A despecho de todo cuanto se diga sobre ella, Lucrecia Borgia era mucho más juiciosa de lo que se cree, y su verdadero amor no fueron ni su papá —el pontífice Alejandro VI—, ni su hermano, ni sus maridos, sino un poeta y cardenal que ardía por ella con pasión… platónica. Cosas como esta, y aún peores, ocurrían en la cúpula de la Iglesia católica hace cinco siglos.
Tan bella que la consideraban la mujer más hermosa de su tiempo. Tan inteligente que a menudo influyó en el poder desde sus discretos lugares de retiro. Tan infeliz que padeció varios maridos y amantes, pero quizás solo quiso de veras al que no pudo tener. Tan denostada que la llegaron a llamar “la puta del Papa”1 y “la puta más grande de Roma”. Procedía de una familia tan unida, que muchos creen que se acostó con su hermano y su papá (que también era su Papa). Aunque Lucrecia Borgia murió en 1519, es decir, hace cinco siglos, sigue cautivando a escritores, historiadores y guionistas de cine y televisión. Sobre ella se han escrito miles de páginas y, sin embargo, pocas exponen verdades rotundas, probadas. Solo chismes. Rumores. Consejas. Prejuicios. Esto es lo que llena la literatura sobre Lucrecia. Según la mejor biografía suya, escrita por Maria Bellonci, “la historia de los Borja es tan enredada que apenas surge un chisme, el chisme se vuelve sospecha y, a menos que nos sometamos a los límites de los documentos, la imaginación se desborda”. Oculto tras la imaginación desbordada y la avalancha de mala prensa se encuentra el verdadero amor de Lucrecia. Trátase de Pietro Bembo, un famoso poeta, cardenal y lingüista diez años mayor que ella con quien mantuvo durante largo tiempo una relación apasionada (“tórrida” es el adjetivo que más usan los historiadores, porque dice mucho pero no dice nada). Pero —¡qué frustración!— con muy escaso contacto físico. El romance de Lucrecia y Bembo, prolífico en cartas picaronas y sonetos de azucarado sentimentalismo, es uno de los amores más curiosos y conmovedores del Renacimiento. Pero la Historia, por andar buscando parientes entre las sábanas de Lucrecia, se perdió la oportunidad de registrar uno de esos romances sublimes que solo se dan entre poeta y musa: Dante y Beatriz, Petrarca y Laura, Isabel y Garcilaso, Lope y Amarilis, Quevedo y Filis…
Una característica de la Italia renacentista (que entonces ni siquiera era Italia sino una suma de ciudades-Estados y pequeñas repúblicas) fueron las luchas entre familias. En la novela histórica que escribió sobre los Borgia, el autor de El Padrino, Mario Puzo, observa: “El país que conocemos como Italia aún no existía. Dentro de los límites de la bota, el destino de cada país era regido por rancias familias, reyes, señores feudales, duques u obispos”. Unas veces como aliadas y otras como rivales, se la pasaban conspirando los Sforza, los Della Rovere, los Orsini, los Savelli, los Borgese, los Visconti, los D’Este, los Colonna, los Médici, los Farnese, los Borgia… Estos y otros pocos clanes protagonizan buena parte de la historia de aquella época; el resto del relato lo inventaron ellos mismos con sus calumnias, inquinas, mentiras, venganzas y leyendas2. Otra característica del lugar y el momento era la corrupción en todos los órdenes, desde los altares hasta las camas. “En Roma todo tenía un precio; con suficiente dinero se podía comprar iglesias, perdones, bulas e incluso la salvación eterna”, comenta Puzo.
En el caso de los Borgia confluyen mitos e historias verdaderas, como las de ciertas orgías acerca de las cuales me extenderé más adelante. Gran parte de la pésima fama que ha acompañado durante siglos a Lucrecia se debe a la campaña difamatoria que emprendieron contra ella y su parentela los Sforza luego de que pelearon con la familia de su padre.
