Cuando un paleontólogo —que no es otra cosa que un historiador de la Vida— utiliza el pronombre personal nosotros, hay que preguntarle a quiénes se refiere. Porque es posible que aluda a nosotros (y nosotras) los seres humanos, que formamos la especie Homo sapiens, la que sabe. Si es así, nosotros (hombres y mujeres) tenemos poco tiempo de vida, y la noosfera, muchísimo menos; en realidad, es una «envuelta» muy reciente que todavía estamos construyendo. Nuestra especie empezó hace 200 000 años, más o menos, en África. Desde allí se extendió a todo el mundo, pero no inmediatamente. A Europa llegamos hace unos 45 000 años, a Australia aproximadamente por la misma época, a América hace unos 15 000 años, a Groenlandia hace mucho menos —unos 4500 años—, y en la Antártida no vivimos, salvo en las bases científicas (y temporalmente). Durante mucho tiempo, y al poblar tierras tan alejadas, la Humanidad se escindió en múltiples culturas, más o menos aisladas entre sí, de modo que luego tuvimos que descubrirnos unos a otros. Con el descubrimiento de América en 1492 empezó una fase histórica de grandes navegaciones alrededor del globo que ya no es de divergencia cultural, sino de convergencia, aproximación e interdependencia, una globalización que las modernas técnicas de comunicación han favorecido enormemente. Hoy vivimos en la era Internet y nuestros cerebros navegan por la Red.
Pero el paleontólogo puede querer referirse a los homininos cuando utiliza el término nosotros, y entonces la historia es más vieja porque nos separamos de la línea de los chimpancés hace seis o siete millones de años. O ese nosotros puede abarcar a todos los simios antropomorfos (u hominoideos), grupo al que también pertenecemos, o a los primates o monos en su conjunto —que aparecieron en la era de los dinosaurios—, o a los vertebrados terrestres de cuatro patas (los tetrápodos) que empezaron con los anfibios, o a los vertebrados en general —que surgieron en el mar—, o a los animales sin exclusión, o al grupo de los seres vivos que tienen células complejas, o, en fin, a la totalidad de los seres vivos.
La Tierra tiene una larga historia, a lo largo de la cual ha ido cambiando, y la Vida, desde que existe, lo ha hecho también. Por eso tendremos que utilizar en nuestro libro términos un poco enrevesados que se refieren a las edades de la Tierra: la escala de tiempo geológico. Las tres eras más recientes (Paleozoico, Mesozoico y Cenozoico) pertenecen al eón Fanerozoico, que se llama así porque aparecen multitud de fósiles de animales en las rocas. En el larguísimo eón anterior, llamado Proterozoico, apenas hay fósiles de seres vivos. Y en el anterior eón (el Azoico) que va desde hace 2400 millones de años hasta hace unos 4500 millones de años, el rastro de la vida es aún más tenue.
Así pues, la vida apareció en el planeta hace más de 3500 millones de años, y desde entonces existe la biosfera, que se fue desplegando en torno al planeta. Si lo ponemos en kilómetros, la andadura empezó hace unos 3700 kilómetros —más o menos la distancia entre Estambul y Madrid— y los humanos surgimos cuando quedaban solo doscientos metros para llegar al presente, es decir, prácticamente en el mismo centro (y nos separamos de los chimpancés seis o siete kilómetros antes, ya dentro de la ciudad).
Antes de que apareciera un ser vivo, el planeta estaba muerto —inanimado— en el sentido de que no había biología, pero era muy activo químicamente y geológicamente. Aquella Tierra prebiótica no tenía habitantes. La vida surgió de reacciones químicas y se basa en cadenas de carbono. Es posible que de haber vida en otros planetas se fundamente en moléculas de otro átomo, pero hay muchas razones para pensar que solo es posible —en cualquier lugar— a partir de la química del carbono y siempre que haya agua en estado líquido. Es decir, en un planeta no demasiado frío ni excesivamente caliente.
La vida es comestible
Es un problema arduo el de definir la vida, a pesar de lo fácil que parece —a primera vista— distinguir lo animado de lo inanimado, lo orgánico de lo inorgánico. Pero ocurre que la biología tiene conexiones con las otras ciencias experimentales, la química, la física y la geología, y los límites entre unas y otras son tan borrosos que tal vez sería mejor no intentar separarlas.
