Incluso un obispo roba cuando tiene hambre.
Proverbio ruso
Vanka Kain, bandido, secuestrador, ladrón y, en ocasiones, confidente de las autoridades, fue el azote de Moscú durante las décadas de 1730 y 1740. Cuando la princesa Isabel I llegó al poder mediante un golpe de Estado en 1741, ofreció amnistía a los forajidos que delataran a sus compañeros. Kain se decidió a aprovechar la oportunidad para limpiar un historial manchado con casi una década de crímenes. Mientras trabajaba oficialmente como confidente del Gobierno y cazador de ladrones, continuó su actividad criminal, corrompiendo a sus supervisores del Sisknói prikaz, la Oficina de Investigadores. Pero aquellas relaciones adquirirían después su propia dinámica de dominación. Comenzó ofreciéndoles una parte de su botín, que solía consistir en importaciones de lujo como pañuelos italianos y vino renano. Con el tiempo, sus supervisores se volvieron más avariciosos y exigentes, obligando a Kain a cometer delitos más atrevidos y peligrosos para satisfacerlos. Esto acabó saliendo a la luz, y Kain fue juzgado y condenado a una cadena perpetua de trabajos forzados.
Kain se convirtió en un héroe romántico del folclore ruso. Obviamente, la figura del delincuente al que se considera un héroe está presente en la cultura popular de todo el mundo, desde Robin Hood a Ned Kelly. Pero el ladrón ruso, al contrario que Robin Hood, no lucha contra un usurpador que lo explota. No es un incomprendido, ni una víctima de una infancia desgraciada, y tampoco un buen hombre que se encuentra en una situación crítica. Es simplemente un «ladrón honrado» en un mundo en el que solo se distingue entre los ladrones que son sinceros respecto a su naturaleza y aquellos que ocultan su criminalidad interesada bajo las capas de los boyardos, los uniformes de los burócratas, las togas de los jueces y los trajes de los hombres de negocios, según dicten los tiempos.
La historia de Kain podría ser perfectamente la de un vor del siglo XX, o incluso actual: el gánster a quien las autoridades creen poder dominar, pero que acaba corrompiéndolas. Cambiad los caballos por los BMW y las capas de pieles por el chándal, y la historia de Kain podría reproducirse en la Rusia postsoviética sin el menor atisbo de anacronismo.
No soy ningún erudito, pero puedo decirte esto: los rusos han sido siempre los mejores criminales del mundo y también los más valientes.
Graf («conde»), criminal de rango medio (1993)1
Irónicamente, aunque los vorí tienen un pedigrí histórico poderoso, nunca han mostrado demasiado interés en él. Algunos criminales se deleitan en su historia, aunque esta suele estar basada en mitos, haber sido romantizada o simplemente inventada. Así, las tríadas chinas se representan como descendientes de una tradición centenaria de sociedades secretas que luchan contra tiranos injustos.2 Los yakuza afirman que sus orígenes no están en los bandidos kabuki mono («los locos») que aterrorizaron el Japón del siglo XVII, ni en los matones de alquiler de los jefes del trapicheo y las apuestas, sino en la casta de guerreros samurái y en las milicias públicas llamadas machi yakko («sirvientes de la ciudad») que se formaron para combatir a los kabuki mono.3 El crimen organizado ruso moderno, por el contrario, parece deleitarse en la negación de su historia y ni siquiera muestra un interés folclorista en su pasado. Al rechazar la memorialización de su cultura (al contrario que sus miembros actuales), se sitúa firmemente en el presente y vuelve la espalda a su historia.4 Incluso se rechaza la cultura tradicional del vorovskói mir, rica en folclore y costumbres brutales y sangrientas generadas y transmitidas en los campos de prisioneros del gulag, ya que la nueva generación de líderes criminales, los llamados avtoriteti («autoridades») desdeñan los tatuajes y las rutinas que distinguían a la generación anterior.5
No obstante, a pesar de todo ello, el hampa rusa moderna de criminales-empresarios, con trajes de diseño, guardaespaldas y matones armados hasta los dientes, no surgió de la nada a partir de la transición tumultuosa de su país a los mercados en 1991 tras el derrumbe del sistema soviético. Son herederos de una historia que refleja en sus contratiempos y vicisitudes procesos de mayor alcance que dieron forma a Rusia, desde los siglos de aislamiento rural, pasando por la chapucera industrialización intensiva que llevó a cabo el Estado a finales del siglo XIX, hasta llegar a la modernización del régimen estalinista impulsada por el gulag. No obstante, tal vez lo más sorprendente sea que la historia rusa, a pesar de estar llena de bandidos inmisericordes y asesinos sanguinarios, haya permanecido férreamente dominada por estafadores, malversadores y gánsteres que entendieron cómo utilizar el sistema en su propio beneficio, cuándo tenían que plantarle cara y cuándo pasar desapercibidos.
