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UNA BREVE HISTORIA DE LA LUCHA CONTRA EL PLÁSTICO

El veto a las microesferas

Hace unos cuantos años, nadie habría podido imaginar que el mundo acabaría poniendo el grito en el cielo por unas diminutas bolitas de plástico. La mayoría de las personas, yo incluido, no había oído hablar nunca de las microesferas, minúsculos fragmentos de plástico (de un diámetro inferior a 5 mm) que se añaden disimuladamente a muchos productos de uso cotidiano y que han sido diseñados específicamente para que se pierdan por los desagües, sin pensar adónde pueden ir a parar. En diciembre de 2013 se publicó una investigación que revelaba el grado de contaminación por plástico de los Grandes Lagos de Canadá y Estados Unidos; en ella se calculaba que el lago Ontario, el más pequeño de estos, contenía 1,1 millones de microesferas por kilómetro cuadrado.

Enseguida se puso en marcha una campaña, y dos años después el Congreso de Estados Unidos aprobó una ley que prohibía el uso de microesferas en muchos productos (aunque, desafortunadamente, no en todos). El entonces presidente Barack Obama hizo hincapié en el hecho de que los Grandes Lagos no solo son una región compartida por dos Estados, sino también uno de los destinos vacacionales más icónicos para los estadounidenses, una zona de gran actividad comercial y el lugar donde se almacena una quinta parte de las reservas de agua dulce de todo el mundo. Protegerlos de la contaminación constituía una prioridad que estaba por encima de los intereses partidistas. La noticia del veto llegó al Reino Unido y, a pesar de que quienes nos dedicamos a la protección de los océanos conocíamos ya el problema de las microesferas, no fue hasta entonces que en el país se aprobó una resolución similar. A fin de cuentas, si Obama podía vetar aquellas pequeñas partículas de plástico, ¿por qué no iba a hacerlo el Gobierno británico?

Evidentemente, ese no fue el primer gran gesto destinado a prevenir la contaminación por plástico, ni siquiera el más llamativo. Después de que se determinara que las devastadoras inundaciones sufridas a principios de siglo en Bangladés se habían visto agravadas por las bolsas de plástico que obstruían los sistemas de drenaje, el país asiático se convirtió en 2002 en el primer Estado del mundo en prohibirlas (si bien el plástico es tan persistente que las bolsas siguen constituyendo un problema). Activistas como Annie Leonard, fundadora de The Story of Stuff Project, ya habían publicado vídeos virales en los que se denunciaba el empleo excesivo de productos plásticos de un solo uso. En el otoño de 2013, el vice primer ministro británico Nick Clegg anunció la implantación de un pago de 5 peniques por bolsa de plástico en las grandes superficies tras una exitosa campaña de la Sociedad para la Conservación Marina. La medida se hizo extensiva a los comercios de menor tamaño tras verificarse una reducción del ochenta y cinco por ciento en el uso de bolsas de plástico. En el resto del mundo, desde el África subsahariana hasta San Francisco, el movimiento contra el plástico también comenzaba a cobrar fuerza.

En enero de 2016, Greenpeace Reino Unido organizó una recogida de firmas contra las microesferas a la cual se adhirieron otras organizaciones que trabajan en ese ámbito: la Sociedad para la Conservación Marina, Fauna y Flora Internacional y la Agencia para la Investigación Medioambiental. Los resultados superaron todas nuestras expectativas. En poco tiempo, cientos de miles de personas firmaron la petición, periódicos como el Daily Mail divulgaron la iniciativa en primera plana y numerosas celebridades mostraron su adhesión a la propuesta. La rabia acumulada contra el plástico derivó en indignación pública al saberse que esas microesferas formaban parte de muchos productos de uso cotidiano; los consumidores se sintieron engañados porque no tenían la menor idea de que cada vez que se lavaban la cara miles de micropartículas eran vertidas en el mar.

Para los activistas, aquello fue un regalo del cielo: el veto representaba una solución fácil y, además, gozaba del favor popular. Lo único que teníamos que hacer era canalizar la indignación en la dirección correcta, hacia el ministro responsable; trabajar con nuestros compañeros de coalición para seguir recabando pruebas que justificasen el veto; estudiar cómo este podía plasmarse en forma de ley, y animar a las empresas a que, hasta entonces, se comprometiesen a no emplear microesferas. Con todo, pronto se vio que aquello no era más que la punta del iceberg en relación con la frustración de la ciudadanía con el plástico y, sobre todo, con la magnitud del problema en sí. Todas las mañanas, al llegar al trabajo, me encontraba el correo lleno de preguntas y sugerencias sobre qué más podía hacerse para acabar con el plástico.

