Ciencia y religión coinciden en que, al principio, el cosmos pasó de un estado de inexistencia a un estado de existencia material. Pero la ciencia tiene muy poco más que decir sobre esa misteriosa transición, toda ella sumamente especulativa. Incluso los propios científicos están divididos en su opinión respecto a si la materia se creó de una sola vez o si sigue creándose.
En cambio, entre los sacerdotes iniciados de la Antigüedad existía una notable unanimidad. Sus enseñanzas secretas están codificadas en los textos sagrados de las principales religiones del mundo. En las páginas siguientes veremos cómo el Génesis contiene una historia secreta en clave de la creación, cómo unas cuantas frases que son enormemente familiares se pueden reinterpretar y revelar nuevos mundos extraordinarios de pensamiento, poderosas perspectivas de la imaginación. Asimismo, veremos cómo esta historia secreta coincide con las enseñanzas secretas de otras religiones.
En el principio surgió del vacío una materia más tenue y sutil que la luz, por aquel entonces un gas excepcionalmente etéreo. Si el ojo humano hubiera contemplado los albores de la historia, lo que hubiese percibido habría sido una inmensa niebla cósmica.
Este gas o niebla era la Madre de Todo lo Vivo, ya que contenía en él todo lo necesario para generar vida. La Diosa Madre, como se la ha llamado a veces, se metamorfoseará a lo largo de esta historia y adoptará formas muy diversas, nombres muy distintos, pero en un principio, «la tierra era caos y confusión».
Ahora viene el primer gran cambio. El relato de la Biblia prosigue: «Y oscuridad por encima del abismo.» Según los analistas bíblicos que trabajan inmersos en la tradición esotérica, ésta es la forma que tiene la Biblia de decir que la Diosa Madre fue atacada por un abrasador viento seco que casi acabó con toda posibilidad de vida.
De nuevo, al ojo humano le hubiera parecido como si unas neblinas ligeramente mezcladas, que hubieran emanado primero de la mente divina, hubiesen sido absorbidas de repente por una segunda emanación. A continuación se produjo una violenta tormenta, un fenómeno extraño y espectacular como el que puede observar un astrónomo (la muerte de una estrella inmensa, quizá), aunque, en ese caso, «en el principio», debió de ser a una escala totalmente arrolladora, abarcando todo el universo.
Eso es lo que hubiera visto el ojo físico. Pero el ojo de la imaginación puede ver que esta gran nebulosa y la terrible tormenta que la atacó ocultan dos gigantescos fantasmas.
Antes de que tratemos de dar sentido a esta historia antigua del cosmos, o de entender por qué tantas mentes brillantes han creído en ella, es importante que intentemos absorberla del modo en que se habría presentado en la Antigüedad, como una serie de imágenes de la imaginación. Conviene que dejemos que esas representaciones penetren en nuestra mente del mismo modo en que los sacerdotes iniciados querían que lo hiciesen en la del candidato a la iniciación.
Hace unos años mantuve una conversación con uno de los personajes legendarios del crimen organizado de Londres, un hombre que había ayudado a que sacasen de un centro penitenciario psiquiátrico a un delincuente llamado Frank el Loco del Hacha Mitchell y, después, según se dice, se había vuelto él mismo un poco loco. Mató al Loco del Hacha en la parte trasera de una furgoneta con una escopeta de cañones recortados y luego se bañó en su sangre, entre carcajadas. Pero su recuerdo más vívido, el que personalmente le resultaba más escalofriante, era el primero que tuvo. Recordaba una pelea que debió de presenciar cuando contaba tal vez tan sólo dos o tres años de edad.
Su abuela estaba peleándose a puñetazo limpio en una calle adoquinada, justo delante de su casa, entre la hilera de casas victorianas del antiguo East End londinense. Recordaba las lámparas de gas proyectando luz sobre los adoquines mojados, y la saliva que salía volando por el aire, y cómo su abuela parecía una giganta que se movía con pesadez, si bien asimismo con una fuerza sobrenatural. También recordaba cómo sus enormes antebrazos, musculosos y despellejados por trabajar de lavandera para mantenerlo a él, golpeaban sin cesar a la otra mujer, incluso cuando esta última yacía en el suelo, incapaz de defenderse.
