piscina, donde pude comprobar que la aprendiz de pintora no tenía nada que envidiar al ama de llaves.

Las horas de la tarde fueron pasando y, poco a poco, nos quitamos de encima el cansancio del día anterior. A media tarde, cuando no faltaba demasiado para que Frank quisiera ir a Saint-Rémy, miré a mis compañeras y no pude evitar preguntar:

—¿Creéis que lo va a conseguir?

Paulette, desde una tumbona, y Madeleine, desde el borde de la piscina, me observaron con curiosidad.

—¿Te refieres a crear una obra de arte universal? —preguntó Madeleine.

Asentí.

—No lo sé —respondió Paulette—. Frank siempre ha sido muy díscolo a la hora de elaborar algo, y mucho más a darlo por terminado.

—Hace relativamente poco que lo conozco —intervine—, pero en este tiempo es la primera vez que lo veo trabajar de ese modo tan…, tan…

—¿Entusiasta? —sugirió Madeleine.

—Obsesivo, diría yo —puntualizó Paulette con una sonrisa de malicia.

—En cualquier caso, es la primera vez que lo veo concentrarse tanto en algo.

—Eso no quiere decir nada —dijo el ama de llaves—. En los años que hace que trabajo para él, lo he visto comportarse así en más de una ocasión, y no siempre ha terminado lo que fuera que había empezado. Ya has visto su estudio, ¿no?

En ese sentido tenía toda la razón, por lo que no pude más que asentir. Si algo podía definir cómo era Frank, era su lugar de trabajo: caótico, desordenado, irregular y toda una larga lista de adjetivos que presagiaban un abrupto final para ese proyecto.

Después cambiamos de tema, al menos, una decena de veces antes de que Madeleine tuviera que irse. Cuando se fue, subí a darme una ducha y acordé con Paulette ayudarla a preparar la cena y, al día siguiente, ordenar de nuevo la casa, después de que el huracán Frank Shawe hubiera pasado por ella.

A regañadientes aceptó. Cuando nos reencontramos en la cocina coincidimos en que el futuro de aquella obra monumental de Frank era tan incierto como el de cualquier persona. Incluso llegamos a pensar que, a pesar de que el artista había roto su rutina dos días seguidos, al siguiente las aguas se apaciguarían y todo volvería a su cauce, a la normalidad… Cuán equivocados estábamos.

*   *   *

Con el lunes siguiente creímos que llegaría la tranquilidad, pero lo que llegó fue un viejo camión medio destartalado con la palabra brocanteur —es decir, anticuario-chatarrero— escrito en uno de los laterales.

Paulette fue la que recibió al hombre que lo conducía, un señor de tripa contundente, bigote de morsa y unos pequeños pero vivos ojos verdes, que parecía salido de un cómic.

—¿Qué se le ofrece? —preguntó el ama de llaves cuando yo salía al jardín alertado por el ruido del motor de aquel cacharro.

—Vengo a traer un encargo.

—¿Un encargo? —preguntó Paulette extrañada, y, mirándome, me dijo—: ¿Esperamos algo, Ian?

—No, que yo sepa —respondí con pavor, porque el que yo no lo supiera no significaba que no pudiera ocurrir.

—Pues aquí tengo un encargo a nombre de Frank Shawe —reveló el hombre.

Paulette me miró alarmada. Desde que Frank había desaparecido en su estudio no habíamos tenido noticias de él, excepto algunos ronquidos y maldiciones a lo largo del sábado y el domingo. Y, por lo visto, no había perecido de inanición, porque la comida que Paulette le dejaba frente a la puerta siempre desaparecía.

A mí también me asustó, porque aquella inesperada visita podía significar que Frank tenía intención de seguir con su plan de crear una obra universal y de que las primeras piezas acababan de llegar.

—Entonces es para nosotros —respondí a regañadientes.

El hombre me entregó un papel para que firmara como comprobante de la entrega y empezó a descargar lo que al principio me parecieron montones de hierros doblados y chatarra sin sentido; en pocas palabras, basura.

«Que Dios nos coja confesados», pensé para mis adentros a medida que veía cómo aquel hombre descargaba más y más hierros corroídos con rapidez.

Una vez que hubo terminado, cogió el comprobante de mis aterrorizadas manos y se fue con su camión. Justo en ese instante apareció Frank con una sonrisa de oreja a oreja.

