ÍNDICES

Juliana Ángel Osorno

Cuando finalmente tuve el valor de decirle que había estado equivocado toda su vida, se me durmió la lengua. Estábamos los dos de pie en la sala de su apartamento en el centro de Bogotá. Entre nosotros, una mesa. Para calmarme y poder hablar, tuve conciencia de mis dedos de los pies, uno a uno. El meñique, que siempre he tenido ñuco y feo; el siguiente; el del medio; el índice que no indica nada y que tengo más largo que el pulgar. Pensé en cada dedo con una respiración y sentí bajo mis plantas el tapete de lana de oveja que habíamos comprado en Ráquira para celebrar la muerte de mi abuela.

Desde mi posición, veía a mi papá enmarcado entre dos ventanales. A la derecha, Monserrate, iluminado como un pesebre. A la izquierda, el collar de lucecitas amarillas indicando la peregrinación de la carrera Séptima. Vivía en el centro porque era un intelectual de izquierda, pero su casa miraba al norte porque —no nos digamos mentiras, hija— el norte es más bonito que el sur. Estaba flaco como nunca, barbudo, con la camisa remangada hasta los codos. Tensos los brazos peludos que me habían abrazado tanto, y los pantalones, como siempre, demasiado grandes.

Las fotos las encontré en un baulito en el cuarto de mi abuela, cuatro días después del entierro. La llave estaba en el cajón de la ropa interior, con la que me tocó lidiar a mí por ser la única nieta. Mis tíos y primos, todos hombres, además de pocos, intentaban entender mientras tanto los libros de cuentas que había dejado mi abuelo y que, con la muerte de la abuela, habían quedado disponibles, pues ella había cuidado como un dragón todo lo que se refiriera a él.

Ese día entré a su cuarto y lo reconocí ajeno. Se me aguaron los ojos. Cualquiera que me viera, menos mi papá, pensaría que lloraba por su muerte, incluso por su ausencia, pero lo que me llenaba la nariz de mocos era el recuerdo de su presencia de piedra. De su boca nunca oí unas disculpas —aunque se las debía a más de uno, por tirana—, ni recuerdo de sus brazos un gesto más amable que pasarle la mano por el pelo a uno de mis primos. Una vez. Nunca conocí o tuve noticia de una persona tan dura como Concepción de Ulloa, la Viuda de Ulloa. Tan feo le parecía su nombre, que prefería que la llamaran por su estado civil y por el apellido de un marido muerto hace años.

De mi abuelo tengo poquísimas memorias propias. Mi papá, que siempre llamó a mi abuela la Viuda —no recuerdo cómo le decía antes de enviudar—, se refería a su padre como Papá, con mayúscula, como si fuera el papá de todos. Me habló siempre de su carácter justo y dicharachero, de su habilidad para los negocios, de cómo él —mi papá— creía que el suyo tenía secretamente tendencias socialistas, así fuera dueño de una de las mayores empresas de ladrillos del país. En los momentos más nostálgicos y bañados en ron, mi papá hablaba de Papá como un liberal intachable. Y así lo había aprendido a querer yo también, incluso a extrañar.

No sabía por dónde empezar a seleccionar las pertenencias de la Viuda, ni con qué fin. Supuse que debía hacer grupos de cosas: las de heredar, las de donar, las de vender, las de botar, las de insultar, las de rasgar, las de quemar. Por mí, lo hubiera puesto todo en bolsas de basura y me habría ido rapidito a la casa de mi papá a hablar de lo idiotas que se veían mis tíos llorando la muerte de una señora que no los había querido ni cinco. Pero me daban pesar y sentía que si me iba mi papá se quedaría sin más familia que yo. Decidí empezar abriendo el clóset para ocuparme de la ropa interior, que, como no se regala ni se hereda ni mucho menos se vende, iría inmediatamente a la basura, para mi satisfacción. El problema fue que entre el batallón de calzones blancos idénticos estaba la llave, y no puede uno encontrar una llave y no buscarle la cerradura. No es que me sorprendiera que la Viuda escondiera cosas, pero me emocionó la perspectiva de encontrarlas, de desobedecerle y hurgarle los cajones, de ver qué tenía por dentro, qué le daba nostalgia o vergüenza.

