Prólogo

El presente diccionario ha nacido de la necesidad. Como todos, sin duda. Y como todos ha adquirido el vicio de lo caprichoso y lo arbitrario: es parcial. Pero cuando hablo de una necesidad, me refiero primordialmente a la propia. Una necesidad que se volvió urgencia hace ya más de una década, cuando empecé a interesarme por la literatura popular argentina –en especial, por las poéticas del tango y del, quizá mal llamado, rock nacional–. En el primer caso me topé con el lunfardo; en el segundo, con un léxico nuevo (¿neolunfardo?), que en gran medida yo mismo conocía y utilizaba, y que rápidamente iba ocupando un lugar en el habla coloquial del Río de la Plata. Fue entonces cuando se me hizo evidente la falta de un lexicón actualizado y amplio de nuestra habla popular, que además pudiera responder a las inquietudes etimológicas de sus lectores.

Comprobé en ese momento que existían ya algunas decenas de diccionarios del lunfardo, pero que, salvo contadísimas excepciones, resultaban verdaderamente deficientes. O bien son reducidos, sin aspirar a ofrecer un panorama completo, o bien son innecesariamente voluminosos, plagados de palabras del español corriente. En algunos casos, como reflejo de los prejuicios culturales y sociales de sus propios autores, presentan un léxico estratificado en inamovibles niveles de lengua (familiar, popular, delictivo, grosero, etc.), que resultan casi siempre sumamente discutibles y hasta precarios.[1] En muchos otros, encontré una indisimulable falta de coherencia en la notación, cuando no errores flagrantes.

Esta comprobación empírica fue la que me impulsó a proyectar la preparación de un Diccionario etimológico del lunfardo, inexistente hasta hoy, a pesar de los esfuerzos de unos pocos lexicógrafos por incluir etimologías en algunos de los artículos o lemas de sus diccionarios. No obstante, es menester aclarar que, si bien el fin último de este trabajo ha estado en la búsqueda y determinación del origen de los términos lunfardos, el resultado de la investigación –es decir, el diccionario terminado– incluye las acepciones de las palabras, ya que también en este punto, creo, se pudo realizar un valioso aporte, al ampliar la tarea de mis predecesores. La premisa que me guió fue entonces la de ofrecer una obra de fácil acceso para el público en general, pero sin que dejara de tener el rigor científico que cualquier especialista podría requerir.

Así pues, partiendo de una minuciosa ignorancia –pero también de un afán de sistematización crítica y coherente–, me he propuesto, al encarar esta tarea, una serie de objetivos que espero hoy se cumplan de manera adecuada. Ellos son:

1) actualizar el léxico lunfardo en dos sentidos: con nuevas acepciones de palabras ya conocidas y con términos sin registro lexicográfico hasta la fecha –ni en diccionarios de lunfardo ni en vocabularios de voces familiares, vulgares o delictivas de la región del Río de la Plata–, la mayor parte de ellos aparecida en las últimas dos décadas;

2) reunir, y en muchos casos reordenar, un corpus extenso, pero a la vez despojado de los llamados seudolunfardismos;

3) contener los más importantes descubrimientos en materia lexicográfica y etimológica hasta el presente en el campo del lunfardo; y

4) ofrecer la mayor cantidad posible de etimologías, lo que sin duda ha constituido el objetivo principal.

Creo necesario, antes de hacer toda otra precisión, definir los alcances del término lunfardo, inexplicablemente tan difusos todavía para algunos estudiosos y para el común de la gente a causa del vigente prejuicio del origen y naturaleza delictivos de este argot (como es sabido, lunfardo en su origen significa “ladrón”). Hace años que se considera superada aquella miope definición de Borges acerca de él: “es un vocabulario gremial como tantos otros, es la tecnología de la furca y de la ganzúa”.[2] Ya ha sido largamente demostrado que las opiniones de los primeros compiladores del léxico lunfardo (Benigno Lugones, Luis M. Drago, Antonio Dellepiane), ubicados a fines del siglo XIX, eran si no incorrectas, al menos parciales, cuando destacaron su naturaleza delictiva, como resultado seguramente de una deformación profesional, por ser los tres criminalistas o policías. Por otra parte –aun concediendo el beneficio de la duda–, resulta hoy evidente que la cuestión debe ser encarada con un criterio diacrónico, puesto que “la génesis de un argot no puede ni debe ser el único criterio para juzgarlo, con omisión de su posterior desarrollo”.[3]

