
En el año 1543 se publicaron dos libros que, curiosa circunstancia, terminaron convirtiéndose en clásicos de la historia de la ciencia: De humani corporis fabrica, de Andreas Vesalio, y De revolutionibus orbium coelestium, de Nicolás Copérnico. A pesar de que ninguno de los dos logró superar completamente los límites que marcaban las disciplinas a las que se referían (Vesalio no supo desembarazarse de aspectos importantes de la fisiología de Galeno, del mismo modo que Copérnico no logró apartarse del sistema de los círculos perfectos que había dominado el sistema geocéntrico), puede decirse que sus libros fueron revolucionarios, o, cuando menos, que constituyeron los cimientos de futuros cambios revolucionarios, en la anatomía y la astronomía, respectivamente; pues inspiraron una serie de actividades, ideas y desarrollos que condujeron en el plazo de un par de generaciones a la promulgación de conceptos y teorías ya muy distintas a las antiguas.
La Fábrica del cuerpo humano (también traducida a veces como Sobre la arquitectura del cuerpo humano) constituyó (como se puede ver en el texto reproducido a continuación) un vibrante llamamiento en defensa de la práctica anatómica, de la disección, como base imprescindible para la comprensión de la estructura y funciones del cuerpo humano. Vibrante y artística, puesto que contiene una colección de láminas anatómicas de impresionante belleza y realismo (algunos sostienen que el artista autor de los grabados fue Jan Stephan von Kalkar, un compatriota de Vesalio y discípulo de Tiziano, mientras que otros, Martin Kemp en particular, argumentan que la preparación de los detallados estudios anatómicos y su subsiguiente transformación en bloques de madera tallados debió de exigir una colaboración tan estrecha entre Vesalio y el o los artistas encargados de tallar los bloques que éstos se debieron preparar no en Venecia, donde se encontraban Tiziano y sus discípulos, sino en Padua, en cuya universidad el autor de la Fábrica ocupaba una cátedra desde el 6 de diciembre de 1537, que mantuvo hasta 1543). Como representación de estructuras y sus disposiciones en el espacio, las ilustraciones del texto de Vesalio constituyen uno de los primeros pasos —si no el primero— hacia el «realismo fotográfico» en la ciencia, paso que, por cierto, los herbolarios estaban dando al mismo tiempo en sus obras.
Por su parte, de Sobre las revoluciones de los orbes celestes se puede afirmar que le guiaba un principio, digamos, filósofico, aliado con un notable desarrollo matemático. En apoyo de semejante punto de vista está el que Copérnico no se distinguió especialmente —al contrario que Tycho Brahe— por sus observaciones astronómicas; tampoco aspiraba a que sus predicciones fueran de una exactitud sin precedentes. Vesalio fundó un «método de descubrimiento» —en esencia, durante casi doscientos años, todo examen del funcionamiento de los organismos vivos se fundaría en la anatomía—, mientras que Copérnico explotó la idea de que era el Sol y no la Tierra el que se encontraba, inmóvil, en el centro del universo. En el reino de la opinión o la teoría, Vesalio era mucho más reservado. Había estudiado profundamente a Galeno, una de cuyas obras había editado, y continuaba respetándole como una de las mejores autoridades en el campo de la anatomía humana, con independencia de que supiese perfectamente (y proclamase con frecuencia) que lo que aquel gran médico de la Antigüedad había hecho era disecar monos y otros animales no humanos, o que discrepase de él (por ejemplo, en lo relativo al origen de la gran vena central del cuerpo, la vena cava, que él prefería situar en el corazón en lugar de en el hígado, como hacía Galeno).
Con su libro, Vesalio mejoró inmensamente el alcance y precisión del conocimiento relativo a la estructura del cuerpo humano, conocimiento en el que se basaría Harvey para dar el siguiente gran paso con su descubrimiento de la circulación de la sangre (1628). Pero fue entonces, y sólo entonces, con Harvey, cuando surgieron conflictos serios entre las ideas médicas antiguas y las modernas.