El baúl estaba en su tocador, al lado de un joyero, los dos de madera oscura y brillante, iguales al ataúd que mis tíos habían escogido para su mamá. Por un instante pensé que yo no era la indicada para abrir el cofre. Ni siquiera la había visto desnuda y ahora me disponía a escarbarle los recuerdos. Pensé en salir y decirle a mi tío Luis, que era el que más lloraba, que lo abriera él, que él sí la quería, pero una cierta náusea me advirtió que lo que podía encontrar ahí me interesaba especialmente a mí, que sólo yo podía interpretarlo virgen, sin que los otros lo editaran con la magia discursiva que convierte a los vivos despreciables en difuntos ejemplares.

Me quité los zapatos y me senté en el tapete mullido de nudos. Puse el baúl a mi lado y lo abrí. Había unas fotos y, colgada de una cadena fina, una monedita con la imagen de un san Antonio. Me sorprendió lo poco que escondía la Viuda, aunque parecía coherente con su sobriedad. Hasta sus recuerdos eran secos como un rejo.

La luz de la tarde entraba filtrada por el velo de la cortina y caía sobre la cama en la que alguna vez, ya viejos, mis abuelos habrían tenido sexo. O hecho el amor, aunque no me imaginaba quién podría hacer el amor con una persona como la Viuda. La creía incapaz del afecto, en general. Nunca se me ocurrió que el celo con el que cuidaba las cosas de su difunto marido fuera un signo de amor, sino uno de mezquindad y egoísmo.

Con las fotos en la mano, me levanté del piso y me senté en su cama por primera vez en treinta y un años. En su casa todas las visitas se hacían en la sala, sin importar el grado de cercanía o familiaridad. Algunas veces, cuando niña, dormí allá; casi todas de imprevisto. Un chofer me recogía en el colegio y me llevaba a la casona donde alguien me daba onces y me ponía a hacer tareas. Mi abuela pasaba la tarde en el estudio y yo en la mesa del comedor, esperando a que llegara mi papá a recogerme. A veces él llamaba y me explicaba que ese día me iba a tener que quedar donde la Viuda. Casi siempre se oía música al otro lado de la línea y a mi papá se le escapaban frases en letra pegada con erres largas y gangosas. En esas llamadas me amaba más efusivamente que nunca. En la casona había un cuarto para los nietos con tres camas sencillas y un papel tapiz de flores pequeñitas. Cuando dormía sola en ese cuarto me tocaba la cama del fondo y me parecía siempre inmenso, como si cada vez que parpadeara la puerta se alejara un poco más. Mi cuarto de verdad, el de la casa de mi papá, era diferente, lleno de cosas colgadas que él me traía de sus viajes por la selva, con mis dibujos enmarcados como obras de arte. Además, fotos de mis papás dándose besos reclinados en el capó de un Renault 4 y una foto de mi mamá amamantándome al lado de una quebrada en una finca de tierra caliente, semanas antes de que un infarto fulminante me dejara huérfana de madre.

Estando en la cama de mi abuela pensé en la muerte de mi papá. Parecía apropiado ponerse triste en un día como ese. El efecto del pensamiento me era conocido. Muchas veces antes había imaginado ese episodio y, en esos momentos, me sorprendía el poder que la imaginación tiene sobre el cuerpo. A veces lo atropellaban, otras veces le pegaban un tiro, lo secuestraban y aparecía botado en una zanja, otras, lo encontraba colgando pesado en la mitad de la sala. Nunca se moría de viejo o de enfermo o por un infarto súbito en medio de la noche, sin molestar a nadie, como se murieron su madre y su esposa. Independientemente de la causa o el grado de violencia, me sudaban las manos; se me apretaba la boca del estómago, como si los pulmones se me llenaran de gravilla; se me secaba la boca y la saliva viajaba por caminos diminutos hasta mis ojos, que se ponían húmedos, viscosos y salados. A veces la fantasía era placentera y me daban ganas de cagar. Una vez se lo comenté a Laura, mi mejor amiga, y a ella le pareció una técnica buenísima para lidiar con el estreñimiento. Me pregunté si mi abuela padecería ese mal venido de la buena educación, pero eliminé la hipótesis con una sacudida de cabeza.