Las botellas de plástico, un residuo del pasado

Todo aquello abrió las puertas a una campaña más ambiciosa. Para buscar nuestro siguiente objetivo, nos planteamos dos preguntas. Primero: ¿de dónde procede todo el plástico que hay en los océanos? Segundo: ¿qué puede hacer Greenpeace para maximizar su impacto en la eliminación de esos vertidos? Debido a la fama de sus acciones en defensa del medio ambiente, Greenpeace suele ser el primer punto de referencia para quienes desean hacer algo para evitar la destrucción medioambiental que ven a su alrededor. Teníamos la oportunidad de predicar con el ejemplo y contribuir a dar forma a la lucha contra el plástico. Para encontrar respuesta a nuestras preguntas, hablamos con todo el mundo: científicos, empresarios, activistas de Greenpeace, periodistas... Enseguida vimos que, a pesar de su trascendencia, el asunto era tan nuevo que el número de estudios publicados al respecto era relativamente bajo en comparación con otros problemas medioambientales. La organización elaboró un artículo donde recopilaba la bibliografía existente sobre la presencia de microplásticos en el pescado y el marisco. Concluimos que en los dos años anteriores se habían publicado más estudios que en las tres décadas previas. Asimismo, se hizo evidente que la campaña contra la contaminación por plástico no iba a ser un proyecto a corto plazo; si queríamos cambiar las cosas, nos esperaban muchos años de lucha.

Casi todo estaba por hacer, así que, ¿por dónde empezar? Todos los años, la organización Ocean Conservancy publica un informe con los resultados obtenidos tras su campaña internacional de limpieza de costas, una operación que tiene lugar de forma anual y en la que más de medio millón de personas de un centenar de países recogen y clasifican los residuos que encuentran en las playas de su territorio. El informe contiene una lista de los artículos de plástico más habituales en las playas y el mar. Cada año los resultados son más o menos los mismos: arriba del todo encontramos las colillas, que conforman más de una quinta parte de todos los artículos recolectados, pero las botellas y los tapones de plástico aparecen siempre entre los cinco primeros puestos, y, sumados, ocuparían el primero. Gracias a la investigación llevada a cabo por mis compañeros, que entrevistaron a una amplia variedad de personas con el fin de averiguar cuáles eran sus mayores preocupaciones en materia de contaminación por plástico, descubrimos que las botellas representaban un residuo especialmente irritante. Cualquiera entiende lo ridículo que resulta comprar una botella de agua o de refresco para después tirarla, aunque esté en perfecto estado; aun así, solo en Gran Bretaña se siguen utilizando más de 35 millones de botellas al día.

De los 13.000 millones de botellas de plástico que los británicos tiran todos los años, se recicla menos de la mitad. Coca-Cola, el mayor productor mundial de bebidas embotelladas en plástico, calcula que su producción ronda los 120.000 millones por año: si las pusiéramos en fila, serían suficientes para dar casi setecientas vueltas a la Tierra. No es de extrañar, por tanto, que tantas terminen tiradas en nuestras playas y, en última instancia, en el mar. Si los miembros de Greenpeace queríamos tener impacto, obviamente debíamos empezar por las botellas de plástico.

De los 35 millones de botellas de plástico que los británicos tiran a diario, se recicla menos de la mitad.

¿Qué hacer con este omnipresente artículo? El primer paso era reducir el número de botellas en circulación. Sencillamente no podemos continuar produciendo la cantidad de plástico que fabricamos hoy en día: en ningún lugar del mundo existe un sistema de reciclaje ni de gestión de residuos capaz de asumir el volumen de basura que generamos. Las empresas que producen botellas en tales cantidades deben empezar a diseñar planes piloto para poner fin a los envases monouso: por ejemplo, mediante dispensadores de bebidas y botellas reutilizables. También es posible que haya cierto margen para emplear otros materiales, aunque, dado que cualquier material utilizado en semejantes cantidades es susceptible de provocar efectos negativos, la búsqueda de alternativas al plástico no debería realizarse a expensas de otros sistemas para dispensar las propias bebidas.

