OBRA EN MARCHA

ARACELI IRAVEDRA / LAS MORADAS POÉTICAS DE LUIS ALBERTO DE CUENCA

ÍNSULA 869
MAYO 2019

Imagen 01

Nota: este artículo empieza en la página 1 de la edición en papel. El número entre corchetes [Imagen 00X] corresponde a la página de esa edición

Las fotografías del archivo personal son cortesía de Luis Alberto de Cuenca.

Uno de los mejores estudiosos de la obra poética de Luis Alberto de Cuenca definía no hace mucho al personaje que protagoniza sus versos como «un varón heterosexual y vitalista, urbanita empedernido que habita en la capital de España y en las provincias de la Fantasía, bienhumorado y enamoradizo, misántropo y cultivador de la amistad, conservador e irreverente, escéptico y exaltador sui generis de la Virgen del Carmen, abstemio y degustador de cócteles, algo asustadizo y muy aficionado al terror, bibliófilo y mitómano, cinéfilo y cinéfilo, conocedor profundo de la cultura clásica y del mundo de los cómics» (Letrán, 2015: 8-9). Era un espléndido modo de zambullir al lector en los pliegues de una escritura tan preñada de matices como ese mismo personaje, y que no en vano ha sido adjetivada al mismo tiempo como figurativa y vanguardista, culturalista y vivencial, narrativa y dramática, optimista y dolorida, realista y fantástica, erudita y popular... El propio Luis Alberto de Cuenca (2004:148) ha afirmado, parafraseando a Cernuda, que la casa de su poesía tiene muchas moradas. Y aunque allí se refería estrictamente al cultivo de una pluralidad de fórmulas que transitan de lo narrativo al diálogo dramático, tal vez la primera de las claves de esa faz camaleónica haya que ir a buscarla al viraje que, próxima a los años ochenta, conoce su singladura creadora: una inflexión sustantiva que, sin llegar a desconectar las etapas del trayecto, orienta la escritura en dos direcciones de signo estético diverso, asimismo exploradas, aunque con paso menos firme y declarado, por otros poetas de la misma generación. Comience, pues, por este cabo el relato panorámico que aquí se me encomienda, y que —vaya esto en descargo de sus lugares comunes— incide en una de las aventuras creativas más asediadas de las últimas décadas.

Imagen 02-1

Luis Alberto de Cuenca, 2000. © José Antonio Rojo.

Del trobar ric al trobar leu

Este componente del segundo tramo de la hornada sesentayochista prolonga con su primera obra publicada la vertiente más caracteriza-[Imagen 002] damente veneciana de cuantas conforman el sincretismo estético del cambio generacional. No es azaroso que la puesta de largo de la poesía de Cuenca tenga lugar en Espejo del amor y de la muerte (1971), una antología en la que Antonio Prieto reúne a un selecto grupo de jóvenes que llevan al extremo el culturalismo libresco y la exacerbación esteticista de la selección castelletiana para reconocerse en el trobar ric de los trovadores provenzales. La inclusión en este florilegio fundacional catapultaba a Luis Alberto de Cuenca como uno de los poetas de la ruptura y certificaba su entronque con el modelo dominante de la generación: en sus propias palabras, un modelo «proclive al decadentismo, al esteticismo y al culturalismo, a los mass media, el cine y los tebeos» (Cuenca, 2005: 24), presidido por el magisterio inmediato de autores como Pound, Perse, Cavafis, Eliot o los surrealistas franceses, a los que aún habría que agregar, en su caso personal, a los más herméticos poetas helenísticos —Euforión de Calcis constituyó la sintomática materia de su tesis— y a Juan Eduardo Cirlot y Pere Gimferrer.