Cuando llevaba la fantasía hasta días después de la muerte de mi papá e imaginaba su ausencia y los espacios llenos de estar sin él, me daban arcadas y pasaba horas llorando inconsolable en mi cama. Pensé por mucho tiempo que era una medida preventiva, algo como una preparación para su muerte. Laura decía que tal vez era porque no había llorado la muerte de mi mamá, y que como mi papá había hecho las veces de papá y mamá, entonces era como quedarme doblemente huérfana. Era difícil explicarle que no, que mi papá no había sido un padremadre, sino sólo un papá como cualquier otro. Mejor que muchos, pero yo sospecho que lo habría sido así mi mamá no se hubiera muerto. Yo, simplemente, no tenía mamá. Como una estrella de mar, mi papá un día se cortó las uñas, se descuidó y una se le volvió hija. Y así vivíamos, estrellas de mar hijas de nuestros padres, porque igual que yo, mi papá tampoco tenía mamá. Eso me dijo cuando yo decidí entender que las otras personas sabían que era huérfana y pensaban que debía sentirme muy triste por eso. Con trece años, y en un ataque de adaptación adolescente a la expectativa ajena, entré poco a poco en una depresión hermética que tenía a mi padre muy preocupado.

—¿A ti qué es lo que te pasa? —dijo apoyado en el marco de la puerta de mi cuarto. Había sido siempre muy respetuoso de mi espacio físico.

—No lo entenderías. Tú sí tienes mamá.

—No es necesario que tu mamá se muera para no tenerla. Yo tampoco tengo mamá.

—La abuela es tu mamá.

—No, Maya, la Viuda siempre fue la esposa de Papá. Esta vez no logré ponerme triste. Me faltaba concentración, y algo en las fotos que encontré me tenía inquieta. En una estaban jóvenes los dos, Papá y su esposa Concepción. El fotógrafo los había sorprendido bailando. Nunca imaginé que bailara, que se divirtiera y que pudiera mirar a alguien como miraba a ese joven futuro abuelo. Los dos eran suficientemente atractivos, ella menos que él, pero mostraba una sonrisa tan amplia y sincera que la convertía en la protagonista de esa escena inesperada. Tenía el pelo negro y recogido en un peinado voluminoso en la frente y redondo en la nuca, y se le escapaba una hebra sobre la mejilla. La falda amplia le daba a su cadera un aspecto maternal que nunca tuvo.

Lo miraba contenta, fascinada por ese hombre del que yo había oído siempre que era un encantador de serpientes y un coqueto patológico. Él le miraba la boca, los dientes bonitos y las comisuras ligeramente elevadas. Cualquiera que viera la foto diría que estaban enamorados como la gente que está enamorada se sabe enamorada. Parecían cómplices, además, como si entre los dos hubiera un puente invisible y sólido por el que sólo sus secretos podían transitar. Los secretos pequeñitos que comparten las personas que se quieren: las frases inconexas que remiten a una conversación feliz, los besos detrás de las rodillas y sus efectos hasta entonces desconocidos, los odios gastronómicos. Sentí envidia. Sentí nostalgia también, de esa que da por las cosas que no tuvimos y que se confunde con la otra, la que da por las cosas que anhelamos y todavía no tenemos. Sin darme cuenta estaba cómoda, arrunchada en la muralla de almohadas de la cama de mi abuela, viéndola ser feliz con un señor al que tampoco conocí y que mi papá quería mucho.