Aparte de la reducción, y puesto que podría transcurrir mucho tiempo hasta que las botellas fueran cosa del pasado, nos planteamos qué podíamos hacer en un plazo más inmediato. Nos sumamos a la Campaña para Proteger la Inglaterra Rural, partidaria de que el Gobierno instaure un sistema de envases retornables, similar el que ya existe para las botellas de leche, en virtud del cual el consumidor abona un pequeño depósito por cada botella que compra y recupera el dinero al devolver el envase. Medidas como esta han dado resultado en países como Alemania y Noruega, donde el porcentaje de devolución de botellas de plástico es del noventa por ciento. Además, Greenpeace también aboga porque las empresas se comprometan a incrementar la cantidad de contenido reciclado en las botellas que fabrican. Si se crea demanda para el material reciclado, mayores serán los incentivos para recuperar las botellas mediante la implantación de sistemas como el de los envases retornables, en lugar de dejar que se dispersen por el medio ambiente o que acaben en vertederos.

La campaña está dando resultados, quizá no al ritmo que yo desearía, pero ciertamente se está produciendo un cambio. El Gobierno escocés pretende implantar un sistema de retorno de envases y, en marzo de 2018, el ministro británico de Medio Ambiente, Michael Gove, anunció la introducción de un sistema similar para todo el Reino Unido. Coca-Cola se ha comprometido públicamente a recuperar en su totalidad los miles de millones de botellas que produce cada año (aunque todavía está por ver cómo). Puede que por el momento estos compromisos no sean más que promesas sobre el papel, pero al menos son indicio de que los políticos y los consejos de administración han abierto los ojos a la necesidad de actuar para acabar con el plástico.

Cuando uno se dedica al activismo medioambiental, pocas veces se siente del lado de los vencedores. Si he de ser sincero, cuando salgo a navegar en kayak por la costa oeste de Escocia y veo las playas donde acampamos llenas de plástico, a veces olvido que, en comparación con la mayoría de las campañas, esta está prosperando y que el movimiento crece a buen ritmo. Estoy habituado a implicarme en campañas en las que el cambio es paulatino y el interés público, relativamente escaso. Cuando trabajas en Greenpeace, te acostumbras a llamar a puertas para que los poderosos te escuchen. Lo raro es encontrarte con políticos, periodistas o directivos de grandes compañías deseosos de oír tu parecer sobre un determinado problema. El clamor para acabar con el plástico en los océanos llega ya de tantas direcciones que, aunque en ocasiones discrepemos sobre el mejor método a seguir, la sensación es que estamos cabalgando sobre una ola que podría dar pie a un cambio de paradigma.

La raíz del problema

Si tomé la decisión de implicarme en la lucha contra la contaminación por plástico, fue porque había un claro vacío que parecía hecho a la medida de Greenpeace. A pesar de que algunas organizaciones llevaban años exigiendo un cambio de política, la mayoría de las campañas y los comunicados contra el plástico que llegaban a la esfera pública parecían centrarse en culpabilizar al ciudadano de a pie de la cantidad de plástico que consumía y no reciclaba. Nadie reconocía que, aun con las mejores intenciones, resulta casi imposible no ser cómplice del plástico y renunciar totalmente a este material. Es evidente que, como individuos, podemos ser partícipes del cambio, pero también que los productores de envases de plástico fabrican demasiado y sin planificar qué ha de hacerse con él una vez utilizado, y que los políticos se quedan muy cortos al exigir responsabilidades a los fabricantes. No es tu culpa que la planta de reciclaje de tu localidad no esté en condiciones de gestionar el volumen o el tipo de plástico que se vende en los supermercados; descargar toda la responsabilidad sobre la ciudadanía es injusto.

Esta discrepancia a la hora de dirimir qué parte de la sociedad tiene mayor responsabilidad en todo este asunto fue lo que me llevó a concluir que Greenpeace debía tomar cartas en el asunto. Necesitábamos emprender una campaña para que todo el mundo —empresas y políticos incluidos— se viera obligado a poner de su parte para acabar con el plástico, aunque para ello hubiera que efectuar cambios radicales. Si queremos encontrar soluciones para poner fin a este problema, debemos repartir la responsabilidad entre la ciudadanía, el Estado y las empresas, así como entre los distintos países. Por eso este libro va más allá de lo que cada cual puede hacer en su casa, por importante que sea, y explica todo lo que mis compañeros y yo hemos aprendido al negociar con empresas y Gobiernos: porque mi esperanza es que el lector pueda difundir entre su comunidad la idea de que es necesario renunciar al plástico.

Descargar toda la responsabilidad sobre la ciudadanía es injusto.

Desde el principio, en este viaje he tenido a mi lado a muchos compañeros, tanto de Greenpeace como de fuera. Uno de ellos es Luke Massey, cuya agudeza y capacidad comunicativa han sido claves en la percepción social del problema. Esta es su opinión sobre el plástico:

¿Quién eres?