—¡Por fin han llegado las bicicletas! —exclamó.

—¿Las bicicletas? —pregunté.

—Sí, las bicicletas —repitió él—. Vamos, ayúdame a llevarlas al campo que hay aquí detrás.

A pesar de que en mi interior algo me decía que aquello no era una buena idea, acaté la orden y me dispuse a cargar con aquellos hierros oxidados hasta el campo que había tras el château, en el que no se cultivaba nada y se mantenía limpio para el uso del artista, un uso que hasta entonces no había conocido.

Las bicicletas pesaban en exceso, y el trayecto, aunque corto, con aquel peso se hacía eterno, por lo que acabé sudando a mares. Sin embargo, Frank parecía un jovenzuelo. Era como si trabajar en aquella supuesta obra de arte lo hubiera rejuvenecido.

Aunque conocía el plan de Frank de crear una obra de carácter universal que combinara todas las artes en una sola pieza y sabía lo que estaba utilizando como idea de partida, desconocía qué se proponía con esas viejas bicicletas llenas de herrumbre. Así que se lo pregunté.

—Me encanta que me hagas esa pregunta, Ian —respondió alegremente—. Ven conmigo al estudio y lo comprenderás.

Cuando el artista abrió las puertas de doble hoja de su estudio, ante mí apareció un lienzo de tamaño descomunal. Era tan alto que casi tocaba el techo, y tan largo que no le hacía falta caballete para sostenerlo: se apoyaba en un par de estanterías. Pero lo que más me sorprendió fue lo que había pintado en él. Con pintura de colores y trazos rápidos y firmes, había una reproducción casi exacta de lo que Frank había dibujado en el cuaderno en Nimes.

—Eso es… es…

—¿Banal? ¿Simple? ¿Una mierda? —insinuó él, que, como la mayoría de los artistas, era muy inseguro con su obra.

—No, es espectacular.

Al oírme sonrió.

—¿Seguro?

—Por supuesto. Ya era una maravilla el boceto del bloc, pero esto lo supera con creces.

Frank volvió a sonreír y se frotó las manos.

—En ese caso, te explico mi proyecto. —Había dejado de ser una idea para convertirse en un proyecto—. Verás, en este lienzo tengo pintura, poesía y algunos trazos de prosa breve; como comprenderás, no puedo escribir una novela entera. —Asentí—. Con las bicicletas y el hormigón crearé una escultura… Aquí tienes el boceto… —me entregó un papel lleno de garabatos casi incomprensibles—, que se incorporará al conjunto de forma natural, sin forzarse, con una transición de un arte a otro…, todo muy fluido. —Sin apenas coger aire, continuó—: Por otro lado, esto será una instalación monumental que se integrará en una edificación…, todavía no sé cuál…, para añadir el concepto de arquitectura y…

—Frena el carro, Frank —dije interrumpiéndolo—. ¿Todavía no sabes cómo terminar la obra, pero ya la has empezado?

—Es el proceso creativo.

—Y, mientras, ¿dónde vas a meter todo lo que vayas «creando»?

—Aquí, por supuesto. La pintura está casi terminada, y, en cuanto a la escultura, tengo que construirla a continuación, y…

—¿A continuación de dónde, Frank? El estudio está al completo —le recordé cortándolo de nuevo.

Cuando iba a contestarme, Paulette entró en el estudio un poco alterada.

—Acaban de llegar dos camiones más cargados hasta arriba de madera.

—¡Ajá! Al fin, lo que más esperaba.

Salimos los tres. Como Paulette había dicho, dos camiones enormes estaban en la puerta del jardín a la espera de recibir órdenes.

—Caballeros —dijo Frank a los conductores y ocupantes de los vehículos—, síganme, voy a mostrarles dónde irá el granero.

—¡¿El granero?! —exclamé.

Frank no me escuchó; tampoco pude interrogarlo porque Paulette se tambaleó y quedó sentada en una de las sillas del jardín.

—¿Estás bien?

—No lo sé, Ian, no lo sé… Creo que el genio de Frank Shawe se ha descontrolado.

Y qué razón tenía Paulette al decirlo, ya que una vez que el granero estuvo montado —cuyo tamaño era absurdamente grande—, y el lienzo, que ahora parecía pequeño en comparación, fue trasladado a su interior, cada día llegaban más y más camiones cargados hasta arriba de material para la titánica obra maestra de Frank.