Imagen 02

En esta veta estética se inscriben las entregas más tempranas de Luis Alberto de Cuenca, que, según él mismo admite (2005: 27-28), obedecen al deslumbramiento de la Cultura con mayúscula descubierta en las aulas de la universidad. De hecho, como en otro lugar recuerda el poeta, «no nos apetecía escribir nada que no tuviera unos orígenes culturales, librescos. La vivencia (esa horrible palabra) solo venía después, a impedir que el plagio fuese perfecto» (Cuenca, 1979-1980: 250). Si la contraportada de Los retratos (1971) afirmaba «la entidad absoluta de la Forma en el acto poético», el «Envío» de Elsinore (1972) decretaba que «la erudición es la rúbrica de la inmortalidad». La intensidad emocional (en relación con el binomio amor/muerte) se hallaba allí verbalizada mediante la libre asociación de imágenes de naturaleza surreal, donde el caos irracionalista promovía el procedimiento de la enumeración caótica y la ausencia de puntuación, así como una versificación polimétrica que oscilaba entre el verso breve y el ver­sículo de largo aliento o el poema en prosa (construidos a menudo sobre periodos métricos de base endecasilábica). Del prestigio del hermetismo y del valor concedido a los mensajes crípticos avisa la concepción misma de Elsinore, «un libro de clave —según anuncia su contracubierta— que exige a cada lector algo de Teseo», al ocultarle una «tesis gráfica» que contiene el nombre de Rita, la novia prematuramente fallecida que promueve la escritura y a quien se consagra el poemario.

El reverso de estos libros, fruto del fervor por toda una tradición de creadores oscuros, es la poética de «línea clara» —etiqueta alusiva al preciso trazado del cómic franco-belga— que Luis Alberto de Cuenca comienza a desplegar a partir de 1979, no sin antes superar un estadio de transición representado por los poemas de Scholia (1978). En efecto, el autor y la crítica han convenido en reconocer en este libro una suerte de puente entre el culturalismo primero y «una nueva maniera poética, más próxima a las formas clásicas y, al mismo tiempo, más “moderna” [...] y desenvuelta» (Cuenca, 2005: 28). Concebido como una serie de «escolios», esto es, de comentarios o glosas a textos previos, el conjunto confirma por un lado la orientación erudita de la práctica artística, a más de la adhesión a una genealogía literaria, la del alejandrinismo, responsable de una noción de la escritura como acto de reescritura: «glosar —afirma el poeta al frente de este libro, para no dejar ya de sostenerlo— es la única actividad creativa [...] que me parece honesta y divertida». El expreso rechazo de la originalidad promueve en otro sentido la casi absoluta renuncia a los procedimientos retóricos de naturaleza experimental; y ello sumado a una visible atenuación del apretado equipaje de referencias culturales, así como a la mitigación del exotismo léxico, contribuye a un proceso de depuración estilística y al progresivo abandono del exceso neobarroco en aras de una mayor inteligibilidad y clasicismo. La presencia del ingrediente humorístico, de una incipiente narratividad y del gusto por el poema breve (heredado de la tradición epigramática grecolatina) son otros rasgos que favorecen la vinculación del libro con la etapa luisalbertiana de madurez.

La afirmación de la «línea clara»

No es, con todo, sino en el año final de la década cuando se aprecia ya con firmeza una manifiesta voluntad de cambio, explícitamente enunciada en un ensayo decisivo, «La generación del lenguaje» (1979-1980), en el que Luis Alberto de Cuenca ajusta cuentas con el tramo inicial de la generación de los novísimos y con su propio proceso creativo, poniendo en cuestión los fundamentos de una estética que había incurrido en la vana exhibición del dato de cultura y en una gratuita obturación expresiva. Esta palinodia teórica encuentra su exponente práctico en «Amour fou», composición inicial de La caja de plata (1985) y el texto con el que su autor cobra conciencia de que «algo se estaba inaugurando» en su escritura, al marcar «la renuncia [...] a ciertas locuras culturales a cambio de otras locuras mundanas» (Cuenca en Lanz, 1990: 98). Con todo, el poema conserva algunos ingredientes bien reconocibles de la andadura precedente a los que Cuenca no podría renunciar sin traicionarse a sí mismo: el recurso al tamiz distanciador de la cultura, pero también a su facultad sublimadora de lo real cotidiano, y un resto de fascinación por la vanguardia —invocada en el propio título— que, si ya no se resuelve en un experimentalismo conducente a la opacidad retórica, no cesará de reivindicar el poeta en lo mejor de su legado (1999a: 395). Todo ello no obsta para que, como lúcidamente precisa Letrán (2008: 34-35), ilustre «Amour fou» tres rasgos capitales de la nueva etapa que con él se abre: «el arrebato de la pasión como tema dilecto» (aunque esta también palpitase en los versos de Elsinore), «la contención formal proporcionada por la métrica isosilábica» (anticipada en no pocos poemas de Scholia) y «el cambio de orientación del culturalismo, que pasará de ser la razón primera del poema a convertirse en inspiración, punto de partida, apoyatura o recurso del mismo».