Atrás de la foto estaba escrito en una letra prolija y redonda: «Nosotros, mayo de 1940». Las otras fotos también estaban datadas, 1937, 1943, 1946, 1950, 1983. Las organicé en una fila sobre la cama, de izquierda a derecha, como mi lengua y mi escritura. La foto más antigua en la punta más zurda y la más reciente en la extrema derecha, siguiendo la imagen mental que tenemos del progreso del tiempo, de dónde empieza y en qué dirección se mueve. Para mí, habría tenido más sentido interpretar las imágenes como leyendo árabe, pues lo que yo conocí estaba más cercano al extremo derecho. Sin embargo, las costumbres se nos meten en el cuerpo como alimento y nos es difícil encontrar nuevas maneras de interpretar la irregular sintaxis que es la vida. De repente, una curiosidad irrequieta me tensionó el entrecejo y una expectativa intensa me puso alerta. La luz que entraba por la cortina indicaba que se había hecho tarde, era más roja, como la yema de un huevo campesino. Yo todavía no había hecho lo que me habían mandado a hacer. Llamé a mi papá.

—Hola, ¿terminaste? —me preguntó.

Pensé en contarle que había encontrado fotos, que mi abuela parecía haber sido feliz, pero la voz se me cortó y mentí:

—Hola, pa. No, esto está demoradísimo.

—¿Muchos corotos?

—Muchos.

—Y tus tíos, ¿siguen ahí?

—Creo que sí.

—Buscando la mina de oro, tan pendejos.

—No sé —dije con la voz chiquita. Pensé que tal vez no dependía de mí que mi papá se quedara sin más familia que yo—. Pa, hoy no alcanzo a llegar, creo que me va a tomar por lo menos dos días ordenar todo. Mañana nos vemos.

—Pues ven a comer y vuelves mañana. Qué te vas a quedar sola en esa casa tan grande.

—Es mejor. Yo veré. Es más fácil así —escupí, anticipando una discusión.

—No vas a encontrar nada ahí, Maya. No te pongas sentimental.

—No estoy buscando nada —mentí de nuevo—, sólo prefiero salir de todo de una vez.

—Tú verás. Pilas que el fantasma de la Viuda de pronto te regaña en la mitad de la noche. —Se rio y yo me hubiera reído también en otro momento, pero no pude.

—Flojísimo el chiste. Chao.

Volví a la cama.

En la foto de 1937, la Viuda de Ulloa estaba descalza, acompañada de otra mujer parecida a ella, las dos en vestidos de baño enterizos. Se equilibraban risueñas sobre una piedra. Imaginé la roca húmeda y resbaladiza por el agua que escurría de sus cuerpos. La Viuda parecía feliz de nuevo, con el pelo suelto hasta los hombros, muy negro como el mío, y una sonrisa ligera y tímida. Miraba a la cámara con atención, e imaginé que quien tomaba la foto era mi abuelo y que ella lo estaba viendo a él, que ahora era yo. Imaginé también que mi abuela me amaba, inclusive me deseaba. Y desde esa perspectiva la vi por primera vez, y su mirada era tan intensa que entendí que alguien pudiera desearla. Descubrí que sobre esa piedra mi abuela no era mi abuela y quise preguntarle cómo se había vuelto la Viuda de Ulloa, la madre ausente de mi papá y la señora a la que yo llamaba abuela por pura formalidad.

Entonces me di cuenta de que nunca le había visto los pies. Ahí estaban, activos, intentando sostenerla sobre una piedra de río. Y tenía el meñique ñuco, y el índice que no indica nada más largo que el pulgar, y las uñas redondeadas, ligeramente parecidas a garras, como las mías. Me quité las medias y me senté de manera que pude sostener la foto al lado de mis pies fríos. Eran sus pies, mis pies. Ahora era yo la que sonreía. Fui hasta el espejo sin soltar la foto y puse un cojín en el piso para que hiciera las veces de piedra. Como una niña que se pone tacones y finge ser su mamá, me subí en el cojín para que mis pies fingieran ser los pies de mi abuela. Y lo fueron. Con los tendones marcados y los dedos agarrándose a la superficie blanda aquí y dura allá, nuestros pies se volvieron anchos y fuertes, algo masculinos, feos. Una vez me acosté con un tipo que me dijo que tenía pies de proletaria. Me lo dijo para no decirme que tenía los pies feos, que es lo mismo que tenerlos de pobre, y me lo dijo también para dejar claro que él era un intelectual y que lo proletario, al igual que el bigote de Frida Kahlo, le parecía bello, aunque no bonito. El recuerdo me dio risa; supuse que a mi abuela le hubiera gustado esa breve historia.

