La ciudad es maravillosa para los sinvergüenzas.
Proverbio ruso
Apenas a 20 minutos de camino a pie del Kremlin estaba el Jitrovka, posiblemente el suburbio más famoso de toda Rusia. Destruido durante el incendio de Moscú de 1812, sus terrenos fueron comprados por el teniente general Nikolái Jitrovó en 1823 con planes de construir allí un mercado. No obstante, Jitrovó murió antes de que sus proyectos pudieran ser llevados a cabo, y en la década de 1860, tras la emancipación de los siervos, la zona se convirtió en una oficina de empleo espontánea. Era un imán para los desposeídos y esperanzados campesinos que acababan de llegar a la ciudad, que estaban desesperados por encontrar un lugar en que les dieran trabajo y eran al mismo tiempo la víctima perfecta para depredadores urbanos de todo tipo. Había un auténtico laberinto de oscuros callejones y patios comunales repletos de albergues y posadas baratas en los que proliferaban los desempleados, sucios y habitualmente borrachos o drogados. Había un espeso y maloliente manto de niebla permanente que venía de las aguas estancadas del Yauza, el tabaco barato y las ollas abiertas de sus habitantes, donde cocinaban la infame mezcla de comida afanada y desperdicios conocida como la «delicia de los perros». El dicho popular que dicta que «una vez que comes sopa Jitrovka, jamás te marcharás», expresaba tanto los índices de mortandad como las escasas posibilidades de ascenso social.1 Se trataba de un infierno en vida, un gueto en el que más de diez mil hombres, mujeres y niños vivían hacinados en cobertizos, chabolas, casas vecinales y cuatro truschobi infectos: los albergues Yaroshenko (originalmente Stepánov), Bunin, Kulakov (originalmente Romeiko) y Rumiántsev. En estas casas dormían en literas de madera de dos y tres pisos, situadas encima de tugurios infames con nombres reveladores como Siberia, Kátorga («penal de servidumbre») y Peresilni («tránsito»).2 Este último era el refugio particular de los mendigos; el Siberia, el de los carteristas y sus receptadores; y el Kátorga era para los ladrones y los prófugos, que podían encontrar empleo y anonimato en el Jitrovka.
El gánster urbano era un producto de los barrios marginales de la Rusia zarista tardía que estaba siendo urbanizada apresuradamente, los denominados yami, en los que la vida no valía nada y era miserable. Fue en los antros tabernarios y los albergues de los yami donde emergió la subcultura del vorovskói mir, el «mundo de los ladrones». Su código de separación y desprecio por la sociedad general y sus valores —la nación, la Iglesia, la familia, la caridad— se convirtió en una de las pocas fuerzas unificadoras en ese entorno y sería una parte esencial de las creencias varoniles de los vorí rusos del siglo XX. No se trataba de que los criminales carecieran de códigos o valores, sino de que los adoptaban, escogían e inventaban en función de sus necesidades.
Por ejemplo, Benia Krik, el héroe de los Cuentos de Odesa de Isaak Bábel, era en muchos aspectos el epítome de dos arquetipos populares combinados: el taimado líder de la comunidad judía y el benevolente padrino del hampa. Personaje ficticio, aunque inspirado en la persona real del llamado «Mishka Yapónchik» («Mishka el Japonés»), de quien hablaremos más tarde, Krik descuella en esta serie de relatos escritos en la década de 1920 con un sabor y un vigor que ninguna ficción podría contener por sí sola. Es el producto y el símbolo del barrio de predominio judío Moldavanka, en Odesa, el puerto del mar Negro —y núcleo contrabandista— que en su día fue la ciudad más cosmopolita y descarriada que pudiera encontrarse en todo el Imperio ruso. Tal vez el Moldavanka no fuera un lugar que mereciera la pena visitar, con sus «desagradables tierras, un barrio lleno de callejones oscuros, calles sucias, edificios derruidos y violencia», pero era conocido por su vitalidad, ingenio, romanticismo y oferta de oportunidades.3
Un chico fornido del pueblo sin cualificar llega a la ciudad en busca de trabajo o formación, y lo único que esta le ofrece es el humo de las calles, la purpurina de los escaparates, el alcohol casero, la cocaína y el cine.