Tales componentes anuncian el definitivo abandono de una poesía de estructuras abiertas por un concierto de estructuras cerradas (Cuenca, 1999a: 395) y la formulación consiguiente de esa poética de «línea clara» con la que el propio autor se autodefine, y que aspira a «reflejar los ­anhelos, angustias y frustraciones de la especie humana real en un espejo imaginario y hacerlo de la forma más [...] nítida posible» (Cuenca, 1999b: 158). Ese proceso, impulsado por los versos menores de la Antología palatina, no solo altera la fisonomía de la creación posterior, sino [Imagen 003] que afecta también a la obra precedente, a la que Cuenca somete a un riguroso expurgo —tal es así que Los retratos ha sido desterrado de las sucesivas ediciones de su poesía reunida—, no sin antes haber procedido a una labor de reescritura que implica la restauración sistemática de los signos de puntuación y la omisión de las citas externas.

Descontando el cuaderno Necrofilia (1983) —en rigor, la más temprana materialización editorial de esta nueva fase—, es La caja de plata, reconocida con el Premio de la Crítica en 1986,su primera expresión acabada. El cambio de rumbo estético se hace ostensible en una serie de notas solidarias de la declarada aspiración clarificadora: la recontextualización de los mitos cultos en un ámbito urbano y cotidiano (un proceso paralelo al de la mitificación de las vivencias propias), el uso de un tono desenfadado al que contribuyen el humor y la ironía distanciadores y la elaboración poética del lenguaje coloquial, la intensificación de la narratividad y la incorporación de lo anecdótico, o el recurso a las series de alejandrinos y endecasílabos blancos como patrones métricos predominantes (sin que falten los moldes estróficos codificados por la tradición popular o culta, como la soleá y la seguirilla o el soneto). Persisten, no obstante, en la nueva concepción poética algunos elementos de la producción anterior, como la insistencia en los nombres propios y los referentes míticos, los procesos de enmascaramiento o de ocultación del yo y la atracción por los ingredientes de la cultura pop, efímera en otros compañeros de generación y sin embargo sostenida en la escritura de Cuenca, tanto como el hábito de conjugar este componente con las referencias de la alta cultura, ahora sometidas a una suerte de popularización.

Tal continuidad de elementos ha conducido al propio autor (en Gaitán y Torés, 1990: 201) y, a su zaga, a los principales estudiosos del poeta a apreciar en el hermetismo inicial y su transitividad posterior las dos caras de un itinerario lírico que, antes que ilustrar una disyunción inconciliable, sustenta pese a la evidente alteración de los códigos una esencial coherencia. A su vez, la etapa que se abre con La caja de plata, identificada con la madurez creativa del autor y sostenida hasta su último libro publicado, desvela bajo su compacta unidad naturales oscilaciones que han propiciado distintas propuestas de división interna, como la parcelación por décadas sugerida por Letrán (2008: 35-38), la clasificación temática apuntada por Olay Valdés (2017: 17) o la «disposición triádica» de los dos tramos significativos de escritura que recientemente ha distinguido Prieto de Paula (2018: 248).

