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Pasteur: la generación espontánea no existe

Aristóteles creía en la existencia de la generación espontánea de vida a partir de materia inanimada, creencia que se dio en muchas civilizaciones antiguas. Observaciones diarias parecían confirmar tal idea: se veía aparecer gusanos de la descomposición de materiales orgánicos, y moscas de trozos de carne expuestos al Sol. Sin embargo, en la segunda mitad del siglo XVII, Francesco Redi (1626-1698) observó que en un frasco abierto el pescado putrefacto generaba, al cabo de un tiempo, moscas, mientras que no ocurría lo mismo con un jarro idéntico pero cerrado. De este experimento —que detalló en Esperienze intorno alla generazione degli’ insetti (1668)— extrajo la conclusión de que las moscas no surgían del pescado, sino de huevos. Sin embargo, su meticulosidad científica no fue lo suficientemente poderosa como para impedir el paso a especulaciones religiosas que utilizaron sus descubrimientos para señalar que, aunque era cierto que la vida no surgía espontáneamente sino sólo de vida preexistente, la cadena de progenitores biológicos requería necesariamente un punto de partida: en el comienzo, Dios había creado todos los animales y plantas que existen.

En las décadas que siguieron al descubrimiento de Redi, la invención y utilización del microscopio sirvió para observar microorganismos de todo tipo (uno de los que los vieron fue el microscopista holandés Van Leeuwenhoek); estas observaciones reforzaron entre muchos la creencia en la generación espontánea de la vida, mientras que otros, como Van Leeuwenhoek y más tarde Schwann, pensaban de forma diferente. En el curso de sus investigaciones sobre la fermentación, Pasteur puso punto final de manera definitiva a esta cuestión. El lugar en el que con más rotundidad y claridad expresó sus puntos de vista es en un artículo publicado en 1861-1862: «Memoria sobre los corpúsculos organizados que existen en la atmósfera. Examen de la doctrina de las generaciones espontáneas» («Mémoire sur les corpuscules organisés qui existent dans l’atmosphère. Examen de la doctrine des générations spontanées», Annales des sciences naturelles. Partie zoologique 16, 5-98, 1861, Annales de chimie et de physique 64, 5-110, 1862), en el que presentó los resultados a los que había llegado con experimentos no demasiado diferentes de los de Redi. En primer lugar, demostró que hay microorganismos que viven en el aire que nos rodea y que pueden contaminar incluso el cultivo más estéril. A continuación, mostró que si un caldo de cultivo estéril era introducido en un recipiente sellado al vacío, en el que no podía penetrar el aire, no surgía en él ningún microorganismo. En público, presentó sus resultados en una conferencia que pronunció en la Sorbona el 7 de abril de 1864; a ella pertenecen los pasajes siguientes.

LOUIS PASTEUR, «DES GÉNÉRATIONS SPONTANÉES» (1864)

(«GENERACIONES ESPONTÁNEAS»)

¿Puede organizarse la materia por sí misma? En otros términos, ¿pueden venir los seres al mundo sin padres, sin ascendientes? He aquí la cuestión por resolver [...]

No hay nadie entre vosotros, señores, que no sepa que hay siempre polvo en suspensión en el aire. El polvo es un enemigo doméstico que todo el mundo conoce. ¿Quién de entre vosotros no ha visto un rayo de Sol penetrar por la juntura de un postigo o de una persiana en una habitación mal alumbrada? ¿Quién de entre vosotros no se ha entretenido siguiendo los movimientos caprichosos de esos mil pequeños cuerpos, de un volumen tan pequeño, de un peso tan pequeño, que el aire puede llevar como lleva el humo? El aire de esta sala está todo lleno de esas pequeñas briznas de polvo, de esas mil pequeñas nadas, que no es preciso desdeñar, sin embargo, pues llevan consigo, a veces, la enfermedad o la muerte: el tifus, el cólera, la fiebre amarilla y tantas otras plagas. El aire de esta sala está lleno de ellos. ¿Por qué no los vemos? Están iluminados, no obstante, no los vemos porque son tan pequeños, de un volumen tan insignificante, que los pocos rayos de luz que cada uno de ellos envía a nuestro ojo se pierden, se confunden entre el gran número de rayos que nos envían incluso los objetos más pequeños de esta sala, que son siempre de un grosor considerable en relación con cada uno de esos pequeños cuerpos. No los vemos por la misma razón que durante el día no vemos las estrellas de la bóveda celeste. Pero hagamos la noche en torno de nosotros, pongamos todo oscuro, e iluminemos solo esos pequeños cuerpos: entonces los veremos como por la noche se ven las estrellas [...]

[V]oy a demostraros que es absolutamente falso que una pequeña cantidad de aire, tomada en no importa qué punto de la superficie del globo, sea capaz de provocar el desarrollo de organismos microscópicos en una infusión cualquiera.

Tomo una materia orgánica perfectamente límpida, en tal forma alterable que mañana la veréis completamente turbia, con tal de que la temperatura sea de 15 ºC a 25 ºC.

Coloco en un recipiente cierta cantidad de esta infusión muy putrescible, adelgazo el cuello, después hago hervir el líquido. El aire que estaba en el matraz es forzado a salir por el desprendimiento de vapor de agua. Por otra parte, al calentar el líquido hasta 100 ºC, destruyo la fecundidad de los gérmenes que el aire haya podido aportar.