L. M. VASILEVSKI (1923)4
No cabe la menor duda de que el campo puede hervir con la misma violencia, maldad y avaricia que las ciudades. Sin embargo, la urbanización y su compañero inseparable, la industrialización, acarrean una cultura muy diferente. La vida rural está impulsada por las horas de luz solar, por las estaciones, por las experiencias vitales de los mayores y por la necesidad que tiene una comunidad pequeña que solía ser relativamente estable de permanecer junta para sobrevivir. En cambio, las ciudades rusas se verían remodeladas por una rápida industrialización y expansión, ya que llegaron a ellas oleadas de migrantes que procedían de los pueblos. Estaban caracterizadas por un crecimiento de la población desmesurado, la anomia, la pérdida de las viejas normas morales y una sensación de invisibilidad entre todas esas caras nuevas. Aunque rompa con los patrones vigentes de jerarquía y deferencia, la vida industrial está también indudablemente organizada y aporta un nuevo sentido de estructura y disciplina en el cual el liderazgo ya no se basa necesariamente en la antigüedad, sino en la capacidad.
Ya en el siglo XVIII, en los tiempos de Vanka Kain, la ciudad tenía su propia hampa. Se trataba de un reino de siervos fugitivos y desertores del ejército, viudas de soldados empobrecidas (que a menudo se convertían en receptadoras que compraban y vendían objetos robados) y bandidos oportunistas.5 Instituciones como la Gran Corte de la Lana de Moscú y la Escuela Cuartel de Moscú —fundada para los hijos de los soldados caídos— daban la apariencia superficial de ser garantes del orden establecido, pero también eran bases de reclutamiento para criminales callejeros, refugios para los fugitivos de la justicia y almacenes de bienes robados. Lo cierto es que Rusia pasaba por una Revolución industrial tardía, pero brutal, desde mediados del siglo XIX, acelerada por la necesidad de modernizar la capacidad defensiva del país tras la debacle de la Guerra de Crimea (1853-1856). Entre 1867 y 1897 la población urbana de la Rusia europea se duplicó, y después volvió a hacerlo en 1917.6 Aunque algunos de estos nuevos trabajadores eran atraídos hasta las ciudades por sus oportunidades de desarrollo económico y social, muchos otros eran empujados por las presiones crecientes que se imponían sobre las tierras. A medida que la población de Rusia aumentaba,7 la proporción de campesinos sin tierra prácticamente se triplicó.8 Para muchos, trasladarse a la urbe por una temporada o incluso para empezar una nueva vida era simplemente una necesidad económica.
No es casual que las ciudades no solo propiciaran el nacimiento de nuevas fuerzas políticas —entre ellas, la que se convertiría en el Partido Comunista—, sino también de nuevos tipos de delitos y de criminales. Entre 1867 y 1897, tanto San Petersburgo como Moscú casi triplicaron su tamaño, pasando de 500.000 habitantes a 1.260.000 y de 350.000 a 1.040.000, respectivamente.9 Por lo general, los trabajadores vivían en los bloques de barracas hacinadas, con poca ventilación e higiene, que les proporcionaban los capataces, a veces compartiendo litera por turnos;10 pero solo los que tenían suerte. En la década de 1840, una comisión que investigaba las condiciones de los pobres en la ciudad de San Petersburgo dibujaba un panorama de sobrepoblación y miseria creciente, con habitaciones que albergaban a veinte adultos. En uno de los casos, llegaron a encontrar hasta cincuenta adultos y niños conviviendo en una habitación de seis metros cuadrados.11 En 1881, un cuarto de la población total de San Petersburgo estaba relegada a vivir en sótanos y había entre dos y tres trabajadores en la ciudad por cada cama disponible.12 Las condiciones laborales eran terribles, con turnos largos (lo normal eran 14 horas diarias, y era habitual que el horario se extendiera más), salarios mínimos y normas de seguridad prácticamente inexistentes.13
Los nuevos trabajadores sobrellevaban vidas llenas de explotación y de miseria que, además, estaban totalmente desprovistas de los mecanismos de apoyo y control social típicos de los pueblos. En el pueblo, la tradición y la familia proporcionaban un contexto vital, en tanto que los mayores representaban la autoridad. Sin embargo, en la ciudad, las tradiciones rurales parecían carentes de sentido, la mayoría de los trabajadores eran jóvenes y solteros, y los factores de estabilización alternativos, tales como la «aristocracia trabajadora» cualificada o las responsabilidades generadas al formar una familia, todavía no habían tenido tiempo de surgir. Muchos se daban a la bebida como vía de escape. Es posible que uno de cada cuatro residentes de San Petersburgo hubiera sido arrestado en algún momento a finales de la década de 1860, normalmente por haber cometido algún delito relacionado con la ingesta de alcohol.14 También había otras escapatorias para los trabajadores jóvenes varones, generalmente sin casar.15 La sífilis y otras enfermedades de transmisión sexual se expandían descontroladamente, y la prostitución —tanto la de las profesionales registradas con la «tarjeta amarilla» como la de las aficionadas— aumentaba al mismo ritmo.16 También se formaron bandas callejeras, aunque no hay mucha información al respecto. Los Roshcha y los Gaida, por ejemplo, se hicieron fuertes temporalmente en los barrios pobres de San Petersburgo, provocando peleas regularmente. Surgieron alrededor de 1900, pero para 1903 ya se habían fragmentado —algunos de sus miembros gravitaron hacia crímenes mercenarios más serios, y otros se apartaron de esa vida de vínculos varoniles a través del vodka y la violencia—, dando lugar a otras más violentas incluso.17 Eran tiempos de rápidos cambios, incluso en el hampa, a medida que los chavales de ayer se convertían en los jefes callejeros del presente para pasar a ser los cadáveres sin identificar que yacían sobre la nieve del mañana.