Lo que era descargado en el jardín —que parecía morir bajo las pisadas de los transportistas y la triste mirada de Paulette— podía ser cualquier cosa. Desde más bicicletas a viejos trajes de ciclista, pasando por el decorado y las banderolas del final de etapa de Nimes, algo que nunca llegué a saber cómo Frank logró conseguir, aparte de a golpe de talonario, claro está. Incluso llegó un autobús lleno de músicos, con sus respectivos instrumentos, y unos cuantos cantantes de ópera, que prefería no saber cómo pretendía integrar en la obra.

Y, de repente, un día dejaron de llegar camiones, y el desánimo se apoderó de Frank, que deambulaba noche y día por el château cabizbajo, mirando con melancolía hacia el granero.

—¿Qué sucede, Frank? —le pregunté una noche cuando se sentó con Paulette y conmigo en el jardín a la hora de cenar.

—He chocado contra una pared —respondió—. No sé cómo continuar con mi obra, me he quedado sin ideas.

—¿Todavía no has acabado la obra? —pregunté sorprendido, ya que a esas alturas creía que solo le quedaba presentar al mundo su creación.

—¡Claro que no! —exclamó, y, gritando enfurecido, añadió—: ¿Crees que una obra como esta se puede terminar de la noche a la mañana como una de esas novelillas tuyas que escribes en una noche?

—No, pero…

—Estoy en pleno proceso creativo —ladró—. Ahora toparme con un obstáculo no hace más que complicarlo todo.

—¿Y cuál es ese obstáculo? —pregunté buscando ser conciliador.

—No sé cómo combinar algunas artes —respondió un poco más tranquilo—. La pintura, la escultura, la arquitectura y la literatura ya están casi completas… Sin embargo, la música, por mucho que lo he intentado, no sé cómo hacerlo para que parezca combinada de forma natural, sin brusquedades. Por no hablar del cine o la fotografía.

—¿Y si registras la música y la reproduces en el conjunto con…?

—Eso sería un artificio, un montaje. La música la quiero en directo —contestó de mala manera.

Yo me encogí de hombros, no quería discutir con Frank.

—En cuanto a la fotografía y el cine, puedes hacer fotos y filmar el proceso de creación —le propuse.

Frank me miró de reojo, casi como si le diera asco.

—Eres un ignorante… Eso también sería falso.

Sentí cómo la cólera me recorría el cuerpo y me encendía por dentro. Llevaba muchos días en tensión, intentando volver a controlar los gastos de Frank, además de lidiar, de forma constante, con todo lo que llegaba al château, y mi paciencia estaba llegando al límite.

Respiré hondo y le dije:

—¿Y si te tomas un tiempo de descanso y vuelves a ello dentro de unos días con un enfoque que, aunque no sea diferente, esté renovado?

Me miró con condescendencia y soltó una pedorreta infantil:

—¡Paparruchas! —exclamó—. Creía que estaba haciendo de ti un artista, y ahora empiezo a dudar de tu talento y, por lo tanto, del mío.

Ya no pude más.

—¡¿Un artista?! —estallé—. Yo creí que vine aquí a convertirme en tu secretario y tu abogado, y en lugar de eso solo me dedico a controlar tus excesos y a pedalear todas las noches contigo borracho a mi espalda.

—Viniste a ser mi ayudante, mi discípulo, ¿o qué crees que has estado haciendo todas las mañanas? ¿Escribir cartas a tus «papis»? —se mofó—. Yo creí ver en ti a un futuro genio, a mi sucesor en el mundo del arte, pero…

Entonces le interrumpí dando un golpe en la mesa.

—¿Tu sucesor? ¿Tu discípulo? ¿Crees que quiero ser un borracho malhumorado toda mi vida? Antes prefiero volver a ser un humilde mecanógrafo que una persona como tú, Frank.

Al oír aquellas palabras, el artista me miró abriendo sus ojos tanto como le era posible. En lugar de estallar en cólera, metió la mano en el bolsillo y sacó varios billetes arrugados por valor de…, por valor de setenta francos.

—¿Esto qué significa? —pregunté desconcertado.