Una de las lecciones que aprendemos a partir de la evolución histórica del crimen organizado ruso es que surge a partir de una sociedad en la que el Estado solía actuar con torpeza, estar depauperado y ser profundamente corrupto, pero también fundamentalmente despiadado, ajeno a las sutilezas de los trámites legales y dispuesto a usar la violencia de manera desmedida para proteger sus intereses cuando se sentía amenazado. Durante la década de 1990 hubo un período en el que parecía que los criminales gobernasen el país. Sin embargo, el Estado ha vuelto por sus fueros con mayor fuerza con Vladímir Putin y esto ha afectado tanto al crimen como a la percepción que se tiene del mismo. No obstante, esa mezcla de coacción, corrupción y conformidad con la ley fue una parte esencial de la criminalidad rusa incluso antes de la anarquía de la era postsoviética.
Nunca digas la verdad a un policía.
Proverbio ruso
El crimen organizado ruso habría podido evolucionar presumiblemente de dos formas diferentes, a partir de sus dos precursores posibles, uno rural y otro urbano. En el siglo XIX parecía que los bandoleros rurales tuvieran un mayor potencial. Al fin y al cabo, se trataba de un país prácticamente imposible de patrullar. A finales de esa centuria, la Rusia zarista cubría casi una sexta parte de la masa continental del mundo. Su población de 171 millones de habitantes en 1913 estaba compuesta de manera abrumadora por un campesinado disperso a lo largo de este enorme territorio, a menudo en pequeños pueblos y comunidades aisladas.6 Simplemente para que las órdenes judiciales o los mandatos llegaran desde la capital, en San Petersburgo, hasta Vladivostok, en la costa del Pacífico, podían pasar semanas, incluso mediante el correo con posta de caballos. El sistema ferroviario, el telégrafo y el teléfono ayudarían, pero el tamaño del país supuso un impedimento para el Gobierno en muchos aspectos.
