PRÓLOGO
UN BESO PARA FERNANDO
Felipe, el narrador y protagonista de Un beso de Dick, quiere hacer, cuando sea grande, una película. Es la historia de un amor temeroso y difícil de declarar, como es siempre el amor de los adolescentes. Una noche en que va por la calle, el muchacho de la historia decide por fin llamar a la muchacha que ama para contarle de su amor, pero apenas termina la llamada —a las 8:16, porque la chica anota la hora en su diario— y ya sabe que ella también lo quiere, el chico encuentra la muerte a manos de unos ladrones que buscan robarle su reloj o cualquier cosa que tenga (porque no tiene reloj). En esa escena final de la hipotética película se condensan los grandes asuntos de la obra de Fernando Molano Vargas: el amor, la muerte y el tiempo. O, para ser más precisos, un amor cuyos límites, pero también su trascendencia, se colma de significado por la existencia del tiempo y la muerte.
En la imaginación de Felipe la historia de su película da muchas vueltas, que son como espejos o comentarios de lo que él mismo está viviendo: su pasión por Leonardo, el compañero de clases y de juegos. Al final de la novela, en una conversación con su tía que vino de Medellín, Felipe prueba finales y desenlaces para su película y sus personajes. La tía le pregunta cómo sería si fuera una historia entre dos muchachos. Y Felipe le responde que sería chévere, aunque Leonardo le ha dicho que eso no sería bueno: “porque todo el mundo pensaría que es… como una historia de maricas. Y no una historia de amor”.
Entonces uno como lector se reconoce en su lectura y corrige al narrador. Y tiene la certeza de que lo que ha leído hasta ahora, en la novela, sí es una historia de amor (y no solo una historia de maricas), y de un primer amor. Por tanto, uno ha leído también eso que llaman una novela de formación, pero con la novedad de que se trata de un amor entre dos muchachos. Al aprendizaje del amor se suma otro, más terrible: el de la diferencia y la marginalidad. Y así, detrás de la aparente inocencia del narrador y de la novela, van apareciendo las preguntas propias de una literatura plenamente consciente de sí misma y de su designio. Qué se narra. Y cómo. Y cuáles son las experiencias y realidades que esta literatura nombra por primera vez. Y dentro de qué tradición sucede ese acto de nombrar. Y a quién nombró o para quién fue escrita.
Cuando como lector se tiene la íntima convicción de que un libro fue destinado a uno sucede un milagro que es como el de la amistad que se elige. Uno ha sido elegido para ser leído por un libro que eligió leer. ¿Por qué elegí ser elegido por Fernando Molano Vargas? Cuando en los años noventa leí Todas mis cosas en tus bolsillos vi proyectado en ese pequeño volumen de poemas mi propia vida presente y futura: el VIH, la morbidez de la muerte, el amor por los muchachos, las ceremonias y derrotas del deseo. Después, para sellar ese pacto de amistad entrevista, vinieron sus novelas. Vi a Fernando como un hermano mayor y me vi a mí mismo como alguien destinado a durar más (¿a vivir menos?). Vi a Fernando como Felipe vio a Hugo. Si usted no sabe quién es Hugo tiene que elegir seguir leyendo.
En Un beso de Dick Felipe y Leonardo son amigos… y novios… y lectores. Ellos leen con ese asombro propio de los adolescentes, que los involucra totalmente en lo leído. Leen para reconocerse en el espejo de la literatura. Felipe dice haber leído, de un tirón, el Oliver Twist. En su segunda novela, Vista desde una acera, Fernando amplía el guiño y da mayores referencias sobre su vínculo personal, o el del narrador —que en este caso es lo mismo— con la novela de Charles Dickens. Y es así como gracias a aquella obra, publicada póstumamente, conocemos más del horizonte estético y político del autor de Un beso de Dick; el título mismo de su primera novela se llena de nuevos sentidos.
El narrador de Vista desde una acera nos cuenta de un día que andaba muy melancólico y pidió, en la Biblioteca Luis Ángel Arango, el volumen de Dickens donde estaba Oliver Twist; al contrario del personaje de su primera novela, que leyó el libro del escritor inglés sin parar, el de su segunda novela se detuvo en el beso de Dick, sin casi poder pasar de ahí, obnubilado por esa revelación, conmovido por ver su imagen en el espejo.
“ (...) cuando llegué al final del capítulo VII, quedé congelado sobre la página. Casi no lo creía: allí Oliver se dio un beso con otro niño, con su mejor amigo, Dick. Y se abrazaron.