Esto no quiere decir que los Borgia fueran un modelo de virtudes. Aceptémoslo: los Borgia eran raritos. Aceptemos algo más: en aquellos tiempos —segunda parte del siglo XV y principios del XVI— eran raritos todos los influyentes de Europa, la llamada “cúpula del poder”. Por conservar o aumentar el poder trenzaban los más retorcidos casamientos y se metían en los más absurdos líos de alcoba. Y aceptemos un tercer hecho: los más raritos eran los Papas, cardenales y príncipes de la Iglesia. Para empezar, no se veía como algo anormal que los religiosos tuvieran novias, amantes, esposas e hijos. Los hijos de curas, obispos y cardenales no producían escándalo. Dice Bellonci: “Eran como los de un príncipe”. Ni siquiera sorprendían los hijos del Papa. Miren ustedes la hoja de vida de algunos de los sumos pontífices de los tiempos de Rodrigo Borgia, el padre de Lucrecia, que subió al trono como Alejandro VI:
Pío II (Papa de 1458 a 1464) tuvo al menos dos hijas naturales… Paulo II (de 1464 a 1471) no tuvo hijos pero, según versiones, gozaba de un paje predilecto que le hacía el ora pro nobis. Murió porque se atoró con una fruta. O con el paje… Inocencio VIII (de 1484 a 1494) tuvo dieciséis hijos y fue buen colocador de parientes; por ejemplo, nombró cardenal al hermano de su nuera, cuando era apenas un niño de trece años… Julio II (de 1503 a 1513) tuvo varios hijos con una aristócrata romana de la que finalmente logró zafarse gracias a que le consiguió marido3… Pero la verdadera plaga no eran los hijos, las amantes ni las esposas, sino los sobrinos. Abundaban, y el Papa de turno se esmeraba en darles puestos a todos. Pío II, Inocencio VIII, Sixto IV (de 1471 a 1484) y Calixto III (de 1455 a 1458) fueron famosos agentes de empleos de su parentela, hasta el punto de que los nepotes (sobrinos o nietos, en italiano) dieron origen a la palabra nepotismo. El Diccionario de la lengua española define así a nepote: “Pariente y privado del Papa”. La influencia de la Iglesia ha conseguido que se extienda también a la política y la empresa privada.
Justamente Rodrigo Borgia (alias Alejandro VI, como he dicho atrás) y su hermano Luis, nacidos ambos en Valencia, España, alcanzaron el capelo cardenalicio gracias a su tío Calixto. Y con el arribo de Rodrigo al papado cuando tenía sesenta años llegó también una de las épocas más debatidas y escandalosas de la Iglesia católica. Concubinas, orgías y otros escándalos de los que nos ocuparemos luego. Es justo reconocer, empero, que fue un excelente Papa en materia de doctrina y de fe. De acuerdo con Bellonci, “estaba dotado de buen cerebro, físico sobresaliente, enorme poder de atracción, inteligencia para los asuntos de Estado, dominio de los asuntos jurídicos y eclesiásticos y aguda mente política”. Hablaba varios idiomas, empezando por el catalán4; patrocinó las artes, tuvo fama de melómano y le encantaban las mujeres y los niños. Sobre todo los niños que le daban sus mujeres, pues llegó a tener siete críos. Se vio forzado a guerrear contra los franceses (casi siempre en la historia universal hay alguien que pelea contra los franceses) o golpear a los turcos (casi siempre hay alguien que quiere golpear a los turcos), ya que en esos tiempos los Papas comandaban ejércitos. Fue buen guerrero. También fue buen componedor, y a él se atribuye la poderosa alianza entre Isabel de Castilla y Fernando de Aragón. En fin, “uno de los hombres de Estado más astutos, más hábiles y más avisados que han gobernado la Iglesia”, según apunta el historiador Fred Bérence. En lo demás… sexo, droga y rock-and-roll. Es decir, orgías. O sus equivalentes renacentistas.
Antes de volverse italiano, el apellido original de Rodrigo era Borja. Borja, como aún hay muchos en los directorios telefónicos. En realidad, lo que no hay son directorios telefónicos. Procedía, ya lo señalé, de la tierra de las paellas5 y tuvo cuatro hijos con una de sus amantes, Vanezza del Cattanei, italiana entrada en carnes que, como se dice ahora, “manejó” cuatro maridos y le vio la cara a Dios en el lecho bajo el peso de dos Papas: Alejandro VI y Julio II. Vanezza era propietaria de una cadena de albergues, lo que en nuestro tiempo sería empresaria de moteles. Adjudicó a su primer esposo la paternidad de dos hijos —Pedro Luis y César—, pero todo el mundo sabía quién era el verdadero padre, entre otras cosas porque resultaron idénticos a él y se apellidaban Borgia. Luego nacieron Juan, Lucrecia y finalmente Godofredo, que se cambió el nombre a Joffré, como si aspirase a jugar en la Selección Colombia. Misiá Vanezza procreó al menos otro hijo por su lado, es decir, por un lado que no era el de Rodrigo. En fin, toda una santa. El propio Alejandro, aparte de los cinco vástagos con la señora de los estaderos, “generó” —como dicen ahora los emprendedores— dos hijas a quienes se identifica como “de madre desconocida” y acunó una más, producto de su amantazgo con Julia Farnesio, cercana amiga de Lucrecia desde la infancia. En realidad, no se sabe si el bebé era de Alejandro o de Ursino Orsini, un tipo distinguidísimo con quien se casó Julita a los quince años, pues, al parecer, la muchacha le ponía los cuernos al Santo Padre con su legítimo esposo6. Para complicar aún más la ensalada de Papas, hay que tener en cuenta que Julia fue hermana del pontífice Paulo III y que su hija Laura casó con un sobrino de Julio II, sobrino, a su turno, de Sixto IV. En las fiestas de familia las tiaras no dejaban campo a los sombreros en las perchas. Resulta triste admitir que, al mismo tiempo, abundaban también las espadas pues, por culpa de una mala interpretación del evangelio, se imponía en la cúpula de la Iglesia el “odiaos los unos a los otros”. En efecto, Julio combatió a los Borgia con mucho más denuedo que al pecado.