—Toma tu dinero si crees que has desaprovechado estos meses trabajando en tu carrera como escritor y márchate —me soltó sin apartar los billetes de delante de mi nariz—. Si, por el contrario, lo que has aprendido durante este tiempo te ha sido de utilidad, recházalos y considéralos un pago por mis clases para convertirte en un artista y quédate a mi lado.

Atónito, observé el dinero. Sin darme cuenta, durante esos meses de verano había dejado de ser un simple leguleyo con unas tristes aspiraciones para convertirme en un artista, o eso al menos probaban las dos novelas y los numerosos relatos que había escrito en mi vieja máquina de escribir —nótese que digo «mi» máquina de escribir—; eso sin hablar de la sensibilidad artística que había adquirido poniendo en orden la desastrosa vida de Frank Shawe.

En la vida de todo hombre existen momentos en los que uno tiene que escoger su propio destino, y ese era uno de aquellos «momentos». Frente a mí se presentaban los dos senderos que podía tomar mi vida. Por un lado, podía volver a mi aburrida existencia como oficinista, regresar a Londres dejando atrás no solo a Frank y Paulette, sino también a Madeleine… No podía obligarla a llevar una existencia gris, lejos de sus padres y de sus pasiones.

Por el otro, en cambio, podía seguir luchando con las estupideces y las locuras del gran Frank Shawe, un excéntrico entre los excéntricos, a la vez que me convertía en su discípulo y proseguía con mi embrionaria carrera de escritor.

Tenía la seguridad y la monotonía en una mano, y el riesgo y la pasión en la otra; ser uno más entre los hombres o intentar convertirme en algo distinto, en un artista…

Dudé, por supuesto que dudé. En una situación así, cualquiera lo hubiera hecho. Como podéis deducir al estar leyendo esto, escogí quedarme con Frank Shawe y las consecuencias que ello podría acarrear —todas buenas, como supe después—. Si era necesario, siempre podría encontrar un trabajo deprimente en Londres —cualquiera lo sería después de trabajar con Frank—, pero no todos los días tienes la oportunidad de ser un artista en la Provenza.

—De acuerdo, me quedo —respondí.

Al escucharme, Paulette, que había observado en un tenso silencio y casi sin respirar toda la escena, suspiró aliviada, mientras que Frank se guardó el dinero en el bolsillo… Nunca volví a ver mis setenta francos; no me arrepiento de ello.

—Con una condición —añadí haciendo que el artista me observara desconcertado.

—¿Cuál? —preguntó con desconfianza.

Lo miré como si estuviera jugando la partida de póquer de mi vida con ese peculiar y enigmático hombre.

—Lo que sea que tengas entre manos en ese granero, lo firmaremos los dos, como colaboradores…

—Como maestro y aprendiz —puntualizó Frank.

—Como maestro y aprendiz, está bien —accedí, y, después de una breve pero dramática pausa, le tendí la mano para sellar el pacto a la vez que añadía—: Por lo que también voy a formar parte de la toma de decisiones: no voy a ser un simple peón en tu arte.

Frank, tras escuchar mis últimas condiciones, miró dubitativamente mi mano. Después examinó con detalle mis ojos, como si con ello pudiera leer mi mente. Tras unos segundos que se me alargaron como horas, dijo al mismo tiempo que estrechaba mi mano:

—Está bien. —Paulette aplaudió alegremente.

—Voy a por el champán, esto se merece un brindis —anunció el ama de llaves desapareciendo en el interior del château, que, a partir de ese momento, ya podía llamar mi casa.

*   *   *

Tengo que admitir que fue un verano intenso, uno de los más intensos de mi vida, aunque no puedo negar que valió la pena. En casi cuatro meses mi vida había dado un vuelco: de ser un oficinista gris y solitario, a ser un artista en ciernes con una bella prometida —sí, después de mi decisión no tardé en comprometerme con Madeleine—. No podía quejarme.

Además, como entre las pocas virtudes de Frank estaba que era un hombre de palabra, a la mañana siguiente de nuestra discusión y reconciliación —sobre todo, como él mismo me dijo después, por haberlo dejado impresionado al ser uno de los primeros en plantarle cara en mucho tiempo—, me hizo partícipe de su gran obra de arte… Al verla comprobé que era un desastre, por no decir una mierda.

Poco quedaba de aquel boceto que había visto nacer en Nimes, sin hablar del enorme lienzo que había creado en apenas un fin de semana. Todas las ideas que él había querido unir con «fluidez» ahora eran un batiburrillo incomprensible.