Supongo que nadie recordará esa escena. Al menos, como la recuerdo yo. Porque, claro, solo yo tengo mi corazón. Y supongo que si alguien la leyó, solo habrá visto a dos niños diciéndose adiós; Oliver porque se iba a Londres, Dick porque se iba a morir, y lo sabía.
Yo vi otra cosa: dos niños que se besaban, dos niños que se querían.
(...) Lo cierto es que aquel día no pude salir de esa página. Pero... ¿saben ustedes lo que es irse uno sobre patines por una calle cuesta abajo? Bueno, así se fueron mis ojos entre las páginas de ese libro a la mañana siguiente, no tanto por conocer las venturas y desventuras de Oliver, sino buscando el capítulo en que por fin él regresaría por Dick. Lo encontré a la tercera mañana, capítulo LI, última línea: “¡El pobre Dick había muerto!”. Solo restaban dos capítulos para terminar el libro. Nunca los leí.
(...) No es que yo fuera entonces un crítico literario ni mucho menos, pero al abandonar el libro pensé que, de ser Dickens, yo habría contado la historia de Dick y no la de Oliver.
Y toda la vida me quedé pensando en lo lindo que sería poder uno escribir alguna historia, en la que dos niños se amaran de verdad. Y uno de ellos recordara a Dick”.
Ese libro ya se había escrito… en Bogotá, entre agosto de 1989 y abril de 1990. Ese libro —el acto de justicia poética de un autor conmovido e insatisfecho con la lectura de otro libro— es Un beso de Dick. Y ese autor era Fernando Molano Vargas.
Con Un beso de Dick Fernando empezó a tomar partido dentro de una tradición literaria que él experimentaba como frustrante o al menos deficitaria: la de las historias de amor entre hombres. Pero sus afectos y energía creativa no se agotan en ese gesto o decisión. Fernando está también poniéndose del lado de los vencidos y olvidados; no solo le van a interesar los hombres que se aman entre sí sin casi atreverse a nombrar ese amor, sino todos los que mueren (olvidados), como él mismo moriría. De ellos va a escribir, de los que son como Dick, y de su deseo. Su literatura es no solo un programa creativo donde lo ético y lo estético se entrecruzan sin posibilidad de distinción, sino una conmovedora manera de predecir, conocer y aceptar su propio destino: amar contra el tiempo, crear con la muerte “pegada a mis talones, / soplándome su vaho en los carrillos”, tal como escribiría en su magnífico poema VIH.
Un beso de Dick empieza con la invocación de un muerto, de Hugo, otro compañero del narrador. Y es como si todo el deslumbrante erotismo de esta novela se desplegara sobre esa ausencia: la de un primer muchacho, la de Hugo. “De verdad: lo que yo más quisiera es sacar a Hugo del cementerio y abrazarlo. Así: con todos sus gusanos. Para que él sepa que yo lo quiero. Todavía”. Pero Hugo va desapareciendo a medida que Leonardo, o el deseo por Leonardo, ocupa todos los pensamientos de Felipe. Aunque Hugo permanece como fantasma y guardián. [¿El guardián en el centeno? ¿Y si Hugo fuera como ese catcher de Salinger que agarra a todos los niños que juegan en el campo de centeno para evitar que caigan en el precipicio donde él está?]. La muerte observa a estos dos muchachos, Leonardo y Felipe, que se aman tanto y de tal manera que la desafían y que tientan al mismo Dios. Porque es Dios aquello en que a Felipe se le ocurre pensar cuando hace el amor, por primera vez, con Leonardo. De tal manera el juego erótico los trasciende: “Dios debe estar mirándonos desde arriba: como un espejo en el techo”.
Se ha repetido, hasta volverse un lugar común, que Un beso de Dick es una novela espontánea e ingenua, como si estas no fueran virtudes, logros de un estilo muy trabajado. Ser espontáneo e ingenuo es intervenir, de una forma muy concreta, una tradición literaria como la colombiana determinada por la solemnidad, el engolamiento y la militancia. En una entrevista radial que le hiciera a Fernando en 1993 uno de sus mentores, el profesor David Jiménez Panesso, este le pregunta al autor si reconoce unos antecedentes en la literatura colombiana. “Cuando yo estaba en el colegio buscaba literatura en que existieran historias de amor gay (...) el primer texto colombiano que encontré es una novela que se llama Te quiero mucho poquito nada, de Félix Ángel, un autor antioqueño, y la encontré en la Biblioteca Luis Ángel Arango, recuerdo, y la leí allí. Después de eso he vuelto a encontrar las novelas de Fernando Vallejo, El fuego secreto. Aparte de eso, poemas… he leído los poemas de Gómez Jattin. Creo que tradición no es… se tiende a pensar que un relato porque hable de un amor homosexual deba fundar un género específico de novela. Yo más bien pienso que existe una tradición de novelas que tratan de amor. Personalmente me parece intrascendente que sea un amor homosexual o heterosexual”.