Los peores de entre todos ellos se encontraban en los yami («fosos» o «profundidades»). Estos barrios marginales ejercieron una fascinación mórbida en los escritores rusos. En Crimen y castigo (1866), Fiódor Dostoievski escribió sobre el yama de San Petersburgo, describiéndolo como «lleno de prostíbulos y de patios sucios y pestilentes»,18 y Vsévolod Krestovski, en su obra Bajos fondos de San Petersburgo (1864), los caracterizaba como un lugar para el vicio y las fechorías.19 La novela de Alexandr Kuprin, Yama (1905), describe los suburbios de Odesa de manera más bien benigna, como «un lugar demasiado alegre, ebrio, camorrista y no carente de peligros por la noche».20 Sin embargo, Maxim Gorki, un hombre cuya familia había pasado de la vida acomodada de la clase media a la pobreza y que fue un vagabundo antes de su transformación en escritor emblemático, presenta un panorama bastante más pesimista en su obra Los bajos fondos (1902). En esta, la ebriedad del yama no es tanto alegre como un síntoma de una búsqueda de la inconsciencia desesperada e irredenta.21 Del mismo modo, Mijaíl Zótov, un escritor de las publicaciones populares denominadas lubkí, describía a los «borrachos desesperanzados y ladrones despiadados del Jitrovka de Moscú».22 Prácticamente todas las grandes ciudades tuvieron su yama. Sin duda, eran los fondos más bajos, en los que se hundían los perdidos y los desheredados, las prostitutas de 20 kopeks, los alcohólicos exánimes y los drogadictos que matarían por conseguir una nueva dosis.
Para el agitador comunista Lev Trotski, Odesa era «tal vez la ciudad más infestada de policías en una Rusia plagada de ellos» y no cabe duda de que sería un entorno peligroso para los revolucionarios, pero, a pesar de ello, también se convirtió en sinónimo de todo tipo de crímenes.23 La explicación para esta aparente paradoja es que la policía, en Odesa y en todas partes, se concentraba en los crímenes políticos y en mantener a salvo las zonas pudientes de las ciudades. En los barrios pobres se decantaban por hacer la vista gorda respecto a muchos delitos, salvo que estos fueran especialmente serios o socavaran los intereses del Estado o de las clases más poderosas.24 Por ejemplo, las peleas multitudinarias entre bandas o grupos de trabajadores, que estaban a la orden del día y sucedían de manera casi ritual, solían permitirse hasta su conclusión habitual en sangre y contusiones: solo cuando tenían lugar en el centro de la ciudad había posibilidad de que fueran disueltas.25
Al menos, en los distritos obreros pobres, la policía solía estar presente, pero, por lo general, solían dejar a su aire los yami y a sus habitantes. ¿Qué suponía para ellos al fin y al cabo un asesinato, aparte de un problema andante menos en la ciudad? Tal como funcionaban las cosas, se limitaban a recoger los cadáveres de los caídos a la mañana siguiente. Cuando estaban obligados a acudir a los barrios marginales con más decisión —normalmente solo en respuesta a una espiral de violencia de la que podía interpretarse que tendría posibles implicaciones políticas— entraban como si fueran tropas que invadían territorio hostil, en escuadrones y con los rifles preparados para disparar.26 No obstante, en otros casos, como apuntaba un periódico de San Petersburgo sobre la célebre zona portuaria de la isla Vasílievski de la ciudad, la «policía o, más frecuentemente, los cosacos patrullan pasando por este lugar sin detenerse, ya que este “club” no entra en su ámbito de operaciones: solo pasan por aquí en busca de sediciosos».27
En la penumbra a media luz de los sucios tugurios, en las pensiones de mala muerte infestadas de chinches, en los salones de té y tabernas y en los antros de libertinaje barato —en cualquiera de esos sitios en los que venden vodka, mujeres y niños—, encuentro gente que ha dejado de parecer humana. Allí, en lo más bajo, las personas no creen en nada, no tienen aprecio por nada y nada les molesta.