Deberíamos imaginar algo parecido cuando pensemos en las dos fuerzas titánicas enzarzadas en el combate del origen de los tiempos. A menudo, la Diosa Madre ha sido evocada como una figura afectuosa, estimulante y maternal, de silueta redondeada y aspecto apacible, pero también con una vertiente aterradora. Combativa cuando tenía que serlo. Por ejemplo, para los habitantes de la antigua Frigia era Cibeles, una diosa cruel sentada en un carro tirado por leones y que llevaba a sus devotos a un estado de delirio tan salvaje y desenfrenado, que éstos llegaban incluso a castrarse a sí mismos.
Su oponente sería, si cabe, más terrorífico. Alto, delgado, con la piel escamosa y pálida y los ojos de un rojo vivo: el Señor de las Tinieblas. Éste se habría abalanzado en picado sobre la Madre Tierra armado con una mortífera guadaña, revelando su identidad a todo aquel que no la hubiera adivinado. Así, si la primera emanación de la mente de Dios se metamorfoseó en la diosa de la Tierra, la segunda se habría convertido en el dios de Saturno.
Saturno delimitaría el sistema solar. De hecho, era el principio de la limitación personificado, que contribuyó a la creación permitiendo que existiera cada uno de los objetos y, por lo tanto, posibilitó la transición de la amorfia a la forma. Es decir, gracias a Saturno hay en el universo una ley de identidad que permite que algo exista, que sea lo que es y que nada más pueda ser eso. Gracias a Saturno, un objeto ocupa un determinado lugar en un determinado momento, y ningún otro objeto puede ocupar ese espacio; y, a su vez, ese objeto tampoco puede estar en más de un lugar a la vez. En la mitología egipcia, Saturno era Ptah, que moldea la tierra en un torno de alfarero, y, en muchas mitologías, el título de Saturno es Rex Mundi, el Rey del Mundo o «Príncipe de este mundo», ya que controla nuestra vidas materiales.
Si una entidad concreta puede existir a lo largo del tiempo, también puede dejar de existir. Por eso Saturno es el dios de la destrucción, y se come a sus propios hijos. A veces se lo representa como el Anciano Padre del Tiempo y otras como la propia Muerte. Por influencia de Saturno, todo lo vivo contiene la semilla de su propio fin, y es por él por lo que aquello que nos alimenta también es lo que nos destruye. La Muerte está por todo el cosmos, entretejida en el brillante cielo azul, en una hoja de hierba, en el pulso en la fontanela de un bebé, en la luz de la mirada de un enamorado. Saturno hace que nuestra vida sea dura, que toda espada tenga un doble filo y que toda corona sea una corona de espinas. Si a veces sentimos que nos cuesta demasiado seguir adelante, si la vida nos hace daño, si clamamos a las estrellas del cielo desesperados, es porque Saturno nos pone al límite.
Y podría haber sido peor, ya que el potencial de vida del cosmos podría haberse extinguido incluso antes de originarse. El cosmos habría sido entonces, durante toda la eternidad, un lugar donde se abocara materia muerta de manera interminable.
En el transcurso de esta historia, veremos cómo Saturno ha regresado en distintos momentos, cada vez de una guisa distinta, para cumplir su objetivo de momificar a la humanidad y exprimir toda la vida que a ésta le queda. Al final veremos también cómo se espera que en breve realice una intervención sumamente decisiva, que desencadene un acontecimiento que han vaticinado durante mucho tiempo las sociedades secretas.
En el Génesis, el intento del diablo de anular los planes divinos en su origen, ese primer acto de rebeldía de un Ser del Pensamiento contra la Mente de la que ha emanado, se aborda sólo a traves de una breve frase, pero, como ya se ha dicho, la Biblia no se rige por una escala temporal tal como la concebiríamos en la actualidad. La tiranía de Saturno respecto a la Madre Tierra, su devastador intento de extraer todo el potencial de vida del cosmos, siguió siendo durante largos períodos de tiempo inconmensurable para la mente humana.
Finalmente se acabó con la tiranía de Saturno, que, si bien no del todo derrotado, se mantuvo a raya, confinado en la esfera que le correspondía. De nuevo, el Génesis nos cuenta cómo sucedió: «Dijo Dios: “Haya luz”, y hubo luz.» Y la luz iba apartando la oscuridad que se cernía sobre las aguas.
¿Cómo se logró esta victoria? En la Biblia existen dos relatos de la creación. El segundo, al inicio del Evangelio de san Juan, es, en ciertos aspectos, más completo, y puede ayudarnos a descifrar el Génesis.