Cuando el profesor Jiménez Panesso le pregunta si él preferiría subrayar los parentescos o las distancias con esta tradición literaria Fernando responde: “Yo preferiría subrayar las distancias (...) Al leerlos sentí algo que no me gustó y es que eran obras que trataban de una especie de militancia con lo gay. A mí esa idea me parece estúpida. Nunca he pensado que yo deba militar en una causa a favor de los gais. Simplemente a lo que aspiro es a vivir mi vida. Más nada. (...) Pero no deseo convencer a nadie de asumir un tipo de vida o un tipo de amor semejante al que yo vivo”.
Fernando vuelve natural —espontáneo, ingenuo— lo que en buena parte de la literatura anterior había existido con la marca de lo monstruoso. No obstante, y aunque para los dos muchachos de la novela su amor no conlleva culpa o remordimiento, el medio social y cultural en el que viven no ve ese amor de la misma manera. Un beso de Dick está lejos de ser la utopía de un amor homosexual libre de obstáculos:
[SPOILER ALERT] Felipe es descubierto por el celador del colegio donde estudia y sometido al escarnio de las preguntas sobre su deseo que le hacen el prefecto y la psicóloga. Luego es golpeado por su padre, quien accidentalmente riega ácido en sus ojos. Felipe paga un precio semejante al de Edipo por transgredir lo que su padre llama el orden natural. [FIN DEL SPOILER].
La inteligencia de Fernando es saber dosificar la hostilidad del entorno y darle paso también a la complicidad y la bondad. La tía de Medellín es el personaje que encarna la aceptación del deseo del otro; es por eso que con ella Felipe se permite fabular sobre su película, incluso pensar en que esta podría ser una historia de maricas. Y pensar finales alternativos, más tristes o más felices, para el amor de los protagonistas de su película, y agregar nuevos personajes a su ficción, incluso meterse él mismo dentro de ella hasta lograr borrar la frontera convencional entre arte y vida. Por debajo de la espontaneidad y la frescura o, más bien, sin ninguna contradicción con esa ingenuidad aparente, el autor nos entrega muchas ideas sobre lo que significa ser espectador y acerca de cómo el arte mira nuestras vidas y las modifica. Pero también de cómo modificamos lo que vemos.
Al lado de su tía se le ocurre, por ejemplo, un final en el que el muchacho de la película se muere antes de marcar el número de su enamorada. O que cuando aparece la palabra FIN resulta que es el final de una película dentro de otra película. Y que en la nueva película que vemos cuando la cámara se aleja de la palabra FIN, aparece ante el espectador una sala de cine, la gente levantándose de sus sillas para irse del teatro y entre todos los espectadores un muchacho jovencito que ha visto, solo, la primera película. E imagina que ese muchacho sale a la calle y encuentra un teléfono para marcar el número de alguien a quien ama. “El caso es que este protagonista ha hecho la llamada que no pudo hacer el otro protagonista. Ahora cuelga el auricular y, ya se sabe, detrás de él hay dos tipos de mala cara, como la cara de los asesinos de la primera película. Ellos le preguntan la hora, y él les dice: ‘8 y 16’; pero se los dice con el gesto más feliz de este mundo: como si todavía no fuera la hora de morirse. Y allí mismo la cinta se congela, y aparece el letrero de FIN de la película de verdad…”.
[¿Y que puedo hacer yo por estos dos muchachos, Felipe y Leonardo, que se aman secretamente? ¿Qué puedo hacer por Fernando, que se murió? ¿Cómo les devuelvo el cuidado que me dieron? ¿De quién voy a ser el guardián?].
Muchos lectores colombianos, y de manera muy específica muchos lectores gais, se han apropiado de Un beso de Dick como una obra que da nombre a su propio deseo y que al nombrarlo lo reivindica, por mucho que Fernando haya sido renuente a dejarse encasillar en una literatura militante. Las lecturas del libro, desde las primeras que hiciera el jurado del Concurso de Novela organizado por la Cámara de Comercio de Medellín y que la premió en 1992, han modificado el libro hasta convertirlo en un objeto de culto en que los lectores han encontrado un antídoto contra el silencio, el disimulo o la vergüenza que han dominado la (no) expresión del amor homosexual. En la pasión de estos dos adolescentes, los hombres gais hemos encontrado una inspiración para figurar, y luego vivir, la ternura y la seducción que parecían proscritas del encuentro afectivo o sexual entre nosotros. Este libro, con su magnífica capacidad de producir imaginación erótica, y también los silencios y espacios vacíos para que tal imaginación se desenvuelva, nos ha salvado de nuestros destinitos fatales. Y ese acto de redención ha venido de un autor que parecía muy consciente de su propia fatalidad.