Digamos algo más sobre la joyita de familia que le tocó a la pobre Lucrecia. Al hermano mayor, Pedro Luis (1458-1491) lo detestaba todo el mundo y en especial los árabes, pues luchó contra ellos en España. Muerto Pedro Luis, su hermano Juan recibió dos herencias suyas: 1) El título de duque de Gandía y 2) Misiá María Enríquez, viuda del difunto. El segundo en la lista, César (1475-1507), inspiró a Maquiavelo su obra El príncipe. Fue campeón en conquistas amorosas, paladín de violencia y factótum de corrupción. Jacob Burckhardt, especialista en el Renacimiento italiano, resume la hoja de vida de César Borgia en algo más breve que un trino: “Combinaba cualidades fuertes y brillantes con ambición, avaricia y sensualidad”. Renunció a ser cardenal por seguir la carrera militar y luego la de intrigante político. Fiel al cuarto mandamiento (“Honrar a padre y madre”), ejerció poderosa influencia sobre su taita y protegió a su hermanita. Pero poco obedecía el quinto: “No matarás”. Se le acusa, entre otros, de haber dispuesto la muerte de un amante de Lucrecia. A César lo asesinó una pandilla vinculada a una familia rival. Se había librado en agosto de 1500 de un atentado a flechazos dispuesto, según parece, por el esposo de Lucrecia, que atribuía a César la paliza que le propinó antes una jauría de mendigos en el atrio de la iglesia de San Pedro. El cuñado, aún convaleciente de la muenda de los pordioseros, apareció estrangulado pocas semanas después. Juan (1474-1497), pendenciero y fanfarrón, llegó a desplegar veintidós títulos detrás de su apellido. Cuando apareció acuchillado en el río Tíber una noche de junio, la opinión pública se dividió: unos sostenían que lo había mandado matar su hermano César, con quien no se llevaba bien, y otros que el homicida había sido su hermano Joffré (1481-1516), al descubrir que Juan se acostaba con su esposa (es decir, la esposa de Joffré). Lo cierto es que una noche Juan salió a caminar por las calles romanas después de una cena en casa de mamá y no volvió nunca.
Lucrecia era la única hembrita en este peligroso grupo de varones. La nena era divina desde su nacimiento. Rubia, de ojos azules y piel blanquérrima, parecía concebida para anunciar talco de bebés. Como vimos, parte de su familia —la rama Borja— era española, pero ella nació el 18 de abril de 1480 en Subiaco, municipio vecino de Roma. Allí la criaron primero la mamá y luego Adriana de Mila, una española prima del Papa papá, y las monjas dominicas. Vanezza, su progenitora, alimentola generosamente con dos tetas formidables que Dios le dio, pero que no heredó su hija. Desconcertada, así describió la mamá a la niña cuando esta llegó a la adolescencia (juro que es verdad): “Sus teticas no son las de una verdadera madre. Deberían servir para nutrir a sus hijos y son solo un adorno en el pecho”. Nadie sabe para quién trabaja y nadie puede decir de esta leche no beberé, pues el retrato más famoso de Lucrecia la muestra vestida de blanco y con una mamila al aire. La izquierda. No es un tetón voluptuoso, pero sí un pecho muy moderno, aerodinámico y tierno. El pintor, Bartolomeo Veneto, lo tituló Retrato de Flora, pero los expertos no dudan de que se trata de la Borgia. Con el paso de los siglos se han rendido muchos honores a la hermosa romana: pinturas (como la de Veneto), poemas, novelas, películas, series y por lo menos una ópera. El más curioso homenaje se debe al vaquero, cazador y farandulero norteamericano William Cody, alias Búfalo Bill (1846-1917), que bautizó Lucretia Borgia a su mejor rifle… dizque por lo esbelto. Con él aniquiló a 4.282 bisontes en apenas dieciocho meses7. En el siglo XIX sus compatriotas mataron cincuenta millones de bisontes (juro que es verdad) y por poco extinguen la especie. Pese a todo, Búfalo Bill “era conocido como conservacionista” (Wikipedia) y en nuestros tiempos seguramente habría formado parte de alguna asociación enemiga de la fiesta brava.