Es más, el imperio era un mosaico de climas y culturas diferentes incorporadas en su mayor parte mediante la conquista. Lenin lo llamó la «cárcel de las naciones», pero el Estado soviético aceptó voluntariamente esta herencia imperial e incluso la Federación Rusa actual es un conglomerado multiétnico con más de cien minorías nacionales.7 Al sur estaban las ingobernables y montañosas regiones caucásicas, conquistadas en el siglo XIX, pero nunca subyugadas realmente. Al este se encontraban las provincias islámicas de Asia central. En la parte occidental se hallaban las culturas sometidas más avanzadas de la Polonia del Congreso (o Polonia rusa) y los estados bálticos. El núcleo de la cultura eslava también incluía los fértiles campos de cultivo de la región de Tierras Negras ucraniana, las extensas y superpobladas metrópolis de Moscú y San Petersburgo y la helada taiga siberiana. En su conjunto, el imperio comprendía alrededor de doscientas nacionalidades, de entre las cuales los eslavos representaban dos tercios del total.8
Las fuerzas del orden público tenían que lidiar con una amplia variedad de culturas legales de ámbito local frecuentemente ligadas a personas para las que el orden zarista era una fuerza de ocupación brutal y extranjera, así como con los desafíos prácticos que suponían la captura de criminales que podían viajar a través de las diferentes jurisdicciones. La situación podría haberse mitigado dedicando más recursos a esa causa, pero se trataba de un Estado ahorrativo respecto a la cuestión policial. Al fin y al cabo, el Estado ruso había sido relativamente pobre a lo largo de la historia, ineficaz en la recaudación de impuestos, y estaba basado en una economía que solía ser marginal. El gasto en cuerpos policiales y sistema judicial estaba en un distante segundo plano respecto al presupuesto para el ejército. En 1900, la proporción destinada a la policía era de un 6 por ciento, muy por debajo de la media europea y posiblemente la mitad de lo que gastaba Austria o Francia, y un cuarto de lo que empleaba Prusia.9 La policía rusa estaba obligada a hacer más con un gasto proporcional mucho menor.
Los sucesivos zares fracasaron en su intento por controlar policialmente el país. Todos, desde la Razbóinaia izbá, u Oficina contra el Bandolerismo, establecida por Iván IV el Terrible [1533-1584], a las fuerzas urbanas y rurales de Nicolás I [1825-1855], demostraron no estar a la altura de ese reto.10 El control del Estado sobre el campo fue siempre mínimo y estuvo centrado en la supresión de revueltas, dependiendo del apoyo de la nobleza local (y del pago de su guardia). La policía, tanto urbana como rural, tendía a ser una fuerza que se limitaba a reaccionar, ya que adolecía de falta de personal y recursos, una moral y formación muy limitadas, un elevado índice de abandonos, corrupción endémica (todo ello síntomas en parte de unos salarios más bajos que los de un campesino sin cualificar) y escaso apoyo popular.11 Es más, tenían que soportar una carga de obligaciones adicionales que distraían su labor policial, desde la supervisión de los oficios religiosos a organizar la captación de reclutas para el ejército. ¡El «sumario» de obligaciones de la policía publicado en la década de 1850 contaba con cuatrocientas páginas!12
Y para colmo, la policía era tan corrupta como cualquier otra institución del Estado, lo que parece formar parte de la tradición rusa. La historia apócrifa cuenta que cuando el reformista y constructor del Estado Pedro I el Grande propuso colgar a cada hombre que desfalcara al Gobierno, su procurador general ofreció como sincera respuesta que esto lo dejaría sin funcionario alguno, ya que «todos robamos, la única diferencia es que algunos robamos en mayores cantidades y más abiertamente que otros».13 No exageraba mucho, pues incluso en el siglo XIX, aunque los funcionarios tenían prohibido hacerlo oficialmente, se esperaba de ellos que practicaran lo que en la época medieval se denominaba kormlenie («alimentarse»). En otras palabras, no se espera que subsistieran gracias a sus inadecuados salarios, sino que los complementaran mediante la aceptación de acuerdos subrepticios y sobornos sensatos.14 La leyenda dice que el zar Nicolás I le dijo a su hijo: «Creo que tú y yo somos las únicas personas de Rusia que no robamos».15 Hasta 1856 no se llevó a cabo la primera investigación por corrupción en el Gobierno y su dictamen fue