Sirva como paliativo seudofilosófico de los agobios de cada día —no acabamos un trabajo y ya tenemos otro encima, mientras que en el horizonte se anuncian más y más fatigas y la cadena parece no tener fin— esta definición de vida, o mejor, de estar vivo: consiste en resolver problemas. Las rocas y los minerales, desde luego, no lo hacen. Tampoco los muertos, que ya han dejado de estar entre los vivos, aunque un minuto antes todavía no, y pese a que por un tiempo mantengan la misma estructura y composición. Pero les falta ese hálito, y ya no hacen nada.
A continuación copiamos una definición más seria de la vida, que se encuentra en el famoso libro Gaia: una nueva visión de la vida sobre la Tierra, de J. L. Lovelock: «Un estado de la materia que aparece frecuentemente en la superficie y en los océanos terrestres. Está compuesta de complejas combinaciones de hidrógeno, carbono, oxígeno, nitrógeno, azufre y fósforo, además de muchos otros elementos en cantidades mínimas. La mayor parte de las formas de vida pueden reconocerse instantáneamente, aun sin haberlas visto antes, y son con frecuencia comestibles. La vida, sin embargo, ha resistido hasta ahora todos los intentos de encerrarla en una definición física normal». Es simpático esto de que lo vivo se come y lo mineral no. Bien mirado..., es verdad.
El primer ser vivo tuvo que ser muy simple, sin una membrana nuclear que separase el material genético del resto de la célula —el citoplasma— y sin orgánulos (que, por pequeños que sean, tienen tanta importancia que luego hablaremos de ellos más detenidamente). En la biosfera actual hay dos clases de organismos de ese tipo: las bacterias y las cianobacterias o algas azules (como se llamaban antes en español; ahora se conocen más bien como algas verdeazuladas, en traducción literal del inglés, pero en todo caso ¡no son algas!). Las bacterias, a su vez, son de dos tipos: las eubacterias (en realidad, y siendo muy puntillosos, las cianobacterias están dentro de las eubacterias) y las arqueobacterias o arqueas. Estas últimas pueden vivir en situaciones muy extremas en las que ninguna otra forma de vida es concebible, como medios anaeróbicos, es decir, sin oxígeno, o ambientes muy calientes, muy ácidos o muy salinos, y están consideradas como las bacterias más primitivas; o, mejor dicho, se piensa que los primeros seres vivientes fueron arqueobacterias.
Las algas azules, por su parte, forman en algunos mares cálidos colonias cementadas que tienen consistencia dura y forma de montículo. Se llaman estromatolitos. Algunos estromatolitos han aparecido fosilizados en rocas antiquísimas, como las de Warrawoona (Australia) de hace 3500 millones de años, nada menos. Ya empezaban, por tanto, a formarse estructuras visibles de origen biológico, con precipitación de carbonatos.
Aunque bacterias y algas azules tienen tamaño microscópico, su influencia fue —y es— enorme en nuestro planeta y aquí empieza la historia de la relación entre la biosfera y las otras esferas de la Tierra. Cuando apareció la vida, el gas más abundante de la atmósfera terrestre era el nitrógeno, igual que ahora, pero el siguiente gas era el dióxido de carbono (CO2) y luego —en muy pequeña cantidad— el hidrógeno; en cambio, no había oxígeno libre.
Las bacterias y algas azules —que se conocen en conjunto como procariontes— vivían, pues, en condiciones anaeróbicas. Pero las algas azules tienen la capacidad de sintetizar materia orgánica —igual que las plantas, que aparecieron mucho más tarde— utilizando la luz solar como fuente de energía —fotosíntesis—, y como subproducto producen oxígeno (que es un desecho: su «basura»). Este elemento químico se empezó a combinar con otros átomos, formando sulfatos y óxidos de hierro, hasta que su exceso se incorporó a la atmósfera en forma de gas, donde ahora representa la quinta parte del total y es el segundo más importante después del nitrógeno. El dióxido de carbono es tan solo una minúscula fracción del 0,03 por ciento, pese a su importancia en el clima, y el hidrógeno y otros gases se encuentran en cantidades ínfimas.
Desde hace unos 2000 millones de años, y gracias a las algas azules, la vida se desarrolla en su mayor parte en un medio aeróbico, rico en oxígeno. ¡Esto sí es dejar una impronta en el planeta! Merece la pena pararse a pensar en que la incipiente biosfera cambió, con su actividad, la composición de la atmósfera y de la corteza terrestre. Y con la llegada del oxígeno a la atmósfera se desarrollaron y proliferaron los organismos que dependen de él para obtener la energía necesaria para sus procesos vitales.