Le pusieron Lucrecia, en memoria de la famosa romana, casta por antonomasia, que prefirió suicidarse cuando la violó el hijo del rey. Sería mentira decir que Lucrecia constituye ejemplo de castidad, como su legendaria tocaya, pero la realidad de su conducta sexual está muy lejos de los desórdenes que le atribuyen. Casó cuatro veces o, mejor, tres y media, y es preciso reconocer la valentía de quienes osaron enredarse con una banda de cuñados tan poco recomendables. Lo que ocurre es que en aquellos tiempos los intereses de poder —religioso, político, económico o nobiliario— se encargaban de concertar los matrimonios, y los pobres desposados no tenían más remedio que resignarse y pedir a Dios que su media naranja les saliera tolerable. Algunos ni conocían a su pareja antes de pasar por el altar. El primer semimarido de Lucrecia fue el español Querubín Juan de Centella. Ella tenía once años y él unos pocos más. Los respectivos padres firmaron el contrato matrimonial, y la boda estaba fijada para 1492. Pero, por razones que la historia no registra, a los pocos meses Querubín se cayó del cartel, como dicen los taurófilos, y apareció entonces otro candidato, Gaspar de Procida, bambino italiano residente en Valencia. Se aprestaban las dos familias a firmar los esponsales cuando alguien observó que estaba vigente el documento con Querubín, lo cual convertía en inválido el segundo. Se trataba de una insólita bigamia de papel, ya que Lucrecia nunca llegó a conocer a ninguno de los dos preadolescentes que la pretendían. Su primer cónyuge de carne y hueso fue entonces un vástago de la casa milanesa Sforza, Giovanni. Pero Sforza se sforzó poco y no consiguió consumar el matrimonio. Corría 1493 y Lucrecia acababa de cumplir los trece. Rodrigo Borja había pasado a ser Alejandro VI en agosto de 1492 en una esplendorosa ceremonia. Como no existía entonces el Papamóvil, se presentó al solemne acto montado en un caballo blanco8. Dos meses después, Colón descubría a América y multiplicaba el territorio del reino cristiano. Como el matrimonio no alzó vuelo, Giovanni se vio obligado a declararse impotente y el contrato fue anulado por presiones del flamante Papa que quería un mejor compañero para su hija y ejercía de manera trepidante su poder. No había quien lo parara. Al Papa tampoco. Allí nació una enemistad familiar que alentó la leyenda negra contra Lucrecia y sus allegaditos. Posteriormente hablaremos sobre orgías de los altos jerarcas y otras yerbas. Alejandro dispuso entonces que la virgo intacta se encerrara en el monasterio de San Sixto. Separada dos veces —de su esposo y del mundo—, Lucrecia se sentía frustrada. Era un doble fracaso: apenas empezaba su vida de mujer y probaba ciertas sensaciones gratas, el parejo le salía flojito en la cama y a ella la recluían en un convento. Allí permaneció largos meses aislada. Solo le llegaban los mensajes que enviaba el Papa por medio de Pedro Caldés (o Calderón), alias Perotto, camarlengo personal y mozo de mucha confianza. Quizás demasiada, pues dice la leyenda que aprovechó la retenida efervescencia de Lucrecia y se convirtió en amante suyo. Es decir, el mozo se volvió su mozo.
Y aquí llegamos a uno de los grandes enigmas de esta historia. En marzo de 1498, Lucrecia aparece de repente con un niño en los brazos. El principal sospechoso del estropicio fue Perotto. Al destaparse el pastel, su hermano César atacó estoque en mano al camarlengo y lo dejó gravemente herido. Caldés fue a la cárcel y al cabo de unas semanas su cadáver flotaba en el Tíber. Sin embargo, no hay prueba alguna de que el culicagao fuese hijo del difunto mensajero. Ni siquiera se supo a ciencia cierta si era de Lucrecia o se lo entregaron al nacer. Protegida por el sigilo conventual, ella ocultó el origen de la criatura, lo que da pie a toda clase de especulaciones. ¿Se trata acaso de un hijo incestuoso de Lucrecia con su padre? ¿O de Lucrecia con su hermano César? Y, ya puestos a hurgar en la familia, ¿no será de su hermano Juan?
Tales preguntas hallaron como discutible respuesta un incesto de padre y señor mío, o al menos de hermano, que a lo mejor nunca se produjo. Muchos libros populares acusan a Lucrecia de haber parido un hijo de su hermano César, e incluso de su progenitor. Pero no pasan de ser meras conjeturas, veneno de las malas lenguas. Es más: quizás ni siquiera Perotto embarazó a Lucrecia, y el niño era hijo de César con alguna mujer capaz de hundir su carrera (por ejemplo, la cortesana Fiammetta Michaelis o la hispano-siciliana María Díaz Galeón). Las buenas lenguas dicen que, nacido el bebé, se lo adjudicaron a Lucrecia para “blanquearlo”. Se llamó Giovanni (Juan) y lo apodaron Infans Romanus, el Infante Romano, como si no hubiera más preadolescentes en la ciudad. Todo puede haber ocurrido. No había redes sociales que destaparan la intimidad, ni exámenes de ADN, ni más prensa que el chismorreo. Para empeorar las cosas, le dio a Alejandro por ponerle bulas al asunto, y lo único que hizo fue complicarlo al máximo. El Infante Romano llevó durante sus cincuenta años de vida (1498-1548) una existencia gris a costillas de la Iglesia. Nada que ver con el alboroto que produjo su nacimiento, pues, aparte de las dudas sobre su filiación, su ¿tío?, ¿padre?, ¿abuelo? Alejandro VI expidió dos bulas que dejaron atónito al respetable público. Tenía tres años el pequeño cuando el primer decreto papal señaló que era hijo bastardo de una mujer soltera y de César Borja y, por tanto, nieto del Santo Padre y sobrino de Lucrecia, la supuesta mamá que lo estaba criando (¿me siguen?). Pero una segunda bula corrigió el dato: en realidad, decía, Juanito era hijo del Papa y de una señora inmencionada y quizás inmencionable. Si mezclamos las dos bulas, el pequeño resulta siendo sobrino de su mamá y tío de sí mismo. En ningún momento se menciona en ellas a Lucrecia como madre sino como media hermana, aunque acaba prohijando al chino con indeclinable cariño. Para variar, el Infante tuvo una hija natural a la que puso el nombre de Lucrecia. Fiel a la tradición familiar, Lucrecita fue bisabuela del Papa Inocencio X, el único realmente inocente en este embrollo.