Pero antes de seguir con la crónica bíblica de la creación, debemos ocuparnos de un tema delicado. Hemos empezado ya a interpretar el Génesis en relación con la diosa de la Tierra y con Saturno. Cualquiera que haya sido educado en alguna de las grandes religiones monoteístas se mostrará, como es lógico, un tanto reacio a esa argumentación. Sin duda, esta creencia politeísta en divinidades estelares y planetarias es más propia de religiones más primitivas, como las de los antiguos egipcios, griegos y romanos.
Los cristianos de mentalidad convencional tal vez quieran dejar de leer en este momento.
En el presente, la Iglesia predica un monoteísmo extremo y radical, lo cual, tal vez en parte, se debe a un dominio de la ciencia que deja poca cabida a Dios. En el cristianismo, que no ve la ciencia con malos ojos, Dios se ha convertido en una inmanencia indiferenciada e indetectable en el universo, y la espiritualidad no es más que un sentimiento vago y confuso de unión con esta inmanencia.
Sin embargo, el cristianismo hunde sus raíces en religiones más antiguas del lugar de donde surgió, que eran politeístas y astronómicas. Y las creencias de los primeros cristianos así lo reflejaban. Para ellos, la espiritualidad era sinónimo de comunión con espíritus reales.
Las iglesias cristianas, desde la catedral de Chartres o San Pedro, en Roma, hasta las pequeñas iglesias parroquiales de todo el mundo, han sido construidas en lugares donde antiguamente había pozos sagrados, cuevas sagradas, templos y escuelas mistéricas. A lo largo de la historia, algunos sitios de este tipo han sido considerados puertas para los espíritus, grietas en el tejido del continuo espacio-tiempo.

Capilla cristiana de los Siete Durmientes, construida sobre un dolmen, cerca de Plouaret, Francia.
La ciencia de la astroarqueología ha demostrado que esas puertas se alinean con fenómenos astronómicos, dirigidos a canalizar el influjo de los mundos espirituales en momentos propicios. En Karnak, Egipto, cuando salía el sol en el solsticio de invierno, un fino rayo de luz entraba por las puertas del templo y recorría casi quinientos metros, atravesando patios, vestíbulos y pasillos, hasta penetrar en la oscuridad del sanctasanctórum.
A muchos cristianos les sorprenderá saber lo mucho que ha perdurado esta tradición. Todas las iglesias cristianas están alineadas desde el punto de vista astronómico, normalmente hacia el este el día del santo al que está dedicada la iglesia. Las grandes catedrales, desde Notre-Dame en París a la Sagrada Familia en Barcelona, están cubiertas de símbolos astronómicos y astrológicos.
Aunque los miembros de la Iglesia modernos condenen a menudo la astrología, no se puede negar, por ejemplo, que las grandes festividades religiosas se asocian con fenómenos astronómicos (la Pascua de Resurrección es el primer domingo después de que la luna llena caiga en el equinoccio vernal o aparezca tras éste; la Navidad es el primer día después del solsticio de invierno, cuando el sol naciente empieza a retroceder visiblemente en dirección opuesta por el horizonte).

Hermoso simbolismo astronómico en el exterior de la catedral de Notre-Dame, París.
Incluso una somera mirada a los textos bíblicos demuestra que la actual interpretación radicalmente monoteísta de las escrituras no se corresponde con las creencias de los autores de esos textos. La Biblia se refiere a muchos seres espirituales incorpóreos, como los dioses de tribus rivales, ángeles, arcángeles, y también a diablos, demonios, Satanás y Lucifer.
Todas las religiones creen que la mente precedió a la materia. Todas sostienen que la creación se produjo a través de una serie de emanaciones, visualizadas universalmente como una jerarquía de seres espirituales, ya sean éstos dioses o ángeles. La doctrina de la Iglesia siempre ha aceptado la existencia de una jerarquía de ángeles, arcángeles, etcétera, mencionada por san Pablo y explicada por su discípulo san Dionisio, codificada por santo Tomás de Aquino y plasmada vívidamente en el arte de Jan Van Eyck y en la literatura de Dante.
En la actualidad, el cristianismo a menudo ningunea y desacredita estas doctrinas, pero lo que los líderes de la Iglesia se han mostrado decididamente resueltos a eliminar —lo que se ha circunscrito a la doctrina esotérica— es que se identifiquen diferentes órdenes de ángeles con los dioses de las estrellas y los planetas.