Yo no tenía el cuerpo de mi mamá. Ella era delgada y caderona, muy blanca y con pecas. De ella heredé la nariz recta y larga, pero el resto siempre me hizo sospechar que había sacado el cuerpo de mi papá. No tengo mucha cadera —a decir verdad, ninguna—, y los hombros anchos se los debía a la natación en época de desarrollo. Eso me había dicho la última exesposa de mi tío, el que más lloraba: «Deberías haber dejado de nadar, así no te habrían crecido los hombros de esa forma». Me recomendó ejercicios para aumentar la cadera, o la maternidad. Hasta hoy no le he hecho caso: lo primero me da pereza y a lo segundo le tengo miedo.

Pero no era la natación, era mi abuela, que como yo tenía los hombros fuertes y las caderas perdidas. En su vestido de baño parecía un niño con pelo largo y cara de mujer, así fuera una jovencita de diecisiete años. Me quité la ropa y cerré la puerta con llave. No me imaginaba la cantidad de explicaciones que tendría que dar por estar semidesnuda en el cuarto de una persona que, además de muerta, nadie salvo mi abuelo había visto recién levantada. Mis tíos creerían que le estaba profanando el cuarto a la Viuda, por orden del hijueputa de mi papá que no respeta nada.

El espejo me devolvía una imagen ampliada de Concepción de Ulloa. Los genes germanos de la familia de mi mamá hicieron que todo lo que era ligeramente tierno en mi abuela se viera tosco y desproporcionado en mí. Mis brazos parecían los de un gimnasta olímpico, lo que sólo acentuaba la línea recta que llevaba a mi cadera, que, aunque angosta, vestía pantalones talla dieciséis. Ahí estaba yo, en calzones y brasier, subida en un cojín, mirando mi reflejo diagonal, bajo una luz difusa y pareciéndome mucho y muy poco a una persona que nunca conocí y sin la cual yo no podría estar viéndome en ese momento tan parecida a ella. Y, sin embargo, mi papá insistía en que éramos estrellas de mar. Tal vez si la hubiera visto feliz, pensé.

Afuera se oyó la puerta del frente. Nadie sospechó que yo siguiera en la casa, supuse, o querrían dejarme tranquila o, por el contrario, querrían escabullirse con su duelo sin oír de boca mía los comentarios ácidos de mi papá. Agradecí. No sabría cómo lidiar con ellos, todos hombres, además de pocos. Me habría sentido obligada a, quizá, compartir mis hallazgos. Oí puertas de carros y motores arrancando, y después, el silencio. Mi abuela había tenido siempre la fortuna de vivir en un barrio muy tranquilo, o el capital para hacerlo. Cuando yo era niña y dormía en su casa, podía saber cuántas horas faltaban para que alguien me levantara y me diera desayuno siguiendo el sonido de la moto de la ronda de seguridad que pasaba cada hora.

Las fotos de 1943 a 1950 eran tres retratos de familia. Uno por cada hijo nacido. Atrás de cada una, en la misma letra redonda, los nombres del mayor al menor: Luis, Arturo, Antonio. En la de mi tío Luis, mi abuela lo sostenía sentada en una poltrona de tejido claro. Era un bebé regordete enrollado en mantas. Mi abuelo estaba de pie al lado izquierdo de la silla, el derecho de la foto. Concepción de Ulloa, después de concebir por primera vez, estaba regordeta también. Se veía más infantil por los cachetes rellenos, como una niñita jugando a las muñecas. Se veía contenta, muy bien sentada con su retoño en los brazos, y la mano protectora de su marido en el hombro. En la pared del fondo, un espejo en el que, muy hábilmente, el fotógrafo había logrado no aparecer.