El viaje de los ochenta o «la brisa de la calle»

Nadie pone en duda, ahora bien, el trabado parentesco de los dos libros fraguados en «el viaje colectivo de los 80» en el que Cuenca decide enrolarse (Cuenca, 2005: 24). La caja de plata y El otro sueño (1987) constituyen un díptico unitario, el mismo libro con dos títulos distintos, tal como ha apuntado el autor (en Eire, 2005: 92) y se concreta de hecho en alguna de las ediciones de su poesía reunida, en que aparecen fundidas ambas entregas. Escritas de modo consecutivo, la segunda supone en varios sentidos una continuación de la última sección de la primera, «La brisa de la calle», ese soplo familiar y vitalista que impregna desde entonces la poesía del minor poet en que se ha convertido Luis Alberto de Cuenca (Cuenca, 1990: 106). Si, por un lado, El otro sueño consolida los postulados de narratividad, ironía, clasicismo formal y contextualización urbana que sustentaban aquella serie lírica, por el otro supone una culminación de la «estética de lo matinal» (Conde Guerri, 1991: 133) y de la atmósfera de «optimismo» —así reza su poema inicial— que allí se inauguraba, directamente vinculadas a un proceso de restauración de la identidad perdida y convenientemente subrayada al comienzo del libro mediante una cita de Cirlot. No en vano, el disfraz culturalista tras el que aún se embozaba la congoja existencial en el arranque de La caja de plata resulta sustituido a su término por un yo despojado de máscaras y referencias crípticas, que incorpora la anécdota autobiográfica en un marco cercano y cotidiano. Y el pretexto folklórico que operaba en «Amour fou» encuentra su contrapunto en «El editor Francisco Arellano, disfrazado de Humphrey Bogart, tranquiliza al poeta en un momento de ansiedad, recordándole un pasaje de Píndaro, Píticas, VIII, 96»: un título que parodia el gusto barroco y novísimo por los encabezamientos extensos, que ilustra la distinta apropiación de la cultura y bajo el que la ficcionalización de paisajes y personajes reales (incluida la figura autorial) y la puesta en juego del dispositivo irónico y humorístico (en lo que colabora no poco la inserción del registro coloquial en un molde métrico de empaque noble) ya desplazan la vieja fórmula del correlato objetivo cultural como filtro distanciador de la «ansiedad» y el «aburrido dolor» del personaje lírico.

Imagen 03

Si, como advierte Lanz (2006: 52), el falso consuelo del verso de Píndaro evocado en el poema («Somos el sueño de una sombra») apunta en ese marco a la aceptación de la vida en su transitoriedad mortal, condensando el asunto de «La brisa de la calle», tal es la conquista que prolongan las composiciones de El otro sueño. Estas afianzan la tónica celebratoria de un yo sobrepuesto al dolor, aunque no liberado de él (Dadson, 1997: 380-381), ya que los traumas vitales del pasado y las miserias del presente tiñen la cosmovisión de la escritura de un poso de melancolía y angustia, de un imposible y persistente anhelo de restauración de un orden soñado que imponga su armonía al caótico régimen vivido. Ante este, el sujeto invoca la fuerza del amor, única potencia capaz de revertirlo o siquiera de equilibrarlo, tal como sugiere irónicamente el juego de contrastes del célebre poema («Julia») que abre El otro sueño. Aunque en este libro de celebración optimista no falte el recurso a la desdramatización humorística de cualquier «pasatiempo» nostálgico, a cuyo servicio trabajan los cierres anticlimáticos que, en piezas como «La malcasada», subrayan con consumada sabiduría rítmica su corolario jovial y su rotundidad de epigrama: «que a lo mejor Juan Luis vuelve a mimarte, / y tus hijos se van a un campamento, / y tus padres se mueren».

Puede decirse, con Olay Valdés (2017: 16), que en esta doble entrega alcanza Luis Alberto de Cuenca «la medida exacta [...] de la pócima casi mágica de su poesía», que ha logrado —como quería— «salir del ghetto» (Cuenca, 1999a: 396) sin renunciar a sus pasiones más pertinaces.

Imagen 04

Foto de la izquierda: Luis Alberto de Cuenca de niño, 30/8/1952. Fotos de la derecha: en el colegio de El Pilar de Madrid, 1966; y en su despacho en 1986.