ALEKSÉI SVIRSKI, periodista (1914)28
Esta negligencia oficial no se debía solo a que a las autoridades no les importara lo que sucedía en los yami, sino a que carecían de los recursos y el apoyo político para hacer algo al respecto. Al contrario de lo que se creía popularmente, el Estado zarista no estaba en absoluto lleno de mentecatos retrógrados y chupatintas avariciosos. Más bien al contrario: resulta asombrosa la cantidad de funcionarios diligentes que prosperaban en el sistema, y el propio Ministerio de Interior (MVD) simpatizaba históricamente con las peticiones de los trabajadores, aunque fuera por la más interesada de las razones, ya que un trabajador contento rara vez se implica en revueltas. Aunque apenas podía decirse que fuera un radical, Viacheslav Plehve, quien sería después ministro de Interior, se quejó durante su período como director del Departamento de Policía de que «el trabajador individual de las fábricas se ve impotente ante los ricos capitalistas», e incluso el cuerpo de policía política de la Ojrana había sido «desde siempre, un defensor de las reformas en la fábrica y la mejora de las condiciones de los obreros».29
Lo que sí es censurable es que sus evaluaciones y propuestas eran ignoradas demasiado a menudo. Desde un principio era evidente que el crecimiento de las ciudades supondría una amenaza política, criminal e incluso sanitaria. El teniente general Alexandr Adriánov, el gradonachálnik (o jefe de policía) de Moscú entre 1908 y 1915, no solo se esforzó por mejorar la honradez y eficacia del cuerpo, sino que reclamó a la Duma (Parlamento) que bajaran los altos precios de la carne y más tarde estableció comisiones para combatir las epidemias.30 La mayoría de esas medidas, no obstante, eran limitadas o quedaban bloqueadas. Lo que aconteció en su lugar fueron unos tiempos de ley marcial rampante, a medida que el Estado zarista intentaba cada vez con mayor ahínco pasar por encima de su propio sistema legal para apoyarse en poderes de emergencia, a través de declarar la «guardia extraordinaria» y realizar provisiones de «guardia reforzada». Esto daba a los gobernadores y los gradonachálniki poderes de gran alcance, pero generalmente se usaban para la supresión de las protestas, no en la extensión de sus funciones o en la redefinición de la noción del mantenimiento del orden público.31 En 1912 solo había cinco millones de rusos de una población total de 130 millones que no estuvieran afectados por esas provisiones de ley marcial.32
La cuestión del crimen urbano no se convirtió en un asunto político de verdadera relevancia hasta principios de siglo. Pero, incluso entonces, esto no vino estimulado por una evaluación sensata de las presiones reales que estallaban, sino por un pánico moral avivado por el auge de una «prensa de bulevar» sensacionalista respecto a la denominada amenaza del «hooliganismo», que pesaba especialmente sobre los gentiles de San Petersburgo.33 Los trabajadores jóvenes, que en su momento estuvieron confinados a «su» parte de la ciudad, empezaron a invadir los barrios centrales adinerados. Súbitamente, parecía que los camorristas, con sus características chaquetas grasientas y boinas, invadían las aceras, bebiendo y silbando a las chicas que pasaban por la calle, alborotando, insultando y llegando en ciertos momentos al vandalismo, la violencia sin sentido y la exigencia de dinero mediante navajas y amenazas. Para la opinión pública rusa educada de las élites, esto era visto histéricamente como una prueba del inminente declive del orden social, y, dado que no estaban dispuestos a mezclarse con la plebe, exigían que «su» policía hiciera algo al respecto, es decir, que mantuvieran a los trabajadores fuera de «su» ciudad y que despilfarraran los saturados recursos de la policía en la protección de sus derechos.
En la actualidad, el trabajo del policía común parece consistir plenamente en molestar a las personas pidiéndoles el pasaporte, regular el tráfico durante el día y correr tras los borrachos y las mujeres disolutas por la noche […] El policía de San Petersburgo no tiene pulso […] Permanece apostado en ciertos lugares y solo se mueve para evitar helarse de frío o quedarse dormido.