El cambio en la foto del 46 era evidente. Mi abuela parecía cansada. Mi tío Luis ya tenía facciones propias y estaba entre la poltrona y su mamá, que ahora era quien estaba de pie al lado derecho. Sentado, mi abuelo sostenía un bebé que ya mantenía la columna erecta: el tío Arturo. Concepción, todavía no viuda, estaba flaca y pequeña, como en sus fotos de joven, pero su cara de niña se había desvanecido. Las mejillas redondas dieron lugar a unos pómulos altos, y sus cejas, que antes parecían coquetas y elásticas, estaban fijas en una línea recta.

Faltaban cuatro años para que mi papá le naciera a una mamá que no le pondría la menor atención. No quise explorar su foto todavía. Tenía hambre, y por primera vez sospeché que quizá mi papá estuviera equivocado. Con algo de tristeza reconocí que nunca había pensado en mi abuela como un individuo, una mujer con deseos, gustos y contradicciones. La había pensado toda la vida en función de mi papá, o en función mía, y en esos dos papeles siempre se había rajado. Me vestí de nuevo y fui a la cocina, que olía a Clorox. Recordé la época en que hacía natación y pensé en Laura, que me había estado llamando en esos días por la muerte de la Viuda, y me acordé de su abuela, que seguía viva, aunque malísima.

Laura y su abuela pasaban varios días a la semana juntas y los jueves después de natación iban a tomar onces a una cafetería en La Soledad, donde ya las conocían y se sentaban, frente a frente, cerca de una ventana que daba a un jardincito trasero. La luz de la tarde les hacía brillar como escarcha los pelos chiquiticos y rebeldes que se levantaban ingobernables. Pedían buñuelos y los hacían rebotar sobre los platos para probar su frescura. Si no rebotaban, los devolvían y ahí empezaba el ballet de las meseras, que prometían que los habían hecho ese mismo día y se reían, y la abuela de mi amiga reclamaba y se reía al mismo tiempo y a todo el mundo le parecía chistosísimo que manosearan los buñuelos para entretener a la niña. Con la luz de la tarde y los pelos brillantes, la escena se convertía rápidamente en una propaganda de La Fina para el día de las madres, que era también el de las abuelas. A mí me invitaron una vez, por pesar, porque mi papá se demoró en llegar a recogerme después de natación.

La abuela de mi amiga era una mujer gordita, en diminutivo, porque no tenía obesidad, sino una gordura aceptable y deseable para una abuela. Tenía el pelo nebuloso y suave, la piel sedosa, dejaba un aura de flores secas cuando uno la saludaba y tenía cara de que su casa olía a ponqué. La casa de mi abuela olía a limpio, a caldos, sopas y arroz con habichuelas.

La misma semana que mi amiga me invitó a las onces con su abuela, yo tuve que ir a donde la mía después del colegio. Las comidas en su casa nunca eran silenciosas y con frecuencia había algún tío mío en la mesa y las empleadas se sentaban a comer con nosotros también. Mi abuela siempre preguntaba sobre el colegio, las notas, y si estaba leyendo. En sus preguntas nunca parecía haber genuina curiosidad, sino una serie de temas que debían estar de acuerdo con alguna lista mental suya.

—¿Cómo te fue en el colegio?

—Bien.

—¿Las notas?

—Bien.

—¿Estás leyendo?

—Sí.

—¿Qué?

La vorágine.

—¿Todavía?

—Sí.

Silencio. Aquel día compartí un poco más.

—Conocí a la abuela de mi amiga Laura esta semana.

—¿Cuál amiga Laura?

—Mi mejor amiga.

—¿La que nada?

¿Cómo explicarle a mi abuela que todas mis amigas de natación nadaban? Estuve tentada a dedicarme a mi arroz con habichuelas, pero perseveré.

—Sí. —Respiré hondo y, sin parar, disparé—: Ellaysuabuelahacenrebotarbuñuelos.

—¿Qué?

—Hacen rebotar buñuelos —repetí bajito.

—Qué estupidez.