Volviendo a Copérnico, hay que insistir en que su importancia en la historia de la ciencia radica en el hecho de que, a nivel conceptual, uno de los elementos centrales de la revolución científica fue el abandono de la visión cosmológica en la que la Tierra ocupaba el centro del universo (sistema geocéntrico o ptolemaico) y de la física (la dinámica, en particular) aristotélica, por otra en la que los planetas se mueven en torno al Sol (sistema heliocéntrico), como Copérnico defendió en su De revolutionibus. Ahora bien, existen varios problemas que nos impiden calificar de revolucionarias las innovaciones copernicanas en lo relativo a la astronomía práctica o matemática. Desde el punto de vista estrictamente astronómico, más que cosmológico, muchos historiadores han aprovechado las ventajas del análisis retrospectivo para subrayar los aspectos revolucionarios del sistema heliocéntrico y de las simplificaciones que introdujo, pero es preciso insistir en que Copérnico continuó creyendo en un elemento fundamental de la cosmología aristotélico-ptolemaica: que los movimientos celestes seguían trayectorias circulares. «En primer lugar», escribía en la sección 1 («El mundo es esférico»), que hubieran podido leer con gusto Platón o Aristóteles, «hemos de señalar que el mundo es esférico, sea porque es la forma más perfecta de todas, sin comparación alguna, totalmente indivisa, sea porque es la más capaz de todas las figuras, la que más conviene para comprender todas las cosas y conservarlas, sea también porque las demás partes separadas del mundo (me refiero al Sol, a la Luna y a las estrellas) aparecen con tal forma, sea porque con esta forma todas las cosas tienden a perfeccionarse, como aparece en las gotas de agua y en los demás cuerpos líquidos, ya que tienden a limitarse por sí mismos, para que nadie ponga en duda la atribución de tal forma a los cuerpos divinos.» Precisamente por este motivo, en De revolutionibus continuaban apareciendo epiciclos. Significativamente, la sección 4 lleva por título: «El movimiento de los cuerpos celestes es regular y circular o compuesto por movimientos circulares».
Fueron sobre todo Kepler y Galileo quienes más hicieron en la dirección de desarrollar una astronomía y una «ciencia del movimiento» que diese una verdadera originalidad y un sentido al sistema heliocéntrico. Como es bien sabido, Copérnico no desarrolló una dinámica que hiciera plausible la idea de una Tierra en movimiento: si realmente se movía, ¿cómo es que los objetos libres no se alejaban de la superficie terrestre? ¿Por qué no se veía que las nubes siempre se dirigían hacia el oeste, y los cuerpos arrojados desde una torre no caían al oeste de la base de la misma?
VESALIO
DE HUMANI CORPORIS FABRICA (1543)
DE LA «DEDICATORIA A CARLOS V, EL MÁS GRANDE E INVICTO EMPERADOR,
DE LOS LIBROS DE ANDREAS VESALIO SOBRE LA ANATOMÍA DEL CUERPO
HUMANO»
Esta funesta desmembración de las técnicas curativas según las distintas tendencias ha provocado hasta ahora un naufragio mucho más execrable y una calamidad mucho más triste en la parte principal de la filosofía natural, a la que, porque abarca la anatomía humana y debe ser considerada con razón el fundamento más sólido de toda la ciencia médica y el inicio de su constitución, Hipócrates y Platón contribuyeron tanto que no dudaron en incluirla entre las partes principales de la medicina. Al principio sólo los médicos la cultivaron, poniendo todo su empeño en dominarla; pero luego, comenzó a decaer tristemente al perder la anatomía, por dejar ellos mismos en manos de otros la actividad manual. En efecto, mientras los médicos afirmaban que sólo les incumbía la curación de las afecciones internas, pensando que les bastaba con conocer las vísceras, se desentendieron de la estructura de los huesos, los músculos, los nervios, las venas y las arterias que se extienden por los huesos y los músculos, como si no fuera cosa suya. Además, como se confiaba a los barberos toda la disección, los médicos no sólo perdieron el conocimiento auténtico de las vísceras, sino que también desapareció completamente la actividad de la disección, porque éstos no se ocupaban de hacer disecciones; a su vez, aquellos en cuyas manos se dejaba esa actividad eran tan ignorantes que no entendían los escritos de los maestros de disección. Sólo faltaba que esta clase de hombres conservaran para nosotros este arte dificilísimo, que les fue transmitido a ellos de manera práctica, y que esta deplorable dispersión de la parte curativa no introdujera en las escuelas la deplorable costumbre según la cual unos se acostumbraron a diseccionar el cuerpo humano y otros a describir sus partes. Éstos, a modo de grajos, hablan a gritos y con gran boato desde su cátedra de lo que nunca han practicado y que sólo recuerdan por libros ajenos o de los dibujos que ponen delante de sus ojos; a su vez, los primeros desconocen las lenguas en tal medida que no pueden explicar las disecciones a los espectadores y despedazan lo que debe mostrarse según la prescripción del físico, el cual, sin aplicar nunca sus manos a la disección, sólo enseña comentando con altivez. Y del mismo modo que enseñan todo al revés y pierden días enteros en cuestiones ridículas, de igual manera en medio de esa algarabía plantean a los espectadores menos cuestiones de las que un carnicero puede enseñar a un médico en el matadero, por no decir nada de esas escuelas donde apenas se reflexiona sobre la disección de las articulaciones del cuerpo humano. ¡Hasta tal punto la vieja medicina se ha apartado desde hace muchos años del antiguo esplendor!