GEORGE DOBSON, corresponsal de The Times en la rusia zarista34
De modo que la policía tenía que limitarse a disuadir y lidiar con los delitos, en lugar de impedir el desarrollo de las condiciones que los generaban. Es obligado decir que no eran muy efectivos a ese respecto. Solían estar sobrepasados y se veían obligados a confiar en el clamor popular para convocar a ciudadanos solidarios, así como en sus ayudantes no oficiales, los dvórniki. Estos eran los porteros que trabajaban en prácticamente todos los edificios de apartamentos de la ciudad; se les pedía que denunciaran delitos a la policía e incluso que informaran de las idas y venidas de sus edificios, y ocasionalmente también servían de apoyo en las detenciones. Los dvórniki tenían sus ventajas y sus inconvenientes. Aunque había muchos incidentes en los que daban la voz de alarma y asistían a la policía, ellos mismos solían ser personajes de vida dudosa. En 1909, el jefe de detectives de Moscú sugirió que los propios dvórniki eran los principales responsables o ayudaban en el 90 por ciento de los robos que tenían lugar en locales cerrados.35
Es difícil asegurar hasta qué punto estaba saturada la policía. Ha habido un interesante debate respecto al tamaño real de la fuerza policial rusa. Las cifras de Robert Thurston sugieren que, a finales de 1905, Moscú tenía un agente por cada 276 ciudadanos, lo cual sería superior a la proporción de Berlín (1:325) y París (1:336).36 No obstante, Neil Weissman ha aducido convincentemente que esas cifras no deberían tomarse al pie de la letra. El propio ideal de los rusos era alcanzar una proporción de 1:500 en las ciudades (reducido a 1:400 tras los alzamientos de la Revolución de 1905), pero admitían tener problemas en la consecución de esos objetivos.37 Las cifras oficiales solían hacer referencia a las fuerzas designadas y no a los números reales: incluso en San Petersburgo, a finales de 1905, había 1.200 agentes menos de los planteados en el Departamento de Policía, lo cual dejaba prácticamente la mitad de los puestos sin cubrir.38 Esas cifras incluían también las «almas muertas» introducidas por los oficiales fraudulentos (para poder quedarse con la paga de esos dobles inexistentes), así como policías que jamás blandían la porra cuya actividad era monopolizada por oficiales de mayor rango para los que ejercían de recaderos, cocineros y asistentes. Weissman sugiere que en los pueblos y ciudades fuera de Moscú y San Petersburgo la proporción era a menudo de 1:700 o incluso peor, una situación exacerbada por la apresurada urbanización.39
No solo había escasez de efectivos policiales, sino que los rusos no eran capaces de hacer el mejor uso de ellos, ya que carecían de la formación apropiada y se aprovechaban de manera poco eficiente. Los gorodovíe, los policías callejeros básicos, no solían patrullar como lo hacían sus homólogos europeos o norteamericanos. Simplemente se mantenían en puestos de vigilancia que solían estar muy cerca unos de otros y esperaban a que los informaran sobre los problemas o a encontrárselos de frente.40 Este enfoque pasivo y estático de la actividad policial significaba que los agentes, por lo general, «dormían como osos en estado de hibernación» y como mucho llegaban a parecerse más a guardias de seguridad que a protectores públicos activos.41
Así no puede extrañarnos que los yami y otros suburbios, esencialmente abandonados por el Estado, se convirtieran en enclaves criminalizados parecidos a las llamadas «colonias de grajos» de los inicios del Londres moderno, donde los ladrones podían planear sus asaltos y colocar su mercancía, donde podías contratar fuerza bruta en cualquier taberna y donde la vida y la muerte eran igual de baratas. El estudio del Jitrovka de Vladímir Guiliarovski incluía esta mordaz valoración de su comisaría de policía: «La caserna permanecía siempre en silencio por la noche, como si no estuviera allí siquiera. Durante unos veinte años, el policía de ciudad Rudnikov […] era su amo. Rudnikov no estaba interesado en las poco lucrativas llamadas nocturnas en busca de ayuda, así que la puerta de la caserna permanecía cerrada».42
Los yami llegaron a simbolizar tanto los apuros como los peligros de los pobres indigentes urbanos —como ya apuntaba Daniel Brower, «en la literatura popular, el Jitrovka adquiría cualidades de jungla y acabó convirtiéndose en una especie de representación del “Moscú más oscuro”».43 Estos barrios marginales provocaron también que se produjera una mayor preocupación por el hecho de que la criminalización de esas masas descontentas que merodeaban por las calles no solo generase un caldo de cultivo revolucionario, sino que condujera además a la profesionalización del hampa. Del mismo modo, en Odesa, las actividades delictivas del distrito de predominancia judía Moldavanka eran consideradas por los foráneos cada vez más como «criminalidad sistemática profesionalizada».44
Querido camarada Pinkus:
El 4 de agosto a las nueve de la noche en punto, tenga la amabilidad de traer, sin falta, 100 rublos a la estación de tranvía que hay frente a su casa. Esta modesta suma le hará conservar su vida, que sin duda es de mayor valía que 100 rublos. Cualquier esfuerzo para evitar este pago le acarreará grandes inconvenientes. Si acude a la policía será asesinado inmediatamente.