Paso al asunto de las orgías. Ciertas historias de bacanales ocurridas en el seno de la familia Borgia no son más que calumnias de la oposición o envidias de personas frígidas. Las novelas y el cine se han encargado de añadir carne y gemidos a lo que era, en el peor de los casos, una telaraña de intereses políticos condimentada por necesidades de cariño ilegítimo. La gran leyenda erótica de Alejandro, señora e hijos procede de un célebre documento escrito por el francés Johann Burchard, maestro de ceremonias del papado y autor del Liber Notarum, donde se referían las actividades sociales cotidianas de Inocencio VIII, Alejandro VI, Pío III y Julio II. Es un libro bastante aburrido, como las páginas de vida social de Semana. La única excepción es el día 30 de octubre de 1501, cuando Alejandro VI monta tremenda orgía en el palacio apostólico a la que invita a numerosos paisanos para divertirse con cortesanas de alterne9.
Para que no crean que tergiverso o invento, he aquí el relato original de Burchard: “Valentinense in camera sua, in palatio apostolico, quinquaginta meretrices honeste cortegiane nuncupate, que post cenam coreaverunt cum servitoribus et aliis ibidem existentibus, primo in vestibus suis, denique nude”. No es preciso saber latín para comprender de qué va la cosa, pues las palabras claves se entienden en español. Ellas son: Valentinense, post cena, coreaverun, quinquaginta meretrices honeste y nude. Es decir, que los valencianos invitados (Valentinense), al acabar la comida (post cenam), corretearon (coreaverunt) a cincuenta putas decentes (quinquaginta mereterice honeste)10 y las empelotaron (nude). Voy a evitarles las descripciones de lo que hicieron después unos con otras, porque este libro lo leen adultos incapaces no digo de imitar a los invitados, sino de imaginar sus proezas sexuales. Una de ellas, la menos atractiva, era recoger castañas y romperlas no sé con qué parte del cuerpo y participar en concursos de salto alto y largo. Por exclusión, solo para varones. Deliciosa la orgía, ¿verdad? Pero no ocurrió nunca. Historiadores serios posteriores a Burchard afirman que el notario papal quiso desquitarse con esta fábula porque lo trataron mal los Borgia o bien su manuscrito fue jaqueado por algún pastor luterano que le insertó años después el texto referido. Lo dicen porque, salvo la citada página del Liber Notarum, no hay más documentos, textos, libros ni anales —nunca mejor dicho— que mencionen tan improbable fiestón. Además, ¿por qué se ensañan con los valencianos, que son gente tan querida y tan aficionada al buen arroz y a la música coral?
Mientras ocurría semejante telenovela, una larga cola de señores aspiraban a la mano de Lucrecia, casi siempre por intereses familiares o políticos. La familia optó por los Alfonsos. Primero la casaron con Alfonso de Aragón, que habría podido llamarse Alfonso de Haragán, porque era un niño bien que no servía para nada, y después con Alfonso D’Este, duque de Ferrara, simpático, bien plantado, aunque bastante brutal: mandó asesinar a sus dos hermanos y pasaba parte del año encima de sus caballos o de su amante, Laura Dianti. Su primera mujer, Ana Sforza, confinada a la villa de Ferrara, se había paseado desnuda por las calles en pleno día a modo de protesta. Lucrecia era más proactiva. Su boda con el nuevo Alfonso y su posterior retiro en Ferrara la convirtieron a partir de 1501 en mecenas de artistas, lectora infatigable y promotora lírica. En este punto es donde el destino le tiende una adorable trampa con un veneciano que ya se destacaba como poeta y filólogo, que había lucido como aventajado alumno de latín y griego y que pronto sería amigo del pintor Rafael Sanzio y del futuro Papa León X. Hablo de Pietro Bembo (1470-1547)11. Su biógrafa Carol Kidwell lo describe como “joven, guapo, alto, esbelto, gentil, jovial, animoso, de linaje patricio y amplia cultura”. Fue él quien transformó la lengua vulgar italiana en lengua literaria12. El expresidente colombiano Carlos Lleras Restrepo, curioso escudriñador de faldas y camas famosas, añade más piropos a Bembo: “Tenía toda la gracia veneciana, elegancia espiritual, belleza física. Un modo de existir equilibrado y cálido”. Se le considera, además, la más alta cúspide en la ola de recreación de la mitología grecorromana que se apoderó por unos años de la literatura de Italia, a la que también hizo aportes Bocaccio. Obra máxima del género —aburrido, relamido y declamatorio— fue Sarca, de Bembo, definida como “humanismo rococó”. Era, pues, un partidazo, pero no era perfecto. Bembo coqueteaba simultáneamente con Dios y con las señoras, sabrosa fórmula que conduce al mismo tiempo al cielo y al infierno. “Derivaba un placer de las mujeres que no era totalmente puro ni totalmente sensual”, dice Bellonci. Añade que poseía “un temperamento amoroso, sinuoso y opulento”. Como heredero del poeta Petrarca y su musa, “sentía el deber de arder siempre por una Laura”. Las damas alimentaban su volcánica poesía, lo cual no le impedía servir con burocrática eficacia a la curia romana como secretario de León X. Al final se quedó con el pecado y con el género: fue influyente cardenal, procreó tres hijos y cultivó un abanico de novias: Helena, Maria Savoragnan, Aurora, Topacio, Morosina y la más amada y famosa de todas: Lucrecia Borgia.
