LA DAMA BLANCA

1902, Nueva York

La dama blanca estaba muriéndose, y no había nada que Cela Johnson pudiera hacer al respecto. Arrugó la nariz al acercarse al bulto de guiñapos y mugre que se acurrucaba en el rincón. La pestilencia de sudor y orina cargaban el aire con un olor similar al de la putrefacción. Era el hedor, dulce y maduro, lo que le indicaba que la mujer no sería capaz de llegar hasta el final de aquella semana. Probablemente ni siquiera hasta el final de aquella noche. Parecía que la propia Muerte ya estuviera allí en la habitación, sentada y esperando el momento indicado.

Cela deseó que la Muerte cumpliera con dicho cometido de una buena vez. Su hermano, Abel, tenía previsto regresar a casa la noche del día siguiente y, si encontraba a la mujer allí, se desataría el infierno.

Había sido una maldita estúpida por haberse prestado a darle cobijo, y no entendía qué la había llevado a aceptar la petición de Harte Darrigan dos noches atrás. El Mago le agradaba: era uno de los pocos integrantes del teatro que se dignaba a mirarla a los ojos cuando hablaba con ella. Y después de todo, se sentía en deuda con él por haber confeccionado para Estrella aquel traje de estrellas a escondidas. Aunque con toda certeza no le debía tanto como para tener que soportar a su madre toxicómana. Pero Harte siempre había sido demasiado astuto para su propio bien. Era como los diamantes de imitación que ella cosía en el vestuario de los artistas: para el público, sus creaciones relucían como si estuvieran cubiertas de piedras preciosas, pero todo aquello no era más que luces y humo. Era probable que sus prendas estuvieran bien confeccionadas, con sus costuras rectas y con sus puntadas derechas, pero no había nada de auténtico en el brillo y el resplandor que desprendían. Vistos de cerca, era fácil advertir que las piedras preciosas no eran más que cristal pulido.

Harte también era un poco así. El problema era que la mayoría de la gente no podía ver más allá de todo ese esplendor.

Claro que pensar en aquellos términos tan poco caritativos sobre los muertos, probablemente no fuera lo más adecuado. Había escuchado lo sucedido en el puente de Brooklyn aquel mismo día. Harte había intentado realizar algún estúpido truco y había terminado encontrando la muerte tras caer de él. Lo cual quería decir que no volvería a buscar a su madre como le había prometido.

De todos modos… por mucho brillo y oropel que fuera Darrigan a primera vista, había algo en su interior que era sólido y auténtico como las puntadas rectas y uniformes de su costura. Cela lo sospechó desde el principio, pero lo confirmó con total seguridad cuando apareció en su puerta, acunando a aquella mujer mugrienta como si fuera su tesoro más valioso. Suponía que lo correcto sería respetar sus últimos deseos acompañando a su madre hasta que la Muerte decidiera venir a buscarla definitivamente.

Dos días antes, la mujer había estado tan profundamente sumida en el sopor del opio que nada había conseguido despertarla. Pero el efecto del nárcotico había desaparecido en muy poco tiempo, y entonces empezaron los gemidos. La mezcla de vino y láudano que Harte había dejado duró menos de un día, pero el sufrimiento de la mujer se prolongó mucho más. Por lo menos en aquel momento parecía estar en paz.

Con un suspiro, Cela se arrodilló junto a ella, con cuidado de no ensuciar demasiado sus faldas con el suelo del sótano. La anciana no dormía, como había pensado en un principio. Tenía los ojos vidriosos y miraba fijamente hacia arriba, a la oscuridad del techo. Su pecho subía y bajaba irregularmente. Un estertor húmedo sacudía sus inhalaciones poco profundas, confirmando las sospechas de Cela: la madre de Harte habría muerto para cuando se despertara a la mañana siguiente.

Puede que debiera sentirse peor por ello, pero había prometido que cuidaría de la anciana y la haría sentir cómoda, no que la salvaría. Después de todo, Cela solo era modista, no hacía milagros, y la madre de Harte —Molly O’Doherty, le había dicho que se llamaba— ya había traspasado el punto para que pudieran salvarla. Cualquiera podría darse cuenta de aquello. De todos modos, por más bajo que la mujer hubiera caído en su vida o cuánto apestara, merecía un poco de consuelo hasta que la Muerte viniera a buscarla. Cela cogió el cuenco de agua limpia y tibia que había traído consigo al sótano y pasó un trapo húmedo por la frente y por la saliva reseca que tenía alrededor de la boca, pero la mujer ni siquiera se movió.

Al terminar de asearla lo mejor que pudo, evitando perturbarla, oyó pasos en lo alto de la escalera.

—¿Cela? —Era Abel, su hermano mayor. No debería estar aún en casa. Era portero de coche-cama en la línea central de Nueva York, y en aquel momento debería estar de camino a casa y no llamándola desde el hueco de la escalera.