Es así que llamo sin más lunfardo a la expresión del habla coloquial rioplatense, es decir que se trata de un conjunto de vocablos y expresiones no considerados en el terreno académico, i. e. no registrados en los diccionarios del español corriente, que desde ya no constituyen de por sí una lengua o idioma, pues su flexión y su sintaxis se corresponden con las del español. Como señaló José Gobello, la mayor autoridad en el tema, hace casi cuatro décadas: “ya no llamamos lunfardo al lenguaje frustradamente esotérico de los delincuentes sino al que habla el porteño cuando comienza a entrar en confianza”.[4]

Sin embargo, con los años, esta definición de lunfardo le pareció a Gobello demasiado imprecisa, y ensayó otra, más amplia y descriptiva, que transcribo a continuación:

“repertorio léxico, que ha pasado al habla coloquial de Buenos Aires y otras ciudades argentinas y uruguayas, formado con vocablos dialectales o jergales llevados por la inmigración, de los que unos fueron difundidos por el teatro, el tango y la literatura popular, en tanto que otros permanecieron en los hogares de los inmigrantes, y a los que deben agregarse voces aborígenes y portuguesas que se encontraban ya en el habla coloquial de Buenos Aires y su campaña, algunos términos argóticos llevados por el proxenetismo francés; los del español popular y del caló llevados por el género chico español, y los de creación local.”[5]

Esta nueva definición pone el acento en el hecho de que el lunfardo es básicamente un repertorio de términos inmigrados –en especial, originarios de las distintas lenguas de las penínsulas itálica e ibérica–, lo cual lo diferencia de otras hablas populares del mundo, como el cant inglés, el gergo italiano, la giria brasileña, el slang norteamericano, el argot francés, el Rotwelsch alemán o el caló español. Todos ellos son repertorios léxicos creados por el pueblo al margen de la lengua general, pero que básicamente se componen de términos que pertenecen a esa misma lengua. He aquí lo que haría del lunfardo un fenómeno lingüístico único. Con todo, si se hace hincapié solamente en esta característica, se corre el riesgo de pensar que el lunfardo es cosa del pasado y que, una vez extinguido casi por completo el flujo inmigratorio a nuestro país, debió cerrarle sus puertas a todo vocablo surgido con posterioridad –el cual, forzosamente, pasaría a ser estigmatizado con la bastarda condición de poslunfardismo–.

Claramente, esto no es así. En efecto, el lunfardo se conformó en su origen con términos traídos por la inmigración, pero en modo alguno es un vocabulario cerrado, después del cual, en orden cronológico, surgió otro. El lunfardo es uno solo, y ese espejismo del neolunfardo mencionado antes –y que yo mismo padecí– es exactamente eso: un espejismo, una separación arbitraria que no hace más que complicar las cosas y duplicar el problema. Simplemente aquel “viejo” lunfardo en las décadas sucesivas se vio ampliado con generosidad por medio de palabras provenientes de diversos ámbitos, casi todas ellas de creación local, y sobre la base de la lengua española.[6] El lenguaje del fútbol y el del turf, las jergas de diferentes oficios o profesiones, los ambientes de la droga, el terrorismo y la represión, el mundillo del rock y de las “tribus urbanas”, la jerga del psicoanálisis, la del boxeo, la del automovilismo, la radio y la televisión, todos ellos han aportado al lunfardo, en mayor o menor medida, una cantidad innumerable de vocablos, extendidos ya a todo el espectro social de buena parte del país. Incluso, en los últimos tiempos, la televisión por cable se ha constituido en propagadora de muchos de estos términos.

Esta difusión del repertorio lunfardo fuera del ámbito de la ciudad de Buenos Aires y sus alrededores fue entrevista –y, si se quiere, prevista– por Juan Piaggio en su artículo “Caló porteño”, publicado en 1887, donde se refiere a las voces lunfardas como “argentinismos del bajo pueblo”. El propio Teruggi califica de “indetectable” la diferencia entre lunfardismo y argentinismo. Personalmente, no tengo ninguna duda de que todo lunfardismo es un argentinismo, pero de ninguna manera podría aceptarse la viceversa. En cada provincia argentina se utilizan en la vida de todos los días términos de creación local, en muchos casos deudores de sustratos lingüísticos aborígenes, que indudablemente son argentinismos, pero no lunfardismos. Ahora bien, ¿cómo es posible entonces que términos de origen quichua o guaraní sean considerados lunfardos? La respuesta es sencilla: porque esas palabras, al igual que tantos italianismos, lusitanismos, galicismos, etc., también son inmigradas, y llegaron a Buenos Aires a través de alguna de las tantas migraciones internas que conoció nuestro país.