¿Que cómo fue el chispazo? Como son las cosas cuando son del alma. En noviembre de 1502, alguien de la familia Strozzi propuso a Bembo que pasara unos días de descanso en sus predios de Ostellato, al noreste de Bolonia. Sin saberlo, otro de la familia invitó a Lucrecia. Él tenía treinta y dos años y ella veintitrés. La joven esposa de D’Este llegó acompañada por una bulliciosa corte de amigas, payasos y tamborileros a la regia vila donde el poeta llevaba algunos días de veraneo. Cuando Bembo se asomó a investigar el estruendo que quebrantaba su reposo, quedó con la bemba abierta: vio a esa mujer resplandeciente, captó de inmediato su simpatía y cayó desmayado de amore, passione e perturbazione. Escribe entonces a un amigo suyo y le cuenta que ha conocido una dama “a la cual le habría ofrecido todos los deleites, pues jamás vi otra más bella ni elegante”. Lucrecia también quedó fascinada con ese veneciano garboso que, según Kidwell, “poseía todos los dones necesarios para cautivar a mujeres como Lucrecia” y era ya reconocido como “Príncipe de humanistas”. Desde ese momento los dos amantes mantienen constante y entusiasta comunicación. Una comunicación que ha sido descrita como platónica, toda vez que se desarrolló más que todo a través de carticas, mensajes, razones y poemas, que era como educaba Platón al bueno de Aristóteles13. No es aconsejable menospreciar la eficacia del platonismo como fuente de pasiones. No soy sexólogo, urólogo ni ginecólogo y sin embargo múltiples lecturas me hacen pensar que la ausencia de mutuo contacto físico no constituye óbice para desahogos y que las palabras reemplazan con su explosivo contenido lo que cojea desde el punto de vista táctil. Menos mal. Resulta difícil entenderlo en estos tiempos de las redes sociales y las cámaras y micrófonos que penetran a las alcobas, y no hay duda de que, de haber tenido Videocam, WhatsApp, Facetime, Skype o algún otro invento contemporáneo, Pietro y Lucrecia habrían dedicado menos tiempo a la correspondencia epistolar y más al contacto electrónico, ya que las circunstancias les negaban las delicias de la proximidad física. Basta con leer algunos poemas de Bembo para medir la alta temperatura que corría a través de sus mensajes y entender que un romance puede ser al mismo tiempo platónico y tórrido (“muy caluroso o ardiente”), como a menudo califican, según lo registré atrás, su noviazgo con Lucrecia. Durante los dos primeros años, en particular, bastante tórrido sí fue, pues la pareja echaba candela. Así lo confesaba Bembo a su amada: “Siento la llama más alta y más pura que jamás ha sentido un hombre”. El veneciano arrojaba leña a la hoguera mediante sonetos que disparaban sus glándulas desde sus góndolas. En ellos ardían flamígeras bombas verbales de pasión: “Fiero ardor”… “Risa de rubíes y perlas”… “Sol de mis tormentos”… De entonces datan versos bembianos como los siguientes, traducidos de manera especial por un querido amigo mío, poeta y abad, cuyo nombre prometí no revelar:
Y ahora os beso con el corazón la mano,
que en breve iré a besar con esta boca
que lleva dentro siempre vuestro hermoso nombre.
Y también:
Señora como nunca humilde y plácida,
y con palabras de tan gentil afecto
se me aparecía, y con tantas otras gracias
que relatarlo no podría ningún estilo o lengua.
En venganza, Lucrecia le escribe un poema en español que la historia piadosamente no conserva, pues rimaba Bembo con tembo y Pietro con retro. Aun cuando Pietro Bembo es poco conocido aquí y ahora, fue muy admirado en su tiempo. Hasta el punto de que el Quijote incluye un poema suyo en el capítulo cincuenta y ocho de la segunda parte.