—¿Eres tú, Abe? —llamó a voces, levantándose silenciosamente del suelo y alisándose el cabello hacia atrás para apartarlo del rostro. Lo cierto era que la humedad del sótano había empezado a hacer que se rizara alrededor de las sienes—. Pensaba que tu tren no llegaba hasta mañana.

—He hecho un cambio con un compañero de otro turno. —Lo oyó empezar a descender las escaleras—. ¿Qué haces ahí abajo?

—Subo de inmediato. —Cogió rápidamente un bote de melocotones, necesitaba una excusa para justificar lo que estaba haciendo en el sótano, y empezó a ascender por las escaleras antes de que él pudiera terminar de bajarlas—. Solo buscaba un poco de fruta para la cena de esta noche.

Allí arriba la esperaba Abe, aún llevaba puesto su uniforme. Sus ojos estaban rodeados por unos amplios círculos oscuros a causa de la fatiga, probablemente por haber tenido que hacer dos turnos seguidos para llegar a casa, pero le sonreía con la misma sonrisa de su padre. Abel Johnson padre había sido un hombre alto y esbelto, con la complexión de alguien que se ganaba la vida con las manos. Lo mataron el verano de 1900, tras los fuertes enfrentamientos que estallaron en la ciudad cuando arrestaron a Arthur Harris por haber apuñalado a un hombre blanco que además resultó ser un miembro de cuerpo de policía. Su padre no había tenido nada que ver, pero aquello no impidió que quedara atrapado por el odio y la furia que arrasó la ciudad durante aquellos convulsos meses.

Algunos días, Cela creía que apenas recordaba la voz de su padre o el sonido de su risa, como si fuera un recuerdo que estuviera desapareciendo. Pero el hecho de que Abe sonriera como él casi todos los días impedía que sucediera.

En momentos como aquel, le resultaba asombroso lo mucho que su hermano se parecía a su padre. La misma complexión alta y esbelta. La misma frente ancha y el mentón cuadrado. Las mismas líneas de preocupación y cansancio que dibujaban en su joven rostro aquellos profundos surcos que provocaban las largas horas que pasaba trabajando en las líneas ferroviarias. Pero no era exactamente la viva imagen de su padre. Los ojos profundos, de un cálido color castaño, poblados de motas doradas, y el tono rojizo de su piel: aquellos rasgos provenían de su madre. La propia Cela tenía la piel mucho más oscura, más parecida al moreno bruñido de su padre.

La expresión de Abel se animó al escucharla hablar de comida.

—¿Estás preparándome algo rico?

Ella frunció el ceño. Había estado demasiado ocupada como para poder ir al mercado, así que no tenía nada más que aquel bote de melocotones que sujetaba entre sus manos.

—Pensaba que no llegarías a casa hasta mañana por la noche. Tendrás que conformarte con lo que iba a preparar para mí, gachas con melocotones.

Su expresión de marchitó, y parecía tan desolado que ella tuvo que contener una carcajada. Levantó sus faldas y subió unos peldaños más.

—Oh, no pongas esa cara tan…

Antes de que pudiera terminar, un suave gemido emergió desde la oscuridad del sótano.

Abe quedó completamente quieto.

—¿Has oído eso?

—¿Qué? —preguntó Cela. Se maldijo por dentro a sí misma y a la mujer—. No he oído nada. —Avanzó un paso más hacia donde la aguardaba Abel. Pero la estúpida anciana emitió un nuevo gemido, haciendo que la expresión de su hermano se contrajera. Cela fingió no haber oído nada de nuevo—. Conoces este viejo edificio… probablemente, sea una rata o algo similar.

Abe empezó a descender por las estrechas escaleras.

—Las ratas no hacen ese tipo de ruido.

—Abe —llamó ella, pero él ya le había quitado la lámpara de la mano y la apartaba hacía un lado con un empujón. Cerró los ojos y aguardó el inevitable estallido, y cuando sucedió, se concedió a sí misma, y a Abel, un momento antes de volver a descender penosamente hacia el sótano.

—¿Qué demonios está pasando, Cela? —preguntó, inclinado sobre la mujer que se apoyaba contra un rincón. La tela de su uniforme azul marino de portero se tensaba entre sus hombros, y tenía la nariz metida dentro de su camisa. No podía culparlo por ello… la mujer apestaba. No había nada que hacer.

—No es nada por lo que debas preocuparte —le dijo, cruzándose de brazos.

Puede que ayudar al Mago hubiese sido una decisión estúpida, pero había sido su decisión. Por mucho que Abe creyera que era su deber continuar donde lo había dejado su padre, Cela ya no era una niña pequeña. No necesitaba que su hermano mayor aprobara cada paso que diera, especialmente cuando cinco de los siete días de la semana no se encontraba en casa.