Lo que sí es justo reconocer es que muchas veces no resulta sencillo, frente a un vocablo cualquiera, precisar la diferencia entre argentinismo y lunfardismo.

He prestado en esta tarea especial atención a dos aspectos. En primer lugar, a la investigación etimológica de la contribución hispana al ámbito del lunfardo –sea a través del español familiar, del caló o habla popular, o de la germanía, el lenguaje de la delincuencia–, curiosamente mucho menos estudiada hasta hoy que la contribución itálica o la de otras lenguas europeas o indígenas, sobre todo si se tiene en cuenta que los españolismos son mayoría abrumadora.[7]

En segundo término, he pretendido depurar el léxico incluido en el presente diccionario, eliminando los seudolunfardismos. En efecto, muchísimas palabras consideradas popularmente lunfardas –y tristemente también por algunos lexicógrafos– no lo son. En la enorme mayoría de los casos son vocablos de la más rancia estirpe española y, como tales, aparecen en el Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua, por lo cual no son incluidos en éste. Los ejemplos son incontables. Van aquí algunos, para que más de un lector se sorprenda: espichar ‘morir’, fiambre ‘cadáver’, curda y curdela ‘borrachera’ y también, ‘borracho’, jeringar ‘molestar’, castañazo ‘puñetazo’, plomo ‘persona pesada y molesta’, guita y tela ‘dinero’, pollo ‘escupitajo’, ¡pucha! ‘eufemismo por ¡puta!’, mamarse ‘embriagarse’, mechera ‘ladrona de tiendas’, virgo ‘virgen’ y también ‘himen’, tranca ‘borrachera’, descolgarse ‘decir o hacer una cosa inesperada’, aportar ‘llegar’, lanzar ‘vomitar’, gayola ‘cárcel’, recular ‘retroceder’, autobombo ‘autoelogio desmesurado’, fritanga ‘fritada’, las expresiones de buten ‘excelente’ y al pelo ‘a punto’.

Tampoco, claro está, aparecen incluidos en la obra muchos americanismos, es decir, palabras que son utilizadas en una gran cantidad de países latinoamericanos, como por ejemplo mordida ‘fruto de cohechos o sobornos’, chivarse ‘enojarse’, pitar ‘fumar’, semblantear ‘mirar a uno cara a cara para penetrar sus intenciones’, metiche ‘entrometido’, tarascón ‘mordedura’ o rumbear ‘encaminarse’. Igualmente se excluyeron las palabras usadas internacionalmente, como ranking o gay. Está claro para mí que no son lunfardismos.

Un último agregado a esta serie de expurgaciones. Procuré también no incluir aquellos términos que bien podrían ser lunfardismos, pero que nadie usa ni reconoce, aunque ocasionalmente algún poeta lunfardesco se haya servido de ellos en su obra. Me acuerdo ahora de tres: tin ‘equipo’, utilizado por Iván Diez; telefón ‘teléfono’, del que se sirven Carlos César Lenzi en la letra del tango A media luz (1925) y mucho después Luis Alberto Spinetta, Pedro Aznar y Charly García en Peluca telefónica (1982), y salieri ‘persona que ocupa un lugar secundario respecto de otra’, ‘imitador’, usado por León Gieco en su canción Los salieris de Charly (1992).

Contrariamente al caso de los seudolunfardismos, hay palabras que pertenecen al léxico lunfardo y aparecen en el Diccionario de la Real Academia Española (DRAE) precedidas de aclaraciones como Arg. o Argent. (Argentina) o Argent. y Ur. (Argentina y Uruguay) o R. de la Plata (Río de la Plata) o Arg., Bol. y Par. (Argentina, Bolivia y Paraguay), etc. Este grupo de palabras sí está contenido en este trabajo –e incluso cuando la definición del DRAE me parece inmejorable, la adopto, consignando su inclusión en aquél con la especificación “dado por el DRAE” entre corchetes–, pues la supuesta “aceptación” de estos vocablos, al ser incluidos en el diccionario académico, no puede modificar su innata condición de lunfardismos. Ejemplos de esta serie de términos serían compadrito, pibe, empilcharse, pebete, milonguero u otario.