En el momento en que el líquido está en abullición desde hace algunos minutos, cierro la extremidad del tubo con ayuda de una lámpara de esmaltadorm haciendo fundir el cristal; después lo dejo enfriar. Estos recipientes, por consiguiente, están vacíos de aire y, desde el punto de vista de la generación espontánea, así como desde el de la doctrina contraria, no es posible que el líquido que contienen se altere. Supongamos ahora que rompo su cuello; oís un silbido; es el aire que ha entrado con fuerza en el matraz, porque existía en el vacío. Ahora lo cierro. ¿Qué hay en ese recipiente? Una infusión de materia orgánica muy alterable, putrescible. ¿Y qué más? Aire ordinario, aire de esta sala, que ha entrado con fuerza, arrastrando consigo todo el polvo que tiene en suspensión.

Si la generación espontánea existe, el líquido va a alterarse; no puede dejar de hacerlo. Y, en efecto, se altera, pero se altera solamente en ciertos casos; es decir, que si tomo, por ejemplo, veinte matraces como este, preparados como he indicado hace un instante, abro, como he hecho hace poco, esos veinte matraces, los cierro después, y abandono esos recipientes en una estufa, sucede constantemente, es la experiencia quien lo demuestra y nadie en el mundo puede destruir la fuerza de este hecho. Pero sucede constantemente que cierto número de estos matraces quedan completamente inalterados, sin que se desarrolle el ellos el menor animálculo, el menor moho. Por consiguiente, señores, la generación espontánea no existe. ¡Nada más imposible, en efecto, que semejante resultado en la hipótesis de la generación espontánea! Por el contrario, ¡nada más natural, digo más, nada más necesario, en la doctrina contraria! En efecto, si es cierto que existen gérmenes en el aire, hay evidentemente diseminación de esos gérmenes; está claro que los hay aquí y que ahí no los hay. Quien dice diseminación aérea de los gérmenes, dice ausencia de continuidad de la causa de las generaciones espontáneas. ¿Sabéis también lo que ha sucedido? Los partidarios de la generación espontánea dicen: «Esto no es cierto». Es decir, niegan la evidencia. ¿Y cuándo será más considerable el número de matraces que no se alteran? Evidentemente, cuando se aleje uno de los lugares habitados, en que hay mucho polvo, de los lugares bajos, húmedos, pantanosos, cuando se eleve uno sobre las montañas o descienda a las profundidades de la tierra [...]

He hecho, señores, todas estas experiencias. Entre los recipientes que os presento, los hay que han sido abiertos en un departamento, en un laboratorio, en un jardín; sobre el Jura, a ochocientos y pico metros de altura; otros, que han sido abiertos en la Mer de Glace. En la Mer de Glace he abierto veinte. Solo uno se ha alterado. Esa experiencia la realicé el 22 de septiembre de 1860. ¿Y creéis, por azar, que hay alguna cosa en esos líquidos que les haya impedido alterarse? [...]

Os decía hace poco que cuanto más se alejaba uno de los lugares habitados, menos gérmenes hay en el aire, y más grande es el número de los matraces que no se alteran.

Inversamente, cuanto más se aproxima uno a los lugares habitados, mayor es el número de los matraces que se alteran [...]

Señores, si la hora avanzada no me obligase a acabar, habría podido mostraros, para terminar, los líquidos más alterables que hay en el mundo, al menos los que tienen esta reputación, la sangre y la orina, extraídos por un artificio de las venas o de la vejiga de animales vivos en plena salud, expuestos después al contacto del aire, pero del aire privado de sus gérmenes y de su polvo, y os habría hecho ver que esos líquidos no están alterados en el menor grado. Esta experiencia data del mes de marzo de 1863. La orina conserva hasta su olor; no hay ninguna especie de putrefacción. Lo mismo ocurre con la sangre. Y observad que se trata de líquidos que no han sufrido niguna elevación de temperatura. Hasta ahora yo había hecho siempre hervir los líquidos; pero esa sangre y esas orinas están tal como estaban cuando se las tomó de los animales vivos. Así pues, una vez más, la generación espontánea de los seres microscópicos es una quimera.

No, no hay ninguna circunstancia hoy conocida en la que se pueda afirmar que seres microscópicos han venido al mundo sin gérmenes, sin padres semejantes a ellos. Los que lo pretenden han sido juguetes de ilusiones, de experimentos mal hechos, plagados de errores que no han sabido percibir o que no han sabido evitar.

LOUIS PASTEUR (Dole, 1822-París, 1895). Tras estudiar en el Collège Royal de Besanzón, donde obtuvo el grado de bachiller en Letras (1840) y en Ciencias (1842), Pasteur fue admitido (1843) en la sección científica de la École Normale Supérieure, donde completó sus estudios en 1845. Dos años más tarde logró el grado de doctor por la Universidad de París, con dos tesis, una de química y otra de física. En septiembre de 1848 fue designado profesor de física en el Liceo de Dijon, pero permaneció poco tiempo en aquel puesto, ya que en diciembre de ese mismo año fue nombrado profesor suplente de química de la Facultad de Ciencias de la Universidad de Estrasburgo, y pasó a catedrático titular en 1852. En 1854 se trasladó a la Universidad de Lille, la ciudad de mayor actividad industrial del norte de Francia, como decano y profesor de química de la nueva Facultad de Ciencias. En 1856, la Royal Society le otorgó la prestigiosa medalla Rumford por sus estudios de cristalografía. Un año después volvió a París, como administrador y director de la rama de ciencias de su antigua alma máter, la École Normale Supérieure. En 1862, fue elegido miembro de la elitista Academia de Ciencias (sección de mineralogía), y unos años más tarde, en 1867, tomó posesión de la cátedra de Química Orgánica de la Sorbona.