Me llamo Luke Massey y soy uno de los responsables de prensa y comunicación de Greenpeace, especializado en temas marinos.

¿Por qué te preocupa tanto el plástico?

Las dimensiones y el impacto de la contaminación por plástico sobre la fauna y la flora son aterradores. Aunque, para mí, la gran pregunta es cómo vamos a abordar, como especie, la crisis de la contaminación por plástico. Es decir: ¿cómo pasaremos de una cultura del usar y tirar a una que minimice nuestra huella sobre el planeta? Detener el vertido de plásticos en el medio ambiente no solo es una meta beneficiosa en sí misma, sino que además nos obliga a reinventar nuestra relación con los artículos que producimos y consumimos. Si aprendemos bien la lección, los resultados pueden tener una gran trascendencia.

¿Cómo puede ayudar la gente normal y corriente?

Uno puede hacer más de lo que cree. La mayoría de los cambios que he presenciado en los últimos años se han producido gracias a que las personas hablan unas con otras sobre los temas que afectan a su comunidad: convencen a los comercios, escriben cartas a los periódicos o a sus representantes políticos. Este intercambio ha sido lo que ha permitido que el movimiento despegue como lo ha hecho.

¿Cuál es el peor caso de contaminación por plástico que has visto?

El ejemplo más triste que he visto fue en una remota colonia de pingüinos de la Patagonia chilena. La islita se encuentra en medio de la nada, y los pingüinos estaban en época de anidamiento. Cavan sus nidos bajo tierra y los polluelos permanecen en el calor del refugio hasta que crecen un poco. Allí vi cómo un macho regresaba con la boca llena de plástico procedente del mar y lo introducía en el nido. Fue muy deprimente.

De todas las soluciones que conoces, ¿cuál es la mejor para reducir el uso de plástico?

Hay artefactos muy vistosos que supuestamente limpian los residuos plásticos del océano y que reciben una gran atención mediática, pero el problema debe atacarse en la raíz. Puede que mi respuesta suene muy prosaica, pero me parece que es algo esencial: gravar con impuestos a los productores de plásticos de usar y tirar. Me anima mucho ver que los Gobiernos empiezan a aplicar políticas de «quien contamina paga». Si queremos atacar el problema en su origen, los grandes productores de plástico deben encontrar motivos para innovar y alejarse del modelo de negocio del usar y tirar.

¿Has cambiado tus hábitos para reducir el uso de plástico?

Como adicto al café, creo que lo mejor que he hecho para reducir mi huella ecológica ha sido comprarme una taza reutilizable. Tomo uno o dos cafés al día, así que la diferencia al cabo de un año es considerable. Al principio, cuando entraba con ella en una cafetería, me miraban extrañados. Hoy en día es bastante habitual y la mayoría de las cafeterías te hacen descuento si llevas tu propia taza.

¿Qué es lo que más te molesta en relación con el plástico?

Que las empresas les carguen la culpa a otros. Durante años, las compañías se han enriquecido mientras inundaban el mercado con toneladas de plásticos de un solo uso y rehuían toda responsabilidad en el destino final de sus productos. Han culpado a los consumidores de la basura que generan. Estoy harto de modelos de negocio que se benefician del plástico y dejan los problemas en manos de los demás.

¿Hay algún truco para acabar con el plástico?

Utilizarlo menos. Necesitamos reducir la cantidad de plástico que consumimos de forma drástica. Reutilicemos: compremos botellas de agua reutilizables y rellenémoslas; llevemos nuestras propias tazas a las cafeterías; llevemos bolsas cuando vayamos a comprar. Reciclemos: no hay ni que decir que deberíamos reciclar todo lo que podamos. Hablemos con la gente: hablemos con los amigos y con los comerciantes de nuestra zona; preguntemos en las tiendas por qué venden plástico innecesario.

¿Cuál es la medida a favor de la reducción de plástico que más te ha impresionado, ya sea a nivel personal o empresarial?

En 2016 un tipo de Nueva York llamado Rob Greenfield decidió vestirse con toda la basura que producía a lo largo de un mes. Bolsas, envases, vasitos de café, botellas de plástico… lo que fuera. Salía a la calle vestido de monstruo de la basura para concienciar a la gente de sus hábitos de consumo y de los residuos que genera. Más que reducir residuos, su intención era suscitar debate, y consiguió que los medios empezaran a hablar de nuestro consumo y de la contaminación por plástico.