Aunque no se ha filtrado hacia los niveles inferiores, hasta el grueso de la congregación, los actuales estudiosos de la Biblia reconocen que ésta contiene muchos pasajes que debería entenderse que hacen referencia a dioses astronómicos. Por ejemplo, el Salmo 19 dice: «En el mar levantó para el sol una tienda, y él, como un esposo que sale de su tálamo, se recrea, cual atleta, corriendo su carrera.» El estudio de este pasaje, junto con los textos comparativos de culturas próximas, revela que se refiere al matrimonio entre el sol y Venus.
Un fragmento como éste podría ser descartado considerándolo incidental respecto al principio teológico principal de la Biblia. Podría sospecharse que es una interpolación de una cultura extranjera. Pero lo cierto es que, una vez se eliminan las capas de traducciones erróneas y otros tipos de confusión, puede observarse que los más importantes pasajes de la Biblia se refieren a divinidades estelares y planetarias.
Los cuatro querubines son uno de los símbolos más relevantes de ese texto sagrado, ya que aparecen en versículos clave de Ezequiel, Isaías, Jeremías y del Apocalipsis. Populares en la iconografía hebrea y cristiana, importantes en el arte y la arquitectura eclesiásticos en todo el mundo, se simbolizan con un buey, un león, un águila y un ángel. En las doctrinas esotéricas, estos cuatro querubines son los grandes seres espirituales que están detrás de cuatro de las doce constelaciones que forman el zodiaco. La prueba de sus identidades astronómicas reside en las imágenes a las que se asocian: buey = Tauro, león = Leo, águila = Escorpio, y ángel = Acuario.

IZQUIERDA Los cuatro querubines del sueño de Ezequiel en el cuadro de Rafael.
DERECHA La combinación del Querubín (el «Tetramorfo») en la mitología hindú.
Este simbolismo cuádruple relativo a las constelaciones se repite en todas las grandes religiones del mundo. No obstante, para hallar el ejemplo más importante y revelador del politeísmo en el cristianismo debemos volver al relato de la creación tal como se cuenta en el Génesis y en el Evangelio de san Juan.
El versículo 1 del Génesis suele traducirse así: «En el principio creó Dios los cielos y la tierra», pero de hecho, cualquier estudioso de la Biblia admitirá, incluso aunque sea bajo presión, que la palabra Elohim, traducida aquí como «Dios», está en plural. Así, el versículo dice en realidad: «En el principio crearon los dioses los cielos y la tierra.» Ésta es una anomalía bastante extraña ante la que los clérigos ajenos a la tradición esotérica suelen hacer la vista gorda. Sin embargo, en el seno de esta tradición, es bien sabido que eso hace referencia a divinidades astronómicas.

Representación de Apolo en una escultura romana. En la Antigüedad, el dios Sol se solía representar con siete rayos que emanaban de él, en referencia a los siete espíritus solares que conformaban su naturaleza. En el Libro de los muertos egipcio se los llama los Siete Espíritus de Ra, y en la antigua tradición hebrea, los Siete Poderes de la Luz. En el arte de los inicios del cristianismo se usaba idéntica imagen del dios Sol para representar a Cristo, aquí en un mosaico del siglo III en los sótanos del Vaticano.
Como hemos sugerido, podemos descubrir su identidad si comparamos el versículo del Génesis con el versículo paralelo del Evangelio de san Juan. «En el principio existía la Palabra y la Palabra estaba con Dios, y la Palabra era Dios. [...] Todo se hizo por ella [...] y la luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la vencieron.»
Este paralelismo resulta útil, porque Juan no acuñó de nuevo la expresión [la Palabra], sino que se refería a una tradición que ya era antigua en su época y que es evidente que esperaba que sus lectores entendieran. Aproximadamente cuatro siglos antes, Heráclito, el filósofo griego, había escrito: «El Logos [es decir, la Palabra] existía antes de que existiera la Tierra.» Aquí lo importante es que, según la tradición antigua, la Palabra que brillaba en las tinieblas en el Evangelio de san Juan (y, como hemos visto, los dioses que dijeron «haya luz» en el Génesis) son los siete grandes espíritus que actuaban juntos como una gran influencia espiritual que emanaba del sol.