Cervantes no le dio ningún crédito al autor del poema, de manera que un lector desprevenido lo tomará por suyo. ¿Fue un plagio?, ¿fue un robo?, ¿fue un descuido? Según los especialistas, solo se trató de un préstamo. Era entonces tan conocido el poema y eran tan flexibles los derechos de autor, que el maestro español quizás consideró innecesario añadir el datico del que lo compuso. Habría sido como meter en una novela aquello de “Poesía eres tú” creyendo que nadie pillaba a Bécquer. De todos modos, Cervantes obró como si la mano derecha no supiera lo que la izquierda hacía. O lo que había dejado de hacer desde la batalla de Lepanto.
No es fácil averiguar a estas alturas de la historia cuántas veces se vieron en persona y cuántas de ellas estuvieron solos los dos tortellini (tortolitos). Pasión hubo, no cabe duda. Y pasión con recovecos. Lo confiesa Lucrecia cuando escribe que, al hallarse lejos de Bembo, experimenta “la intolerable delicia de estar lejana, de amar siendo amada, en secreto y sin culpa”. En el verano de 1503 muere Alejandro VI —víctima probablemente de un vino envenenado— y Bembo corre a visitar y abrazar a la huérfana, su amada. En algún momento de 1504, los Strozzi programan un suntuoso baile en Ferrara e invitan a Lucrecia y a Pietro. Este viaja lleno de entusiasmo y expectativa, pero en el camino pilla un resfrío brutal que lo hunde en cama con cuarenta de fiebre y se pierde la rumba. Lucrecia lo visita en su lecho de enfermo y el poeta le confiesa que una hora con ella “me ha devuelto la salud como si hubiera bebido un elíxir divino”. En junio de 1505 tornan a encontrarse, cuando Bembo permanece en Ferrara cinco días. “Claro que se vieron: a eso mismo acudió él a Ferrara”, afirma Bellonci. Estaba totalmente conquistado. ¿Qué ocurrió en esas citas? ¿Se produjo el ansiado roce físico? ¿Pasaron del Platón a la palangana? Lo ignoro porque, como decía otra amiga mía, no soy colchón para saberlo. Pero su relación gozaba de una pecaminosa y exquisita sombra de clandestinidad. Algo ocultaban. Se referían de vez en cuando a “aquella ventanita que sabemos” y firmaban las misivas con crípticas iniciales o falsos nombres. Bembo dirigía sus envíos postales a Lisabetta, una de las chicas confidentes de Lucrecia. En 1504 el poeta pide a su dama que no permita a nadie ver sus cartas y ella le envía un rizo de pelo, que se conserva hasta hoy en un museo de Milán convertido en charrísimo relicario. “Cabello de oro rizado y de ámbar terso y puro”, lo definió Bembo. El rubio cachito provocó paroxismo a Lord Byron cuando este lo acarició en Venecia a principios del siglo XIX. A pesar del secreto, los parientes políticos de Lucrecia olían que en la vida cultural de Lucrecia había Bembo encerrado y mostraron desagradable hostilidad hacia el bardo. Esto y los frutos secos del platonismo empezaron a enfriar el romance al cabo de un lustro. En 1504, dice Lleras Restrepo, “todavía el Bembo volvió a verla y en ese coloquio final llegaron los dos a una dolorosa resolución. Terminaron las cartas tiernas de enamorados (…) y solo siguen unas relaciones formales”. Continuaron siendo amigos. Bembo “se curó de su pasión lentamente”, casó en Roma años después y, como buen cardenal renacentista, no tardó en conseguir amante y reproducirse. A su turno, Lucrecia puso sus ojos por un tiempo en Francisco Gonzaga, marqués de Mantua, sonetista mediocre pero seductor insigne.
En 1517, de aquel amor crepitante no quedaba más que un amable rescoldo: Lucrecia invitó a Pietro a que la visitara: déjate ver en Ferrara para atenderte. Ella tenía treinta y siete años —que hace cinco siglos era casi la vejez— y él cuarenta y siete, que era la vejez. Bembo, ya famoso y solemne y juicioso, respondió que en el futuro le gustaría tener un tiempito para ir a “gozar de su dulce compañía”. Ambos sabían que era una respuesta hipócrita, digna de cachaco bogotano, estaban seguros de que, pese a estar separados por cuatrocientos veinte kilómetros, equivalentes a una sencilla etapa del Giro de Italia en bicicleta, no iban a verse más. Y así fue. Lucrecia Borgia murió dos años después, el 24 de junio de 1519, al dar a luz su octavo hijo. Vestido de púrpura y con respetable barba, Bembo la sobrevivió veintiocho años. Fue candidato a Papa pero no lo eligieron a pesar de haber tenido, como buen jerarca de la época, barraganas e hijos naturales. Entregó las zapatillas al Señor a los setenta y siete años. Pese a todo cuanto se diga sobre los esposos, novios y amantes de Lucrecia, sus mejores biógrafos afirman que el poeta veneciano “fue siempre el mayor amor de su vida”. Mario Puzo afirma que “Lucrecia era una buena chica” y sintetizaba así a los demás miembros: “César era un patriota que deseaba ser un héroe y Alejandro un padre complaciente, un verdadero hombre de familia. Como muchas personas, hacían cosas malas. Pero esto no los convertía en malvados”. Amén.