Aviso de extorsión (1917)45
A pesar de la exagerada cortesía de esta clásica exigencia, las bandas que se dedicaban a la extorsión, el secuestro y la intimidación no tenían nada de delicadas ni educadas. Eran producto de los tugurios de borrachos y la vida en las barracas de los suburbios urbanos. A partir de estos había surgido una nueva cultura criminal que, al contrario que su equivalente rural de los ladrones de caballos, se adaptó para prosperar en la era posrevolucionaria. Se trataba del vorovskói mir, el «mundo de los ladrones».
Obviamente, existieron bandas criminales antes de finales del siglo XIX. Muchas eran en realidad la respuesta del hampa a los artel, una forma de asociación laboral tradicional en Rusia que ya habían adaptado las comunidades de mendigos.46 Un artel era una asociación voluntaria de personas que ponían su trabajo y recursos para una causa común. A veces estaba formada por campesinos del mismo pueblo que migraban juntos para buscar trabajo en las ciudades, y, en ocasiones, un grupo de trabajadores recibía una paga colectiva por su producción conjunta. De esta forma, el artel funcionaba como una recreación del apoyo mutuo que ofrecía la comuna de campesinos, pero de forma más reducida y con mayor movilidad. Normalmente, el artel tenía un líder que era elegido por los miembros, un stárosta («anciano», aunque en este caso se trataba de un término honorífico y no tanto referido a la edad) que negociaba con los capataces, gestionaba los arreglos comunes (como el alquiler de la vivienda) y distribuía los beneficios.47 Los arteli solían tener sus propias costumbres, reglas y jerarquías, que reflejaban las de sus pueblos de origen.48 Del mismo modo, los criminales arteli también debieron de tener sus propias costumbres, aunque no hay pruebas que confirmen este punto, y mucho menos para demostrar un patrón de comportamiento común. Andréi Konstantínov y Malkolm Dikselius, por ejemplo, han afirmado que, incluso en los tiempos de Vanka Kain, había una cultura criminal en Moscú que mostraba esas reglas comunes.49 No obstante, ha resultado imposible respaldar esto con corroboraciones independientes, más allá de relatos posteriores apócrifos que fueron escritos como forma de entretenimiento y que, como mucho, reflejarían la cultura criminal percibida en los tiempos de los narradores. En cualquier caso, el modelo artel solo fue una de las formas de organizaciones sociales criminales que surgieron en las ciudades.
El criminólogo de aquella época Dmitri Dril se lamentaba cuando escribía sobre el destino del joven desheredado y desarraigado que «encontraba la compañía de los vagabundos veteranos, los mendigos, maleantes, prostitutas, rateros y ladrones de caballos».50 O como lo expresaba el profesor y orientador juvenil V. P. Semenov, quien decía que cuando les llegara el momento tendrían que pasar inexorablemente «por la escuela de los albergues para indigentes, los salones de té y la comisaría».51 En el interior de los yami nacería una nueva generación de criminales. Por ejemplo, los hijos recién nacidos de la población base de prostitutas se empleaban como útiles accesorios de los mendigos de la ciudad para apelar a la sensibilidad hasta que alcanzaban gradualmente el rango de pedigüeños ellos mismos. Al menos, tenían un progenitor y tal vez incluso un hogar: muchos de los auténticos besprizórniki, los niños abandonados, vivían realmente en las calles, durmiendo en cubos de la basura o peleando por barriles desechados para encontrar cobijo.52 Los niños jugaban al «ladrón», un juego común y popular,53 antes de que les llegara el momento de participar de manera activa en el mundo del hampa, desde permanecer apostados vigilando hasta convertirse en fortach, uno de los astutos y ágiles niños que se usaban para colarse por las ventanas abiertas y perpetrar robos.54
La presencia de delincuentes especializados en diversas áreas, con su propio título y modus operandi distintivo, suele ser un buen índice del auge de una subcultura criminal organizada. No cabe duda de que los yami demostraron ser un terreno de cultivo fértil para esta cultura, lo suficiente para mantener un ecosistema criminal especializado y variado. Aunque muchos de los delitos se llevaban a cabo de manera oportunista, el mundo de los ladrones acogía un amplio espectro de oficios criminales. Sin duda, existía una variedad asombrosa de tales especialidades, desde los schipachí y los shirmachí (carteristas) al vulgar skókari (ladrones de casas) y los poezdóshniki (que robaban los equipajes de los viajeros de los techos de los carruajes). Con la especialización también vino la jerarquía, ya que los profesionales de los bajos fondos se diferenciaban cada vez más unos de otros. Al