Mi abuela cerró la conversación con ese broche de hierro y pasó a charlar con mi tío que la quería, o con Arturo, el otro. No me acuerdo. Yo me dediqué a preparar bocados de arroz con zanahorias para pasar el sabor a basura de los que tenían sólo habichuelas. Me dediqué también a ponerme brava porque no le interesara la razón para hacer rebotar buñuelos. Entonces le habría explicado la hipótesis de la frescura del buñuelo y su coeficiente elástico. Hoy le explicaría que era un juego que tenían para reírse juntas, mi amiga y su abuela. Un ritual que las transportaba todos los jueves a un comercial de La Fina.

Tenía que llamar a Laura, tal vez visitar a su abuela que olía a flores. Pensativa, traté de hacer rebotar la mogolla que me estaba comiendo, pero golpeó con fuerza el plato y las migas salieron volando sobre la mesa. Mi abuela había tenido razón, una estupidez. Con las fotos en el bolsillo fui a la sala y me paré frente a la poltrona, que no había salido de su lugar. El espejo seguía en la pared, lleno de esos pequeños hongos que hacen que los reflejos tengan la apariencia de recuerdos ajenos. Jugué un poco a perderme como el fotógrafo, a aparecer y desaparecer en las fotos familiares, a ser protagonista o narrador, o protagonista y narrador como Velázquez en Las meninas. La comparación me pareció exagerada. Otra estupidez. El espejo me devolvió una imagen familiar. Una mujer joven, con los cachetes todavía llenos y una expresión jovial. Aunque despelucada y pálida, me veía atractiva, como Concepción de Ulloa antes de concebir. Sentí pena.

La foto de 1950 le daba la razón a mi papá y también a mi abuela. En ella, Antonio Ulloa, sentado en la rodilla izquierda de su papá, debía tener alrededor de diez meses y miraba a la izquierda, hacia la cocina de la que yo acababa de salir. Con un codo apoyado en la otra rodilla, Arturo tenía como siempre una vaga expresión de indiferencia. El abuelo, que aún no lo era, miraba fijamente a la cámara y sonreía: encantador de serpientes. Tenía los ojos cansados y el botón de la camisa abierto. Por un momento sospeché que fuera una fotógrafa quien se escondía del espejo y que era a ella a quien seducía: coqueto patológico. Luis, el mayor, miraba a la cámara con un puchero y los ojos brillantes, y con una manito estirada tocaba apenas la falda de su mamá, que miraba a la derecha, hacia el estudio, como si algo o alguien hubiera llamado su atención justo en el momento de la obturación. Concepción tenía un sastre azul plomizo que le ceñía el cuerpo masculino y el pelo muy apretado en una moña sobre la nuca. Comparándola con la foto anterior, su mirada no era dura, no se veía brava ni cansada o incómoda, sino ausente. Parecía perdida en un rico mundo interior. La admiré, aunque también me dio tristeza mi papá chiquito, estrella de mar.

Era tarde y la ronda de seguridad ya había pasado tres veces desde que mis tíos se habían ido. Fui al cuarto del papel tapiz con flores pequeñitas, me quité la ropa y me metí en una de las camas. Las sábanas estaban heladas y, así como el cuarto, la cama me pareció diminuta. Habían pasado muchos años desde la última vez que dormí ahí. Oí la moto una vez más antes de caer en un sueño pesado y cómodo. Cuando me desperté, la luz entraba renovada por el corredor y sospeché que era tarde. Volví a la sala.