que menos de 500 rublos no debería considerarse soborno en absoluto, sino una mera expresión de agradecimiento.16 Para hacer una comparativa, pensemos que en aquella época un agente de la policía rural cobraba 422 rublos al año.17 Esto se convertía en un problema particular cuando las personas sobrepasaban la frontera de la «corrupción aceptable». Por ejemplo, el teniente general Reinbot, el gradonachálnik (jefe de policía) de Moscú entre 1905 y 1908, se hizo famoso por utilizar su puesto para la extorsión de pagos desorbitados, estableciendo un ejemplo peligroso para sus subordinados.18 Dos mercaderes que testificaron ante una comisión de investigación de los chanchullos de Reinbot, comentaron que:
La policía ha aceptado sobornos anteriormente, pero de una forma que en comparación era decente… Cuando llegaban las vacaciones, la gente solía llevarles lo que podían permitirse, lo que les sobraba, y la policía solía aceptarlo y mostrarse agradecida. Pero esta nueva extorsión comenzó a partir de la Revolución [de 1905]. Al principio, las extorsiones eran cautas, pero cuando se enteraron de que el nuevo teniente general, es decir, Reinbot, también cobraba sobornos, ya no aceptaban unto, sino que comenzaron a robar directamente a la gente.19
Reinbot fue destituido en mitad de una investigación pública, pero la mayoría de agentes de la policía eran mucho más discretos. Además, el destino de Reinbot no se podía considerar como disuasorio: cuando finalmente llegó a ser juzgado ante el tribunal establecido en 1911, más allá de la pérdida de sus títulos y derechos especiales, fue sentenciado a pagar una multa de 27.000 rublos y a un año de cárcel. La multa no suponía un gran apuro, ya que Reinbot había recibido supuestamente 200.000 rublos gracias a solo uno de sus tratos, y Nicolás II posteriormente intercedió por él para asegurarse de que no llegara a entrar en prisión.
Las corruptelas eran un mal endémico en la policía en su conjunto, desde hacer la vista gorda a cambio de algún favor a la extorsión directa. Ni siquiera los agentes que eran esencialmente honestos veían problema alguno en saltarse la ley en el cumplimiento de su deber, fabricar confesiones o aplicar la «ley del puño» (kuláchnoie pravo) para enseñarles una rápida lección a los malhechores mediante una buena paliza. Su lema era «cuanto más severos seamos, más autoridad tendrá la policía», pero esa autoridad no implicaba respeto ni apoyo alguno.20 Tal vez no pueda resultar sorprendente (aunque tampoco es defendible) que la policía, alienada del resto de la masa y sintiendo un escaso respaldo de un Estado que pagaba poco y esperaba mucho de ella, decidiera quedarse con el sobrante y llenarse los bolsillos.
Este es nuestro criminal, y lo castigaremos como queramos.
Un campesino21
La cultura rusa es especialmente rica en formas de resistencia del campesinado frente a sus amos, ya se trate del Estado o de los terratenientes locales, nobles o agentes que los asedian. En un extremo de ese espectro tenemos las esporádicas expresiones de violencia rural conocidas como bunt («batida»), que Alexandr Pushkin caracterizó como «la rebelión rusa, sin sentido y sin piedad».22 Rusia se ha enfrentado a rebeliones generalizadas en diferentes épocas, como el alzamiento de Pugachov de 1773-1774 o la Revolución de 1905, pero lo más común eran los casos de violencia localizada, como los prendimientos de forajidos o las visitas del «gallo rojo» (la jerga para denominar los incendios provocados, un delito que los campesinos usaron como «arma efectiva de control social y lenguaje de protesta en sus comunidades, así como contra aquellos a los que consideraban intrusos»).23
En la práctica, Rusia estaba controlada en su mayor parte gracias a la mano dura de la comunidad y al látigo de los terratenientes. Incluso el jefe de la gendarmería paramilitar de 1874 opinaba que la policía local carecía «de la posibilidad de organizar ningún tipo de vigilancia policial en localidades con centros de manufactura densamente poblados», de modo que no eran más que «espectadores pasivos de los actos criminales que allí se cometen».24 En su lugar, el orden del pueblo se mantenía exclusivamente a través del samosud («justicia personal»), una forma de ley del linchamiento con una sorprendente variedad de matices, según la cual los miembros de la comunidad aplicaban su propio código moral a los delincuentes, independientemente de las