Por otro lado, como esa medicina ya hace algún tiempo que ha empezado a revivir con todos los estudios en esta época tan próspera (que los dioses han confiado a tu gobierno) y a levantar cabeza desde las tinieblas más profundas, de tal manera que parecía que en algunas escuelas casi se había recuperado sin discusión el antiguo esplendor y que ésta sólo necesitaba el conocimiento casi extinguido de las partes del cuerpo humano, yo mismo, estimulado por el ejemplo de tantos hombres ilustres, pensé que debía acometer esta tarea en la medida de mis fuerzas y de todas las maneras posibles. Y, puesto que todos intentan con tanto éxito alguna parte de los estudios comunes, para no quedar pasmado yo solo y para no desmerecer tampoco de mis antepasados, que fueron médicos ilustres, consideré que debía replantear desde la base esta parte de la filosofía natural, como si la tratara no entre nosotros, sino entre los antiguos maestros de disección. Esto explica que algunas veces no me avergüence de afirmar que nuestro sistema de disección puede ser comparado con el antiguo y que en esta época nada se ha derrumbado y ha sido reconstruido tan de inmediato como la anatomía.
Sin embargo, este intento no hubiera tenido éxito si, cuando trabajaba como médico en París, no me hubiera dedicado a esta empresa y mis compañeros y yo no hubiéramos tenido la oportunidad de que unos barberos nos mostraran someramente algunas vísceras en repetidas disecciones públicas. Pues allí, donde vimos por primera vez el renacimiento de la medicina, se trataba entonces la anatomía de manera tan superficial que yo mismo, ejercitado por iniciativa propia en algunas disecciones de animales, persuadido no sólo por mis colegas, sino también por mis maestros, practicaba públicamente más de lo habitual la tercera disección, a la que yo nunca pude asistir (la cual se practicaba sólo y principalmente con vísceras, como era costumbre allí). Pero al practicar ésta por segunda vez, intenté mostrar los músculos de la mano con una disección más esmerada. Pues, a excepción de ocho músculos del abdomen desgarrados torpemente y en orden equivocado, nunca nadie me mostró realmente ningún músculo, como tampoco ningún hueso ni, mucho menos aún, la serie de nervios, venas y arterias. Luego, en Lovaina, adonde tuve que volver a causa de la guerra, lo que allí en dieciocho años los médicos ni siquiera habían soñado respecto a la anatomía y para congraciarme con aquella escuela y coger más experiencia en un tema por completo oculto y particularmente necesario a mi juicio en el conjunto de la medicina, al ir haciendo la disección, describí con algo más de diligencia que en París la anatomía humana, de tal manera que ahora los profesores jóvenes de esa escuela parecen dedicar una atención grande y seria al conocimiento de la anatomía humana, comprendiendo bien qué egregio bagaje cultural les proporciona su conocimiento.
Por otro lado, como en Padua, en la escuela más famosa de todo el mundo, gracias al Senado de Venecia, muy ilustre y generoso en los estudios científicos, desde hace ya cinco años ocupo el cargo de profesor titular de anatomía en relación con la medicina quirúrgica; allí me he esforzado por conocer la anatomía humana, de tal manera que ahora he practicado con más frecuencia y, tras desterrar de las escuelas tan ridículo sistema, la he enseñado de modo que no pudiéramos echar de menos nada de lo que nos legaron los antiguos.
Pero la desidia de los médicos se preocupó demasiado de que no se conservaran las obras de Eudemo, Herófilo, Marino, Andrés, Lico y otros próceres de la disección, ya que no queda ni un fragmento de una página de tantos autores ilustres, a los que hasta Galeno cita en más de veinte ocasiones en el segundo comentario al libro de Hipócrates titulado La naturaleza humana, e incluso de los libros de anatomía de éste apenas se ha podido conservar la mitad. En cambio, los seguidores de Galeno, entre los que incluyo a Oribasio, a Teófilo, a los árabes y a todos los nuestros que hasta hoy he podido leer (¡que lo escrito merezca su aprobación!), todos ellos han tomado de él sus ideas más interesantes y, ¡por Júpiter!, a quien hace la disección con esmero le parece que nunca han hecho otra cosa que no sea diseccionar cuerpos. Así, los principales de éstos, confiando tan ciegamente en no sé qué tipo de lenguaje y en la indolencia de otros respecto a la disección, recogieron torpemente la doctrina de Galeno en libros voluminosos, sin apartarse ni una coma de él; e incluso en la portada de sus libros dicen que sus escritos proceden íntegramente de los postulados de Galeno. De tal manera han confiado todos en él que no he conocido ni un solo médico que piense que en los libros de anatomía de Galeno se ha encontrado alguna vez ni el más ligero error y mucho menos que pueda encontrarse, si bien, aparte de que Galeno rectifica frecuentemente y varias veces señala los errores de unos libros en otros, al estar más preparado con el paso del tiempo, diciendo acto seguido lo contrario, ahora nos consta, basándonos en el renacido arte de la disección, en la lectura atenta de los libros de Galeno y en muchos lugares de los mismos aceptablemente corregidos, que él en persona nunca diseccionó un cuerpo humano recién muerto. Sin embargo, sabemos que, engañado por sus monos (aunque se le presentaron cadáveres humanos secos y como preparados para examinar los huesos), frecuentemente criticaba sin razón a los médicos antiguos que se habían ejercitado en disecciones humanas. Puedes incluso encontrar en él muchísimas cosas que ha descubierto de manera poco ortodoxa en los monos. Además, resulta muy extraño que, a pesar de las múltiples diferencias existentes entre los órganos del cuerpo humano y los de los monos, Galeno no haya advertido casi ninguna salvo en los dedos y en la flexión de la rodilla, observación que sin duda hubiera omitido, lo mismo que las otras, si no fuera evidente sin necesidad de practicar la disección humana.