En la larguísima exposición que en la clase de español hace Leonardo sobre “Lippi, Angélico, Leonardo”, el poema de Eliseo Diego, vemos desplegarse, otra vez con ingenua espontaneidad, una teoría de la lectura, o más aun, una forma de entender la interacción con el arte y su poderoso influjo en la vida cotidiana. Leonardo empieza por reivindicar la emoción sobre la técnica en su análisis del poema y le da curso a la idea de que esa emoción se puede transmitir y que él lo quiere hacer a pesar de que sabe que en la clase a nadie le gusta la poesía. Su estrategia es erotizar el poema o, más exactamente, erotizar la experiencia de la lectura. Dice del poema que hay cosas que le gustaron y cosas que no. Le cuenta a sus compañeros que le gustó el final en el que se dice que hay unos ojos que no ven, pero pero que miran… que miran y aman. A Leonardo esto le hizo pensar en el momento cuando uno cierra los ojos para dar un beso, y uno como que puede ver al otro por los labios y no por los ojos. Y pensó también en que cuando a uno le gusta un poema sin entenderlo es como cuando se ama a alguien sin saber por qué.
Leonardo dice que le habló del poema a una amiga (aunque los lectores sabemos que se trata de Felipe) que sabe algo de pinturas, y que esta amiga le dijo que le parecía que el poema hablaba de un cuadro de Leonardo Da Vinci llamado La virgen de las rocas, que luego él y ella encontraron en un libro. El poema los lleva al cuadro y el cuadro les evoca el deseo de “….estar mirando las figuras de La virgen de las rocas y sentir que no es uno el que las mira, sino que son ellas las que nos miran a nosotros”. Leonardo “dice que él ha sentido lo que dice el poema: que esas mujeres de las rocas, ahí tranquilas como están, nos miran con pesar y con amor, a nosotros y a las desgracias que nos pasan…”.
Leonardo está contraponiendo, con encantadora llaneza, la fugacidad de la vida a la intemporalidad del arte. Pero además va a afirmar, acto seguido, que también el amor rompe la dirección del tiempo y nos provee una experiencia de plenitud. “Yo creo que eso dice el poema: que un día yo me voy a morir y ya no podré mirar más ese cuadro, pero las mujeres de las rocas van a seguir ahí mirando a otros; entonces a uno le dan ganas de estarse otro rato mirándolas, como si uno quisiera meterse en el cuadro, y estarse al lado de ellas como están esos dos niños […]. Porque ese poema y ese cuadro a mí me han hecho pensar que cuando uno se enamora es como estar en esa pintura de las rocas. Porque el mundo sigue triste, y la gente se mata, y hay gente que lo odia a a uno […] pero uno se enamora, y se enamora alguien de uno… y eso es como estar en un lugar como ese: donde a uno lo alumbra el sol como a esas figuras de las rocas. Y allí uno puede estar tranquilo y no sentir miedo…”.
Y así, con destellos como estos, es que la novelita ingenua y espontánea de Fernando nos va revelando su madurez y su universalidad. El cuadro de Da Vinci seguramente se inspiró en modelos de la Italia renacentista que sirvieron para evocar historias bíblicas. Pero atravesando las capas del tiempo y el espacio, ese cuadro —y también el poema que inspiró— permitió a dos jóvenes adolescentes que se amaron sin culpa pero con miedo, superar provisionalmente su condición transitoria, mortal. Leonardo y Felipe son los protagonistas de una historia de maricas, que nunca niega la naturaleza específica de su deseo, pero también una bella historia de amor en la que cualquier lector o lectora podría encontrar un vislumbre de esa belleza que enfrenta al tiempo y a la muerte, y les gana una partida.
Y entonces, lo que se me ocurre que puedo y podemos hacer todos, lectores y amigos, por Felipe y por Leonardo, por la memoria de ese amor y por la memoria de Fernando, que se murió, es lo que ya hizo la tía de Un beso de Dick (y lo que hacía el catcher de Salinger que tanto inspiró a nuestro autor: cuidar el juego de los niños en el campo de centeno porque de ese juego, quizá, depende el sentido del mundo). Ella aceptó el deseo de estos dos muchachos, y fue su cómplice, pero no por una falsa o fácil tolerancia, sino porque tal vez entendió que no hay revolución más fulgurante (ni mejor salvación) que la de dos amantes. Que el amor de ellos necesitaba de su bondad. Y que al permitirles ser, ella también era.
PEDRO ADRIÁN ZULUAGA