Así, tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento aluden al papel del dios Sol en la creación tal como se solía concebir en las religiones de la Antigüedad.
El segundo gran acto de la obra teatral de la creación empieza cuando el dios Sol llega para rescatar a la Madre Tierra de manos de Saturno.
En el imaginario colectivo, el Sol es un joven apuesto y radiante, con una melena leonina. Es músico y conduce un carro. Recibe muchos nombres, como Krisna en la India o Apolo en Grecia. Surgiendo esplendoroso de entre la tormenta, hace retroceder la oscuridad de Saturno hasta que éste se convierte en un dragón o serpiente gigante que rodea el cosmos.
A continuación, el Sol calienta a la Madre Tierra para que produzca vida nueva, y, mientras lo hace, suelta un gran rugido triunfal que reverbera hasta los confines exteriores del cosmos. Ese rugido hace que la materia de la matriz cósmica vibre, baile y genere formas. En los círculos esotéricos, este proceso se denomina a veces como «la danza de las sustancias». Al cabo de un rato, esa danza hace que la materia se coagule y adopte distintas configuraciones.
Así pues, a lo que estamos asistiendo aquí es al canto del sol para que el mundo empiece a existir.
El Sol-León es una imagen habitual en el arte antiguo. Siempre que aparece, se refiere a ese temprano estadio de la creación basado en la creencia de que la mente precede a la materia. A finales de la década de 1950 se escribió un magnífico relato que contaba de nuevo la historia del Sol-León en ese acto de creación. Está en el libro anterior a El león, la bruja y el armario, llamado El sobrino del mago. Lo que han pasado por alto las escuelas no esotéricas de crítica literaria es que la obra de C. S. Lewis está impregnada de doctrinas rosacruces. En su relato, el Sol-León se llama Aslan:
En la oscuridad empezaba a suceder algo por fin. Una voz había comenzado a cantar. Sonaba muy distante y a Digory [el primer niño que exploraba Narnia] le costaba mucho decidir de dónde provenía. En ocasiones, parecía venir de todas partes a la vez; otras veces casi creía que surgía de la tierra bajo sus pies, pues las notas bajas eran lo bastante graves como para ser la voz de la tierra misma. No había palabras. Apenas si existía una melodía. Sin embargo, se trataba, sin comparación posible, del sonido más hermoso que había oído jamás. Era tan bello que apenas podía soportarlo [...]. Por el este, el cielo cambió de blanco a rosa y de rosa a dorado. La voz creció y creció, hasta que todo el aire se estremeció con ella [...]. El león iba y venía por aquel territorio vacío y entonaba una nueva canción. [...] Y mientras andaba y cantaba, el valle se llenó de hierba verde que se desparramaba a partir del león como un estanque. La hierba ascendió por las faldas de las pequeñas colinas como una oleada.
Con la victoria del dios Sol, los maestros de las escuelas mistéricas querían indicar la transición momentánea de un cosmos puramente mineral a otro en el que florecía la vida vegetal.
Según la tradición de los misterios, en la forma más temprana y primitiva de la vida vegetal, cada germen se unía a los demás para formar inmensas estructuras flotantes, a modo de telarañas, que llenaban todo el universo. En los Vedas, los libros sagrados de la India, esta fase de la creación se describe como «la red de Indra», una malla infinita de hilos luminosos y vivos que se entrelazan perpetuamente, que se unen como olas de luz y después se vuelven a separar.
Pasó el tiempo, y algunos de estos hilos empezaron a entrelazarse de un modo más permanente, y los haces de luz se dividieron y adoptaron una forma parecida a la de un árbol. Quizá podamos hacernos una idea de ello si recordamos la experiencia de haber visitado de niños un gran invernadero como al que le gustaba ir a Alice Liddell, la niña que inspiró Alicia en el País de las Maravillas, en los Kew Gardens de Londres. En él, por todas partes se ven grandes zarcillos enredados, y flota una neblina húmeda y un verdor luminoso bañado por el sol.
Si pudiésemos aterrizar en medio de todo esto y nos sentáramos en una de las grandes ramas verdes que se extienden hasta perderse de vista, y si esta gran rama en la que estuviéramos sentados se agitara de repente, viviríamos la experiencia de sentirnos como el héroe de una historia fantástica que estuviese sentado en una roca que se moviera porque resultase ser un gigante. El enorme ser vegetal que se hallaba en el corazón del cosmos, cuyas extremidades blandas y luminosas se extendían hacia sus cuatro extremos, era Adán.