La última foto era la más curiosa. En ella, Concepción de Ulloa estaba sentada en el estudio de Papá, detrás de la mesa pesada, casi perdida en la silla de cuero ergonómica. No miraba a la cámara. Incluso podría uno decir que no sabía que había una cámara y parecía que alguien la hubiera pillado masturbándose. Aunque menuda, inundaba la foto con su presencia y con una sonrisa conectada e intensa. Tenía en una mano una revista The Economist y en la otra un lápiz que se apoyaba en la comisura alegre de la boca. La mesa estaba enterrada en documentos y libros de cuentas. El fotógrafo voyerista, que cinco días después de su muerte era yo, la veía hacer algo que le daba placer. Aunque estuviera igualita que siempre, de punta en blanco y con el pelo como un casco de donde ninguna hebra osaba salir, la disposición de su cuerpo y la concentración emocionada en sus ojos la hacían parecer joven, como en la foto del río. Aunque vestida, me la imaginé desnuda, apoyando las nalgas frías en el cuero viril, aterciopelado y caliente. Me parecía verla con una pierna reposada en el escritorio, de lado, la pantorrilla y el talón apoyados en el borde de la mesa. Los pies proletarios. Atrás de la foto se leía: Antonio, 1983.

Fui al estudio. Las paredes estaban tapizadas de libros de cuentas de cuero verde oscuro con fechas doradas. Escogí uno de 1987, el año en que murió mi abuelo. En él, todo estaba escrito en la letra redonda y prolija que conocí en las fotos. Fui un poco más atrás, 1975, y encontré la misma letra prolija. En las márgenes, anotaciones como hormigas acerca de las fluctuaciones de la bolsa. En el 63 habían hecho la transición. Ahí estaban los dos, la letra estirada y apretada de Papá y la caligrafía de profesora de primaria de la futura Viuda de Ulloa.

Me pregunté cómo no pude darme cuenta de todo eso antes, mientras mi abuela estaba viva y pasaba horas en el estudio; mientras mi papá se quejaba de la antipatía de su mamá, sin hablar nunca de ella. De lo que ella era, o lo que quería o lo que disfrutaba. Ese día, separé sus pertenencias con cuidado y afecto. Dejé cosas en montoncitos para mi tío Luis. Estiré su cama y dejé la muralla de almohadas como la había encontrado. Al final de la tarde, salí con las fotos y el san Antonio en el bolsillo.

Llegué a donde mi papá y lo encontré oyendo Rolando Laserie y tomando ron. Se estaba poniendo el sol. Acepté un vaso con hielo y nos sentamos en el sofá. Le mostré la foto del 83.

—¿Te acuerdas de cuando tomaste esta foto?

—A ver… Sí, la tomé con la Nikon que me regaló Papá unos años antes. Me la trajo de los Estados Unidos.

—¿La abuela fue con él?

—Supongo que sí. Siempre iba. Nos dejaba para que nos cuidaran las empleadas y se iba a acompañar a Papá.

—Pero y cuando tomaste la foto, ¿te acuerdas?

—Estaba haciendo un curso en la universidad. La revelé en el laboratorio, había unos equipos buenísimos. Incluso por esos días intenté convencer a Papá de que me dejara montar un estudio en la casa, pero conocí a tu mamá y nos enamoramos, y a mí se me pasó la goma de la fotografía. Me dio la goma de tu mamá.

—Ya, pero ¿y la abuela?

—¿La Viuda? ¿Qué pasa con ella?

—¿Por qué le tomaste la foto?

—Había una luz bonita. Ese estudio siempre fue el lugar mejor iluminado de la casa. ¿De dónde sacaste la foto?

—La guardó la abuela. Incluso puso el año y tu nombre atrás.

Mi papá cogió la foto y la volteó.

—Antonio, 1983 —leyó. La botó en la mesa y se levantó para darle la vuelta al LP.

Su arrogancia me dio asco. No entendía nada, el pobre, o no quería entender. Recogí la foto y me levanté, dispuesta a irme. Pensé en encontrarlo colgado en la mitad de la sala o botado en una zanja y no quise llorar. Me dio asco el pensamiento también. Ahí estábamos los dos de pie en la sala de su apartamento. Entre nosotros, la mesa. En mi mano, la foto. Mis pies activos y la lengua hormigueante.

Juliana Ángel Osorno

(Bogotá, 1989). Es lingüista de la Universidad Nacional de Colombia y magíster en Lingüística de la Universidad de São Paulo. Vive en Brasil, donde escribe, enseña y cursa un doctorado en el que investiga sobre narrativas y lectura. Sus textos han aparecido en For Magazine y VICE.