contrario del purista blatníe que dominaba el mundo de los campos de prisioneros de principios del siglo XX y que daba la espalda deliberadamente a la sociedad legítima, para la mayoría de los que se incluían en el vorovskói mir de finales del siglo XIX el sueño era convertirse en un miembro de la sociedad educada y mofarse de sus valores a la vez que les robaban cuanto podían. Incluso Benia Kril, el héroe delincuente de los Cuentos de Odesa, de Isaak Bábel, se aseguraba de que cuando se casara su hermana se celebrara un grandioso festín tradicional «según la costumbre de los tiempos antiguos».55 Tal vez por eso mismo la «aristocracia» del vorovskói mir la conformaban los timadores y aquellos capaces de hacerse pasar por personas pudientes con objeto de llevar a cabo sus delitos. En Odesa, por ejemplo, se les tenía especial respeto a los maravijeri, carteristas de élite que se disfrazaban de caballeros para trabajar el circuito de la alta sociedad, desde el teatro a la bolsa de valores.56 Obviamente, la autoridad de los timadores también tenía razones más prácticas, ya que aquellos que tenían éxito podían conseguir mucho dinero, más del que podían gastar fácilmente. Como resultado, algunos se convirtieron en banqueros virtuales del vorovskói mir, prestando su dinero negro al mismo tiempo que ganaban clientes e invertían en otros delitos.
De hecho, los delincuentes podían disponer de una variedad de servicios criminales cada vez más variada. Por ejemplo, los raki («cangrejos de río») eran sastres que aceptaban cualquier artículo de vestir robado y los transformaban de la noche a la mañana en una prenda diferente inidentificable para las autoridades y lista para su venta. El truschoba de Bunin, en el Jitrovka, era conocido por sus raki,57 en tanto que el barrio de viviendas de alquiler Jolmushi de San Petersburgo era el lugar favorito para colocar artículos robados a través de tiendas locales destartaladas, junto al mercado de Tolkucha.58 Del mismo modo que, por ejemplo, las tabernas del distrito portuario de Odesa ejercían como oficinas de empleo virtuales en las que los contratistas y jefes de los artel podían contratar a quien necesitaran para el día o la semana, también los antros de los yami se convirtieron en lugares en los que se intercambiaba información y bienes robados, se contrataba a matones y se acordaban tratos oscuros.59 Mientras tanto, los taberneros generaban beneficios bajo el mostrador por derecho propio, como receptadores y banqueros de su dudosa clientela.
¿Quiere usted entender el mundo criminal actual? Lea a Bábel, lea a Gorki, lea sobre Odesa en tiempos de los zares. Fue entonces cuando se forjó el mundo actual de los ladrones.
Policía soviético (1989)60
Esta cultura del hampa muestra una asombrosa coherencia y complejidad en sus dos lenguajes: el argot criminal conocido como fenia u ofenia, y otro visual, codificado en los complicados tatuajes con los que los criminales de carrera solían adornar sus cuerpos. Las jerarquías, la organización interna y la evolución patente de estos lenguajes, que son estudiados con mayor profundidad en el capítulo 5, reflejaban el vorovskói mir como un todo. Esta hampa prerrevolucionaria no estaba todavía dominado por organizaciones criminales duraderas y sustanciales, sino que consistía en una miríada de pequeñas bandas y grupos. El paralelismo con el artel no hace sino aumentar con la industrialización, ya que solía proporcionar la estructura social a través de la cual los campesinos podían viajar a las ciudades a trabajar, especialmente en los inicios.61 Había grupos de ladrones que trabajaban a largo plazo al estilo del artel, o trabajaban como aprendices o secuaces de un veterano que les enseñaba el oficio, como en el caso del «Morozhenshchik» («el Heladero»), un Fagin de Odesa que enseñó a su pandilla de sobrinos y otros niños de la calle las artes del carterista y el asaltador de viviendas.62 Estos grupos tendían a trabajar en profesiones criminales específicas o, cuando menos, relacionadas entre ellas (de tal manera que un grupo individual podía incluir a trileros u otros tipos de estafadores de juegos callejeros y a carteristas que se aprovechaban de la muchedumbre de espectadores), aunque la clase de grupos que después pasarían a ser conocidos como kodlo solía ser más heterogénea, y podía incluir hasta a treinta criminales, que no estaban unidos tanto en torno a su especialidad como en función de un interés y una experiencia comunes.63 Estos criminales arteli tenían sus propias reglas y rituales, y de ellos saldrían las costumbres del vorovskói mir, tales como la jura ante los miembros del colectivo y los rituales de iniciación que exigían el dominio de los fenia como prueba.