[Imagen 004] Los años noventa y la necesidad del mito

Pero la explosión vitalista de los años ochenta no tarda en mitigarse, y enseguida escucharemos otros tonos ensayados en dos libros asimismo capitales. El hacha y la rosa (1993) inaugura la producción luisalbertiana de la nueva década con una serie temáticamente miscelánea. El título anticipa la tensión dialéctica —entre la destrucción y la muerte, de un lado, y la plenitud del amor y la permanencia de la belleza, de otro— que atraviesa el poemario, y que escenifica, al cabo, el enfrentamiento trágico entre la aspiración a la luz y la amenaza de sombra en que se cifra el motor de la poesía de Cuenca; o, dicho con palabras de Lanz (2006: 92), «entre una visión satírica y radicalmente desengañada y una perspectiva onírica que apenas logra cuajar en la evocación nostálgica». «Volveremos a vernos», una variación de la fábula clásica de la Edad de Oro, es un ejemplo acabado de la imperiosa necesidad del mito —para decirlo con un título ensayístico del autor— que preside esta escritura, impelida a la fuga hacia ese mundo imaginario que consuela de la desazón existencial y de la conciencia mortal en la promesa de consumación del anhelo imposible de un tiempo sin tiempo: «Volveremos a vernos donde siempre es de día / y los feos son guapos y eternamente jóvenes, / [...] / y el tiempo dejará de salmodiar su lúgubre / canción de despedida mientras nos abrazamos». La exclusión del orden soñado, de la perfección emblematizada en la rosa huidiza y entrevista en algunos poemas, es la causa última del acento doliente que anega otros, como esta variación «Sobre un poema de Robert Ervin Howard», donde la restauración de un atemporal paraíso mítico vuelve a proponerse como ilusorio refugio de la decadencia otoñal dibujada en la elegía de Howard y poderosamente recreada por Cuenca: «El murmullo del mar es una canción hueca, / el vuelo de los pájaros una triste metáfora. / No hay huellas de pisadas humanas en la arena. / La ciudad es el resto de un naufragio terrible. // ¿Volverán algún día los héroes de su exilio / dorado, allá en las islas donde el sol no se pone?».

La gravedad reflexiva que apunta en El hacha y la rosa no hace sino afianzarse en las dos entregas siguientes, Por fuertes y fronteras (1996) y Fiebre alta (1999). El primero de los citados es, de hecho, el libro más sombrío de su autor, testimonio de una aguda crisis sentimental ante la que el poeta elabora —así puede interpretarse desde la expresión sanjuanista del título— un doble «manifiesto poético de resistencia y de afirmación vital, [...] una conmovedora crónica de la desazón y de la búsqueda de los remedios, casi siempre efímeros y relativamente eficaces, para curarla» (Letrán, 2008: 37). La constatación de la «triste realidad» presente es indesligable de la dimensión elegíaca del libro, que promueve la evocación nostálgica —esto es, la mitificación— de las vivencias pasadas («y nos besamos como en las películas, / y nos quisimos como en las canciones») y desplaza la búsqueda del ideal a otro tiempo remoto y embellecido: «Cuando la realidad era el deseo / y nuestro reino no era de este mundo», según rezan los versos finales de «In illo tempore». Faltan de este poemario las experiencias de plenitud que todavía jalonaban el precedente, y no en vano el hablante solicita en una «Advertencia al lector» «que entienda lo que lee / como lo que es: un grito (o un susurro) de angustia y soledad». Tal estado afectivo, responsable de una pretensión trascendente reflejada en poemas como «Religión y poesía», encuentra su eco prolongado en Fiebre alta (1999), un título que patentiza la somatización de esa dolencia que administra la vida y que, al igual que la poesía, «tiene [Imagen 005] mucho de enfermedad con accesos de fiebre, malestar general, dolor de huesos, náuseas», según explica el autor en la nota que acompaña la serie. Publicada en México, esta acabará por integrarse parcialmente en la segunda edición de Por fuertes y fronteras (2002), bajo un elocuente rótulo («Paisaje después de la batalla») que da nombre a la última sección del libro y cuyo horizonte dibujan los versos tan expresivos como escuetos de «El cuarto vacío»: «En esta alcoba / ya nada puede hacerse / salvo morir».