Es preciso hacer todavía una breve serie de aclaraciones para terminar de caracterizar esta obra y posibilitar así un mejor aprovechamiento de ella por parte del lector, a saber:

a) El presente es un vocabulario diacrónico, vale decir que incluye palabras surgidas desde mediados del siglo XIX, muchas de las cuales hoy en día no se utilizan. Sin embargo, he preferido no recurrir a la calificación “en desuso”, porque es cosa sabida que las nuevas generaciones siempre bucean en el lunfardo más antiguo y de tanto en tanto ocurre que, después de décadas de olvido, se reflotan términos, como últimamente ha ocurrido con bondi, con viorsi o con crepar. Un caso parecido, aunque no tan dramático, es el de botón y chabón, voces que se estaban perdiendo irremediablemente, pero fueron revitalizadas por el rock. Estoy pensando en After chabón, un disco de Sumo editado en 1987, que tuvo mucho que ver con la recuperación de esta palabra.

b) No he incluido citas literarias como ejemplificación de los usos por dos razones básicas. La primera es que el presente es un lexicón del habla coloquial y, si no la mayoría, muchas palabras incluidas en él carecen aún de registro literario, lo que en modo alguno las desmerece. La segunda razón es que he tratado de poner el acento en el aspecto etimológico.

c) Respecto precisamente de las etimologías, generalmente sólo se llega hasta la lengua en la que se originó cada vocablo. Al lector interesado en investigar lo que, desde el lunfardo, podría denominarse la “prehistoria etimológica” de una palabra, lo remito desde aquí a los diccionarios etimológicos respectivos de cada lengua –en el caso del español, al de Joan Corominas–.[8] Sobrepasar estos límites no ha estado nunca dentro de mis intenciones, pues habría hecho que perdiera de vista mi modesto objetivo, además de implicar de por sí una audacia de mi parte. Es posible que más de un lector se desilusione al comprobar que éste no es un “Corominas” del lunfardo, que no se consignan testimonios y tampoco se atestiguan los años de aparición de cada término. No niego que eso podría hacerse, pero un primer registro literario en modo alguno garantiza que tal o cual palabra, especialmente dentro del habla popular, haya surgido en ese momento. Como he señalado en el punto anterior, muchas voces que corren coloquialmente desde hace décadas aún no lo tienen.

d) Me he visto obligado a resolver qué tipo de lenguaje usar para la descripción de este corpus, y considero que esa decisión debe ser aclarada. No me han convencido demasiado los términos técnicos, que no reproducen cabalmente la fuerza, el verismo y hasta la violencia de muchas voces originales, sobre todo en los campos semánticos de lo sexual y lo escatológico. Por eso es que algunas definiciones pueden parecer osadas o agresivas o quizás hieran la sensibilidad de algún lector, pero si así resulta debe atribuírselo menos a mi decisión que a la realidad y a los hechos descriptos.

Por último, quisiera dejar en claro que no desconozco las limitaciones del presente diccionario. Confío en que la tarea futura, así como los comentarios y observaciones de eventuales lectores puedan aunarse para mejorarlo en lo sucesivo.

De mucha utilidad fue para mi trabajo –además del ineludible Diccionario de la Real Academia– la tercera edición del Registro del habla de los argentinos, editado por la Academia Argentina de Letras en 1997. Asimismo me he servido de varias decenas de comunicaciones a la Academia Porteña del Lunfardo, y naturalmente también de los diccionarios tomados como base para la confección del fichero original –por orden de publicación: Dellepiane, Villamayor, Gobello-Payet, Cammarota, Casullo, Dis, Chiappara, Capparelli, Escobar, Tino Rodríguez, Adolfo Rodríguez, Gobello–. Sin esta bibliografía, y especialmente sin los muy serios trabajos de José Gobello y la obra capital de Mario Teruggi, difícilmente podría haber llevado a cabo esta tarea.

Quiero, por fin, expresarles mi gratitud a Sandra Sánchez, Ángel Castello y Silvia Pérez, quienes aportaron ideas y trabajo en la preparación y depuración del fichero. También estoy en deuda con Luz Freire, a quien mucho le debo por sus precisas observaciones y sugerencias. Y vaya también un especial reconocimiento a mis alumnos, muchos de los cuales, en sucesivas ocasiones, actuaron como informantes.

Todavía en nuestro país, a pesar de la globalización, no hemos llegado a la posmodernidad: estamos aún en la submodernidad. Ojalá en los próximos años podamos preservar nuestra identidad cultural, para que ella signifique un aporte dentro del todavía inescrutable mapa del mundo que se viene. Tengo para mí la convicción de que nada como el estudio y el conocimiento del habla popular de nuestro pueblo será más ilustrativo de cómo vemos el mundo, de cómo pensamos y de quiénes somos.

OSCAR CONDE

Buenos Aires, marzo de 1998