Pero, por el momento, no es mi intención criticar los postulados falsos de Galeno, sin duda el principal maestro de disección, y mucho menos aún quisiera que se me considerara desde el principio como irrespetuoso con este autor de tanto mérito y poco considerado hacia su autoridad. Sé, en efecto, cuán nerviosos suelen ponerse los médicos (muy al contrario que los seguidores de Aristóteles) cuando, al observar ellos las partes diseccionadas en la realización de una única disección que ahora expongo en las escuelas, comprueban que Galeno se ha desviado en más de doscientas ocasiones de la auténtica descripción de la armonía, del uso y de la función de las partes del cuerpo humano, a veces orgullosamente y con el deseo manifiesto de defenderse. Aunque también ellos, impulsados por el amor a la verdad, a partir de ese momento van entrando poco a poco en razón y dan más crédito a sus propios ojos y a los argumentos sólidos que a los escritos de Galeno, escribiendo aquí y allá tan asiduamente a los amigos que esas contradicciones no han sido corregidas por los intentos de otros ni reforzadas sólo por la acumulación de testimonios de autoridad, animándolos tan solícita y amigablemente a que las revisen y a que conozcan la verdadera anatomía, que hay esperanza de que en breve ésta se cultive en todas las escuelas tal y como solía practicarse en otro tiempo en Alejandría.
Para que esto resulte bien, con los auspicios favorables de las Musas, en la medida que me fue posible (salvo lo publicado en otra parte sobre este tema y que ciertos plagiarios, pensando que yo estaba lejos de Germania, publicaron como suyo), he expuesto en siete libros la descripción completa de las partes del cuerpo humano según el orden que suelo seguir en mis explicaciones en esta ciudad, en Bolonia y en Pisa, en la asamblea de eruditos, ya que de este modo los que asisten al diseccionador tendrán las explicaciones de lo señalado y enseñarán más fácilmente la anatomía a los otros. Aunque, por otra parte, también serán muy útiles a quienes no tienen ocasión de observar una disección, puesto que incluyen con bastante extensión el número de todas las partes más pequeñas del cuerpo humano, su emplazamiento, su forma, su sustancia, su conexión con otras partes, su utilidad, su función y muchos otros datos similares que solemos escudriñar en la disección, así como la técnica de disección de muertos y vivos, y contienen dibujos de todas las partes insertas en el texto escrito, de tal modo que parecen poner ante los ojos de los estudiosos de la naturaleza el cuerpo diseccionado.
En el primer libro explico la naturaleza de los huesos y de los cartílagos, que, como sostienen las partes restantes y son descritos en función de ellas, deben ser conocidos primero por los estudiosos de la anatomía. El libro segundo habla de los ligamentos, que unen entre sí los huesos y los cartílagos, y después de los músculos, que son autores de los movimientos voluntarios. El tercero abarca la numerosa serie de venas que llevan a los músculos, a los huesos y a las demás partes la sangre necesaria para su nutrición, y después la serie de las arterias que moderan la temperatura del calor natural y del aliento vital. El cuarto no sólo nos muestra las ramificaciones de los nervios que llevan el aliento vital a los músculos, sino también las de todos los demás. El quinto muestra la estructura de los órganos de la nutrición y, además, a causa de su proximidad, incluye también los instrumentos creados por el Artífice Supremo para la propagación de la especie. El sexto está dedicado al corazón, impulsor de la facultad vital, y a las partes que le sirven. Y el séptimo expone la armonía de los órganos del cerebro y de los sentidos, pero sin repetir la serie de nervios procedentes del cerebro, ya explicada en el libro cuarto.