leyes del Estado o incluso desafiándolas directamente. Esto ha sido estudiado en mayor profundidad por Cathy Frierson, quien concluyó, contrariamente a las opiniones de muchos funcionarios de la policía y del Estado de la época, que no se trataba de violencia sin sentido, sino de un procedimiento con una lógica y unos principios propios.25 Por encima de todo, esta forma de control social que en ocasiones era brutal, estaba fundamentalmente dirigida a la protección de los intereses de la comunidad: se castigaban sin piedad aquellos delitos que representaban una amenaza para la supervivencia o para el orden social del pueblo. Eso incluía especialmente el robo de caballos, que amenazaba el propio futuro de la comunidad al privarla de una fuente de potros, energía, transporte y, llegado el momento, de carne y pieles. El castigo impuesto solía ser la pena de muerte, que en ocasiones implicaba métodos especialmente dolorosos e ingeniosos. Por ejemplo, estaba el caso del ladrón al que se desollaba vivo antes de partirle la cabeza con un hacha,26 u otro caso en el que se le daba una paliza hasta dejarlo al borde de la muerte para después arrojarlo al suelo delante de un caballo de tiro para que este le asestara su poético tiro de gracia.27
¿Podía considerarse esto un crimen o simplemente un acto policial comunal? Ni que decir tiene que el Estado rechazaba y temía la idea de que los campesinos impartieran la justicia por su cuenta, pero no podía hacer mucho al respecto, debido a la fortaleza del código moral personal de los campesinos y a las dificultades prácticas de realizar una vigilancia policial diaria en un país tan extenso. Los efectivos policiales estaban muy desperdigados a lo largo de los campos, no parecían capaces de prometer justicia real o restituciones (resulta revelador que solo el 10 por ciento de los caballos fueran recuperados) y rara vez realizaban grandes esfuerzos por granjearse la simpatía de los lugareños.28 Por ejemplo, la guardia rural, conocida como los uriádniki, era reclutada entre el campesinado, pero, al llevar el uniforme del zar, eran considerados aliados del Estado. (Merece la pena destacar en este punto que la prerrogativa de no luchar por el Estado estará presente también en la cultura vor.) Los campesinos solían llamarlos «perros» y los uriádniki les devolvían el favor: un observador contemporáneo se quejaba de que «presumían de su superioridad de mando y casi siempre trataban a los campesinos con desdén».29 De modo que no puede resultar sorprendente que cierta fuente de la época indicara que solo se denunciaba uno de cada diez crímenes rurales.30 No obstante, los mecanismos de control interno del pueblo —la tradición, la familia, el respeto por los ancianos y finalmente, la samosud— aseguraban que la ausencia de control por parte de efectivos del Estado no supusiera una anarquía absoluta.
Esto se debe especialmente a que los delitos rurales más comunes, aparte del tipo de riñas interpersonales que la comunidad resolvía por su cuenta, eran la caza furtiva o el robo de madera de los bosques de los terratenientes o zares, en los que la moral de los campesinos no veía daño alguno. Estos delitos conformaban el 70 por ciento de las condenas por robo en la Rusia zarista.31 En ruso existen dos palabras diferenciadas para referirse al delito: prestuplenie, palabra esencialmente técnica, el quebrantamiento de la ley, y zlodeianie, que lleva implícita un juicio moral.32 Hay un proverbio del campesinado elocuente a este respecto: «Dios castiga el pecado y el Estado castiga la culpa».33 La caza furtiva bien podía ser prestuplenie, pero la gente del campo no lo consideraba zlodeianie, ya que el terrateniente disponía de madera más que suficiente para satisfacer sus necesidades personales y «Dios hizo el bosque para todos».34 Podía ser interpretado incluso como un acto de bandolerismo social, una redistribución mínima de la riqueza del explotador al explotado. Según la visión del marqués de Custine, un viajero del siglo XVIII, «los siervos tenían que estar en guardia contra sus amos, que actuaban constantemente hacia ellos con una clara y desvergonzada mala fe», así que respondían «compensando mediante artificio lo que habían sufrido a través de la injusticia».35
¿Cómo se suponía que haría cumplir la ley en una población de sesenta mil personas diseminadas en cuarenta y ocho asentamientos con solo cuatro sargentos y ocho guardias?