Variaciones e insistencias: la confirmación de un mundo lírico

Tras su sexto libro canónico, la poesía de Luis Alberto de Cuenca ha sido objeto de lecturas y sistematizaciones varias. Para entonces, el autor ya es dueño consumado de esa esmerada techne que él mismo ha señalado reiteradamente como conditio sine qua non del oficio, pero también de la inconfundible singularidad de un mundo propio que le ha procurado un lugar superior en el canon de la poesía española contemporánea. En un trabajo reciente, Ángel L. Prieto de Paula (2018: 248) sostenía que la amplia relación de títulos que han seguido a Por fuertes y fronteras no introducen ingredientes novedosos en una poética de madurez cuyas líneas maestras han quedado establecidas en el libro de 1996; y añadía que las «variaciones, amplificaciones e insistencias expresivas» sobre las que regresa su poesía desde entonces lo son siempre «en torno a unos temas [...] con marca personal distinguible y mediante usos retóricos plenamente consolidados». El acierto de esta consideración, que no involucra juicio sobre la calidad de lo creado, cuestiona en cierto modo la oportunidad de cualquier propuesta clasificatoria que pretenda desmembrar en etapas la más reciente producción luisalbertiana, renuente según creo a avenirse a una lógica más alta que aquella que dicta el sucederse de los días.

De los nuevos poemarios publicados en la primera década del siglo, Sin miedo ni esperanza (2002) y La vida en llamas (2006), cabe decir que constituyen la respuesta literaria del poeta a la inminencia del ingreso en la vejez, pero también al regreso y reencuentro del amor. El adagio latino nec metu nec spe sirve al autor para comunicar el estado de ánimo en el que se hallaba «cuando, sin saber cómo ni por qué, me hice definitivamente mayor» (Cuenca, 2005: 28). A esa disposición anímica, presidida por una conciencia nihilista que promueve la intensificación de la densidad meditativa, obedece sin duda «El bosque», una de las composiciones más sombrías de Sin miedo ni esperanza que confirma la negación de la segunda categoría inscrita en el título, al mostrarnos a un yo lírico presa del agnosticismo gnoseológico más radical; tal es lo que busca el contraste irónico entre el episodio bíblico de la conversión de san Pablo, evocada en el último verso del poema a través de un nombre propio («Damasco») que representa a un Saulo iluminado por la Verdad de Dios, y la revelación desoladora que recibe el protagonista poemático: «Porque no había centro, porque el bosque / era y es un inmenso laberinto / sin principio ni fin, y porque el orden / de las cosas excluye las respuestas». El reverso y contrapeso de la entonación desencantada es en estos libros la celebración erótica. La categoría absoluta del amor, que de nuevo redime de la amarga lucidez, resulta lúdicamente festejada en títulos de tan inequívoca filiación luisalbertiana como «A Alicia, disfrazada de Leia Organa», invocada con acento becqueriano en la arrebatada confesión de «Estoy aquí», o encarada con templada gravedad en el ingenio irónico de «Fe de erratas». Las erratas del libro de la vida, más dolorosas cuando esta ha atravesado su ecuador, redoblan la añoranza de ese «mundo en que no mueren las rosas» donde el poeta reubica a los amantes, el mundo paralelo de los sueños y los mitos, poblado de héroes y fantasías culturales, que construye la poesía de Cuenca en el envés de la existencia cotidiana y que invoca desde el título su siguiente poemario, apropiándose de un texto de Marcel Schowb.

Imagen 05

Asistimos en El reino blanco (2010), tanto como en Cuaderno de vacaciones (2014) y Bloc de otoño (2018), la última entrega del autor hasta la fecha, a la confirmación de perspectivas, temas, personajes y recursos familiares al lector de Luis Alberto de Cuenca, quien fácilmente reconoce los rasgos de un coherente universo de ficción sedimentado en diálogo vivo con la obra precedente, actualizada en continuas remisiones internas. La acostumbrada integración de vida y cultura se traduce en títulos tan reveladores como «Shakespeare y Rita», que aúna en síntesis armónica referentes centrales de un mundo literario entrañado en el poeta y presencias obsesivas de su devenir vital (el amor de adolescencia asociado desde Elsinore con la Ofelia de Hamlet); o en poemas como «Radiografía de la ausencia», donde el arraigo vital de la subliteratura convive con el dato erudito asimismo naturalizado en la existencia cotidiana del filólogo, y construye la dimensión ideal del mito con no menos vigor que los autores canónicos de la literatura universal: «Y no consigo / palabras que describan ese viaje / de vuelta a un no-lugar en que cabalgan / los tres hermanos Kir». Si la cultura vale como refugio de la precariedad, el amor y el eterno femenino vuelven a ser los urgentes contrapuntos que se alzan, «a favor de la vida y el verano» («Paseo vespertino»), contra el tiempo amenazante de la muerte y de la caducidad de la existencia. Y no falta la fidelidad, convertida en motivo literario, a aquella ideología estética fundadora de una poesía de «línea clara», que, si ya diera título a una composición programática de La vida en llamas, vuelve por los fueros de la reivindicación del género como «una fiesta alegre / y comunicativa donde quepamos todos» («El almendro y la espada», El reino blanco), ya que «si amas la poesía, amas la claridad» («Claridad», Cuaderno de vacaciones) y «los poemas se escriben / para que, de primeras, se entiendan» («Sobre un poema de Atukuri Molla (siglo XVI)», Bloc de otoño).