1 Aun cuando las autoridades de la lengua española y las de la culinaria latinoamericana recomiendan escribir con p minúscula el cargo de jefe de la Iglesia católica y el del alimento, nos parece peligroso que el lector confunda al Santo Padre con un tubérculo. De modo que, para protegerlos a los tres (al lector, al Sumo Pontífice y a la noble solanácea), usaremos aquí la mayúscula inicial para el sucesor de san Pedro.
2 ¿Qué sería de esas grandes familias italianas? Desde hace rato solo sabemos de los Corleone, los Soprano, los Tattaglia, los Barzini…
3 El predecesor de Julio II y sucesor de Alejandro VI, llamado Pío III, no ofreció empleo a nadie porque solo ocupó la silla de San Pedro durante veintiséis días de 1503. Sin que exista prueba de ello, se dice que murió envenenado y no alcanzó a decir ni su nombre. Un caso parecido es el de Juan Pablo I, que en 1978 gobernó la Iglesia durante treinta y tres días. También se habla de envenenamiento. Pero tampoco hay pruebas.
4 Se dice que en Roma escribía bellos poemas religiosos en su idioma natal. En el Museo Vaticano se conserva uno de su puño y letra que dice: “Tot el camp és un clam,/ som la gent blaugrana./Tant se val d’on venim,/ si del sud o del nord,/ ara estem d’acord, estem d’acord: / una bandera ens agermana”.
5 La corte papal de Alejandro era sumamente española. En español hablaba con César, españoles eran casi todos los criados que les servían, españoles los bufones que animaron la boda de Lucrecia, español su más bello traje y, para que nada faltara, César lidió y dio muerte a seis toros bravos. Me imagino que los movimientos antitaurinos no protestaron por los múltiples asesinatos que se atribuyen a César, pero se desgarraron las vestiduras por la corrida.
6 Alejandro era bastante celoso. En carta a un pariente, el pontífice pregunta: “¿Cómo puede Julia preferir a ese simio del Ursino y no a Nos?”. En otra, le ordena a la amante que se olvide del marido: “Debes estar totalmente atada a mí, la persona que te quiere más que nadie en el mundo”. No contento, pues, con presidir una religión que defiende el matrimonio monogámico, el Papa intentó inventar el adulterio monogámico.
7 Los toros muertos en corridas formales españolas no llegaron a cinco mil quinientos en 2015. Comparen y saquen conclusiones. (Datos del Ministerio de Educación de España).
8 Su hija Lucrecia, en cambio, arribó a su boda en burro: un burro elegantemente ataviado, pero burro al fin (juro que es verdad). Una cosa es ser Papa y otra es ser hija de papi, aunque papi sea Papa.
9 Una orgía con Alejandro VI tenía doble peligro: primero, el de embarazo. Y, segundo, el de sífilis. Como muchos otros personajes históricos (Santo Tomás de Aquino, León X, Iván el Terrible, Hernán Cortés, Goethe, Franz Schubert, Voltaire, Oscar Wilde, Lenin, Benito Mussolini y Adolfo Hitler) el Papa padeció el denominado mal francés.
10 Ojo: “Meretrices honestas”, como el famoso “ratero honrado” de La custodia de Badillo.
11 Seamos sinceros: el apellido Bembo es un obstáculo para que se conozca fuera de Italia a este gran humanista y se le asocie con la más fina lírica. Según filólogos consagrados (está bien: una amiga mía que vive en Roma), la palabra no significa nada en italiano. Pero sí en español. “Que tiene labios gruesos”, dice el Diccionario, como en “La bemba colorá”, de Celia Cruz, “El negrito bembón” o Radio Bemba, sinónimo de habladuría callejera. Muchos términos castellanos suenan a herencia del África, no de Venecia: bambú, bimbo, bamba, tambo, timba; Pombo toca mambo con el bombo … Si en vez de tal apellido Pietro hubiera sido Fellini, Verdi, Pavarotti o Messi, como tantos otros poetas, su fama habría sido universal.
12 Atención: “lengua vulgar” no es la que se emplea en las redes sociales, ni la que despliegan por televisión deportistas famosos y políticos que pretenden ser simpáticos; cosas como culipronto, le doy en la jeta, marica, etc. Eso es lenguaje vulgar. Los filólogos llamamos “vulgar” a la lengua popular o dialectal, la que todos entendemos sin necesidad de sonrojos. Al que usamos los académicos se llama lenguaje culto. Al que maltratan los mercadotecnistas se le llama igual, pero sin la “t”.
13 Ver Breve historia de este puto mundo, tratado indispensable para entender el pasado, presente y futuro de la humanidad. Descuento del cinco por ciento a quien presente esta página.