Jefe de policía rural (1908)36
Obviamente, nada de esto podía ser considerado «crimen organizado» en el sentido estricto de la palabra. Aunque actos como el asesinato samosud en serie eran crímenes que sin duda se cometían de manera organizada, no se realizaban en beneficio propio. Ni siquiera la caza furtiva organizada y de larga duración se acerca marginalmente a ese criterio, sobre todo porque solía gestionarse en el contexto de las estructuras de autoridad tradicional del pueblo. Aunque las reformas de Nicolás I fueron un comienzo significativo, no supusieron más que eso. Ciertamente, no llevaron la ley y el orden a la profundidad de los bosques, a los oscuros campos ni a las fronteras sin delimitar de Rusia. Se esperaba que un cuerpo que a finales del siglo XIX había crecido hasta los 47.866 agentes de diferente rango y variedad vigilara un país de 127 millones de individuos.37 Es posible que en las ciudades existiera cierto control policial (aunque incluso esto está sometido a debate, como veremos después), pero el problema estaba en el campo, donde 1.582 stanovíe prístavi (jefes de la policía rural) y 6.874 uriádniki tenían que patrullar los inmensos terrenos rurales del interior y mantener a raya a 90 millones de personas.38 ¡Cada stanovói prístav era así responsable de una media de 55.000 campesinos!
Como resultado de ello, el campo era terreno abonado para las bandas establecidas o errantes, que a veces arraigaban en una comunidad y se valían de foráneos dispuestos a robar a quien fuera. Esto no era nada nuevo, pues hacía tiempo que el bandolerismo era una característica distintiva de la vida rusa. Raras veces podía considerarse como crimen organizado a ese bandolerismo de los primeros tiempos. Aunque existen relativamente pocos datos fidedignos, no parece haber constancia de grupos criminales autónomos importantes que operasen durante un período prolongado, como los identificados por Anton Blok en los Países Bajos del siglo XVIII,39 por ejemplo, o como el que representaba en el siglo XVI el líder de los bandidos italianos Francesco Bertazuolo, que dirigía a varios cientos de hombres divididos en «compañías» separadas, así como toda una red de espías.40 Ni siquiera el famoso Vasili Churkin, un asaltador de caminos que aterrorizó la región de Moscú durante la década de 1870, era tan influyente como el folclore popular daba a entender.41 En lugar de ser el temido amo de una banda de malhechores a gran escala, no era más que un asesino que apenas tuvo un puñado de secuaces. Esa era la norma, y la mayoría de bandas eran pequeñas agrupaciones de forajidos e inadaptados, a menudo efímeras, que no suponían una gran amenaza para el orden rural. En cambio, lo que sí suponía un reto era el sinnúmero de estos pequeños grupos.
Una excepción particular a esta exclusión del bandolerismo rural de la definición de crimen organizado eran las pandillas de cuatreros, que representaban tal preocupación para el campesinado ruso que reservaban para ellos los asesinatos samosud más salvajes.42 Los cuerpos sin vida de estas víctimas de la ley del linchamiento solían dejarse en el cruce de caminos más cercano (a veces, decorados simbólicamente con bridas o sogas de crin de caballo) como advertencia para otros posibles ladrones de caballos que quisieran seguir sus pasos. Sin embargo, la amenaza de la samosud también obligó a los criminales a organizarse.
Las epidemias periódicas, las cosechas fallidas y otros desastres no pueden compararse a los perjuicios que causan esos ladrones de caballos en el campo. Los ladrones de caballos representan para el campesino un miedo perpetuo y continuo.