No es tarde para decir que esta claridad retórica largamente defendida resulta indesligable en el autor de «Las mañanas triunfantes» de la terca aspiración a un orden de luz que salve al yo lírico del caos de la realidad; y que, en una operación [Imagen 006] paralela a la de la fundación de planos míticos, la nitidez elocutiva de la poesía de Cuenca involucra la ilusión de convertir el poema en una metáfora del orden primordial frente al consabido desconcierto, a sabiendas de que aquel solo puede restaurarse en la dimensión de la escritura. Quizás por tal motivo Luis Alberto de Cuenca ha dejado escrito en la nota que encabeza Cuaderno de vacaciones que «hacer versos es una fiesta, algo muy parecido a la felicidad». Y ello pese a que no pocos poemas del conjunto evidencien que el artífice de este compacto mundo lírico ha de emplearse como nunca en sostener la llama de la luz ante el acecho creciente de las sombras en el umbral de la vejez. A estas alturas de la travesía vital, el sueño de esa «otra realidad / mejor, más prestigiosa y más estable, / de la que un día fuimos desterrados» parece irremediablemente socavado por el lugar existencial de melancolía y desengaño al que no logra sustraerse la escritura, tal y como ilustra un título («Caverna perpetua») que da nombre a toda una sección del poemario: «Novia mía, / hermana soledad, dime qué hubo, / o si hubo algo, digno de memoria / fuera de la caverna en la que vivo».

«Defensa de la épica»

La conciencia de precariedad existencial que asedia la poesía de Luis Alberto de Cuenca —todavía compatible con la alabanza indesmayada de los dones de la vida— aparece explícitamente subrayada en el rótulo mismo de Bloc de otoño. Pero la condición autumnal de este libro remite asimismo a otra dimensión que el propio poeta parece deslizar en sus palabras previas, al enviarnos al célebre soneto de Darío al marqués de Bradomín: «Es el otoño y vengo de un Versalles doliente. / Había mucho frío y erraba vulgar gente». Sirva este guiño para evocar todavía otro matiz no irrelevante entre los que conforman la compleja entidad de la poesía luisalbertiana: una conciencia de la degradación de los valores que invita al poeta a aplacar su ansia de absolutos en el universo de la épica. La devoción por el género, en incontables ocasiones declarada, no solo entronca, así pues, con la cualidad narrativa de la escritura, sino con «la construcción de una moralidad heroica a través del relato» (Olay Valdés, 2017: 26) que busca la compensación de una realidad prosaica y un escenario crepuscular, ayuno de «códigos morales elevados» («Variación sobre otro tema de Simónides»), que no hallan cabida en el relativismo complaciente del pensamiento débil dominante. Esa nostalgia de categorías fuertes, proscritas en un modelo actual de sociedad evaluado desde un demoledor escepticismo, promueve en el poeta una «Defensa de la épica» —así reza uno de los títulos—, que contiene una reivindicación moral tanto como un intento de suturar la consabida escisión «entre la realidad y el deseo, entre la memoria y el presente, entre el mundo heroico evocado y el caos circundante» (Lanz, 2006: 76) a cada paso constatado: «No quiero seguir vivo en este mundo —confirman los versos concluyentes de «Variación sobre otro tema de Catulo»— / donde no hay más que idiotas y tarados / que han prohibido los mitos y los héroes».