—¿Que no me preocupe? —preguntó él, incrédulo—. Hay una mujer blanca, inconsciente, en mi sótano, ¿y no tengo que preocuparme por nada? ¿En qué te has metido esta vez?

—Es nuestro sótano —le dijo, poniendo énfasis en la palabra. Sus padres se lo habían dejado a ambos—. Y no me he metido en nada. Estoy ayudando a un amigo —respondió, cuadrando los hombros.

—¿Es amiga tuya? —Una sombra de incredulidad cruzó el rostro de Abe.

—No. Le he prometido a un amigo que la haría sentir cómoda hasta que… —Pero por algún motivo no parecía apropiado pronunciar el nombre de la Muerte mientras estaba sentada allí con ellos—. No es que le quede mucho tiempo.

—Eso no ayuda en nada, Cela. ¿Sabes lo que podría sucedernos si alguien se entera de que está aquí? —preguntó—. ¿Cómo crees que íbamos a explicar que una mujer blanca se está muriendo en nuestro sótano? Podríamos perder este edificio. Podríamos perderlo todo.

—Nadie sabe que está aquí —dijo Cela, incluso mientras sentía cómo su tripa se retorcía. ¿Por qué había accedido a hacer algo así? Deseó volver atrás y propinarse un severo bofetón por siquiera considerar ayudar a Harte—. Tú y yo somos los únicos que tenemos llaves de acceso al sótano. Ninguno de los arrendatarios de arriba saben nada de esto. No hace falta que sepan nada. Se habrá marchado para cuando acabe la noche, y luego no tendrás que preocuparte más. Ni siquiera tenías que estar en casa —le dijo, como si aquello sirviera de algo.

—¿Así que actuabas a mis espaldas?

—También es mi casa —dijo Cela, enderezando los hombros—. No soy una completa idiota. Me han compensado por mis molestias.

—Te han compensado. —La voz de Abe sonaba apagada.

Le habló sobre el anillo que tenía cosido en el interior de sus faldas. Su montura alojaba una enorme gema transparente que probablemente costara una fortuna. Abel no dejaba de sacudir la cabeza mientars escuchaba su relato.

—Y piensas que encontrarás a algún selecto joyero del East Side y podrás vendérselo sin más, ¿verdad?

Su estómago dio un vuelco. Tenía razón. ¿Cómo no había pensado en eso? No había manera de vender el anillo sin despertar sospechas. No es que fuera a admitirlo en aquel momento.

—Es una garantía, eso es todo.

—La garantía es este edificio en el que nos encontramos —le dijo Abel, alzando los ojos hacia el techo como si con la mirada pudiera perforar el techo que tenían sobre ellos para deternerse en la primera planta donde vivían ellos; pasando por la segunda que arrendaba la familia Brown, y hasta el desván, donde alquilaban algunos catres para hombres solteros que atravesaban un mal momento en pleno invierno—. Garantía es lo que nos dieron nuestros padres al dejarnos esto.

No se equivocaba. Habían comprado y pagado su casa con el trabajo duro de su padre. Aquello significaba que nadie podía desalojarlos ni subirles la renta por el color de su piel. Y aún más, era un testimonio diario de que su madre no se había equivocado al elegir a su padre, al margen de lo que hubiera creído su familia.

La mujer volvió a gemir; su aliento, un estertor, como si fuera la propia Muerte la que estuviera extrayendo el aire de sus pulmones. El sonido era tan impotente y desesperado que Cela no pudo evitar inclinarse sobre ella.

—Cela, ¿me estás escuchando al menos? —preguntó Abel.

De algún modo, la tez de la mujer se encontraba aún más descolorida; sus ojos, opacos y sin vida. Cela extendió una mano vacilante y tocó su mano fría, sosteniéndola sobre la suya. Las puntas de los dedos bajo las uñas ya habían empezado a tornarse azules.

—Se está muriendo, Abe. Ha llegado su hora, y por más equivocada que haya estado al darle cobijo, no dejaré que una mujer agonizante muera sola, sin importar lo que sea. —Alzó la cabeza y lo miró—. ¿Y tú?

Su hermano tenía el gesto plegado por la frustración, pero un instante después sus ojos se cerraron y sus hombros se hundieron.

—No, Conejo —dijo con suavidad, empleando el apodo de su infancia—. Supongo que no.

Volvió a abrir los ojos.

—¿Cuánto tiempo crees que le queda?

Cela frunció el ceño, mirando fijamente a la frágil mujer. No estaba completamente segura. Hacía cinco años, cuando su madre había muerto de tuberculosis, ella apenas había tenido doce años. Su padre no le permitió que entrara en su habitación hasta el último momento, intentando protegerla. Siempre había intentado protegerlos a todos.