GEORGUI BREITMAN (1901)43
El ladrón de caballos vivía una vida violenta y peligrosa, amenazado tanto por la policía como por los grupos de linchamiento del campesinado. Solía formar una banda, apoderarse de un pueblo y establecer después redes complejas para el comercio de caballos en otras regiones donde no pudieran ser reconocidos. Esto representa un interesante paralelismo fortuito respecto al gánster ruso moderno, que suele intentar crear una base de operaciones mediante la corrupción o la amenaza de las élites políticas locales, como eje para la formación de redes criminales que a menudo son transnacionales.
Estas bandas de cuatreros tenían que disponer de los efectivos, la fortaleza y la astucia suficientes para esquivar no solo a las autoridades, sino también a los propios campesinos, que eran mucho más peligrosos. En algunos casos, su número ascendía hasta los cientos de miembros.44 Por ejemplo, un investigador escribió acerca de la banda liderada por un tal Kubikovski, que incluía a casi sesenta criminales y tenía su centro de operaciones en el pueblo de Zbeliutka, donde se refugiaban en una cueva subterránea en cuyo interior podían ocultar hasta cincuenta caballos. Si esta se encontraba completa o impracticable, en cada pueblo había un agente conocido como shevronist al que se llamaba para esconder caballos o proporcionar información.45 Aunque tampoco tenían que ocultarlos durante mucho tiempo. A pesar de que hubiera gran demanda de caballos, estos eran relativamente fáciles de identificar, de modo que las bandas —como los ladrones de coches actuales—necesitaban encubrir el nombre de su propietario original (normalmente mediante su venta a un comerciante de caballos que podía volver a marcarlos y camuflarlos entre su ganado habitual) o venderlos a la suficiente distancia de su propietario original para que resultara imposible saber de dónde procedían. Así, un estudio de las redes criminales de la provincia de Sarátov descubrió que:
Los caballos robados se llevan por una ruta determinada hasta el río Volga o el Sura; en prácticamente todos los asentamientos que hay a lo largo de ese camino existe una guarida de ladrones que transfieren inmediatamente esos caballos hasta el pueblo siguiente […] Todos los caballos robados acaban […] más allá de los límites de la provincia y son transferidos cruzando el Sura a las provincias de Penza y Simbirsk, o cruzando el Volga hasta la de Samara, en tanto que Sarátov en sí recibe los caballos robados en esas tres provincias.46
Albergar estos caballos robados podía atraer mayor prosperidad a la ciudad (en gran parte porque los ladrones despilfarraban sus ganancias en alcohol y mujeres locales) y tal vez incluso seguridad. En algunos casos, los ladrones de caballos operaban como precursores de la extorsión a cambio de protección, exigiendo un pago para evitar el robo de los caballos de la comunidad.47 Al enfrentarse con la amenaza real que suponían esos ataques y los costes económicos de tener que montar una guardia constante para proteger sus preciosos caballos, así como a la ausencia de una policía del Estado efectiva, consideraban como mal menor el pago de tal «impuesto», o la contratación de un ladrón de caballos como pastor, lo que también proporcionaba a este la posibilidad de ocultar los ejemplares entre los del pueblo.48
En ocasiones, esos ladrones de caballos eran atrapados, ya fuera por los campesinos o por la policía, pero en general prosperaban, y su número fue creciendo durante los años previos a la Primera Guerra Mundial, como parte de una ola de crimen rural más extensa.49 Aunque se tratara simplemente de una especialidad individual del bandolerismo rural, los ladrones de caballos representaban una forma rudimentaria de crimen organizado. Operaban con un claro sentido de la jerarquía y la especialización, poseían sus propias zonas de actuación, contaban con redes de confidentes, agentes de policías corruptos, se vengaban de aquellos que se resistían o proporcionaban información sobre ellos,50 intercambiaban caballos robados con otras bandas y corrompían a los comerciantes de caballos «legítimos».51 Los más exitosos operaron durante años y, aunque podían desarrollar vínculos con las comunidades locales a través de la extorsión, o como vecinos y protectores, no cabía duda de que no formaban parte de la comunidad, y en muchos casos captaban a sus miembros entre los fugitivos, expresidiarios, desertores y forajidos de poca monta.