IZQUIERDA De un manuscrito del siglo XIII. Adán con las extremidades estiradas hacia las esquinas del cosmos.
DERECHA La comparación con el famoso dibujo de Leonardo revela un significado que a menudo se pasa por alto. Adán ocupaba literalmente todo el cosmos.
Aquello era el Paraíso.
Dado que aún no había ningún elemento animal en el cosmos, Adán no sentía deseo y, por lo tanto, no mostraba preocupación ni insatisfacción. Las necesidades se satisfacían antes incluso de que pudieran percibirse. Adán vivía en un mundo en perpetua primavera. La naturaleza le procuraba alimento en forma de una savia lechosa, similar a la que se encuentra en el diente de león en la actualidad. Los recuerdos de esa maravillosa saciedad nos han llegado en forma de estatuas de la Diosa Madre de varios pechos.
Con el paso del tiempo, las formas vegetales se volvieron más complejas, más parecidas a las plantas que conocemos hoy en día. Si entonces hubiera podido ver la historia del cosmos con sus propios ojos, le habría sorprendido la miríada de flores que palpitaban y se agitaban al viento.
Hemos sugerido que la historia secreta de la creación sigue un muy curioso paralelismo con la historia científica de la creación. Por ejemplo, acabamos de ver que la fase puramente mineral de la existencia precedió a una fase vegetal primitiva, que luego evolucionó hacia un período con plantas más complejas. Pero existe una crucial diferencia sobre la que debo llamar la atención. En la historia secreta, lo que finalmente evolucionó y se convirtió en vida humana no sólo pasó primero por una fase vegetal y ya está, sino que el elemento vegetal sigue siendo una parte fundamental del ser humano en la actualidad.
Si sacáramos el sistema nervioso simpático del cuerpo y lo pudiéramos de pie para que se sostuviera solo, veríamos que parece un árbol. Tal como uno de los principales homeópatas británicos me dijo con una bonita formulación: «El sistema nervioso simpático es el regalo del reino vegetal al cuerpo físico del hombre.»
En todo el mundo la doctrina esotérica se ocupa de las sutiles energías que fluyen por esa parte vegetal del organismo y también de las «flores» de ese árbol, los chacras, que actúan, como veremos, como sus órganos de percepción. El gran centro del componente vegetal del cuerpo humano, que se alimenta de las olas de luz y calor que irradia el sol, es el chacra del plexo solar, llamado «solar» porque se formó en esa era, la dominada por el sol.

Ídolo solar germánico. Grabado de 1596. J. B. Van Helmont, un importante alquimista y científico que aparecerá más adelante en esta historia, llamó al estómago «el asiento del alma».

Ilustración hindú de los siete chacras principales y, a título comparativo, ilustración de Johann Gichtel para los textos sobre los chacras del místico cristiano del siglo XVII Jakob Böhme.
Chinos y japoneses son los que mayor conciencia siguen teniendo de este elemento vegetal del cuerpo humano. En la medicina china se cree que el flujo de energía de esta fuerza vital vegetal, llamada chi, da vida al organismo, y que la enfermedad aparece cuando esa delicada red de energías se bloquea. El hecho de que ese flujo de energía no pueda ser detectado por la materialista ciencia moderna, y que parezca actuar en un reino un tanto escurridizo entre el espíritu humano y la carne del cuerpo animal, no resta eficacia a este tipo de medicina, tal como atestiguan generaciones y generaciones de pacientes.
Lo mismo que en la medicina, chinos y japoneses tienden a hacer gran hincapié en el papel del plexo solar en la práctica espiritual. Si se contempla la estatua de un Buda meditando se verá a alguien sumido en meditación, y que el centro de esa meditación, su centro de gravedad mental y espiritual, es su bajo vientre. Esto se debe a que se ha apartado de la mentalidad rígida y limitada del cerebro y se ha sumergido en su propio centro (a veces llamado hara), que está conectado con toda vida. Buda se halla concentrado en llegar a sentirse más vivo, en ser consciente de su unidad con todas las cosas vivas.