Aquel magnífico lienzo que era una oda a todas las virtudes del ciclismo se había convertido en un extraño amasijo envuelto con bicicletas viejas y corroídas, pegadas con algún tipo de cemento al lienzo, haciendo que este se perdiera. Aquellos versos y juegos de palabras, que tan bien se habían integrado en la idea, habían perdido todo el sentido al verse superados por el exceso del resto de la obra. De la misma manera, el hecho de querer integrar la arquitectura había convertido la obra en un pseudoedificio que Frank había construido en el interior del granero, con la supuesta forma de una bicicleta… En resumidas cuentas, y para no alargarme, era un completo sinsentido, y así se lo dije a Frank.

—¿Eso crees? —me preguntó en cuanto hube terminado de justificar mis críticas, que esperaba fuesen constructivas.

Asentí.

Durante unos segundos vi cómo, en su interior, Frank luchaba contra sí mismo ante el que sería su siguiente paso: preguntarme si tenía una solución o echarme a patadas del granero.

—¿Qué podemos hacer? —preguntó al fin sorprendiéndome que usara la primera persona del plural.

—Puede que lo hayamos enfocado mal, completamente al revés de como deberíamos haberlo hecho —dije compartiendo ese plural—. Y que hayamos cometido un error al querer integrar todas las artes en una sola obra con un único concepto cuando tal vez hubiéramos tenido que representar ese único concepto en cada una de las artes.

Al escucharme, a Frank se le iluminó la cara. Con ese replanteamiento no solo facilitaba las cosas, sino que además aportaba lógica a algo que, como todo en la vida de Frank Shawe, había acabado siendo un caos.

Antes de que pudiera añadir o preguntar qué le parecía, Frank salió corriendo del granero, dejándome atrás.

«Pues empezamos bien», lamenté para mis adentros mientras salía del granero. Ya en el exterior, me quedé petrificado: Frank estaba de pie, frente al tosco edificio… ¿Me estaba esperando?

—Venga, que no tengo todo el día —protestó de mala manera. Yo sabía que, en su fuero interno, me esperaría todo el tiempo que hiciera falta. Sin que él se hubiera dado cuenta, me había convertido en una pieza esencial, no solo de su carrera, sino también de su vida, y ahora me necesitaba.

Aunque me alegré de ese cambio de actitud, me hice el frío y no lo admití. Tampoco le importó; teníamos una idea y decenas de obras de arte que crear.

Empezando por recuperar el enorme lienzo de Frank, él mismo siguió con la creación de una maravillosa escultura, el diseño de un edificio que no se construyó, el de un arco de triunfo del que se hizo una versión temporal que se instaló en la entrada de Saint-Rémy y un largo etcétera.

El enorme proyecto de Frank —cuyo resultado se puede ver todavía en varios museos de toda Europa— permitió que Madeleine pudiera ponerse tras las cámaras, no solo para rodar el proceso creativo —que luego se editaría como un documental—, sino también para dirigir su primer cortometraje en 1954, durante la siguiente edición del Tour.

Por mi parte, escribí un soneto, un relato y una novela breve cuyo tema principal era el ciclismo y su forma de influir en las personas —y en el arte, claro—, y aunque nunca había sido muy seguidor de ese deporte, la pasión de Frank era contagiosa.

No sé cuántas obras llegamos a crear en el período que fue del otoño de 1953 al verano de 1955, pero sí sé que logramos el objetivo de Frank Shawe al representar el mismo concepto en todas las artes que nos fue posible, en solitario, en colaboración o con la ayuda de algún colega del gremio, dando lugar a un hito sin precedentes en el mundo del arte.

Sin quererlo ni buscarlo —aunque tengo que admitir que al final sí que me esforcé para lograrlo—, yo, que siempre había creído que sería un don nadie, me convertí en un artista de fama mundial, solo eclipsado por la larga sombra de mi maestro.

Sin embargo, a pesar de todo lo que he vivido desde entonces, en mis recuerdos siempre prevalece ese entrañable momento en el que, después de enfrentarme a Frank y hacer las paces con él, Paulette sacó el champán y alzamos las copas brindando por un brillante futuro; porque fue en ese preciso instante cuando, en mi interior, sentí que había nacido para seguir los pasos del genio que fue Frank Shawe.