Tal necesidad de la épica ha conducido a Prieto de Paula (2018: 250) a identificar en los versos de Cuenca un «anhelo premoderno». Es seguramente el último de los atributos con que se ha calificado a una poesía por muchas razones también posmoderna, servida al lector en un cóctel rebosante y sazonado de sabores que la hace asemejar a aquella «chica de las mil caras» que rotula un poema de Elsinore, o, mejor, a la «canción de opósitos» que concilia contrarios en El otro sueño (y, otra vez, en Cuaderno de vacaciones) y que, al cabo, en un título del último libro, declara su firme propósito de hacer versos «con todo y sobre todo»: «versos / que alimenten, para que no se quede / nadie con hambre en esta última cena»; «que anulen los confines / que separan el día de la noche»; «que canten a la vez / el amor y el honor, y que los hagan / definitivamente compatibles»; «que formen, / alrededor del mundo, / una muralla china de recuerdos / que pueda verse desde las estrellas». Con la prosa científica y con las viñetas de los cómics, con los diccionarios y con las biografías, con la filosofía y con la música, con la amistad, con los deseos, con la memoria y, por supuesto, «contigo» se edifica la poesía de un poeta a quien, como al noble personaje del sabio Terencio, nada de lo humano le es ajeno.

A. I.—UNIVERSIDAD DE OVIEDO

Bibliografía

María José CONDE GUERRI (1991). «La singularidad poética de Luis Alberto de Cuenca», Cuadernos Hispanoamericanos, 492, pp. 128-134.

Luis Alberto de CUENCA (1979-1980). «La generación del lenguaje», Poesía, 5-6, pp. 245-251.

— (1990). «La brisa de la calle», en Sociedad y nueva creación, ed. Juan Pedro Aparicio, Madrid, Fundación Germán Sánchez Ruipérez, pp. 103-107.

— (1999a). «Poética», en El último tercio del siglo (1968-1998), ed. Jesús García Sánchez, Madrid, Visor, pp. 395-396.

— (1999b). Señales de humo, Valencia, Pre-Textos.

— (2004). «Cuestionario», en Poesía ’68. Para una historia imposible: escritura y sociedad 1968-1978, ed. Antonio Méndez Rubio, Madrid, Biblioteca Nueva, pp. 143-150.

— (2005). Poética y poesía, Madrid, Fundación Juan March.

Trevor J. DADSON (1997). «Art and the Distancing of Grief: Luis Alberto de Cuenca’s La caja de plata and its Golden-Age Antecedents», Revista Hispánica Moderna, L. 2, pp. 363-381.

Ana EIRE (2005). Conversaciones con poetas españoles contemporáneos, Sevilla, Renacimiento.

José GAITÁN y Alberto TORÉS (1990). «La brisa de la calle. Entrevista a Luis Alberto de Cuenca», Canente, 8, pp. 200-206.

Juan José LANZ (1990). «Luis Alberto de Cuenca o el loco amor» (entrevista), Reverso, 2, pp. 97-101.

— (2006). «Introducción», en Luis Alberto de Cuenca, Poesía 1979-1996, Madrid, Cátedra, pp. 9-141.

Javier LETRÁN (2008). «Introducción», en Luis Alberto de Cuenca, Antología poética, Madrid, Castalia, pp. 17-54.

— (2015). «El imaginario cinematográfico en la poesía de Luis Alberto de Cuenca», en Luis Alberto de Cuenca, Un alma de película de Hawks: poemas de cine, Santander, Creática, pp. 3-19.

Rodrigo OLAY VALDÉS (2017). «“Volveremos a vernos”. Una lectura de la poesía de Luis Alberto de Cuenca», en Luis Alberto de Cuenca, El valor y los sueños. Poemas escogidos (1970-2016), Madrid, Verbum, pp. 15-28.

Ángel L. PRIETO DE PAULA (2018). «Cómo descortezar un tópico (a propósito de un poema de Luis Alberto de Cuenca)», en Las esquinas del yo: estudios de literatura española contemporánea, Madrid, Visor, pp. 245-264.