El perfil almendrado o mandorla que rodea esta visión de Jesús, llamada vesica piscis, procede del jeroglífico egipcio denominado Ru, que simbolizaba el portal del nacimiento y también el Tercer Ojo, o chacra frontal. La intención de los masones que lo tallaron en una iglesia de Alpirsbach, en Alemania, era que el espectador pudiera tener una experiencia directa de los grandes seres espirituales, y comunicarse con ellos mediante la activación del Tercer Ojo. Resulta extraordinario que, en todo el mundo, el arte y la arquitectura cristiana contenga con frecuencia representaciones del Tercer Ojo, que no identifica la gran mayoría de los cristianos.
Aunque el concepto de los chacras se ha popularizado en Occidente a partir de la llegada de las doctrinas esotéricas orientales, los chacras son asimismo fundamentales para la tradición esotérica occidental, y se pueden hallar tanto en el pensamiento egipcio como en el hebreo. Y, del mismo modo en que el cristianismo tiene una tradición oculta de dioses estelares y planetarios, tiene también una tradición oculta de chacras.

El Tercer Ojo representado como una serpiente ureo en un grabado mural de Egipto.
Los órganos del cuerpo vegetal están situados en nódulos a lo largo de su tronco o tallo. Están formados por una cantidad variable de pétalos (por ejemplo, el chacra del plexo solar posee diez pétalos, mientras que el chacra frontal tiene dos). Los siete chacras principales (ubicados en la ingle, el plexo solar, los riñones, el corazón, la garganta, la frente y la coronilla) aparecen en los textos del siglo XVII de Jakob Böhme y, como veremos más adelante, en los de su casi contemporánea santa Teresa de Jesús, en los que reciben el nombre de «los ojos del alma».
Por otra parte, si se examina la Biblia a fondo, se pueden hallar muchas referencias en clave a los chacras. Los cristianos de mentalidad convencional explican que los «cuernos» con los que tradicionalmente se ha representado a Moisés son fruto de un malentendido basado en una mala traducción. Sin embargo, en la tradición esotérica, esos cuernos representan los dos pétalos del chacra frontal, a veces llamado Tercer Ojo. El florecimiento de la vara de Aarón simboliza la activación de los chacras, la apertura de las sutiles flores a lo largo del tenue árbol. En el capítulo final veremos cómo, en el Apocalipsis, el relato de la apertura de los siete sellos es, de hecho, una alusión a la activación de los siete chacras, y una predicción de las grandes visiones del mundo espiritual que eso tendrá como consecuencia.

Hombre meditando sobre la glándula pineal, tomado de un dibujo de Paul Klee, con la representación hindú del mismo a modo de comparación.
La glándula pineal es una pequeña glándula gris, del tamaño de una avellana, que está situada en la parte posterior del cerebro, donde la médula espinal se une con éste. En la fisiología esotérica, cuando tenemos una corazonada, nuestra glándula pineal empieza a vibrar, y si se aumenta y prolonga esa vibración mediante disciplinas espirituales, se puede hacer que se abra el Tercer Ojo, ubicado en mitad de la frente.
Los anatomistas modernos no se ocuparon de la glándula pineal hasta 1866, fecha en que se publicaron de forma casi simultánea dos monografías, una de H. W. de Graaf y la otra de E. Baldwin Spencer. Más tarde se descubrió que la glándula pineal es de gran tamaño en los niños y que cuando se produce la consolidación de varias partes del organismo, más o menos en torno a la pubertad (es decir, cuando por naturaleza nos volvemos menos imaginativos), la glándula pineal inicia un proceso de calcificación y se encoge. En la actualidad, los científicos saben que la melatonina es una hormona que se sintetiza principalmente en la glándula pineal, sobre todo de noche. La melatonina es fundamental para los ciclos de vigilia y sueño, y para el buen funcionamiento del sistema inmunitario.

Artistas como Pieter Brueghel, Henri Met Des Bles y, aquí, El Bosco representaban a menudo a criaturas protohumanas con estructuras óseas rosadas y de consistencia cerúlea. Los críticos de arte no han descubierto hasta ahora la fuente de estas imágenes.
Si bien la ciencia moderna descubrió la glándula pineal relativamente tarde, los antiguos en cambio supieron de su existencia muy pronto, y creían también comprender su función. Asimismo, sabían cómo manipularla para alterar el estado de conciencia. Los egipcios la dibujaban como una serpiente ureo, y en la literatura hindú se mostraba como el Tercer Ojo de la Sabiduría, o el Ojo de Siva. Se representaba como la vara rematada por una piña de los seguidores de Dioniso, y un anatomista griego del siglo IV a. J. C. la describió como «el esfínter que regula el flujo de pensamiento».