COPÉRNICO

Aunque el nombre de Copérnico se encuentra unido a su libro de 1543, De revolutionibus orbium coelestium, bastantes años antes de que pensase en escribirlo preparó un breve manuscrito, conocido como Commentariolus, en el que exponía sus hipótesis acerca de los movimientos celestes. Inédito en su tiempo, sabemos de la existencia de este breve tratado gracias a que se han localizado unas pocas copias de las que Copérnico debió enviar a algunos astrónomos. En 1877 apareció el primer ejemplar en la Biblioteca Imperial de Viena, y poco después (1881) otro en la biblioteca del Observatorio de Copenhague; ya en la nueva centuria, en 1962, se encontró otro en la biblioteca del King’s College de Aberdeen. Se cree que en 1514 ya circulaba alguna copia; en 1533 el papa Clemente VII preguntaba al jurista y orientalista alemán Johann Albrecht Widmanstadt por el nuevo sistema heliocéntrico y el 1 de noviembre de 1536 el cardenal de Capua —el dominico Nikolaus von Schönberg— escribía a Copérnico desde Roma pidiéndole una copia del tratado que había compuesto. Otra evidencia de su existencia y circulación procede de una observación realizada por Lutero, quien en una observación de sus Tischreden, fechada el 4 de junio de 1539, aludía a «un astrólogo advenedizo que pretende probar que es la Tierra la que gira, y no el cielo, el firmamento, el Sol o la Luna [...] Este loco echa completamente por tierra la ciencia de la astronomía, pero las Sagradas Escrituras nos enseñan que Josué ordenó al Sol, y no a la Tierra, que se detuviese».
Mientras que De revolutionibus era un exigente tratado matemático, el contenido del Commentariolus era mucho más accesible, como se comprueba en la siguiente cita, en la que se encuentran los elementos básicos de la visión heliocéntrica (el Sol en el centro) del universo:
NICOLÁS COPÉRNICO, COMMENTARIOLUS
Observo que nuestros predecesores recurrieron a un elevado número de esferas celestes a fin, sobre todo, de poder explicar el movimiento aparente de los planetas respetando el principio de uniformidad. En verdad parecía completamente absurdo que un cuerpo celeste no se moviera uniformemente a lo largo de un círculo perfecto. Pero se dieron cuenta de que mediante distintas composiciones y combinaciones de movimientos uniformes podían lograr que un cuerpo pareciera moverse hacia cualquier lugar del espacio.
Calipo y Eudoxo, que trataron de resolver el problema por medio de círculos concéntricos, no fueron sin embargo capaces de dar cuenta por este procedimiento de todos los movimientos planetarios. No sólo tenían que explicar las revoluciones aparentes de los planetas, sino también el hecho de que tales cuerpos tan pronto nos parezcan ascender en los cielos como descender, fenómeno éste incompatible con el sistema de círculos concéntricos. Ese es el motivo de que pareciera mejor emplear excéntricas y epiciclos, preferencia que casi todos los sabios acabaron secundando.
Las teorías planetarias propuestas por Ptolomeo y casi todos los demás astrónomos, aunque guardaban un perfecto acuerdo con los datos numéricos, parecían comportar una dificultad no menor. Efectivamente, tales teorías sólo resultaban satisfactorias al precio de tener asimismo que imaginar ciertos ecuantes; en razón de los cuales el planeta parece moverse con una velocidad siempre uniforme, pero no con respecto a su deferente ni tampoco con respecto a su propio centro. Por ese motivo, una teoría de estas características no parecía ni suficientemente elaborada ni tan siquiera suficientemente acorde con la razón.
Habiendo reparado en todos estos defectos, me preguntaba a menudo si sería posible hallar un sistema de círculos más racional, mediante el cual se pudiese dar cuenta de toda irregularidad aparente sin tener para ello que postular movimiento alguno distinto del uniforme alrededor de los centros correspondientes, tal y como el principio del movimiento perfecto exige. Tras abordar este problema tan extraordinariamente difícil y casi insoluble, por fin se me ocurrió cómo se podría resolver por recurso a construcciones mucho más sencillas y adecuadas que las tradicionalmente utilizadas, a condición únicamente de que se me concedan algunos postulados.
Y a continuación, detallaba los siguientes siete postulados:
PRIMER POSTULADO
No existe un centro único de todos los círculos o esferas celestes.
SEGUNDO POSTULADO
El centro de la Tierra no es el centro del mundo, sino tan sólo el centro de gravedad y el centro de la esfera lunar.
TERCER POSTULADO
Todas las esferas giran en torno al Sol, que se encuentra en medio de todas ellas, razón por la cual el centro del mundo está situado en las proximidades del Sol.
CUARTO POSTULADO
La razón entre la distancia del Sol a la Tierra y la distancia a la que está situada la esfera de las estrellas fijas es mucho menor que la razón entre el radio de la Tierra y la distancia que separa a nuestro planeta del Sol, hasta el punto de que esta última resulta imperceptible en comparación con la altura del firmamento.