Eran tiempos de cultivo social, una época en la que la gente podía trasladarse de una ciudad a otra dependiendo de las oportunidades económicas que surgieran, y lo hacían, en el caso de los criminales, en función de los enemigos que se crearan o de que las autoridades locales los tuvieran fichados. Si combinamos eso con la forma en que el sistema penal se convirtió en un poderoso canal para la transmisión de los códigos y haceres del vorovskói mir, no es de extrañar que no solo resultara contagiosa la cultura criminal general, sino también el fenómeno de la delincuencia local. Ni que decir tiene que en tan vasto imperio las organizaciones criminales variaban enormemente en cuanto a su tamaño y naturaleza. Odesa, por ejemplo, próspera y cosmopolita, obtuvo reputación por sus delincuentes ostentosos y emprendedores: «[…] los registros de los investigadores de la policía desde San Petersburgo y Moscú hasta Varsovia, Jersón y Nikoláiev, estaban repletos de nombres de ladrones de Odesa, “reyes” y “reinas” del crimen cuyas fotografías adornaban los álbumes de las “galerías de granujas” que circulaban por todo el imperio».64 Los criminales especialmente notorios no solo eran buscados por la autoridades en toda Rusia, sino que incluso se convertían en celebridades en el hampa nacional. Figuras como Faivel Rubin, el famoso carterista,65 y el bandido Vasili Churkin, eran a un tiempo inspiraciones para el hampa y objeto de una exagerada preocupación y fascinación lasciva en el seno del mundo legal.66
«Mishka Yapónchik» —cuyo nombre real era Mijaíl Vínnitski— fue una de esas leyendas en su propio tiempo. Hijo de un cartero, aparentemente debía su sobrenombre, «el Japonés», a su rostro huesudo y sus ojos rasgados, un gánster audaz y ambicioso desde sus inicios, con el carisma para atraer a otros de la misma calaña. No tardó en adquirir una formidable reputación en Odesa, y se decía que la policía hacía la vista gorda con él, siempre que los evitara y dejara en paz los barrios adinerados. A medida que se convertía en el mafioso más importante de la ciudad, se enriqueció gracias a los impuestos que pagaban otras bandas y la extorsión que ejercía sobre los negocios. No hacía grandes esfuerzos por ocultar su estatus y se paseaba por los sitios de moda con su traje de dandi de color crema, pajarita y sombrero de paja, siempre acompañado por sus guardaespaldas. Tenía su propia tertulia en el café Fankoni, donde siempre había una mesa reservada para él y se reunía con otros empresarios exitosos de la ciudad. De vez en cuando, como si fuera un magnánimo monarca, organizaba fiestas en la calle con cubos de lata llenos de vodka y mesas con comida gratuita. «Yapónchik» acabaría siendo víctima de la Guerra Civil posrevolucionaria y fue asesinado en Voznesensk en 1920, pero, durante cinco años, el llamado «Rey del Moldavanka» representó un símbolo del gánster de Odesa que había prosperado. Incluso inspiraría a un sucesor en los últimos años soviéticos, el famoso Viacheslav Ivankov, que fue enviado a América como plenipotenciario virtual del hampa y también adoptó el sobrenombre de «Yapónchik».67
La rígida jerarquía de la sociedad zarista, en la cual cada funcionario, desde los oficinistas hasta los jefes de estación, tenían sus uniformes y posición, se reflejaba también en los bajos fondos, que no solo tenían sus propias castas y rangos, sino que también aprendieron a hacer que las características de las «altas esferas» actuaran en su propia contra. Los timadores eran reconocidos como la aristocracia del vorovskói mir, no solo porque pudieran hacerse pasar por personas pudientes o incluso aristócratas para dejar sin blanca a sus versiones mejoradas. Solían ser inteligentes, a veces con muy buena educación —así como el crimen organizado ruso moderno incorpora personas con doctorados— y demostraban que la naturaleza corrupta y oligárquica de la Rusia zarista significa que, si podías convencer a los demás de que tenías poder, podías hacer lo que quisieras. Nuevamente, los paralelismos con la Rusia moderna son asombrosos, sobre todo porque estos timadores también actuaban como patronos, banqueros e intermediarios de los matones mafiosos, del mismo modo que muchos empresarios rusos contemporáneos pueden convocar cuando lo necesitan a policías, jueces corruptos o gorilas con chaquetas de cuero. Tal vez no sea demasiado fantasioso indicar que en la década de 1990, cuando atravesaba un período de terribles convulsiones socioeconómicas y de alteraciones políticas, la Rusia postsoviética se alimentó con más de una cucharada de sopa Jitrovka.