Creían que era un órgano de percepción de los mundos superiores, una abertura a la iluminación y las maravillas de las jerarquías espirituales. Esta ventana podía abrirse sistemáticamente mediante la meditación y otras prácticas secretas que generaban visiones. Investigaciones realizadas recientemente en la Universidad de Toronto han demostrado que meditar sobre la glándula pineal usando los métodos recomendados por los yoguis indios, hace que ese órgano libere un torrente de melatonina, cuya secreción nos hace soñar y, en determinadas dosis, puede provocar también alucinaciones en estado de vigilia.
Volviendo al relato de la creación y a las grandes imágenes recogidas en el Génesis, vemos que, al principio, el cuerpo de Adán era muy blando y amorfo, con una piel casi tan delicada como la superficie de un estanque, pero luego empezó a endurecerse. Tal como Jakob Böhme, el gran místico cristiano y filósofo rosacruz, escribió en Mysterium Magnum, su comentario sobre el Génesis, «lo que con el tiempo se convertiría en hueso, ahora se endurecía y se transformaba en algo parecido a la cera». Al calor del sol, sus extremidades verdes también empezaron a teñirse de un color rosado.
A medida que Adán se solidificaba, empezaba también a dividirse en dos, es decir, era hermafrodita, y se reproducía de modo asexual. Si se lo presiona, cualquier experto en hebreo bíblico admitirá que en el Génesis 1, 27, el versículo que suele traducirse como «creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya [...], macho y hembra los creó», debería decir así: «Crearon, pues, ellos [es decir, Elohim] al ser humano a imagen suya [...], macho y hembra los crearon.»
Por lo tanto, mediante este método vegetal de reproducción, Eva había nacido del cuerpo de Adán, gestada a partir de un cartílago de éste, que le hacía las veces de estructura ósea.

La separación de la Tierra y el sol en un grabado inglés del siglo XVII que ilustra los textos de Robert Fludd, un eminente erudito rosacruz que se cree que fue uno de los traductores de la Biblia del rey Jacobo.
La progenie de Adán y Eva también se reproducía de un modo asexual, procreando mediante sonidos, de manera análoga a la actividad creativa de la Palabra. Este episodio de la historia está relacionado con la idea masónica del «Mundo perdido», la creencia esotérica de que, cuando vuelva a descubrirse ese Mundo, en un futuro lejano, será posible fecundar sólo con el sonido de la voz humana.
Adán, Eva y sus descendientes no morían, sino que simplemente dormían de vez en cuando para regenerarse. Sin embargo, ese estado de ensoñación del jardín del Edén no podía durar para siempre. De haber sido así, la humanidad nunca habría pasado de la fase vegetal.
Siempre se había querido que el dios Sol se separara de la Tierra... durante un tiempo.

Hombres mandrágora en un grabado del siglo XIX. Las raíces de mandrágora han desempeñado siempre un importante papel en la tradición esotérica porque su forma parece representar a menudo el esfuerzo de los vegetales por adoptar la silueta humana. ¿Serían así los colosos que vio Heródoto?
Por supuesto, no hay restos de la época en que los dioses y los protohumanos estaban en fase vegetal, pero existe al menos una crónica fiable de la existencia de ese tipo de restos.
Heródoto, el escritor griego del siglo V a. J.C., es llamado a veces el padre de la historia porque fue el primero que trató de investigar y componer un relato coherente y objetivo de la misma.
Hacia 485 a. J.C., Heródoto visitó la ciudad egipcia de Menfis. Allí, en vastas criptas subterráneas, le mostraron hileras de estatuas de antiguos reyes que se extendían hasta donde alcanzaba la vista, pertenecientes a épocas increíblemente remotas. Mientras las recorría con los sacerdotes, llegó a una serie de 345 colosales tallas de madera de seres que habían reinado antes de Menes, el primer rey humano. Según los sacerdotes, esos seres «nacieron el uno del otro», es decir, sin necesidad de una pareja sexual, mediante el método vegetal de la partenogénesis. Esos monumentos de madera, cada uno con una placa que daba cuenta de su nombre, historia y anales, constituían un registro de una época durante mucho tiempo perdida de la vida vegetal de la humanidad.