QUINTO POSTULADO
Cualquier movimiento que parezca acontecer en la esfera de las estrellas fijas no se debe en realidad a ningún movimiento de ésta, sino más bien al movimiento de la Tierra. Así pues, la Tierra —junto a los elementos circundantes— lleva a cabo diariamente una revolución completa alrededor de sus polos fijos, mientras la esfera de las estrellas y último cielo permanece inmóvil.
SEXTO POSTULADO
Los movimientos de que aparentemente está dotado el Sol no se deben en realidad a él, sino al movimiento de la Tierra y de nuestra propia esfera, con la cual giramos en torno al Sol exactamente igual que los demás planetas. La Tierra tiene, pues, más de un movimiento.
SÉPTIMO POSTULADO
Los movimientos aparentemente retrógrados y directos de los planetas no se deben en realidad a su propio movimiento, sino al de la Tierra. Por consiguiente, éste por si solo basta para explicar muchas de las aparentes irregularidades que en el cielo se observan.
De esta manera, el universo quedaba organizado de la siguiente forma:
Las esferas celestes se inscriben unas dentro de otras según el orden siguiente. La superior es la esfera inmóvil de las estrellas fijas, que contiene a todas las demás cosas y les da un lugar. Inmediatamente después se encuentra la esfera de Saturno, seguida por la de Júpiter y, a continuación, por la de Marte. Debajo de ésta se halla la esfera en la que nosotros giramos, a la cual siguen la esfera de Venus y, finalmente, la de Mercurio. La esfera lunar, por su parte, gira en torno al centro de la Tierra y es arrastrada con ella a la manera de un epiciclo. Idéntico orden guardan asimismo las velocidades de revolución de las esferas, según sean mayores o menores los círculos que trazan. Así, el período de revolución de Saturno es de treinta años, de doce el de Júpiter, dos el de Marte, un año el de la Tierra, nueve meses el de Venus y tres el de Mercurio.
Al margen de lo señalado anteriormente, hay una cuestión de especial importancia, sobre la que se ha escrito una y otra vez: ¿Creía el propio Copérnico en el sistema del mundo que proponía en De revolutionibus? ¿Pensaba, efectivamente, que la Tierra gira en torno al Sol? Y por qué no habría de creer, podemos preguntarnos. La respuesta tiene que ver con la posición oficial de la Iglesia católica, que defendía firmemente el sistema aristotélico-ptolemaico, un sistema éste en el que la Tierra es el centro del universo, visión que se acomodaba bastante bien con la idea cristiana de que los seres humanos (la única criatura creada a imagen de Dios) constituyen la obra favorita, central, del Señor. Y no hay que olvidar el clima reinante en el seno de la Iglesia, clima que culminó en el Concilio de Trento (1545), cuando se decretaría, en el contexto de la lucha contra la Reforma, que la interpretación de la Biblia no debía desviarse de las doctrinas mantenidas por los Padres de la Iglesia; en particular, que la Biblia era una fuente de datos científicos y que cualquier afirmación contenida en ella debía tomarse como científicamente verdadera.
Para que los lectores se puedan formar su propia idea de cuáles eran las opiniones de Copérnico incluyo un largo extracto del «Prefacio» que dedicó al «Santísimo Señor Pablo III, Pontífice Máximo». A través de él se verá, creo, que no está claro que el astrónomo y sacerdote polaco no creyese en la verdad del sistema heliocéntrico. Resulta, no obstante, que la lectura del De revolutionibus quedó condicionada por el contenido de otro «Prefacio» incluido en la obra, que, además, precedía al de Copérnico. Este «Prefacio» —que también reproduzco a continuación— apareció en la primera edición sin firmar, pero no fue debido a Copérnico sino a la pluma del teólogo protestante Andreas Osiander (1498-1552), responsable de la edición de la obra, quien lo incluyó sin que Copérnico lo autorizase (de hecho, Copérnico murió el 24 de mayo de 1543, mientras se imprimía su libro, y no se sabe si llegó a ver, en su lecho de muerte, un ejemplar). La opinión que sostenía allí Osiander —«no espere nadie», escribía, «en lo que respecta a las hipótesis, algo cierto de la astronomía, pues no puede proporcionarlo»— no era la veracidad del sistema heliocéntrico, y, al aparecer sin firmar, fue tomada, inevitablemente, como el punto de vista del propio autor del libro.
Tal vez por esto, De revolutionibus tuvo a la postre menos problemas —aunque los tuvo— que otros libros: en 1616, fue incorporado al Index Librorum Prohibitorum, pero quedó proscrito donec corrigatur («hasta que sea corregido»), mientras que el Diálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo de Galileo, prohibido en 1633, ingresó en el Index incondicionalmente, y ahí siguió hasta 1835, a pesar de que en 1757 el papa Benedicto XIV revocó el decreto anticopernicano.