No obstante, este particular fenómeno del crimen organizado estaba destinado a ser una actividad sin futuro, y no sobrevivió durante mucho tiempo en el siglo XX. La Primera Guerra Mundial hizo que el tráfico de caballos resultara difícil y peligroso, dado que en muchos casos se compraban y eran requisados por el ejército, y que el caos originado por la Revolución (1917), la posterior Guerra Civil (1918-1922) y la hambruna (1920-1922) alteró sus redes comerciales más si cabe. Las bandas rurales prosperaron durante un tiempo en este período de relativa anarquía y algunas de ellas se convirtieron prácticamente en ejércitos de forajidos.52 En algunos casos, bandidos individuales, o incluso grupos enteros, acababan siendo asimilados por la estructura administrativa o militar de cualquiera de los dos bandos: del mismo modo que Vanka Kain trabajó durante un tiempo para el Estado, hubo famosos criminales que hicieron lo mismo, como Lionka Panteléiev en San Petersburgo, quien trabajó para la Cheka, la policía política bolchevique, antes de regresar también a su vida como criminal (y de recibir un tiro en 1923 por los sufrimientos ocasionados).53 Sin embargo, a medida que el régimen soviético comenzó a imponer su autoridad en el campo, estos bandidos se enfrentaron a una presión sin precedentes por parte del Estado. Aunque la vigilancia policial rural en su conjunto seguía sin ser una prioridad, cuando se presentaban desafíos serios la respuesta del Estado revolucionario era mucho más urgente y contundente. Por ejemplo, para suprimir los ejércitos de bandidos más grandes del Volga, los bolcheviques utilizaron más de cuatro divisiones del Ejército Rojo, además de apoyo aéreo.54 Las fuerzas primigenias de las «batidas» y el bandolerismo seguían estando latentes, dispuestas a irrumpir en escena en cuanto el Estado mostrara síntomas de debilidad o impusiera una presión insoportable en la gente del campo. Por ejemplo, durante la espiral del terror y la colectivización estalinista, la delincuencia rural volvió a convertirse en un serio problema. En 1929, Siberia fue declarada «insegura debido al bandolerismo», y las bandas campaban a sus anchas por gran parte del resto de Rusia.55 En palabras de Sheila Fitzpatrick, «el suyo era un mundo fronterizo cruel, en el que los bandidos, que a menudo eran campesinos “dekulakizados” [campesinos ricos desposeídos] que se ocultaban en los bosques, estaban dispuestos a pegarles un tiro a los agentes, mientras los malhumorados campesinos miraban hacia otro lado».56 Sin embargo, aunque los bandidos siguieron robando caballos, el fenómeno específico de las bandas de cuatreros organizadas no sobrevivió por mucho tiempo en la era soviética.
Los ladrones de caballos ya mostraban algunos de los rasgos del posterior gansterismo ruso del vorovskói mir. Formaban parte de una subcultura criminal que se apartaba deliberadamente de la sociedad general, pero aprendieron a manipularla. Durante este proceso, se relacionaron con esa sociedad a través de la cooperación con funcionarios corruptos y ganándose la adhesión de poblaciones desilusionadas. Cuando tuvieron la oportunidad, los ladrones de caballos ocuparon las estructuras políticas y establecieron «reinos bandidos» desde los que gestionaban operaciones en cadena. Extremadamente violentos cuando lo consideraban necesario, también eran capaces de llevar a cabo actividades muy complejas y sutiles. A pesar de ello, para encontrar las raíces verdaderas del crimen organizado ruso, los verdaderos antecesores de los vorí, es preciso examinar el lugar donde se originaron sus Kain: las ciudades.