—¿Acaso no oyes el estertor de la muerte? Puede que horas… o quizá minutos. No lo sé. Pero no mucho tiempo. —Porque el resuello que sonaba en la garganta de la anciana era lo único que recordaba del día en el que su madre los había dejado para siempre. Aquella respiración sibilante, enfermiza, tenue, que no se parecía en nada a su madre risueña y llena de luz—. Se habrá marchado antes de que acabe la noche.

Juntos esperaron en silencio el instante en el que el pecho de la mujer dejara de ascender y caer.

—¿Qué haremos cuando finalmente muera? —preguntó Abel después de haberla observado durante un largo rato—. No es que podamos llamar a nadie exactamente.

—Cuando muera, esperaremos la quietud de la noche, y luego la llevaremos a St. John sobre Christopher Street —explicó Cela, sin comprender realmente de dónde provenía el impulso. Pero supo que era lo correcto en cuanto las palabras salieron de su boca—. Allí podrán ocuparse de ella.

Abel sacudió la cabeza, pero no ofreció resistencia. Mientras observaba cómo su hermano intentaba encontrar una solución más adecuada para aquel problema, un fuerte golpe en la planta de arriba llamó su atención.

Los ojos oscuros de su hermano se encontraron con los suyos a la luz vacilante de la llama. Eran más de las diez de la noche, demasiado tarde para una visita social.

—Hay alguien —dijo, como si ella no hubiera podido imaginarlo. Pero su voz estaba cargada de la misma preocupación.

—Tal vez sea solo un huésped que necesita un lugar para pasar la noche —sugirió.

—El clima es demasiado bueno para eso —respondió casi para sí mientras levantaba la mirada al techo. Los golpes resonaron de nuevo, más fuertes y urgentes que antes.

—Olvídalos —le dijo—. Terminarán marchándose.

Pero Abel sacudió la cabeza. La tensión se vislumbraba en su mirada.

—Espera aquí y veré qué quieren.

—Abe… —Nunca la escuchaba, pensó ella, mientras desaparecía entre las sombras de las escaleras que conducían a su apartamento más arriba. Por lo menos le había dejado la lámpara.

Cela aguardó mientras las pisadas de Abe cruzaban los tablones que tenía sobre ella. Los golpes cesaron; apenas consiguió oír las voces bajas de algunos hombres.

Luego las voces se volvieron cada vez más fuertes hasta convertirse en gritos.

El sonido repentino de una pelea hizo que se pusiera rápidamente de pie. Pero antes de que pudiera dar siquiera un paso, el chasquido de un disparo rompió el silencio de la noche, y el golpe sordo de un cuerpo cayendo sobre el suelo le arrebató el aire de los pulmones.

No.

Entonces, pudo oír nuevos pasos. Pasos pesados provocados por botas pesadas. Había hombres en su casa. En su casa.

Abel.

Empezó a dirigirse hacia las escaleras, desesperada por llegar junto a su hermano, pero algo se había activado en su interior, un instinto primitivo que no comprendía y contra el que no pudo luchar. Era como si sus pies hubieran echado raíces.

Quería ir en busca de su hermano. Pero no podía moverse.

Los periódicos habían estado informando sobre las patrullas que asolaban la ciudad, saqueando las casas particulares y quemándolas hasta los cimientos. Los incendios se habían contenido en los barrios inmigrantes cercanos al Bowery; las calles al oeste de Greenwich Village, donde su padre había comprado el edificio en el que vivían, habían permanecido a salvo. Pero Cela sabía lo rápido que podían cambiar las cosas como para comprender que la seguridad de la que habían disfrutado la semana anterior podría haber desaparecido sin más hoy.

Había hombres en su casa.

Alcanzaba a oír sus voces, podía sentir sus pisadas vibrando a través de ella mientras se dispersaban registrando las habitaciones de la planta de arriba. ¿Están robándonos? ¿Buscando algo?

Abe.

Le daba igual. Solo necesitaba asegurarse de que Abel estuviera a salvo. Necesitaba subir a la planta de arriba, pero su voluntad ya no parecía pertenecerle.

Sin saber por qué o qué la impulsó a hacerlo, le dio la espalda a las escaleras que conducían a la casa que sus padres habían comprado diez años atrás gracias al dinero que habían ganado con su esfuerzo, y se dirigió hacia la dama blanca, ya claramente inerte. Con las yemas de los dedos, cerró los ojos de la mujer que acababa de morir, y trepó fuera hacia el frescor de la noche. Sus pies empezaron a desplazarse antes de que pudiera obligarse a parar, antes de poder pensar en Abe o No o cualquiera de las cosas en las que debería estar pensando. No habría podido dejar de correr, aunque lo intentara. Para cuando alcanzó la esquina de la calle y había perdido la casa de vista, las llamas ya habían comenzado a salir por las ventanas del único hogar que alguna vez había conocido.