NICOLÁS COPÉRNICO, DE REVOLUTIONIBUS ORBIUM COELESTIUM (1543)
«PREFACIO» (DEBIDO A ANDREAS OSIANDER)
Divulgada ya la fama acerca de la novedad de las hipótesis de esta obra, que considera que la Tierra se mueve y que el Sol está inmóvil en el centro del universo, no me extraña que algunos eruditos se hayan ofendido vehementemente y consideren que no se deben modificar las disciplinas liberales constituidas ya hace tiempo. Pero si quieren ponderar la cuestión con exactitud, encontrarán que el autor de esta obra no ha cometido nada por lo que merezca ser reprendido. Pues es propio del astrónomo calcular la historia de los movimientos celestes con una labor diligente y diestra. Y, además, concebir y configurar las causas de estos movimientos, o sus hipótesis, cuando por medio de ningún proceso racional puede averiguar las verdaderas causas de ellos. Y con tales supuestos pueden calcularse correctamente dichos movimientos a partir de los principios de la geometría, tanto mirando hacia el futuro como hacia el pasado. Ambas cosas ha establecido este autor de modo muy notable. Y no es necesario que estas hipótesis sean verdaderas, ni siquiera que sean verosímiles, sino que basta con que muestren un cálculo coincidente con las observaciones, a no ser que alguien sea tan ignorante de la geometría o de la óptica que tenga por verosímil el epiciclo de Venus, o crea que ésa es la causa que precede unas veces al Sol y otras le sigue en cuarenta grados o más. ¿Quién no advierte, supuesto esto, que necesariamente se sigue que el diámetro de la estrella en el perigeo es más de cuatro veces mayor, y su cuerpo más de dieciséis veces mayor de lo que aparece en el apogeo, a lo que, sin embargo, se opone la experiencia de cualquier edad? También en esta disciplina hay cosas no menos absurdas que en este momento no es necesario examinar. Está suficientemente claro que este arte no conoce completa y absolutamente las causas de los movimientos aparentes desiguales. Y si al suponer algunas, y ciertamente piensa muchísimas, en modo alguno suponga que puede persuadir a alguien [que son verdad] sino tan sólo para establecer correctamente el cálculo. Pero ofreciéndose varias hipótesis sobre uno solo y el mismo movimiento (como la excentricidad y el epiciclo en el caso del movimiento del Sol), el astrónomo tomará la que con mucho sea más fácil de comprender. Quizá el filósofo busque más la verosimilitud: pero ninguno de los dos comprenderá o transmitirá nada cierto, a no ser que le haya sido revelado por la divinidad. Por lo tanto, permitamos que también éstas nuevas hipótesis se den a conocer entre las antiguas, no como más verosímiles, sino porque son al mismo tiempo admirables y fáciles y porque aportan un gran tesoro de sapientísimas observaciones. Y no espere nadie, en lo que respecta a las hipótesis, algo cierto de la astronomía, pues no puede proporcionarlo; para que no salga de esta disciplina más estúpido de lo que entró, si toma como verdad lo imaginado para otro uso.
«PREFACIO» AL «SANTÍSIMO SEÑOR PABLO III, PONTÍFICE MÁXIMO»,
DE REVOLUTIONIBUS ORBIUM COELESTIUM (1543), NICOLÁS COPÉRNICO
Santísimo Padre, puedo estimar suficientemente lo que sucederá en cuanto algunos aprecien, en estos libros míos, que he escrito acerca de las revoluciones de las esferas del mundo, que atribuyo al globo de la Tierra algunos movimientos, y clamarán para desaprobarme por tal opinión. Pues no me satisfacen hasta tal punto mis opiniones como para no apreciar lo que otros juzguen de ellas [...] Y así, al pensar yo conmigo mismo, cuán absurdo estimarían [lo que digo] aquellos que, por el juicio de muchos siglos, conocieran la opinión confirmada de que la Tierra inmóvil está colocada en medio del cielo como su centro, si yo, por el contrario, asegurara que la Tierra se mueve, entonces dudé en mi interior largo tiempo, si dar a la luz mis comentarios escritos sobre la demostración de ese movimiento o si, por el contrario, sería suficiente seguir el ejemplo de los pitagóricos y de algunos otros, que no por escrito, sino oralmente, solían transmitir los misterios de su filosofía únicamente a amigos y próximos [...] Pero los amigos me hicieron cambiar de opinión, a mí que tanto tiempo dudaba y me resistía [...]
Y quizá, Tu Santidad no admirará tanto el que me haya atrevido a sacar a la luz estas elucubraciones, después de tomarme tanto tiempo en elaborarlas, como el que no haya dudado en poner por escrito mis pensamientos sobre el movimiento de la Tierra. Pero lo que más esperará oír de mí es qué me pudo haber venido a la mente para que, contra la opinión recibida de los matemáticos e incluso contra el sentido común, me haya atrevido a imaginar algún movimiento de la Tierra. Y así, no quiero ocultar a Tu Santidad que ninguna otra cosa me ha movido a meditar sobre otra relación para deducir los movimientos de las esferas del mundo, sino el hecho de comprender que los matemáticos no están de acuerdo con aquellas investigaciones. Primero, porque estaban tan inseguros sobre el movimiento del Sol y de la Luna que no podían demostrar ni observar la magnitud constante de la revolución anual. Después, porque al establecer los movimientos no sólo de aquéllos, sino también de las otras cinco estrellas errantes, no utilizan los mismos principios y supuestos, ni las mismas demostraciones en las revoluciones y movimientos aparentes. Pues unos utilizan sólo círculos homocéntricos, otros, excéntricos y epiciclos, con los que no consiguen plenamente lo buscado [...] Tampoco pudieron hallar o calcular partiendo de ellos lo más importante, esto es, la forma del mundo y la simetría exacta de sus partes [...] En consecuencia, reflexionando largo tiempo conmigo mismo sobre esta incertidumbre de las matemáticas transmitidas para calcular los movimientos de las esferas del mundo, comenzó a enojarme que a los filósofos que en otras cuestiones han estudiado tan cuidadosamente las cosas más minuciosas de ese orbe, no les constara ningún cálculo seguro sobre los movimientos de la máquina del mundo, construida para nosotros por el mejor y más regular artífice de todos. Por lo cual me esforcé en releer los libros de todos los filósofos que pudiera tener, para indagar si alguno había opinado que los movimientos de las esferas eran distintos a los que suponen quienes enseñan matemática en las escuelas. Y encontré en Cicerón que Niceto fue el primero en opinar que la Tierra se movía. Después, también en Plutarco encontré que había otros de esa opinión [...]
En consecuencia, aprovechando esa ocasión empecé yo también a pensar sobre la movilidad de la Tierra [...]
Y yo, supuestos los movimientos que más abajo en la obra atribuyo a la Tierra, encontré [...] que, si se relacionan los movimientos de los demás astros errantes con el movimiento circular de la Tierra, y si los movimientos se calculan con respecto a la revolución de cada astro, no sólo de ahí se siguen los fenómenos de aquéllos, sino que también se ponen en relación el orden y la magnitud de los astros y de todas las órbitas, e incluso el cielo mismo; de tal modo que en ninguna parte puede cambiarse nada, sin la confusión de las otras partes y de todo el universo [...] No dudo que los ingeniosos y doctos matemáticos concordarán conmigo, si, como la filosofía exige en primer lugar, quisieran conocer y explicar, no superficialmente sino con profundidad, aquello que para la demostración de estas cosas ha sido realizado por mí en esta obra. Pero, para que tanto los doctos como los ignorantes por igual vieran que yo no evitaba el juicio de nadie, preferí dedicar estas elucubraciones a Tu Santidad antes que a cualquier otro, puesto que también en este remotísimo rincón de la Tierra, donde yo vivo, eres considerado como eminentísimo por la dignidad de tu orden y también por tu amor a todas las letras y a las matemáticas, de modo que fácilmente con tu autoridad y juicio puedes reprimir las mordeduras de los calumniadores, aunque está en el proverbio que no hay remedio contra la mordedura de un sicofante.
ANDREAS VESALIO (Bruselas, 1514-isla de Zakintos, 1564). Nació en el seno de una familia que contaba con varios médicos entre sus antepasados (su padre era farmacéutico imperial). Obtuvo el título de bachiller en Lovaina, con una tesis en la que comparaba las terapias musulmana y galénica: Paraphrasis in nonum librum Rhazac ad regem Almansorem (Lovaina, 1537). También estudió en París y Padua, ciudad en la que publicó De humani corporis fabrica, cuando tenía sólo veintinueve años de edad. Fue uno de los médicos de Carlos V y también, posteriormente, de Felipe II. Parece ser que falleció en un naufragio que se produjo en las proximidades de la isla griega de Zakintos, cuando regresaba de una peregrinación a Tierra Santa.
NICOLÁS COPÉRNICO (Toruń, 1473-Frombork, 1543). Sobrino del obispo de Warmia, estudió matemáticas, jurisprudencia y medicina en Cracovia, Padua, Ferrara y Bolonia (fue en esta ciudad italiana donde profundizó en sus conocimientos astronómicos, de la mano de Domenico Maria di Novara). La mayor parte de su vida estuvo consagrada a la realización de tareas administrativas y religiosas; de hecho, sus obras astronómicas nacieron no tanto de observaciones propias (aunque también las realizó) como del estudio de la bibliografía. Antes que en De revolutionibus, puso en circulación sus ideas de manera privada en un breve opúsculo (Nicolai Copernici de hypothesibus motuum coelestium a se constitutis commentariolus) conocido como Commentariolus, que sólo sería publicado siglos después. Hasta su muerte fue canónigo de la catedral de Frombork.